La alimentación como hecho social
Cuánto más espacio ocupa la cocina en la TV, menos espacio ocupa en el hogar

Entrevista a Patricia Aguirre
Por Mariana Percovich (UBA/UNPAZ)

“Tenemos un patrón dietético mundial altamente homogeneizado, que solo le conviene a la industria”

¿La guerra en Europa pondrá en debate la alimentación? ¿Por qué la cocina suma rating y likes pero no tiempo frente a las ollas? ¿Qué ilusiones y fantasías caerán con la Ley de Etiquetado Frontal? ¿Por qué la industria busca que reemplacemos la mesa por las pantallas?  Entrevista a la especialista en antropología alimentaria Patricia Aguirre sobre su último libro Devorando el planeta. Cambiar la alimentación para cambiar el mundo (Capital Intelectual).

Aguirre es doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires. Trabajó 30 años en la gestión de programas alimentarios en el Ministerio de Salud y realizó consultorías para la FAO, la OMS y UNICEF. Actualmente se desempeña como investigadora y docente del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús (ISCO).

Patricia Aguirre

Mariana Percovich: Tu último libro Devorando el planeta es un llamado a que veamos lo que está invisibilizado: las relaciones sociales que atraviesan el plato frente al que nos sentamos a diario. ¿Qué significa y qué implica “naturalizar” la alimentación?

Patricia Aguirre: Significa no ver la alimentación como un hecho social – producto de la sociedad que la produce, la distribuye y la consume – sino verla como un fenómeno natural, biológico que depende del producto que vamos a llamar “comida” y del metabolismo del comensal.  Los fenómenos sociales son fenómenos históricos que se crean, se desarrollan y también cambian.

La designación misma de lo que llamamos “alimento” o “comida” o “bicho asqueroso” o  “incomible” depende de las relaciones sociales que ese grupo humano tenga, con el hábitat, con la dinámica económica, con la jerarquización interna. Por ejemplo, los franceses comen caracoles, escargots. Es un plato tradicional muy apreciado. Nosotros consideramos a los caracoles “babosas con casita” “bichos asquerosos” “demonios del jardín”. No es un guiso apreciado ni siquiera en situaciones extremas. Los caracoles entran dentro de la clasificación de comida, por más que desde el punto de vista biológico sean perfectamente comestibles y desde el punto de vista nutricional sean perfectamente metabolizables e incluso tengan aportes de nutrientes que nos convenga consumir.

Lo que designamos como comida, en general, depende de las ventajas económicas, ecológicas o nutricionales de ese producto en un ambiente determinado, en un tiempo determinado y en una cultura determinada. Es una construcción social y esa construcción social como todas cambia. Por eso encontramos cosas que eran muy apreciadas como buenas comidas ayer y hoy son consideradas una porquería o incomibles.

Doy el ejemplo del diente de león. El diente de león es una plantita que todos conocemos en nuestro jardín. Es una florcita amarilla que después da esos hermosos panaderos con los que juegan los chicos. Pero desconocemos que el diente de león es una planta nativa de los Pirineos atlánticos en Europa. El diente de león que tanto los franceses como los españoles consideraron fantástico, e incluyeron en sus regímenes desde hace miles de años, porque brindaba enormes ventajas: con la raíz seca y molida se hacía una especie de café como el café de Malta; las hojitas se podían incluir en la ensalada -tienen un sabor amargo como la rúcula-;  y su florcita amarilla tiene alto contenido de glucosa, que se puede fermentar y hacer licor de diente de león. Era tan pródiga y tan importante esta plantita en la alimentación española, que los españoles se la trajeron a América. En todas las huertas de Buenos Aires en el siglo XVI había diente de león. Pero, en el siglo XVII y XVIII hubo productos que sustituyeron el café de diente de león. El café de Brasil llegaba muy barato al Virreinato del Río de la Plata. El vino llegaba de Mendoza. Entonces, no tenía sentido hacer el trabajo del alcohol de diente de león que era dulce –no para acompañar las comidas, sino para una copita después–  cuando otros alcoholes como el aguardiente, la caña y el vino de Mendoza podían sustituirlo con éxito. Y respecto a las hojitas, había otros productos de huerta mucho más fecundos y rendidores para la ensalada. El resultado: las huertas fueron perdiendo el diente de león. Cien años después, a mediados del siglo XIX nadie cultivaba en su huerta diente de león. Bebían vino de Mendoza, tomaban café de Brasil y comían ensalada de lechuga. Hoy el diente de león es un yuyo. Nadie se acuerda que fue el rey del huerto. ¿El diente de león es comestible? Por supuesto, pero las condiciones económicas de su explotación como alimento cambiaron. Fue sustituido por alimentos más rendidores.

