Por Paula Hunziker
A cuarenta años de la sentencia de 1985, en este ensayo Paula Hunziker discute la idea de un supuesto “olvido” del Juicio a las Juntas y propone, en cambio, pensarlo como un acontecimiento fundacional cuya estela sigue activa en la vida democrática argentina. A partir del diálogo con libros, películas y debates recientes, el texto reconstruye las continuidades políticas, jurídicas y éticas entre aquel juicio inaugural y los procesos de lesa humanidad reabiertos desde 2006, defendiendo la noción de una herencia viva más que la de una memoria perdida. Frente a los intentos contemporáneos de destrucción de ese legado, se reivindica el Juicio a las Juntas como principio de justicia, vara democrática y horizonte irrenunciable para el presente.
En la película Nostalgia de la luz el director chileno Patricio Guzmán apela al vocabulario y los dispositivos de la astronomía para indagar en el modo –o mejor: en los diferentes modos– en los que el tiempo pasa, de acuerdo a las diferentes escalas con que se lo mide. Porque si el tema del film de Guzmán es el cielo, una cosa es el cielo sin más, que el cineasta mira en los telescopios del desierto de Atacama, y otra cosa es el cielo de Santiago bajo el que duerme el pueblo chileno interrogado en filigrana acerca de su relación con el pasado reciente de la dictadura pinochetista. Bastante más acá en el tiempo y en el espacio, en un libro publicado en 2025 que comentaremos en este breve ensayo, Martín Böhmer, inspirado también en el parloteo de los astros, evoca el denominado “Juicio a las Juntas” como una “estrella supernova” que brilla intensamente y luego se apaga sin dejar rastros. El propio autor matiza esa metáfora al insistir en la estela del juicio, que identifica menos con las necesarias reformas judiciales que cree deberían haberse hecho en su nombre (para transformar todo el funcionamiento de ese poder tan esquivo y la enseñanza misma del derecho) que con, por un lado, la presencia virtuosa de una práctica ciudadana de judicialización de las políticas públicas como forma de la democracia constitucional, y, por otro, la idea de que no solo los individuos, sino también los colectivos, tienen derechos que pueden generar procesos colectivos judiciales, y dar lugar, así, a sentencias colectivas.
A cuarenta años de la sentencia del denominado “Juicio a las Juntas”, ese profundo acontecimiento social y político cuyos ecos llegan hasta el presente de nuestro país, propongo comenzar mi brevísima reflexión pensando en los modos de su perduración y de su presencia. La razón de esta elección es la perplejidad que me ha provocado la lectura del libro Cuando hicimos historia. Acuerdos y desacuerdos en torno al juicio a las juntas, organizado por Roberto Gargarella, Agustina Ramón Michel y Lautaro García Alonso para la editorial Siglo XXI. Se trata de un interesantísimo texto publicado con motivo del aniversario de la sentencia de 1985, en el que varios intelectuales, artistas y abogados (algunos de ellos, actores decisivos de ese proceso) son convocados a reflexionar sobre el alcance y los sentidos del Juicio a las Juntas, y de manera insistente, desde la introducción hecha por los organizadores del volumen, sobre las razones de su olvido. Un olvido del que la efeméride de los cuarenta años, y, en una medida nada despreciable, la película 1985 de Santiago Mitre, con un guion, entre otros, de Mariano Llinás (también invitado a dialogar en el libro) habrían venido a sacarlo.
Para ir directo al punto: no estoy de acuerdo con la hipótesis, o tal vez mejor la tesis, o la asunción, de un tal olvido. El Juicio a las juntas no es un tesoro perdido, ni para la Argentina, ni para el resto del mundo. Se lo ha honrado de múltiples maneras, tanto en las batallas colectivas que, en el contexto de la impunidad de los años noventa, apelaron al C.I.D.H para lograr, finalmente, los denominados “juicios por la verdad” en diferentes sedes judiciales federales de nuestro país, o en la continuidad de la consigna “Juicio y Castigo” de la novedosa agrupación H.I.J.O.S en 1995, como, en el nivel propiamente político-institucional, con la incorporación de un conjunto de tratados internacionales en la reforma constitucional de 1994, con la puesta en marcha de los juicios por la verdad, y, por supuesto, con el arco de decisiones que va desde la sentencia del juez Cavallo en 2001 a la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final por el Congreso de la Nación en 2003, la declaración de su nulidad por la Corte Suprema en 2005 y la reapertura efectiva de los juicios como juicios de lesa humanidad en 2006, que dura hasta el presente.
