Dossier Juicio a las Juntas
Crímenes sexuales, una deuda del Juicio a las Juntas

Por Miriam Lewin

“Existió el terrorismo sexual durante el terrorismo de estado y fue un plan sistemático” afirma Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA. Y recuerda que en el Juicio a las Juntas – en el que declaró como testigo –un pequeño número de prisioneras mencionó que había sido víctima de abusos y violaciones. Y esas pocas valientes no obtuvieron atención ni reparación alguna por parte de la justicia. Muchas mujeres guardaron silencio, por otra razón. Se sentían culpables, tenían vergüenza. La sospecha era una carga pesada.

 

 

Sobrevivir a un campo de concentración es una experiencia especialmente traumática. Se siente culpa, como la de todos los sobrevivientes, incluso los de accidentes. La carga de la culpa llega con la sensación persistente de que no se es digno de la supervivencia, y la pregunta de ¿por qué yo sobreviví y no los otros?, nunca cesa.

Cuando dejamos los centros clandestinos de detención, a algunos de nosotros se nos permitió o incluso se nos alentó a dejar el país. Otros, por el contrario, no pudimos obtener un pasaporte legal, o incluso documentos de identidad válidos. Pero lo más doloroso fue que quienes entraban en contacto con nosotros, más allá de los miembros de nuestra familia, no nos tenían confianza.

Habían coreado en manifestaciones “con vida los llevaron, con vida los queremos”. Pero nosotros habíamos vuelto, estábamos indudablemente vivos y aun así no nos querían. Se sentían incómodos ante nuestra presencia. ¿Qué habíamos hecho para sobrevivir?  Habíamos regresado del infierno, habíamos visto miserias, traiciones, violencia extrema. No éramos los mismos de antes de ser secuestrados. Lo podían leer en nuestros ojos, que reflejaban tristeza y culpa. La supervivencia, la vida en un campo de concentración no es, como dice Primo Levi, blanco y negro, sino una gama de grises. Pero de nosotros, aun de los que nos habíamos atrevido a denunciar aquello de lo que habíamos sido testigos, a dar nombres de represores, de torturadores, se sospechaba que habíamos hecho cosas terribles a cambio de nuestra vida. Los varones, habían dado información que conducía a la detención, tortura y asesinato de camaradas, de modo que eran traidores. Las mujeres, habíamos dado datos, pero además habíamos tenido sexo a cambio de mejores condiciones de detención, o para salvar nuestra vida. De manera que no éramos solamente traidoras, sino también prostitutas.

¿Qué habría pasado si los guardias de los campos hubieran sido mujeres y los prisioneros varones? ¿Hubieran usado el sexo para obtener mejores condiciones en cautiverio o incluso sobrevida? Lo podemos ver en la película de Lina Wertmuller, Pascualino Siete Bellezas, cuando el protagonista mantiene relaciones con una guardiana nazi. Sobrevive, al costo de la abyección moral. Sin embargo, todos parecen pensar que fue inteligente porque usó su cuerpo como un medio para seguir vivo. Eso es así porque es un varón. La escena es patética, pero el público en la sala se ríe. Se puede imaginar la reacción en la vida real frente a un macho que negoció favores sexuales a cambio de su vida: amigos y familiares celebrándolo. Nadie lo cuestionaría. Es completamente distinto con las mujeres. Debo señalar sin embargo que, en mi experiencia, ninguna mujer tuvo el espacio o el poder para negociar su supervivencia. No pudieron nunca ejercer su libre albedrío. No había posibilidad alguna.

¿Qué pasó cuando regresó la democracia y la CONADEP comenzó a reunir información acerca de las violaciones a los derechos humanos, la que se convirtió después en prueba para el Juicio a las Juntas? Muy pocas mujeres denunciaron crímenes sexuales. Un pequeño número de prisioneras mencionó que había sido víctima de abusos y violaciones. Y esas pocas valientes no obtuvieron atención ni reparación alguna por parte de la justicia. Los seis integrantes de la Cámara Federal escucharon la denuncia de la exdetenida desaparecida Elena Alfaro de que había sido violada cuando estaba embarazada de cuatro meses y le preguntaron entonces si había visto prisioneros extranjeros en el campo de concentración. La razón era que tenían que recibirle declaración a cientos de testigos y no podían hacer nada con las acusaciones de crímenes sexuales. ¿Cómo podían probarlas? Había pasado demasiado tiempo, las denunciantes no tenían marcas o heridas en sus cuerpos, no había testigos, en muchos casos ni siquiera sabían los nombres de sus violadores, ni siquiera la descripción física, porque tenían los ojos vendados o estaban encapuchadas. De modo que volvieron a su casa sin reparación alguna, siete u ocho años después del delito.

Muchas mujeres guardaron silencio, por otra razón. Se sentían culpables, tenían vergüenza. Como periodista, entrevisté a muchas víctimas de abuso sexual por sacerdotes, la mayor parte durante la infancia. No había violencia física en esos casos. Las víctimas eran seducidas por los pedófilos con regalos, un teléfono celular, un video juego, equipos de música. Los aislaban de sus pares, que los percibían como favoritos. Estaban desbordados por la situación, no tenían a quien confiarse, padeciendo una absoluta asimetría de poder. Solos, débiles, no podían ofrecer resistencia alguna. Se paralizaban, no podían decir que no. Y habían recibido algo a cambio del sexo, de manera que creían que habían consentido.

