Dossier Juicio a las Juntas
Doscientos años ¿De qué sirvió?

Por Alejandro Kaufman 

A partir de la conmemoración de los cuarenta años del Juicio a las Juntas, en este ensayo Alejandro Kaufman interroga críticamente el sentido histórico, político y ético de aquella escena fundacional de la democracia argentina. Kaufman revisa aquí la relación entre memoria, castigo y justicia, cuestionando las ilusiones restauradoras que separaron el terrorismo de Estado de sus fundamentos económicos y sociales, y advierte sobre las derivas que condujeron al presente. Lejos de una celebración lineal, el ensayo propone pensar qué se hizo —y qué no— con ese legado, señalando las continuidades entre violencia estatal, consentimiento social y poder económico, para medir, desde un presente en peligro, de qué sirvieron realmente estos cuarenta años. 

 

 

Conmemoración 

El peso de los cuarenta años recordados cae sobre la memoria en el instante del peligro en el que nos estacionamos. ¿No sugiere volver sobre los pasos de lo discutido, leído, escrito todos estos años? Rememorar que los juicios fueron un suceso post electoral, vagamente insinuado en la campaña electoral de la salida de la dictadura, y cuestionado por el movimiento de derechos humanos, concentrado en promover una comisión bicameral del Congreso que pudiera investigar exhaustivamente los crímenes de la dictadura, más allá de aquello que el “show del horror” había sublimado reactivamente. 

En los noventa fue propuesto el enunciado del “paradigma punitivo de la memoria” para señalar la trama con que en nuestro país se había articulado la demanda de enjuiciamiento de los crímenes de la dictadura con el remedio memorial contra la impunidad como vector decisivo de la vida en común en la postdictadura. Sobresalía aquella relación entre memoria y punición, porque de nuestra manera no había sucedido en otras partes, ni en los casos paradigmáticos que teníamos como referencia. La expectativa puesta en la institución jurídica acerca de una reparación sociohistórica planteaba un problema que la brega por el castigo a los culpables dejaba a un lado. 

No es la ocasión de reseñar la densa y prolífica historia reciente que concierne a toda la cuestión, sino solo señalar el tono reflexivo que la fecha sugiere. Si la relación entre memoria y punición señalaba un borde que podría haber puesto en riesgo los alcances ilimitados de las demandas de justicia, lo cierto es que antes y después de estos juicios y de los que les siguieron, el movimientismo social, memorial y de derechos humanos produjo tales aportes múltiples, colosales, diversos, a la saga argentina de la postdictadura que no solo superó con creces cualquier prevención, sino que creó una riqueza inédita, en términos históricos y globales, alrededor de la tragedia padecida por el inmenso sufrimiento causado por los perpetradores. Brotaron movimientos, agrupaciones, discursos, creaciones sociales, políticas, teatrales, poéticas, artísticas, modos del testimonio y de la memoria, entramados institucionales, estatales y no estatales, deportivos, de género. Sería imposible recuperar en poco espacio la magnitud de las realizaciones que en la Argentina se propusieron recuperar la vida en común que había sido ahogada en sangre, silencio y oscuridad en los Sitios clandestinos del exterminio, así como en el Río y en el Océano. 

Así fue como cualquier riesgo o limitación suscitados por la demanda de juridicidad punitiva fueron en principio compensados y superados. Imposible omitir también cómo el movimiento social de la memoria se apropió de la experiencia testimonial en los tribunales para llevarla hacia una irradiación virtuosa que anidó en la trama societal superando mil obstáculos. Experiencias como las de Fabiana Rousseaux o Mariana Eva Pérez, entre tantas otras, dejaron verdaderas huellas geológicas en el suelo de la nación. Nombrar no puede sino ser injusto, como es obvio, pero habrá sin duda en algún futuro nuevos emprendimientos enciclopédicos y museográficos que den cuenta de lo que va desde Los rubios hasta Garage Olimpo, o desde las baldosas de la memoria hasta la instalación “Autores ideológicos” del Falcon blanco desarmado. Son solo ejemplos para resistirnos a la consumación punitiva, irrenunciable como tal, no solo por ser insuficiente (aunque necesaria), como tanto se ha señalado, sino por lo que fundamentalmente tuvo lugar como mito de la refundación democrática y como su condición de posibilidad, pero también como instauradora de un orden fundado en el olvido. 