Así que no hay nada natural. Comida no es lo mismo que comestible. Comestible es metabolizable por el organismo humano, pero la comida es una construcción social. Aquellos alimentos que elegimos como comida sufren este proceso de clivaje social. Y van a ser considerados comida por un grupo humano en un ambiente determinado, en un tiempo determinado. En conclusión, ver la alimentación como natural encubre que es histórica, producto de las relaciones sociales y que puede cambiar.

Devorando el planeta. Cambiar la alimentación para cambiar el mundo (Capital Intelectual).

MP: ¿Por qué crees que poder ver y cambiar esto es clave para evitar un colapso socioambiental, (que nos devoremos el planeta)?

PA: Al desnaturalizar la alimentación, al tomar conciencia que nuestra alimentación es una creación social, dejamos de echarle la culpa al ecosistema, a las inundaciones, al clima, al suelo. Somos nosotros los que producimos los alimentos de esta manera, en este clima, en este suelo, con esta tecnología. Y podemos hacerlo de otro modo. El hecho de desnaturalizar la alimentación y situarla como un subproducto de las relaciones sociales nos permite pensar que podemos cambiarla. No es inevitable que destruyamos el planeta. Nos dicen: Estamos talando la selva amazónica para generar praderas, para criar ganado, por el hambre en el mundo. No, ese ganado no se lo van a comer los hambrientos de Brasil. Se lo van a comer los que ya están saciados. No se produce para los 900 millones de desnutridos. Se produce para los que pueden comprar. Porque estas son sociedades de mercado globalizadas donde los alimentos son mercancías alimentarias.

Cuando marco que son mercancías alimentarias, quiero decir que no son naturales. Aunque efectivamente una manzana sea un producto de la naturaleza. En realidad, esa manzana es producida dentro de un circuito económico y va a ser distribuida por un circuito de mercado, que a veces alcanza a llevarla de un hemisferio a otro, redes de distribución de nivel mundial. Y va a ser consumida no por quien tenga hambre sino por quien pueda pagarla.

Considerar la alimentación como un hecho social nos responsabiliza de lo que estamos haciendo con el planeta y a la vez nos abre la puerta a la transformación. Si no fue Dios, ni fue el ambiente, ni fueron los astros, ni fue el destino; si fuimos nosotros, nosotros podemos cambiarlo. Nosotros podemos tratar de arreglar este tremendo desastre que hemos hecho al extender nuestra frontera agraria al infinito en un planeta finito. Se están terminando las tierras. Y avanzamos sobre lugares imposibles, eliminando bosques nativos, humedales que, si uno mira su función ecológica son mucho más valiosos económicamente, –no en divisas, no en productos exportables– sino desde el punto de vista de la economía, en el sentido de costo-beneficio. Ese bosque talado detenía el escurrimiento de las aguas y no provocaba las inundaciones que ahora hay aguas abajo. O ese bosque tenía el 20% de la biodiversidad y de las especies que había en el continente.

O sea, los servicios ecosistémicos de esos lugares que estamos destruyendo para plantar, para llevar animales, para comercializar no son para alimentar a los hambrientos, son para sobrealimentar a los saciados.