El mismo sentimiento paralizaba a las víctimas de violencia sexual en los centros clandestinos de detención. ¿Qué pasaba si el represor les había ofrecido después de elegirlas una llamada telefónica o incluso una visita a sus familias? Muchas de ellas tenían hijos pequeños, no sabían qué les había ocurrido después de su desaparición. Estaban devastadas. ¿Se las puede culpar si aceptaban algún tipo de contacto con sus seres queridos? Algunas de ellas habían sufrido la muerte de sus maridos, novios, camaradas, y estaban en duelo. Si no podían resistirse a los avances sexuales por parte de sus secuestradores, aún si estaban privadas totalmente de sus derechos y sus contactos con el mundo exterior, se sentían culpables.

Y esa culpa era reforzada por los organismos de derechos humanos que las acusaban de haber sobrevivido gracias a un intercambio inmoral. Indudablemente, eran putas.

La sospecha era una carga pesada. Se suponía que las militantes estábamos destinadas a ser mártires, no a prostituirnos. Llevábamos con nosotras cápsulas de cianuro para suicidarnos antes de ser arrestadas. Se suponía que teníamos que sacrificar nuestras vidas para salvar otras: ese era el mandato.

Los cuerpos de las mujeres son botines de guerra, eso sucede en todas las confrontaciones armadas. El vencedor viola, rapiña brutalmente, para enviar un mensaje al vencido. “Mira como hago lo que quiero con tus mujeres”.

Ese era el mensaje en los campos de concentración cuando los militares abusaban o violaban a las prisioneras. Estaba destinado a los prisioneros varones: “Miren cómo son impotentes, están encadenados y no pueden hacer nada para evitar el sufrimiento de sus esposas, sus novias, sus camaradas mujeres”. Nosotras también esperábamos de nuestros compañeros varones que nos protegieran. Es un mandato cultural demasiado difícil de superar. Ellos son fuertes, tienen que protegernos de todo mal. En Chile entrevisté a una sobreviviente de la detención en el Estadio Nacional. Se reunió con un compañero 25 años después- “¿Te acuerdas cuando los soldados, esos hijueputa, nos quisieron hacer comer ratones y nos resistimos?”, le preguntó el. “Si, le contestó ella. También recuerdo cuando me violaron delante de ti y no hiciste nada para defenderme”. Entonces, el cayó de rodillas y le pidió perdón llorando.

Muchos varones sollozaron cuando regresaron a los centros clandestinos de detención donde sus mujeres fueron violadas. No donde sus compañeros fueron asesinados, no donde ellos fueron torturados. El crimen sexual fue un trauma mayor para ellos. Laurencia, en Fuenteovejuna, vuelve para increpar a sus vecinos por no haberla protegido luego de haber sido violada. Varios siglos después somos todas Laurencias.

Los represores no lo hacían para obtener placer. Tenían un propósito moralizante, como todos los violadores. Intentaban regresar a esas mujeres que se habían apartado de sus roles de novias, esposas y madres a la senda correcta.

Pero, por otro lado, de manera contradictoria, se sentían atraídos por sus prisioneras. Uno de los represores de la Escuela de Mecánica de la Armada en Buenos Aires le dijo a una prisionera: “Mujeres como ustedes pensamos que existían solo en las películas. Pueden hablar de economía, política, arte, literatura, usar armas. ¿Cómo podemos volver a nuestras esposas? Ustedes son las culpables de la destrucción de nuestros matrimonios”.

Por otro lado, negociaban con los prisioneros la libertad de sus parejas a cambio de colaboración, de información que condujera al secuestro de otros activistas. Y a veces, de acuerdo al testimonio de un sobreviviente, alegaban que la mujer no era responsable cuando su marido era un militante de mayor nivel, porque tenía que seguirlo, obedecer sus órdenes.

La ESMA tenía características especiales, porque allí las personas desaparecidas estaban reducidas a servidumbre y muchas mujeres sometidas a esclavitud sexual a cambio de sus vidas o la seguridad de sus pequeños hijos. Eran acosadas por los represores, llevadas a cenar o a departamentos donde abusaban de ellas. Algunas eran viudas de héroes de la guerrilla, lo que añadía un aliciente a la perversión de los violadores.

Fue la falta de comprensión lo que me llevó a demorar 30 años para pedirle perdón a una compañera. Había llegado una noche a relatarme que uno de los oficiales navales de la ESMA la había violado. La sacó en un auto y le dijo que quería acostarse con ella. Ella le contestó que no dos veces. Entonces, entró en un hotel, pidió una habitación y la violó. Yo le pregunté si le había apuntado a la cabeza con un arma. Esa prisionera bella, joven, tenía un hermano asesinado, su marido y su suegra habían sido secuestrados semanas antes. Estaba detenida en un campo de concentración donde más de cinco mil desaparecidos fueron asesinados, la mayoría arrojados al Océano Atlántico desde aviones. ¿Necesitaba más violencia para entender que no podía resistirse al ataque?