En forma concomitante con la saga de memoria, verdad y justicia, de castigo y repudio a la impunidad, muy rápidamente se instalaron variantes que, en lugar de abrazar directamente el negacionismo, como terminó sucediendo más recientemente, se dedicaron de manera sistemática a homologar sucesos corrientes de violencia y delito con los horrores del terrorismo de estado. Así fue ocurriendo a lo largo de todos estos años, nutriendo a una derecha securitista, punitivista, banalizadora de memorias y desapariciones, continuamente esforzada en oponer al terrorismo de estado equivalencias con lo que carece de excepcionalidad por formar parte de la vida social común en todas partes, en mayor o en menor medida, pero en nuestro caso con atribuciones retóricas y aun propagandísticas que compitieron continuamente con las memorias y los requerimientos de justicia respecto del terrorismo de estado. Tales experiencias, siempre subestimadas en su gravedad y consecuencias, son privilegiadas condiciones que sembraron el camino que nos trajo a la actual desgraciada situación colectiva. Al paradigma punitivo de la memoria como tal no le es imputable la homologación con “delitos comunes” que inundó la conciencia pública hasta ahogarla (“nos están matando a todos”) porque tal deriva forma parte de las discursividades recurridas por negacionismos, relativizaciones y trivializaciones. Aquello que se ha dado en llamar “dos demonios” y que al respecto deriva en acusaciones sobre “estar del lado de los delincuentes”, en la supuesta guerra de lo que por ahora se explicita como “argentinos de bien” contra quienes no lo vendríamos a ser, en espera de turno en el famoso poema apócrifo de Brecht. 

II  

Para una crítica de la violencia 

Evocación de un célebre texto en el campo intelectual, mucho más transitado bajo dos formas prevalecientes que mediante una tercera con mayor vocación situacionista. La primera remite a lo más natural para ese gran texto de Walter Benjamin, la exegesis, el trabajo filológico, la hermenéutica. Es un texto a esos fines dedicado, aunque no solamente, dada la propia inclinación situacionista, aurática, de su autor. Otra forma menos feliz es la que lo toma con abordaje criptográfico, tal concepto significa o se homologa con tal otro y así con cada uno. El texto es sugerente acerca de aquello que, siéndonos inmanente y ubicuo, e inseparable del flujo de la experiencia, se desgaja en múltiples formas en conflicto con el irrenunciable anhelo edénico que imagina un mundo no violento. Se nos dice que el deseo que tan inherentemente nos convoca estructura falsas conciencias, mitificaciones y legitimaciones, todas ellas susceptibles de escrutinio crítico frente a medios y fines que traducen el anhelo edénico como modernista Emancipación. La ambigüedad que lo marca remite tanto a la invitación a juegos especulativos como el desdén porque no dice “qué hacer”, y es un riesgo que corren algunos textos críticos cuando proponen conceptos y categorías vigorosos y originales. En favor de una tercera consideración que aquí llamamos “situacionista” apelando a una venerable tradición vanguardista del siglo XX pero con antiguas genealogías, hasta milenarias, diremos lo que sigue. La crítica, por así entenderla -¿requiere aclaraciones recurrir a esa palabra expulsada del jardín cultivado de las especies florecientes? -, antes que sustituir el objeto de sus interpretaciones, más bien identifica falsos problemas, categorías que no son últimas aunque así se presenten, delimitaciones que fungen de modo performativo cuando se pretenden ontológicas o fundacionales. En fin, cómo no pensar y de ese modo dejar abierto el horizonte de lo posible, clausurado por el discurso así interpelado. Abrir el horizonte de lo posible es la situación, propiciadora de la apuesta conceptual que la historia política es capaz de devenir en emancipación. 

