Neoliberalismo y Comunicación
Cómo perdimos el tiempo

Por Natalia Romé
IIGG-FSOC-UBA

La neoliberalización del espacio público, el totalitarismo y las selfies

I. La coyuntura y la autocrítica

Hace ya demasiado tiempo, Jacques Derrida se preguntaba “¿Quién pensaría su tiempo hoy, y sobre todo, quien hablaría de él, les pregunto, si en primer lugar no prestara atención a un espacio público, por lo tanto a un presente político transformado a cada instante, en su estructura y su contenido, por la teletecnología de lo que tan confusamente se denomina información o comunicación?” (1998:15)

En gran medida y a través de prácticas bastante heterogéneas, nuestra escena pública se ha visto zanjada, durante los últimos años por un proceso de reflexión colectiva en torno a esta cuestión. Algunos pasos hemos dado y, más allá de las innumerables discusiones que podemos abrir, difícilmente pueda objetarse la existencia de un proceso político cultural en el que tomó consistencia una pregunta colectiva (y controversial) acerca de los modos complejos, pero bien concretos, en los que el dispositivo teletecnológico de la comunicación trama el presente del espacio público; es decir, modaliza las intervenciones y las imaginaciones que consisten en él; jerarquiza, filtra, administra sus memorias y por lo tanto, sus posibles e imposibles.

Ahora bien, si acordamos que una inflexión en una coyuntura suscita torsiones en el pensamiento que la teoría, si se quiere crítica, no debe desconocer, estamos llamados a pensar qué de los esquemas que logramos darnos como sociedad no estuvo a la altura de los desafíos de nuestro tiempo. Entiéndase entonces esta intervención como un llamado a la autocrítica, siempre y cuando no se asuma por ello la acusación cobarde que se arroja sobre otros, sino la operación realizada en la única forma de enunciación éticamente admisible de la primera persona del plural. Se trata entonces de encarar el desafío de volver a pensar aquello que pensamos mal, sin olvidar que ese desafío es siempre demasiado grande para cada uno porque el pensamiento individual resulta estúpidamente estéril si se piensa incontaminado, depurado o abstraído de la coyuntura en la que tiene lugar. Porque nuestro tiempo no es “de nosotros” sino que hay algo de nosotros que es de nuestro tiempo. Como diría el viejo Althusser, la única práctica de pensamiento que vale la pena es coyuntural: piensa escuchando y tiene como único fin desaparecer en sus efectos. Todo lo demás es absurda banalidad.

II. Impotente discusión sobre el consenso y el conflicto

A riesgo de violentar la necesaria complejidad de un diagnóstico, podemos esquematizar las diversas discusiones que, con posiciones más sistematizadas o más silvestres organizaron nuestro pensamiento colectivo de los vínculos entre política, espacio público y comunicación, como un aggiornamiento de la remanida controversia entre consenso y conflicto, reinscrita por la también vieja tensión entre lo real y lo virtual.

Una interrogación del espacio público como la que sugiere Derrida; es decir, como un dispositivo de configuración del tiempo y por lo tanto, de la estructuración de los acontecimientos como acontecimientos nos permite formular dos intuiciones que podrían, en adelante, guiar un ejercicio de revisión. La primera es que nuestra crítica parece haber quedado prendada de un marco de inteligibilidad broadcasting mientras que la sensibilidad contemporánea, que entrama en un mismo plexo lo subjetivo y lo público, funciona con una acontecimentalidad telecomunicacional. Lo que quiere decir que la artefactualidad del espacio público no gravita en torno al dispositivo clásico de la visión, la pantalla ha dejado de ser hace tiempo una ventana. En segundo lugar y consecuentemente, el tipo de inflexión que eso supone para la política no puede aprehenderse en el marco de un planteo organizado en torno a las figuras de la visibilidad, lo invisibilizado, etc; ni en torno a la demarcación entre consenso y conflicto.