Si entendemos que la alimentación no es algo natural, podemos despertar y tomar conciencia de lo que estamos haciendo, del tipo de sociedad que hemos creado y de la posibilidad de cambiar, de detener la producción de gases de efecto invernadero, de detener la monstruosa contaminación que produce el paquete tecnológico que acompaña a nuestros cultivos transgénicos – tan rendidores desde el punto de vista de divisas genuinas en nuestro país–,  pero tan perdidosos desde el punto de vista ecológico, para los suelos, las aguas y las especies, incluida la nuestra, por la genotoxicidad, por los enormes inconvenientes que tales cultivos traen.

Esto lo hicimos nosotros con nuestra alimentación, construida socialmente. Y el concepto de naturalización de la alimentación, antes que ayudar, encubre, oscurece.

MP: En 2020, en un primer momento de la cuarentena por la pandemia de Covid-19, la salud estuvo en primer plano. ¿Fue una oportunidad perdida para debatir socialmente que la alimentación es la base del 60% de las enfermedades que aquejan a las sociedades occidentales?

PA: No percibí que durante la pandemia se cuestionara que nuestra alimentación es el 60% de la carga de enfermedades que soporta nuestra sociedad. Los momentos de crisis no son justamente momentos reflexivos. La emergencia requiere un tipo de reflexividad totalmente distinta de la que se da en épocas normales. Me parece que para el gran público la estrategia comunicacional fue tratar de transmitir certezas en el medio de todos los desconocimientos que había.

Ahora, estoy escribiendo un artículo científico que se llama “Hablar Covid” para generar memoria colectiva, para poner el énfasis en lo que no hay que olvidar. Y ahí sacar el tema del origen de las epidemias, la zoonosis, las ocho pandemias anteriores de las cuales no aprendimos mucho. Ahora que las cifras bajan, podemos hablar con un poco de distancia, con menos dolor del tema Covid, la forma en que producimos nuestros alimentos, y sobre todo la forma monstruosa en la que tratamos nuestros animales, que ha llevado al desarrollo de nuevas enfermedades: la gripe aviaria, porcina, el síndrome urémico hemolítico.

Me parece que durante el momento del Covid había que comunicar cuidando de no cargar de información innecesaria a la gente. Había que trabajar con el estamento político y académico, como efectivamente se hizo, para ver los orígenes de la pandemia, sacar enseñanzas, y para prevenir la próxima que indefectiblemente vendrá, si seguimos haciendo lo mismo.

MP: La guerra en Europa, ¿puede de algún modo ayudar a renovar el debate sobre la problemática alimentaria?

PA: Efectivamente la guerra va a incrementar el debate sobre la problemática alimentaria. Eso no implica que en ese debate se toque lo que me parece que es importante. Se van a debatir el aumento de los precios, la continuidad del suministro, la disponibilidad global y nacional, las líneas de distribución. Pero la forma de producir, distribuir, consumir son temas estructurales, cuyo debate requiere escuchar muchas voces y estar dispuesto a escuchar al otro. En el momento de la emergencia, de la guerra, creo que se va a debatir el tema alimentario como parte de una economía de guerra, donde los alimentos juegan un papel importantísimo, pero la sustentabilidad, la equidad, la localización me parece que van a quedar fuera de esa agenda. Es más, diría que, dada la emergencia, eso va a cristalizar tendencias anteriores, e incluso justificarlas. Y cuando exijamos sustentabilidad nos van a decir “pero, ¿cómo? Este no es el momento de cambiar, con una guerra en Europa no vamos a tomar el riesgo de cambiar el modelo extractivista por una producción agroecológica ¿y si fracasa? ¿qué hacemos? Hay que hacer los cambios en el momento oportuno, y este es un momento de crisis, no es el momento oportuno.”

La guerra va abrir sin duda un debate acerca de la problemática alimentaria, pero no el que estamos esperando. No se va a ver cómo hacer un cambio lo suficientemente profundo para dejar de devorar el planeta.