El Juicio a las Juntas nos proveyó de nuestro propio pacto ético político, bajo la matriz de 1945-1948, imperio de derechos humanos previo juicio y castigo a los culpables, pacto o consenso democrático. Se instaló la candorosa idea de que justamente después de horrores inhabitables aun en la memoria y menos todavía en las representaciones podrían advenir tiempos venturosos, de reparación, reconocimiento y recuperación. Todo ello a la vez con memorias de lo acontecido, la prevención del Nunca más, la imprescriptibilidad y lo imperdonable. Con todo lo doloroso y sus consecuencias postraumáticas transgeneracionales, como pronto se constataron, un camino pretendidamente plausible. Al fin, un guion de película de terror, después de todo, en el que lo siniestro vuelve a entrar por la ventana. Todo “marco teórico” plausible para considerar “si esto es un hombre” alerta sobre lo candoroso de semejante secuencia. Es en ese contexto además que se necesitan situar guerras como la de Vietnam o la propia Guerra fría, y tantos otros escenarios de violencia concomitantes con un Nunca Más en devaluación perseverante. Advertencias no faltaron, allá y entre nosotros, pero los avisos de incendio, como se sabe, no pueden ser escuchados casi más que por quienes los profieren. 

Seguramente no podrían haber transcurrido los acontecimientos de la posterioridad de otro modo mucho más virtuoso. Lo que la crítica va a señalar es el encubrimiento, los pretextos, los consentimientos no reconocidos, los desplazamientos revisionistas, los negacionismos, los pedagogismos y las banalizaciones. Y hay que agregar, el interés conservador en conceder castigos delimitados y memorias cada vez más pasteurizadas, de modo que lo rechazable se encapsule, que la mayor parte de lo que constituyó la encarnación del Mal se pueda reciclar, renovar, mutar de modo de no ser reconocible, y que determinadas condiciones estructurales del Poder se mantengan intactas. 

III  

Demasiado tarde, demasiado temprano 

Siempre tarde para prevenir, siempre temprano para desfallecer. El exterminio argentino, con sus respectivas concomitancias regionales, si bien tuvo trazas genealógicas identificables, entre los bombardeos de 1955, así llamados eufemísticamente, y la masacre de Trelew, por recordar los sucesos más destacados, parece no haber sido advertido al modo del aviso de incendio, de la manera en que leemos otras bibliotecas. Esto no excluye que identifiquemos indicios en Martínez Estrada, en Murena, en Osvaldo Lamborghini, en Copi, en Rozenmacher, en Viñas, por dar solo algunos ejemplos. Y, no obstante, el terrorismo de estado, tal como sucedió, fue un acontecimiento límite. Los avisos de incendio solo dan cuenta de ciertas condiciones de peligro, no son vaticinios. Tampoco la Solución final pudo ser vaticinada. Este tipo de acontecimientos del horror contienen, como una de sus características, el proceder bajo la forma de lo inédito y también por eso mismo inenarrable, irrepresentable, sin antecedentes. Algo terrible podría ocurrir, nada como lo que ocurrió. Una forma de expresarlo nos ha sido la siguiente: la diferencia entre “antes” y “después” es que la militancia implicaba riesgo de tortura y muerte, de duelo para madres de víctimas de la represión, con muy contados casos de desapariciones antes de 1973. Lo que dejó la dictadura del 76 es que el compromiso de la militancia, que antes podría afrontar sus riesgos, ahora tendría que sumar la desaparición, ya no el duelo de la madre, sino el devenir Madre de Plaza de Mayo de quien diera a luz a la persona militante. Ya no quitar la vida sino quitar la muerte. Todo nos ha sido dicho en el transcurso de estos cuarenta años, que tal riesgo no es afrontable, que algo cambió en forma perdurable en la subjetividad contestataria, entre tantas otras razones epocales, por el hecho de que tal horror se nos cierna sobre nuestras cabezas. No importa si le damos crédito al Nunca más, porque se trata de lo que ocurrió y podría volver a suceder. A las madres no se les puede acreditar la disipación de una expectativa tal, porque es una memoria recurrida, sostenida como protesta y reparación, que entonces, paradójicamente, se entrama con una declinación estructurante de nuevas subjetividades. Es una cuestión profundamente enclavada en la historia reciente de la contestación política. Demasiado tarde siempre para el Nunca más, demasiado temprano para toda prevención, para todo aviso de incendio. 

