Sistema impositivo
Crónica de un privilegio: Poder Judicial e impuesto a las ganancias

Por Mauro Benente
(CONICET/UNPAZ/UBA)

5151 no es el número de la suerte. Tampoco es el que hay que jugar en la quiniela. Es el número de la vergüenza, cuyo pozo es más robusto y más turbio que el de cualquier quiniela. De acuerdo con un estudio del Centro de Economía Regional y Experimental, la Administración Federal de Ingresos Públicos dejará de recaudar al menos 5151 millones de pesos por la exención del impuesto a las ganancias vigente para jueces y juezas, y otros funcionaros del Poder Judicial y el Ministerio Público. Este número vergonzoso se complementa con otros igualmente escandalosos: en 2015 el costo fiscal de la exención fue de 4121 millones; en 2014, de 2747 millones; en 2013, de 1826 millones; en 2012, de 1363 millones; y en 2011, de 1029 millones de pesos. Y la vergüenza se acrecienta cuando se compara los 5151 millones con los 4700 millones que el año pasado se presupuestaron para implementar el Plan Progresar.

Me gustaría poner un ejemplo para mostrar cuánto gana un juez o una jueza nacional o federal de primera instancia y cuánto debería tributar en concepto de impuesto a las ganancias, pero lamentablemente esta información no está disponible. El Poder Judicial de la Nación y el Ministerio Público Fiscal esconden esta información –algunas provincias sí la publican-, como también ocultan las declaraciones juradas de sus magistrados y magistradas. Sin embargo, en un país donde el salario promedio de trabajadoras y trabajadores registrados es de alrededor de 15.000 pesos, dudo que algún juez o jueza nacional de primera instancia gane menos de 60.000 pesos y que algún o alguna camarista observe menos de seis cifras en su recibo de sueldo. Todo ello –y siempre hablando a nivel nacional y federal-, trabajando en Palacios en los cuales el horario laboral es de seis y no de ocho horas diarias, y las vacaciones se cuentan de a 45 días por año. Hay jueces y juezas que trabajan más de seis horas diarias, otros no llegan ni a las seis horas semanales, pero aquí no se trata someter a juicio a determinados individuos sino de analizar críticamente una estructura. Una estructura que atravesada por los privilegios, juzga a los comunes.

De este entramado de números vergonzosos, el más escandaloso es el 5151. No por la cifra, sino porque se trata de una exención impositiva que no está prevista en la ley. Desconociendo la obligación legal, los jueces de la Corte Suprema –y algo similar ocurre con el Ministerio Público Fiscal- se auto-dispensaron de la obligación de tributar. La ley 20.628, sancionada en diciembre de 1973, ordenada por el decreto 649/97 y modificada por varias normas, es la que actualmente regula el impuesto a las ganancias. En su redacción original contemplaba que los jueces nacionales y provinciales, los vocales de los tribunales de cuenta y tribunales fiscales nacionales y provinciales, así como todo otro funcionario judicial con sueldo igual o superior a un juez de primera instancia, quedaban exentos del pago del tributo, exención que se extendía a los haberes jubilatorios (art. 20 incs. p y r). En esta versión original también quedaban exentas del pago las dietas de los legisladores nacionales (art. 20 inc. q). Dos décadas más tarde, el 13 marzo de 1996, el Congreso sancionó la ley 24.631 y derogó estas exenciones. En la actualidad los legisladores tributan ganancias pero los jueces y juezas, a pesar de la vigencia de la norma, mantienen el privilegio. La ley 24.631 fue publicada en el Boletín Oficial el 27 de marzo de 1996, entró en vigencia el lunes 8 de abril, y tres días después la Corte Suprema de Justicia la Nación dictó la Acordada 20/96 que declaró inaplicable la mencionada derogación.

La ley 24.631 fue votada por una mayoría en el Congreso Nacional, cuyos integrantes habían sido elegidos por el electorado, pero fue declarada inaplicable por magistrados que no habían sido elegidos por el electorado y eran vitalicios en sus cargos. Pero además, si la Corte Suprema exige sistemáticamente la existencia de un caso judicial, de un conflicto entre partes, como requisito para declarar la inconstitucionalidad de las normas, en esta situación particular, que los afectaba de modo directo, la inaplicabilidad de la exención del impuesto no se encuentra en una sentencia que pone fin a un caso judicial –insisto, algo siempre exigido para declarar la inconstitucionalidad de las normas-, sino que se hizo a través de una acordada, un instrumento que usualmente se emplea para fijar la feria judicial, el tipo de hoja para presentar escritos, y otras cuestiones menores. Los individuos sin privilegios necesitamos presentar una causa judicial para obtener la declaración de inconstitucionalidad de la norma, una causa en la cual las partes discuten y defienden la constitucionalidad o inconstitucionalidad, y la sentencia definitiva –dictada por quien los comunes debemos llamar señoría o excelencia- llega varios años después. Por su lado, a quienes trabajan en Palacios de Justicia les alcanza con reunirse unos minutos para firmar una acordada de 1700 palabras –una extensión parecida a este trabajo- y así mantener sus privilegios. También con pocos minutos y escasas palabras, desde 1996 las distintas Cortes podrían haber derogado la acordada y renunciar a sus privilegios, pero no les da vergüenza mantenerlos.