Antes que nada, resulta imprescindible recordar la advertencia de Derrida sobre la ineficacia crítica de toda denuncia de la condición artificiosa y virtual del acontecimiento telecomunicacional. Ineficacia crítica cuyo riesgo de repetir el “embuste del embuste” hemos padecido y seguimos padeciendo, bajo la autóctona cruzada de los “relatos”, en la que nadie queda exento de sufrir el boomerang de un juego de espejos, pero todos corren el riesgo de perder el sentido de cualquier discusión o política efectiva.

Es necesario avanzar más allá de la crítica del artefacto epistémico-político de la visión para advertir aquellos aspectos singulares de nuestra coyuntura que tienden a desactivar la potencia analítica y política de nuestros diagnósticos.

En este sentido resulta necesario avanzar más allá de la crítica de la identificación de la política con un ejercicio de “soberanía del espectador” basada en una sobredimensión de las virtudes del “juicio” y el intercambio de las opiniones, en perjuicio de las máximas de acción y el momento de decisión (cf. Badiou, 209: 21). Resultan interesantes y fecundas, tanto la advertencia sobre los riesgos de una hipertrofia de las opiniones (o de la llamada “opinión pública), como la cautela respecto de su manifiesta colonización de la discursividad política, al punto de convertir al pluralismo en la encarnación inmediata del “buen gobierno”. La puesta en cuestión de la “doctrina del consenso” delineada en base a la oposición entre opinión y acción (que remite a la genealogía extensa de la crítica de la contemplación y su contraposición con la práctica) no puede evitarse, pero ello no nos dispensa de advertir que algo de su esquema ha cesado en su capacidad de leer la coyuntura.

III. Pluralismo paranoide

Por un lado, resulta bastante palpable que los regímenes de estructuración del espacio público registran hoy movimientos que parecen tender a prescindir de las imágenes clásicas de la responsabilidad, la soberanía y la autonomía que, en su condición fantasmática, disponían la escena para la tramitación política de la conflictividad social. En este sentido, es necesario considerar en qué medida la artefactualidad de ese espacio (es decir, de los modos concretos de estructurar el acontecimiento) funciona dislocando la centralidad del dispositivo de la visión en que consistía la formula misma de la conciencia racional, el juicio y la representación. Esta singularidad del artefacto deja su huella en las prácticas enunciativas que tienden a modular la discursividad política. En ese sentido, se advierte por ejemplo cierta tendencia al primado del goce de la materialidad fónica de la voz sobre la densidad simbólica de ciertos significantes. Así, palabras como corrupción, escándalo, delincuente, se pronuncian como si el paladeo de sus consonantes y sus acentuaciones fueran inmediatamente la encarnación de una verdad que puede prescindir de toda mediación imaginaria y representacional. No se trata de la materialidad significante, se trata de otra materialidad, afectiva o pulsional que no acude al común conflicto de las significaciones. Algo del artefacto de la representación parece encontrarse debilitado, prescindente.

Lo que nos interesa subrayar a propósito de esto no es tanto la cuestión del neoliberalismo como dispositivo de configuración subjetiva, sino sus implicancias para pensar las posibilidades y limitaciones de la política, especialmente en relación con sus dimensiones ideológicas y comunicacionales. En este sentido es que subrayamos la necesidad de tomar seriamente la tendencia a la reconfiguración histórica de algunos de los elementos simbólicos e imaginarios que disponían la escena subjetiva del “teatro de la conciencia” y que autores como Michel Pêcheux ubicaron en el centro de la posibilidad misma del discurso (imbricación entre la ilusión del yo y la ilusión de transparencia del lenguaje) (2003:165).

Al respecto, la escena fantasmática que sostiene la configuración ideológica de la soberanía del espectador no es cualquier teatro, es el artefacto por excelencia del espacio público moderno, la cifra de imbricación entre epistemología y política, sea esta entendida en los términos del saber y la justicia o de la ciencia y la revolución. Si ese teatro ideológico aparece hoy en estado de vacilación, se conmueve junto con él el complejo de dispositivos que tramitan la violencia en su doble dimensión subjetiva/pulsional y social/conflictiva. Para decirlo con otros términos: el declive del estado social, hace coincidir el relajamiento de la institucionalidad disciplinaria que administraba políticamente la experiencia social del conflicto, con el incremento de la experiencia subjetiva del terror ante una amenaza inasignable de desintegración.