IV  

Entre Martínez de Hoz y Videla 

Pues, entonces, afuera con los “excesos”, y por si no fuera suficiente, de manera “completa”, contra “ambos demonios”. Así, la restauración mítica de la democracia imaginó un pasado venturoso que había sido interrumpido, una República que se había perdido y fue reencontrada. Una democracia extraviada por los “golpes de estado”, que “tocaron fondo” y abrieron camino a volver a la “normalidad”. Restauración mítica de un orden perdido que nunca había existido empíricamente del modo narrado, y mucho menos como pacto o como contrato. ¿No cabría aun solo por el tardío advenimiento del voto femenino cuestionar la precedencia de una democracia idealizada? Medio siglo desde la Emancipación demoró abolir la esclavitud y otro medio siglo el voto femenino, sin omitir que cien años requirió la Ley Sáenz Peña. Y decir así no es por oponernos a las virtudes de la institucionalidad democrático-republicana en favor de otro orden. Y no porque no creamos en otro orden, sino porque la crítica, largamente vilipendiada de mil maneras, no consiste en oposición, como se la quiere hacer ver o como se la malversa, sino en una reformulación categorial que conduce a una apertura de expectativas experienciales y conceptuales, para volver sobre el asunto. Apertura que, frente al orden existente, hace pie en las propias potencialidades o promesas de un orden limitado por sus condiciones de reproducción a no satisfacer demandas más allá de un borde gris, y en cambio bien predispuesto a irse para el lado contrario, dado que su fundamento irreductible es el único derecho incuestionable, el derecho a la propiedad. Transitamos el despojamiento de toda cosmética, de todo disfraz o eufemismo en este final de camino; ojalá que no pueda proseguir en la dirección que le han impuesto para que no nos quedemos sin país: ahora es manifiesto que el derecho de todos los derechos, el único derecho cabal, es el derecho de propiedad, y todo lo demás se le subordina mediante oferta y demanda, mediante las “leyes de la naturaleza” atribuidas a la libre concurrencia. 

El punto al que hemos llegado es a la pretensión de declarar delito lo que se postula como transgresión criminal de las leyes inmarcesibles de la economía, la propuesta de penalizar a políticos o legisladores que no se comprometan como cosa de vida o muerte con las reglas supremacistas de la llamada macroeconomía, no importa a qué precio social, humanitario o de soberanía. Y esto sucede después de cuarenta años de haber dejado en el margen de lo desestimado a todo cuestionamiento jurídico del terrorismo económico y el genocidio social, ahora expresados como plenitud y como programa, pero durante todos estos años ensayado bajo formas gradualistas o con eufemismos. En ello llegamos al final del camino. La imprescriptibilidad no debería ser para el terrorismo de estado sino para lo que el terrorismo de estado caracterizó como crimen económico político tanto en relación con la llamada macroeconomía como con el pacto de sangre por el que la mediaticidad hegemónica se puso a su servicio desde entonces y parece que para siempre. Papel Prensa no fue solo un acto de apropiación de un sujeto empresarial jurídicamente validado y nunca puesto en tela de juicio, sino la instauración de un paradigma que silenciosamente fija la estructura discursiva de la institucionalidad republicano-democrática en lo que concierne a la esfera pública. Ahí reside el decisivo huevo de la serpiente que nos ha hecho ingresar en la actual oscuridad. 