MP: Hay dos paradojas que mencionás en el libro que me gustaría traer acá. 

La primera: “Es paradójico que los comensales crean que consumen más diverso que en el pasado cuando la diversidad de especies y variedades se ha reducido. Gracias a la publicidad el consumidor cree en la diversidad y variedad de su comida, pero estas son solo superficiales (de las marcas en busca de originalidad); desde el punto de vista químico o biológico, lo que existe es una homogenización creciente en el consumo humano, cada vez más basado en hidratos de carbono, azúcares y grasas”. ¿Cómo deshacer este engaño, esta alucinación a la que nos llevó el mercado?

PA: El comensal moderno urbano de las sociedades de la órbita occidental cree que está en el paraíso de la diversidad alimentaria porque va a un supermercado y encuentra cientos de envases y marcas. En realidad, lo que come son alimentos de fantasía, en el mejor de los casos. La mayor parte de las veces lo que come son alimentos chatarra, basura, ultraprocesados de la industria. Todos tienen adentro lo mismo. Cuando nosotros vemos el comercio internacional, los holdings internacionales de la alimentación, la industrialización de alimentos de la producción secundaria, vemos que se trabaja sobre muy pocas especies. El trigo, el arroz, el maíz, la soja y la papa dominan el corazón de todas las dietas mundiales. Muy pocas especies difundidas a nivel planetario.

El trigo, un grano nativo de Medio Oriente, ha sido difundido por todo el planeta. Todo el planeta come trigo en sus variadas formas. Tenemos maíz en todas partes, a través del jarabe de alta fructuosa, que se extrae del maíz. Está en todas las gaseosas, por ejemplo. Además, lo hemos tenido como aglutinante, lo tenemos como harina de maíz.

Cuando vemos la producción secundaria, industrial, vemos, desgraciadamente, que tenemos muchas marcas, pero adentro todas tienen lo mismo. Esa confusión del comensal moderno acerca de la diversidad tendría que solucionarla como diversidad de marcas, diversidad de productos de fantasía; no diversidad de especies.

Los resultados de los trabajos arqueológicos de las sociedades cazadoras-recolectoras del pasado, y aún de las muy pocas que todavía quedan, muestran que su alimentación es tremendamente diversa. Van recolectando lo que encuentran. Y difícilmente vayan a encontrar un único producto en una pradera sin fin. Van a encontrar acá un hongo, allá un huevo, más allá una fruta, un cereal, un caracol, cerca de un río cangrejos. Y así, lo que llevan para comer al grupo es una enorme cantidad de especies: una comida diversa.

Para nosotros puede parecer muy frugal, pero es ante todo una comida diversa. Si la comparamos con nuestra milanesa con papas fritas, nos vamos a dar cuenta que nosotros comemos de una manera muy monótona. Y esta es una tendencia que a la industria le sirve mucho: producir lo mismo en distintas partes del mundo. Para la industria, la homogenización de su producción es una cuestión de pesos y centavos.

La misma galletita la vamos a encontrar en Buenos Aires, Nueva York, París y China. Las mismas matrices, el mismo tipo de fábrica, la misma estandarización, con una producción recontra probada desde hace años. Imponen un gusto por lo mismo, arrasando con los patrones alimentarios locales, que eran diversos. Estaban obligados a serlo.

Los patrones alimentarios tradicionales eran fuertemente locales. Tenían un sesgo de localización impresionante. La gente comía lo que se producía en su ambiente. Incluso si se producía maíz, muy probablemente el maíz que producían en ese lugar fuera una variedad local, que durante miles de años se había estado adaptando a estas condiciones ecológicas y tecnológicas con las que se producían en esa localidad.

Hoy no solo están en crisis las especies, sino también las variedades dentro de esas especies. En 1903 se cultivaban en Estados Unidos 110 variedades de maíz dulce. Y 80 años después cuando esta estadística deja de hacerse se cultivaban solamente doce. Hoy, con el avance del maíz transgénico, en todo Estados Unidos solo se cultivan cinco variedades de maíz dulce. Es grave. Todo ha sido arrasado por el paquete tecnológico de la agricultura transgénica.