En este último caso, sin dudas se trata de algo más que una cita u homenaje: una parte fundamental de los juicios llevados adelante hasta el presente -basta con leer las sentencias-, se montan sobre la prueba testimonial aportada por el juicio de 1985 (el que, sin dudas, también fue deudor del gran trabajo de la CONADEP como se reconoce ampliamente en el libro), y del conjunto de soluciones teóricas e institucionales que fueron estudiadas y reinventadas para el caso argentino por el grupo de intelectuales y juristas que acompañaron a Alfonsín. De esto último tenemos testimonio del gran libro de Carlos Nino Juicio al mal absoluto. En la voz de Marcela Rodríguez, parte del equipo armado por Moreno Ocampo para acompañar a Strassera, e invitada también a reflexionar en Cuando hicimos…, se accede a la cocina de los conceptos al calor de los juicios. Efectivamente, Marcela nos recuerda, por ejemplo, la importancia de la lectura del jurista alemán Roxin para el diseño institucional que debía juzgar a los altos mandos por su responsabilidad en la realización de crímenes que no ejecutaron de manera directa. Identificar esta continuidad no implica no reflexionar sobre posibles límites de la reapertura de la opción penal, pero tampoco puede implicar desconocer su aporte y su novedad, que ha resumido muy bien Emilio Crenzel, de manera más clara en otros textos. Como se puede visualizar en las varias sentencias dictadas a partir de la reapertura de los juicios, en especial en diferentes provincias argentinas, estos han aportado al reconocimiento de hechos fundamentales, no tenidos en cuenta en el juicio a las juntas de 1985. Por mencionar algunos: son juzgados en su mayoría militares, pero también policías; en varios de los últimos juicios la indagación se ha extendido a otros actores: sacerdotes, médicos, empresarios, jueces que colaboraron con el sistema de “desaparición forzada”; son juzgados los generales emblemáticos en las Provincias de Tucumán, Córdoba y la Escuela Mecánica de la Armada; además, la realización de estos juicios en territorio local establece una relación social más próxima con las violaciones de DDHH (como insiste en el libro María José Sarrabayrouse al hablar de Corrientes), la fecha de inicio de la indagación no se limita al 24 de marzo de 1976, sino que comienza a abarcar cualquier momento anterior en que se logra acreditar la persecución política del Estado, como los crímenes cometidos por los grupos parapoliciales; si bien de manera tibia, se comienza a poner énfasis en la dimensión específica de los delitos sexuales; por último, en algunos casos se mencionan las militancias políticas de los desaparecidos y sobrevivientes, dejando de lado los perfiles socio-demográficos. Para reforzar nuestra idea, entonces, es posible afirmar que esta novedad, que existe, se da sobre el fondo de una gran continuidad de base que no ha sido ocultada ni negada en ninguna sentencia. No hay pretensiones rupturistas en estas sentencias, sino más bien de continuidad con ese, sí, acto de fundación o arco fundacional que se inaugura precisamente en la sentencia de 1985.
¿Es necesario, entonces, para hacer memoria del acontecimiento fundacional, decir que existe un olvido del Juico a las Juntas? Por supuesto, es cierto que hay más que detalles que se pierden en la nebulosa del tiempo, y que es importante destacar. Este libro aporta en esa dirección: sobre todo, para comprender el enorme papel jugado por la política y sus instituciones (el poder ejecutivo encabezado por Alfonsín, el congreso, el poder judicial, los partidos políticos, los movimientos de DDHH), así como por el modo en que jugaron un papel central y específico en la tarea de “hacer justicia”. Pero de lo que esa visibilización da cuenta es de una continuidad de fondo entre las políticas públicas respecto de la justicia, que en el libro en general, en cambio, se intenta oponer de manera tajante: las del gobierno de Alfonsín y las del gobierno de Néstor Kirchner; o mejor, las de la escena política con sus múltiples actores en un caso, el de la recuperación democrática, y las que en el libro se recuperan, con una caracterización simplificada y poco justa, como de “politización” de los derechos humanos, en el otro. Llama realmente la atención, en un contexto en que las derechas de Macri y de Milei intentan hace años recuperar la mirada pre-alfonsinista de la guerra necesaria, de los dos bandos, de la memoria completa, etc., que el principal adversario al que los entrevistadores eligen dirigir todos sus dardos no sean precisamente esos gobiernos, que apuntan no ya al olvido, sino a la destrucción sistemática de ese legado.