 

La democracia que quisieron 

La dictadura definió explícitamente a quiénes identificaba como sus enemigos. Uno de ellos quedó más o menos registrado en la memoria colectiva: los “subversivos”, palabra que ha ido siendo sustituida recientemente por “terroristas” a fin de establecer un vínculo anacrónico con el uso actual del término. Si hubo un rasgo distintivo de los movimientos político-militares del Cono sur, sobre todo en el caso argentino, fue su carácter sociopolítico masivo y la abstención sistemática y estratégica de proceder con violencia contra la población en general. Hubo casos, no hubo una política, como la hay en muchas otras situaciones, latitudes y épocas, en que cualquier persona, de cualquier edad y género pueda ser motivo de atentados anónimos en sitios públicos, medios de transporte, teatros, estadios, restaurantes, templos, mutuales, escuelas. La palabra terrorismo debe su definición a este tipo de violencias masivas e indiscriminadas. El terrorismo así entendido se ejerce contra un colectivo caracterizado genéricamente como enemigo. En la Argentina el terrorismo de estado identificaba subversión en el seno de la población general y sospechaba de manera exasperada de toda persona. Se invertía decisivamente la carga de la prueba. Toda persona debía demostrar su inocencia. Además, una diferencia entre subversión y terrorismo, en la agenda del “Proceso” era ideológica, no metodológica. Por eso el segundo término era utilizado como adjetivo eventualmente, mientras que el primero, de carácter ideológico, no era dirigido contra personas combatientes sino contra ideas así inculpadas.  

El otro término utilizado por la dictadura, del todo olvidado y borrado por la memoria colectiva era “corrupción”. Pareciera que de nada sirve la actual sinceridad prodigada, que arroja luz sobre el uso histórico de ese término, cuyo verdadero significado, aparte de casos o situaciones que responden de manera fáctica y jurídica al riguroso sentido de ese término, connota redistribución de la riqueza por razones de justicia social. El voto mayoritario ha avalado de hecho, no probablemente de conciencia, esta aberración: que intervenir de modo fiscal sobre la acumulación de riqueza para disminuir la desigualdad es un robo, un crimen empobrecedor, promotor de la decadencia y obstáculo de la prosperidad, enemigo de los benefactores de la humanidad que son los monopolios. Nunca antes nadie (generalización exagerada: era una minoría) se había atrevido probablemente ni siquiera a pensar conscientemente tal cosa, aunque el motor de la centralidad del tema de la corrupción en las agendas públicas fuera esa idea y no otra, no meramente hechos que se ajustaran a la denotación precisa de ese término. 

Sirvan estas menciones para ilustrar el carácter discrónico de las memorias, su sujeción a temporalidades que no son lineales ni progresivas, sino que pueden ser retroactivas o aun anterógradas. Del mismo modo, y para ir a un ejemplo vinculado con nuestra efeméride, en “Argentina, 1985” el guion hace decir “fachos” para referirse coloquialmente a los militares de la dictadura, término que no era de uso común, en tanto que no menciona el término que sí era de uso común, “milicos” y que omite a fin de no sonar de modo extraño a los espectadores actuales, ante quienes los militares del presente no son ni “fachos” ni “milicos” de la dictadura.  

Las memorias son infieles, traidoras, en el sentido del viejo dicho acerca de la traducción, dado que la memoria es una forma de traducir el pasado al presente: traduttore, traditore. No está de más subrayar que no se procura aquí una inhabilitación de la traducción sino una interpelación a simplificaciones, desconocimientos. 

Otro término, fundamental para estas líneas, cuyo significado importa de manera sustantiva es “democracia”. Dos cuestiones suelen ser motivo de olvido, omisión y negación: la mayoría de los golpes militares no fueron acompañados por hechos de violencia porque se los realizaba en contextos de consentimiento previamente constatados por el clima social y la acción de los medios de comunicación. La dictadura del 76 tuvo claramente esa característica: venía a poner orden frente a un clima social convulso, violento e incierto, en el que se había producido una dispersión fragmentaria de la politicidad, sobre todo en el campo popular. Se sabe de modo corriente que, en lo concerniente a la lucha armada, en su mayor parte, el colectivo político militar ya había sido derrotado. La dictadura vino a aniquilar cuerpos e ideas, no contra una fuerza armada que conservara relevancia en términos de capacidad militar. Al respecto hubo un consentimiento que se extendió a lo largo de varios años, y que el terrorismo de estado, en su aspecto de “terror” consolidaba del modo más conocido, y separaba entre argentinos de bien y quienes “algo habrían hecho”. En ese sentido hemos progresado, porque los malos argentinos son acusados ahora de manera más precisa e incriminatoria, y aún más masiva que entonces, cuando supuestamente el estigma iba dirigido contra una minoría. 