La acordada 20/96 se basó en el artículo 110 de la Constitución que dispone que “los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores de la Nación conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta, y recibirán por sus servicios una compensación que determinará la ley, y que no podrá ser disminuida en manera alguna, mientras permaneciesen en sus funciones.” La disposición guarda similitudes con el artículo III, Sección I de la Constitución de los Estados Unidos, y retoma la formulación que ya estaba incluida en las Constituciones argentinas de 1819 (artículo 103) y de 1826 (artículo 129).

En esta cláusula se incluyen dos notas bien características de la organización del Poder Judicial en la Argentina. La primera es aquella que se conoce como la “inamovilidad” del cargo de juez o jueza, e que implica que a menos que sean destituidos por un jurado de enjuiciamiento, o si se trata de miembros de la Corte Suprema por un juicio político, los magistrados y magistradas conservan sus cargos durante toda su vida. En un marco institucional de democracia representativa, en donde los cargos son electivos y periódicos, resulta al menos inquietante que los jueces y las juezas, cuya función no es otra que aplicar instrumentos políticos por excelencia como son las leyes, sean eternos y eternas en sus funciones. Ellos y ellas deciden sobre la libertad de las personas, sobre el sentido y los alcances del derecho de propiedad, de los derechos de los trabajadores y trabajadoras; sin rendir cuentas por el ejercicio de sus funciones, que se puede prolongar por décadas. Ellos y ellas deciden sobre sus propios privilegios. Para tomar solamente un ejemplo, tras afirmar que se quedaría en la Corte “hasta que Dios quiera” Carlos Santiago Fayt renunció al tribunal el pasado 11 de diciembre de 2015, luego de 32 años de función pública sin ningún tipo de rendición de cuentas. Lo notable, en términos democráticos, es que más de un tercio de la población que vive en Argentina ni siquiera había nacido cuando Fayt asumió como juez de la Corte, y jamás pudieron exigirle si quiera una explicación por sus sentencias o sus acordadas.

La segunda nota característica de este artículo indica que los salarios de los jueces y juezas no pueden “ser disminuidos en manera alguna”, algo que los juristas gustan denominar garantía de intangibilidad de las remuneraciones. Con la acordada 20/96 no estábamos frente a la primera oportunidad en la Corte Suprema declaraba la inconstitucionalidad del cobro del impuesto a las ganancias a los magistrados, algo que ya había hecho en el leading case “Fisco Nacional c. Rodolfo Medina” del 26 de septiembre de 1936, y que se encuentra en otras resoluciones judiciales escandalosas. A modo de ejemplo, si en el artículo la referencia es hacia los jueces y juezas de la Corte Suprema y de los restantes tribunales de la nación, los magistrados del máximo tribunal no han dudado en extender el privilegio de la exención del pago del impuesto a los jueces y juezas provinciales.[i] Del mismo modo, si el texto indica explícitamente que se trata de garantías que rigen mientras los jueces y las juezas “permaneciesen en sus funciones”, la Corte ha mantenido el privilegio a los jueces que ya estaban jubilados, a jueces que no estaban en funciones, a jueces que, estrictamente, ya no eran jueces.[ii] Finalmente, y mezclando ambas variables, también garantizaron el privilegio de exención impositiva a jueces jubilados de los poderes judiciales provinciales.[iii]

Continuando con esta serie de pronunciamientos escandalosos, en la breve acordada 20/96 los entonces jueces de la Corte –Julio Nazareno, Eduardo Moliné O’Connor, Carlos Fayt, Augusto Belluscio, Antonio Boggiano y Gustavo Bossert, remarcaron en siete oportunidades que el pago del impuesto a las ganancias atentaba contra la independencia del Poder Judicial, y aclararon que “la intangibilidad de las compensaciones asignadas a los jueces por el ejercicio de sus funciones no constituye un privilegio sino una garantía, establecida por la Constitución Nacional para asegurar la independencia del Poder Judicial de la Nación.” Supongamos por un instante que una persona puede ser independiente de sus valoraciones y compromisos ideológicos, asumamos que los jueces son independientes, y analicemos el argumento de los jueces de la Corte. Ellos se dicen a sí mismos: “para garantizar nuestra independencia no nos tienen que bajar los sueldos mediante un tributo que pagan todos los asalariados y asalariadas”, y con ello nos advierten a nosotros: “sepan que nuestra independencia está a la venta, no nos obliguen a venderla.” Ellos nos plantean, entonces, la siguiente pregunta: ¿Qué calificativo vale para un sistema judicial que explícitamente manifiesta que está dispuesto a vender sus supuestos valores al mejor precio?

Argentina necesita una profunda reestructuración de su sistema impositivo, muy ajustado a los gobiernos con una retórica y práctica neoliberal, pero igualmente mantenido por aquellos que articularon una retórica distinta. Dentro de esta reestructuración podremos discutir si los ingresos salariales son ganancias, pero es indiscutible que un sistema impositivo con privilegios no es sólo injusto sino también vergonzoso. Lo que resulta aún más vergonzoso es que los privilegiados y privilegiadas sean quienes tengan la última palabra sobre sus propios privilegios. Y que, además, no les de vergüenza.

 

[i] Así en “Bruno, Raúl O.”, sentencia del 12 de abril de 1988, Fallos 311:460 y; “Scarpati, María Cristina y otros c. Provincia de Bs. As.”, sentencia del 6 de diciembre de 1993, Fallos 316:2747.

[ii] Así en “Gaibisso, César A. y otros c. M. J.”, sentencia del 10 de abril del 2001, Fallos 324:1177.

[iii] Así en  “Gutiérrez, Oscar Eduardo c/ ANSeS”, sentencia del 11 de abril de 2006.

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