Se trata de una mutación en lo ideológico, en la estructura de la interpelación moral, disciplinaria, superyoica de los discursos modernos. En su inflexión neoliberal, aquella escena imaginaria parece gobernada por formas de libertad negativa y no dialéctica (no tensadas por la imagen de la igualdad) en las que tiende a coincidir el goce ilimitado, la vivencia de la extrema inseguridad y la fantasía de la supresión misma del prójimo.

Si esto es así, si el orden de la representación y la ilusión de la igualdad que le era solidaria se encuentran debilitados en su capacidad de imprimir las formas de la comunicación y la política, entonces, las “opiniones” no pueden ser más que fragmentos expresionistas, imaginariamente desvinculados de la necesidad contradictoria del todo social y de la ilusión de la comunicación, la transparencia o el intercambio que procuraba tramitarla. Se impone un régimen de expresión inmediata (sin distancia, espera o desajuste) tan violento como impotente en su capacidad performativa. Las opiniones configuradas en ese plexo no son ni políticas ni producen efectos de verdad.

El espacio público contemporáneo asiste a una modalización específica de la acontecimentalidad que podemos concebir a partir de lo que hemos delineado, como presente totalitario.  No solamente se restringen en él las posibilidades de la democracia a una imagen de consenso que se apoya en la obturación estructural de la conflictividad. Parece entonces insuficiente señalar que el efecto de la acontecimentalidad neoliberal es el de posponer, bajo el primado de una temporalidad del parloteo, el momento propiamente político de la decisión. Es necesario, en cambio, considerar la posibilidad de que la ideología del consenso en su modulación neoliberal funcione mediante la exacerbación de una violencia anterior y más radical, que produce sus efectos regresivos en la medida en que horada el mito moderno del pacto social (Murillo, 2015). Lo que queremos decir es que no parece ser tanto la condición artificiosa (o la naturaleza ideológica) de un espacio público que funciona con la ilusión del encuentro y la transparencia sino el debilitamiento de ese escena imaginaria lo que permite explicar su modo actual de funcionamiento. Y este no parece consistir tanto en la negación del conflicto social, como en la contracción de la escena imaginaria de socialidad o de comunidad que quería darle cauce. Ésta funcionaba mediante la forclusión de la amenaza del terror pre-político y su tramitación en un complejo de instituciones disciplinarias, organizado en el juego dialéctico de las imágenes de la propiedad, la igualdad y la libertad. El debilitamiento actual de la imaginación igualitaria tiende a coincidir entonces con la expansión de vivencias de extrema indefensión y amenaza. Lo que se traduce, según el filósofo Etienne Balibar, en la vigorización desmesurada de tendencias des-democratizadoras que tensan hasta al límite el dispositivo mismo de la representación (en su doble valencia política y semiótica). Se trata de un espacio público que, lejos de reducir el conflicto, lo intensifica y focaliza sobre zonas “sacrificables por no explotables” de la vida humana –individual y colectiva-, y por lo tanto, lo administra desactivando su tramitación colectiva como potencia política (Balibar, 2013: 193-4).

No resulta casual entonces que el artefacto telecomunicacional que se articula con esta reasignación del conflicto conjugue la plena visibilidad y la nula afectación con formas paranoides de violencia totalitaria, éstas consisten en la producción de una fantasía de abolición total de la contaminación proveniente del encuentro con otros. Ese dispositivo admite y vehiculiza todo tipo de discursos. Pero ofrece, claro está, un pluralismo sin alteridad que tiene como condición de posibilidad la negación de toda diferencia. La neoliberalización del espacio público opera como una tendencia de empobrecimiento del deseo, la ilusión de lazo social y de vida con otros, mientras que moviliza la pulsión de muerte, vehiculiza los fantasmas del espanto y transmuta todo encuentro en amenaza de acoso.