La segunda cuestión omitida, negada y olvidada es que, como sucedió con varios otros golpes de estado, salvo probablemente el de Onganía y con excepción de facciones militares que nunca alcanzaron a ser mayoritarias al interior del “partido militar”, los propósitos de los golpes no eran de instaurar regímenes totalitarios ni vitalicios, ni de instalar liderazgos personales (en ese aspecto el “Proceso” se esforzó particularmente), sino de depurar a la sociedad de sus “elementos” nocivos para luego restaurar democracias en las que imperara la “legalidad y la concordia”, como dice La Nación del 17 de diciembre último en una nota dirigida contra el CELS, entre otros destinatarios. Una nota tal vez innecesaria, la de La Nación, si se considera que el mileísmo contiene en sus objetivos realizar con creces la depuración proyectada por el Proceso y otros golpes. Que no consideremos cabalmente democracia a eso que Ellos quisieron instaurar no nos debe eximir de reconocer los términos precisos de lo que “quisieron”, porque es concomitante con la aparente contradicción entre golpes de estado y políticas neoliberales. En la imposibilidad de hacer patente la connivencia inherente entre políticas económicas de acumulación ilimitada de la riqueza y procesos represores radica el destino accidentado durante años y ahora funesto de la institucionalidad democrática. Los juicios separaron como si fueran diferentes e independientes las que son caras de la misma moneda. El carácter encubiertamente criminal del capitalismo periférico hegemónico y la sujeción masiva de las conciencias a sus designios. Diferentes medios y momentos históricos, similares fines. 

¿Nos promueve escepticismo lo antedicho sobre los Juicios? No más que la constatación de que pudieron haber sido -lo fueron- un primer paso hacia una justicia reparadora que aspirara a una plenitud convivencial.  El horror mayor, los acontecimientos límite, durante cierto tiempo sirvieron de interpelación para habilitar algunas sensibilidades más inclinadas hacia horizontes utópicos. Hasta incluso durante varios años se rozaron con la punta de los dedos unas perspectivas venturosas, siempre acosadas por la maquinaria difamatoria masiva que no ha hecho más que crecer bajo la sombra distendida de nociones sencillas acerca de la libertad de expresión. 

Hay no obstante algo en común entre el presente y aquel pasado del horror: si bien en el dominio social la creatividad contestataria es extraordinaria, fervorosa, consecuente y creativa, no alcanza a superar el masivo consentimiento con lo inconcebible, y la recuperación de un horizonte de justicia parece solo accesible mediante la consumación autodestructiva del horror desencadenado por poderes mayormente intangibles e impunes, que pretenden conducir el alien que sueltan, y que finalmente se vuelve incluso en contra de ellos mismos. Algo así como las lógicas de la destrucción mutua asegurada, en la que termina no habiendo cabalmente vencedores, porque las fuerzas desencadenadas son incontrolables. Esa asimetría letal solo da fe de la potencia popular que de ese modo debe ser aplastada, a costa de la propia integridad del opresor. La referencia no es hacia la integridad “económica”, por favor. 

Derechos humanos significa finalmente esto: alcanzar un estado de cosas en que la violencia se pueda reducir a un mínimo convivencial, aun sin alcanzar una realización utópica. Cuarenta años después, aquí estamos, de esta manera. 

 

 


Alejandro Kaufman es Profesor Titular Consulto (UBA y UNQ), investigador del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Autor de numerosos trabajos sobre memoria, violencia social y crítica de la cultura. Ex asesor de CIPDH-UNESCO.  

 

 

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