Dejo constancia de que no me parece probada (ni siquiera interrogada por los entrevistadores en su alcance y sentidos) la idea de que la diferencia entre el primer juicio de 1985 y los que lo siguieron a partir de 2006 sea la de que estos últimos se vieron ensombrecidos por una voluntad política “partisana” que puso a la posibilidad de hacer justicia de la democracia abierta por la decisión de Alfonsín de juzgar en el seno de una “grieta” (¿en qué momento de la historia a partir de 1983 la decisión de juzgar, o de limitar los juicios, o de indultar o de reabrir las causas no supuso una toma de partido en el horizonte de una escena conflictiva que contribuía a redefinir?). En todo caso, mi punto es el siguiente: ¿está bien, incluso y sobre todo si se acepta que no se ha recordado lo suficiente a Alfonsín o a la complejidad de ese momento, contraponer ese juicio “bueno” a los iniciados tras la reapertura, “malos” o “politizados” por oposición a aquel otro, que –habría que asumir– no lo fue, o lo fue en un sentido más reivindicable, que no alcanza con oponer a la presunta “política facciosa” o a la idea de una “voluntad por encima de la ley” que habría signado a los que siguieron? ¿No sería mejor, y más sujeto a la toma de posición de casi la mayoría de los entrevistados respecto de la necesidad de la reapertura, una defensa de la decisión política sostenida por políticas estatales de retomar el camino del juicio a las juntas, o al menos, de mostrar su afinidad?
El libro mismo ofrece otra vía cuando se trata de evaluar la centralidad y la nobleza de la figura del propio Alfonsín respecto de toda la puesta en marcha del Juicio a las Juntas. Leyendo algunas de las entrevistas, queda claro que, sin dudas, el Juicio a las Juntas excede la voluntad política del padre fundador. Sobre todo son las intervenciones de Farrell y Gil Lavedra las que muestran con claridad, de primera mano, esa excedencia: la idea de Alfonsín siempre fue que los mandos militares fueran juzgados por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, con la esperanza de una autodepuración de la Fuerza. Fue el propio Congreso el que modificó la propuesta enviada por Alfonsín de un nuevo Código de Justicia Militar que incluyó la famosa “cláusula del avocamiento”. Esta cláusula habilitaba a la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional a “asumir el conocimiento del proceso” en caso de advertir una “demora injustificada o negligencia en la tramitación del juicio” por parte del Consejo Supremo. Fue esto lo que llevó a que, en octubre de 1984, desde la Cámara se asumiera el Juicio. Por supuesto, asumir esta excedencia no es equivalente a denostar la figura de Alfonsín: si podemos reconocer en él un líder democrático es por su decisión de juzgar, sin la que probablemente no habríamos tenido juicios, y por su aceptación de las condiciones de ese juicio. Que fue realizado por instancias civiles ordinarias y en los términos de una ley que había desarmado la propuesta inicial planificada por los juristas y filósofos del grupo alfonsinista, como Nino, Malamud Goti, Farrell y otros más, de los “tres niveles de responsabilidad” que había propuesto el radicalismo. La ley que se aprobó preveía la posibilidad de no punir a quienes habían cumplido órdenes, pero aclaraba (y esto fue lo que llevó al caos a la estrategia de Alfonsín) que esa no punición solo correspondía cuando el cumplimiento de esas órdenes no hubiese implicado la comisión de crímenes atroces o aberrantes. Esto abrió la puerta a muchos otros juicios, porque las órdenes, como señala Gil Lavedra, implicaban justamente la comisión de delitos atroces y aberrantes. Por último, hay que señalar que fue la propia sentencia, cuya fuerza performativa, como ya dijimos, persiste hasta el presente, la que abrió la posibilidad de juzgar a mandos con responsabilidad operativa, y no solo a los mandos superiores. Lo que quiero decir es que hay aquí un relato (que se puede leer mejor en el libro, sobre todo en la voz de los juristas) más complejo a nivel político y moral, que supone el reconocimiento de los liderazgos democráticos, del sistema de partidos y de los órganos legislativos, y de su relación con la posibilidad de hacer justicia en una historicidad concreta. Algo que, recuerda Diana Maffia, decía Arendt del modo en que había que pensar a la acción política y a sus agentes, que eran activos, y, también, pacientes. Una óptica que se extraña cuando se emiten juicios sumarios sobre el carácter partisano de la reapertura. Se necesita, verdaderamente, una mirada menos partisana para poder pensar la continuidad –no exenta de diferencias ni de conflictos, que son parte de la vida democrática– de una voluntad política noble, como califica Carlos Altamirano –y estoy de acuerdo– al acontecimiento mismo del Juicio.