Lo que ofrece la industria agroalimentaria está homogeneizado no porque le convenga al comensal sino porque le conviene al industrial. Hay un solapamiento entre los patrones alimentarios nacionales y el patrón alimentario promedio de los Estados Unidos donde se encuentra la mayor cantidad de holding alimentarios. La FAO calcula que es del 75%. Es decir, hemos perdido nuestros patrones alimentarios tradicionales en un 75%. Comemos en todos lados lo mismo: bebemos gaseosas azucaradas, sopas deshidratadas, galletitas industrializadas, papas fritas ultra saladas, postres lácteos qué son bombas de proteínas y azúcar, etcétera, etcétera. Alimentos producidos bajo la lógica de la ganancia y no de la salud. A la única a la que le interesa la homogenización es a la industria. Lo que tenemos hoy es un patrón dietético mundial altamente homogeneizado.

MP: La segunda paradoja está en relación con el acto de cocinar: Escribís: “Sin embargo, cuando más convertida (la cocina) en espectáculo, menos practicada en el hogar.”. Los programas televisivos de cocina tienen alto rating en la Argentina. Hoy tenemos acceso a millones de recetas en internet. Muchas con millones de vistas. Se instaló una cultura gourmet que no promueve la estacionalidad ni el consumo de productos locales. ¿Estos espacios son un problema o pueden reconvertirse en parte de la solución para que realmente pasemos a la acción, pongamos las manos en la masa, y cocinemos?

PA: La cocina tiene una gran prensa. Hay enorme cantidad de libros, canales de cocina trasmitiendo 24 horas diversos programas. Los cocineros parecen estrellas de rock. Pontifican acerca del gusto, de la salud, de la economía. Frente a este cocinerismo, esta cocina espectáculo, se reduce la cocina de todos los días, la cocina hogareña. Cuánto más espacio ocupa en la TV, menos espacio ocupa en el hogar.

Se construyen casas y departamentos que eliminan las paredes de la cocina y la integran a la casa. Son espacios que están hechos solo para calentar, no para cocinar. Normalmente se compra comida hecha o se recurre a la industria de los ultraprocesados, a las porciones listas, al envase único donde con el solo hecho de calentarlo ya tienen una comida, a eso que llaman comida lista para consumir. Y a eso además se lo llama modernidad, confort y hasta salud.

La industria es muy astuta en ese sentido y ofrece porciones y comidas fortificadas, enriquecidas, con rótulo de saludable. Además de poner el ácido fólico y la vitamina c que contienen, deberían poner la cantidad de conservantes, saborizantes, colorantes – muchos de ellos permitidos con los estudios realizados hace décadas y que hoy cuando se los revisa se los encuentra altamente cancerígenos–.

Comemos como vivimos. Si vivimos corriendo, comemos rápido.

No podemos pedirle a una persona que trabaja 8 horas, viaja hacinada en un transporte público dos horas antes de llegar a su casa, donde la esperan sus hijos para que los ayude con los deberes, les lavé la ropa, les pregunte cómo va su vida, se interese por su desarrollo y salud, que además de eso se tome las horas necesarias para cocinar los platos de nuestra cocina tradicional.

En el pasado, las mujeres eran especialistas y dedicaban su vida a eso. Las mujeres invertían su energía en hacer variados los platos que se podían hacer con lo que en esa zona se podía producir. Hoy las mujeres no están dedicadas solo al área reproductiva, donde ubico la cocina. Hoy las mujeres tienen el mandato social de ser exitosas, tanto en el área productiva como en el área reproductiva.