Por lo tanto, no parece entonces adecuada la caracterización de la artefactualidad y virtualidad contemporáneas como una suerte de “disolución del espacio público” en virtud de una inflación del universo de la esfera privada; tampoco la idea de la mera subsunción del conflicto político en la frivolidad del espectáculo. Se trata más de un espacio público reconfigurado en el que todos tienen lugar y son tolerados siempre y cuando no se afecten –ni se dejen afectar por otros- y, por lo tanto, en la medida en que no porten marcas, huellas de encuentro y alteridad; es decir, que no confluyan en procesos de subjetivación política. El dispositivo info-comunicacional resulta así una tecnología de gestión de la afectividad del común que instrumenta en conflicto bajo la forma de lo que Slavoj Žižek caracteriza como una multitud paranoide (2013:57). No resulta difícil entender entonces de qué manera las diferencias políticas son representadas como un pura “grieta” social y experimentadas con terror abismal. En esa lógica, cualquier confrontación tiende al linchamiento.

IV. Transparencia totalitaria

Consenso y pluralismo devienen imágenes de una presencia totalitaria en la que la pluralidad más abundante es bienvenida porque la singularidad de las diferencias reales es reducida a una inmediata, indistinta y abstracta coexistencia. La tendencial supresión de la interlocución y la alteridad, devenida inmediata pluralidad expresiva, tiene como efecto paradójico la proliferación de un entramado de tecnologías del yo desplegado en todo tipo de prácticas autorreferenciales que van desde las técnicas de autoayuda a la ya célebre selfie. Se trata de una proliferación abstracta, de falsas singularidades que coincide, no obstante, con una suerte de disolución de las identidades reales –históricamente determinadas. El espacio público queda así capturado en una paradójica identidad informe ampliada, ilimitada que tiende a ocuparlo por entero y que no se actualiza en nombre de una parte contada o incontada. No se trata en absoluto de; la forma política de la aspiración hegemónica al universo social, propia del dispositivo de la representación, sino más bien de su negación. El mecanismo no consiste entonces en una supuesta denegación (o invisibilización) de unos seres “diferentes”; sino en el debilitamiento de las identificaciones y en el persistente trabajo de horadación de las determinaciones sociales (políticas) de subjetivación. La artefactualidad del espacio público deviene dispositivo de una (no)identidad totalitaria, idéntica a sí misma y al universo social, tendida como un espacio/tiempo sin fisuras. Una presencia absoluta que existe en la temporalidad de un presente total, que no aloja marcas del conflicto de las memorias en virtud de las cuales trazar diferencias, escandir temporalizaciones. El mecanismo de abstracción que produce esta temporalidad del puro presente y la identidad expandida que consiste en él, no necesita permanecer oculto porque tampoco trabaja ocultando. La politicidad del desajuste entre lo visto y lo invisible, o la indicación de lo no visto como condición de los visible operaba con todo vigor en la sociedad disciplinaria en la que el artificio de la fotografía constituía una metáfora perfecta de la demarcación epistémica entre el sujeto y el mundo, la ideología positivista y las técnicas de higienismo social y de objetivación de las diferencias (cuyo producto, la clásica “foto de frente y perfil” condensaba el nudo epistémico de la antropología, la psiquiatría y la criminología).

¿Metáfora de qué tipo de lazo social es la selfie? ¿Qué movimiento sintomatiza esa cámara que gira sobre sí misma haciendo desaparecer al fotógrafo?

Sin dudas, se trata de una sociedad en la que la crítica no puede ya pensarse como puesta en evidencia del artificio, ni como denuncia de los claro-oscuros que son condición misma del espacio público. La condición ideológica de nuestro presente total no tiene nada que ver con lo que se oculta, su eficacia radica por el contrario, en mostrar demasiado, especialmente, la condición artefactual del artefacto. La virtualidad del actual espacio comunicacional incluye la colocación de su condición artificiosa en el centro de la escena pública, su inclusión reduplicada al infinito como tema central de la agenda, como saber absoluto sobre la sociedad y sobre sus acciones futuras. Es el caso de los sondeos de opinión hablando de sí mismos, es decir, convertidos en acontecimientos de la opinión pública. Es el caso de la gigantesca industria en torno a la “vida de los famosos” cuya fama resulta idéntica a la exposición de su vida; es el caso del periodismo de periodistas y de los medios como fuente o contenido mismo de la noticia.