Tal vez, una vía posible para pensar esa continuidad es pensar en los efectos perdurables del Juicio a las Juntas como escena de justicia fundacional en el horizonte de nuestra sociedad democrática posdictatorial. Dudo de la palabra “efectos”, porque no sé si capta de manera cabal la compleja dinámica política, ética e intelectual que se juega en las “herencias”: si todo presente se viste con ropajes del pasado para actuar su novedad, no se trata, simplemente, de artimañas o de astucias. Hay algo de ese evento fundacional de justicia que forma un relato y se establece como un “principio”. Algo de eso reclama Gabriela Lugones en el libro que estamos comentando, al insistir en pensar el asunto de los juicios de ayer y de hoy de manera no reduccionista, como si en los juicios se tratara de una justicia simplemente retroactiva o punitiva. Eso es desconocer su dimensión reparatoria: juzgar significa que el Estado encargado de asegurar, proteger y ampliar derechos fundamentales nunca más vuelva a destruir a su propia comunidad vulnerando su condición humana, pero también que la comunidad y las instituciones que la representan puedan –nada más y nada menos– “hacer justicia”. Se trata de un principio de justicia sumamente doloroso, sin duda para los perpetradores, pero también para los sobrevivientes, las víctimas, y sus familias, como demuestran las dudas iniciales de parte de los organismos de DDHH respecto de la opción penal. Por eso mismo, también, la opción de Alfonsín tensiona en pos de, y es tensionado por, la compleja dinámica política democrática que cristaliza, finalmente, en la sentencia judicial. Tiende un puente y ofrece el brazo del Poder Ejecutivo a aquellos con los que incluso confronta en más de una oportunidad: el sistema judicial, al que pone en la obligación de estar a la altura moral y política de su tiempo –y que lo confronta, al establecer una sentencia que desbarajusta toda su estrategia al ordenar seguir investigando–, los partidos políticos como el peronismo –al que confronta ya desde la campaña contra un candidato como Ítalo Luder, que llama a aceptar la autoamnistía elaborada por los militares, pero cuyos representantes en el congreso transforman la Reforma del Código Militar enviada por Alfonsín de manera que permita la avocación por tribunales civiles–, los propios Organismos de DDHH que muestran más que sospechas no solo por la conformación de la CONADEP, sino por la realización misma del juicio, pero que toman como ámbito de acción, de allí en adelante, y contra la pretensión de cierre, la vía judicial, a pesar de sus limitaciones, que conocen más que nadie. La sentencia, así, cristaliza un verdadero acontecimiento que expresa o logra iluminar su pasado de manera nueva, trazando de nuevo las fronteras y abriendo una nueva “carga” para el futuro. De esa carga, me gustaría terminar con la que pesa sobre el poder político democrático posdictatorial, y sobre el poder judicial en particular, en su carácter de institución democrática. Desde el Juicio a las Juntas, se ha convertido en nuestro país, y, gracias al ejemplo argentino, en una vara o criterio fundamental para evaluar la salud democrática de un Estado, que existan políticas concretas de justicia respecto de pasados de violencia en los que están involucrados de manera sistemática agentes estatales. En ese aspecto, lo que une a Raúl Alfonsín con Néstor Kirchner es mucho más que lo que separa a ambos de las denominadas derechas “democráticas” (una adjetivación que les cabe por el solo acceso al poder en términos del voto popular). Respecto del poder judicial, no podemos dejar de señalar que, desde el Juicio a las Juntas, ese poder ha sido interpelado como el último refugio de los derechos humanos frente a los arrasamientos de lo humano producidos por gobiernos que los transgreden de manera flagrante, y que, además, esa interpelación, desde el Juicio a las Juntas, ha canalizado la idea de que hay un derecho de acceso a la justicia que no es solo individual sino también colectivo. Una expectativa que hoy conviene recordar, ante la sensación de desamparo democrático que estamos viviendo: desamparo también respecto de esa promesa ante un poder ejecutivo, el de Milei, que no solo está destruyendo el conjunto de condiciones estatales –que son recursos de lo común– para llevar adelante los juicios, sino también el simple imperio de la ley dictada por el poder legislativo.