Aún así, no todos los delitos sexuales tenían las mismas características. Cada centro clandestino de detención tenía reglas diferentes. En la ESMA, los cuerpos de las prisioneras eran solo para los oficiales. Los guardias, los suboficiales no tenían permiso de violar o abusar de las secuestradas. En otros campos, en cambio, los oficiales se apoderaban de las casas, departamentos y otras propiedades, y las mujeres eran para los subordinados.

Podemos decir ahora que hubo un plan sistemático después de que la Corte Penal Internacional de La Haya declarara a los crímenes sexuales como delitos de lesa humanidad luego de los conflictos de Ruanda y la ex Yugoslavia. Entonces, un gran número de mujeres en todas las provincias argentinas denunciaron que habían sido víctimas de violencia sexual durante su cautiverio hacía muchos años. Y eso es porque durante los juicios donde cientos de represores están siendo acusados, jueces y fiscales les preguntan si han sido víctimas. Muchas dicen que sí, aun cuando algunas no quieren acusar a los perpetradores. Bajo la ley argentina, los crímenes sexuales pueden ser juzgados solo si la víctima accede a avanzar con la acusación. El estado no puede acusar si no cuenta con el acuerdo de la víctima. En las provincias más conservadoras, los abogados de derechos humanos les piden a los jueces mantener en secreto la identidad de las víctimas. El concepto del honor está aún presente, si bien la ley ahora sostiene que los crímenes sexuales son delitos contra la libertad sexual. Los fiscales decidieron que procederán solo si la víctima está de acuerdo o si está todavía desaparecida o murió.

Algunos de los magistrados piensan que la violación debe ser consideraba parte del delito de tormentos. Un argumento en contra es que un crimen puede ser considerado subsumido en otro si es de menor gravedad. Pero, ¿podemos decir que la violación es menos importante que la tortura?

No se trata tampoco de un crimen de mano propia, por eso algunos altos jefes militares fueron condenados por violación: facilitaron las condiciones para que sus subordinados dispusieran de los cuerpos de la secuestradas y no los sancionaron cuando los crímenes sexuales se ejecutaron.

Todavía en la actualidad, cuando una mujer va a una comisaría a denunciar una violación, se le pide que muestre marcas en su cuerpo para demostrar que no hubo consentimiento. De otro modo, presumen que existió. Inés Hercovich, una socióloga, entrevistó a más de doscientas víctimas de violación.  La mayoría dijo que la primera cosa en que pensaba es cómo sobrevivir, como salir de esa situación sana y salva. Pedirle a una mujer que demuestre que se resistió es no reconocer que la vida es el valor supremo. Cuando se habla de robos, la recomendación es que se renuncie a la billetera, al auto. Nadie pide en una comisaría que se exhiban marcas en el cuerpo que demuestren que hubo resistencia a un robo. ¿Por qué se pide entonces que una mujer violada muestre heridas para creer que no accedió a tener relaciones sexuales, que fue forzada?  ¿Por qué tenemos que arriesgar nuestra vida para proteger nuestro honor?

Existió el terrorismo sexual durante el terrorismo de estado y fue un plan sistemático. Los casos son diferentes. Algunas mujeres fueron violadas en la mesa de torturas, otras en sus celdas, en sus casas mientras sus maridos, padres o hermanos estaban desaparecidos. Hubo prisioneras que fueron visitadas cuando ya estaban supuestamente en libertad, esperando salir del país. La mayor parte de las mujeres fueron torturadas desnudas, sus vaginas penetradas por la picana, forzadas a ducharse con la puerta abierta ante la mirada lasciva de los represores. Se las insultó, se las vejó.

Pasaron muchos años hasta que rompieron el silencio. Ya son ancianas y no les importa ser llamadas putas. Sus hijos son adultos y si bien la verdad es dolorosa, son más fuertes y pueden entender. Pero hay otras que se llevarán a la tumba el secreto. Todavía piensan que podrían haber dicho que no, que hubo consentimiento, y arrastran la culpa.

 

 


Miriam Lewin es periodista, especializada en periodismo de investigación, co-autora de “Putas y Guerrilleras, violencia sexual en los centros clandestinos de detención” y “Iosi, el espía arrepentido” (libro en el que se basa la serie “Iosi, the repentant spy” dirigida por Daniel Burman y Sebastián Borensztein). También publicó “Skyvan, aviones, pilotos y archivos secretos” y “Ese Infierno, conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA”, con Munú Actis, Elisa Tokar, Liliana Gardella y Cristina Aldini. Con una amplia trayectoria en televisión, radio y medios gráficos, en 2020 fue designada Defensora del Público de Medios de Comunicación Audiovisual por el Congreso de la Nación.  Actualmente trabaja en el guión de una serie y ultima los detalles de su próximo libro, basado en una de sus investigaciones televisivas de mayor repercusión que tuvo consecuencias judiciales.

 

 

 

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