De aquí que el rasgo del neoliberalismo de la “sociedad de la información” no sea el de una virtualidad que invisibiliza sino una virtualidad que muestra demasiado y configura literalmente a la sociedad como sociedad de información: es decir, cuyos componentes no cuentan como individuos ni como ciudadanos, sino que son ya inmediatamente información; es decir, permanecen como comunicabilidad pura de bites, partículas, datos genéticos, emoticones, experiencias o energía pulsional. Un complejo articulado de teorías más o menos sistematizadas –desde las neurociencias, la biotecnología y la cibernética hasta psicologías de la autoayuda y la gestión de las emociones- confluyen en una tecnología de la afectividad que reduce de modo radical la distancia reflexiva que caracterizaba la fórmula misma de la conciencia racional moderna, encarnada en el dispositivo de la visión (del que la cámara fotográfica era metáfora perfecta). La eficacia ideológica de la acontecimentalidad contemporánea no oculta nada del objeto al sujeto, no configura una objetividad distorsionada o velada, más bien tiende a reconfigurar la escena ideológica en el que éste se imaginaba como sujeto autónomo.

La pérdida de pregnancia de esa escena afecta a la política, tal como la conocemos. La democracia queda reducida a la cuestión de la co-presencia inmediata de opiniones, opiniones que concurren en el espacio público regido por la lógica de una competencia por la igual-visibilidad, pero respecto a la cual, los “sujetos” resultan puramente abstractos.

V. Todo a la vista

No resulta extraño entonces que los esfuerzos que apelan a la clásica contraposición entre lo visto y lo invisibilizado, lo real y lo virtual, para combatir la neoliberalización del espacio público, terminen duplicando su eficacia. Toda buena intención de correr el velo del consenso, para “develar” la condición conflictual de la vida social oculta en las sombras de la agenda mediática, duplica el engaño y se vuelve su víctima, acusada de parcialidad en nombre de la “objetividad” mediática, la “transparencia” de las acciones políticas y el “pluralismo” de las opiniones.

La denuncia del “ocultamiento” del conflicto inherente a la vida social ha resultado un arma ineficaz por encontrarse ya digerida por la escena neoliberal del presente totalitario, cuyas narrativas confluyen en una ideología que no niega el conflicto sino que produce su experimentación presimbólica como afectividad aterrada. Su eficacia no tiene la forma de un argumento, de una “invisibilización de las verdaderas razones”, sino la efectividad de una eliminación paranoide y des-esperada de la diferencia. El “periodismo de guerra” resulta en este marco un trago más digerible (es decir, más creíble y aceptable) que cualquier negación militante de la condición verdadera del acontecimiento mediático. Nadie se siente estafado por ese “periodismo” porque no se espera de él una representación franca de la “realidad” sino que cumpla su función de gendarme del espacio incontaminado de la pluralidad abstracta.

En este marco, la denuncia del ocultamiento comunicacional y la exaltación del antagonismo político desplegada como estrategia político-discursiva durante los últimos años, quedó capturada por el paradójico efecto de reforzar el rechazo al encuentro propiamente político, la fobia al contacto o el odio al prójimo. Su peor resultado fue la identificación directa de cualquier práctica política (antagónica o incluso agónica) con formas de autoritarismo.

Sólo resta decir: esta deuda es nuestra. Una crítica de la política no puede prescindir de una crítica de sus armas teóricas.

 

Referencias

BADIOU, A: (2009) Compendio de metapolítica. Prometeo. Buenos Aires

BALIBAR, E: (2013) Ciudadanía. Adriana Hidalgo. Buenos Aires.

DERRIDA, J: (1998): Ecografías de la televisión. Eudeba. Buenos Aires.

MURILLO, S: (2015) Neoliberalismo y gobiernos de la vida. Biblos. Buenos Aires

PÊCHEUX, M: (2014) “El mecanismo del reconocimiento ideológico” En  ŽIŽEK, S: Ideología. Un mapa de la cuestión. FCE. Buenos Aires.

ŽIŽEK, S: (2013) Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Paidós. Buenos Aires.

 

 

 

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