En una entrevista famosa con Gaus que brindó Hannah Arendt para la televisión alemana, la autora alemana deja por un instante, casi al pasar, su antigua confrontación con la filosofía para hacer un llamamiento a su responsabilidad. De los filósofos, dice, es de quienes tenemos que esperar alguna respuesta en este mundo fuera de quicio, porque, si ellos nos fallan, ¿quién podrá ser el mástil en el naufragio? Pienso en esa figura, hoy, y no puedo menos que pensar en los agentes de las instituciones judiciales de nuestro país: jueces, fiscales, la propia Corte Suprema. Como muestran los relativamente recientes juicios a magistrados realizados en algunas provincias, la complicidad de muchos actores del sistema judicial fue un factor que tuvo su peso en los primeros años de la década de los ochenta, una complicidad que señalaba, o bien la participación concreta en el Terrorismo de Estado del poder judicial o bien su negativa a confrontar con ese pasado. No obstante, en ese marco, fueron actores del propio sistema judicial los que resultaron determinantes. Tanto la Corte Suprema, que validó el avocamiento, como la Cámara Federal que tomó el caso, como el trabajo del fiscal Strassera, puesto en valor en la película 1985, tuvieron un peso fundamental: como señala Farrel, el peso político y moral de “haber hecho su trabajo” para cuidar lo común, incluso lo común humano. Respecto de ese trabajo, quisiera terminar mi reflexión con un comentario sobre las palabras de Mariano Llinás, uno de los guionistas de la película 1985 en la que la figura del Strassera se dibuja, de manera acertada, como un héroe no épico de nuestra democracia. Se trata de una ficción, como el mismo autor se encarga de señalar, pero hecha en nombre de una “generación” que vivió el juicio a las juntas con solo 10 años. No obstante, el punto de partida del cineasta no es su desconocimiento, como parte de una familia de clase media alta, de lo sucedido (solo hago una paráfrasis aquí), una especie de Historia Oficial en versión infantil, sino su propio presente, que ve ensombrecido por la clausura de la herencia alfonsinista (hace falta insistir en que esa clausura el autor la ve en el kirchnerismo: no dice nada sobre el macrismo, ni sobre el mileísmo). Es curioso, dada esta hipótesis, que la figura de Alfonsín sea una de las que extrañamos en la misma película. Más extraño aún es que se sugiera que el kirchnerismo es el culpable de esa ausencia: como si, frente a la excesiva politización de los DDHH en manos de un gobierno, hubiera que responder con el fuera de foco del poder público en su capacidad de decisión y de acción. Ante esta respuesta, Carlos Altamirano, que, suponemos, escucha atentamente la explicación, se figura una hipótesis generacional: nosotros, los que nacimos en los setenta, y que fuimos jóvenes en los noventa, somos la generación que pensó juntos al Alfonsín del Punto Final y la Obediencia Debida y al Menen de las amnistías y la impunidad. Diría que no es así, al menos en mi caso, y creo que en el de una parte de la generación que rondaba los 10 años, como Mariano, en 1985. Como parte de esa generación, al contrario del cineasta, veo que parte del problema es el de la escala y los instrumentos de medición, para concluir con la metáfora con la que empecé este pequeño ensayo. No niego que podemos confrontar con buenas razones sobre lo que se hizo bien, o se hizo mal desde la reapertura de las causas. Pero ese diálogo no puede desarrollarse sin al menos dejar abierta la posibilidad de que el postulado “olvido” no lo sea tanto. El propio libro ofrece preciosos elementos para pensar la comunidad y continuidad entre la reapertura de las causas de lesa humanidad y la escena de justicia abierta por el Juicio a las Juntas; también para pensar una filiación posible, una comunidad, entre cierta voluntad política de hacerlo con la ley, no contra ella, como muestran las innumerables sentencias desde 1985 hasta el presente. Un diálogo posible, tal vez, deba partir de reconocer no solo los límites a priori, no solo los olvidos, sino las presencias: las asumidas de manera explícita, las que operan en términos de principios, entre el pasado y el futuro, en las sociedades y en las instituciones y en los actores políticos que saben componer una insistencia argentina en los conflictos de la historia y en las lentes con las que miramos e intervenimos en ella. Quién dice que no sea otra melodía la que surja de allí, para salir del atroz infierno en el que estamos metidos.
Paula Hunziker es Dra. en Filosofia UNC. Ex directora de la Escuela de Filosofía FFyH.