Las mujeres hoy hacen todo. Corren de acá para allá como super niñas de historietas. Son profesionales, obreras, trabajadoras formales e informales, llevan el dinero a la casa, y además limpian, cocinan, atienden a sus hijos. Tienen que hacer tantas tareas, que la industria se presenta ante ellas, ante estas mujeres desgastadas por el diario vivir, como una solucionadora de problemas. ¿Y qué les ofrece? Alimentos pre hechos. “Señora, no pele tomates, acá tiene una lata de tomates precocidos, pelados, sin semillas”. Estos alimentos industrializados vinieron a ocupar el lugar que las mujeres ya no ocupan. La olla antes era su especialización. Las tareas reproductivas las hacían, les gustaran o no les gustaran. Hoy pueden elegir no cocinar porque la industria ha puesto a punto montones de alimentos que le solucionan el problema de cocinar. Le crean otros veinte mil problemas, entre otros el costo de esos alimentos preparados; y a largo plazo el impacto en la salud propia y de sus niños, pero en el día a día les solucionan el problema de cocinar. Les ahorra tiempo y además les asegura aceptación. Porque los niños acostumbrados al gusto industrial a veces rechazan el producto casero. El día que la madre hace un flan con dos horas de cocción para que le quede perfecto, el chico dice “No, quiero el Danonino”. No nos olvidemos que formar el gusto infantil asegura el control del gusto adulto. Y la industria viene formando el gusto dulce, salado, graso desde la más temprana infancia.

El combo dulce-salado empieza con la pampilla industrial que se le ofrece al niño cuando inicia su alimentación complementaria. En la discusión de la Ley de Etiquetado Frontal, un senador chileno nombraba las industrias y decía que violan el gusto de nuestros niños. Están preparando la diabetes, el accidente cerebro cardiovascular, la obesidad, desde el primer momento de la vida.

Los Estados deben -y muy tímidamente empiezan a hacerlo- empezar a regular la industria con criterio de salud.

En ese proceso de introducir el concepto de salud en la industria alimentaria muchísimos alimentos de fantasía que solo se justifican para vender más van a colapsar. Se va a reducir la cantidad de alimentos absolutamente innecesarios.

Volver a la cocina cotidiana es importantísimo en términos de salud, pero también en términos de educación alimentaria, de comensalidad.

No importa quién cocina, si es un varón o una mujer. Debería cocinar aquel que quiera hacerlo, aquel que sienta que la cocina es una actividad no solamente necesaria sino también placentera. Muchos encontramos placer al cocinar.

Es una de las dimensiones del derecho a la alimentación. El derecho a la alimentación es alimentarse, alimentar a otros y por supuesto cuando no hay, ser alimentados. Cocinar, alimentar a otros, es un mandato con el que las mujeres hemos cargado durante miles de años. Si no es un mandato, si es una elección, puede ser absolutamente placentero.

MP: ¿Qué es la crisis de la comensalidad, a la que le dedicás un capítulo del libro?

PA: Comensalidad es comer con otros. Lo que llamamos comensalidad no es ni más ni menos que el hecho de compartir la comida. Nosotros hoy compartimos la comida en la mesa con el grupo primario: con la familia, con los amigos. Esos son los que comparten la mesa: los invitados, los huéspedes, no los hostiles.

La mesa donde se realiza la comensalidad se está perdiendo. La mayor parte de la gente toma en la Argentina por lo menos una comida fuera del hogar. Esto tiene consecuencias ecológicas, económicas, nutricionales y simbólicas.

Quiero marcar la importancia que tiene la comensalidad porque somos Homo Sapiens y nuestra especie es una especie social. Es decir, lo que ocurre en el grupo de humanos corresidenciales es importante. Son las más importantes relaciones que el individuo establece para su supervivencia. Como en el pasado, esa unidad corresidencial de gente que come junta y que tiene o se imagina un destino común es muy importante.

Desde hace por lo menos 300,000 años –que tenemos registros razonables, pero seguramente mucho más también– el Homo Sapiens come en conjunto. Esto tiene que haber sido empujado y magnificado por nuestra cualidad omnívora. El hecho de ser omnívoros y de ser presas. Porque no tenemos caninos poderosos ni garras; tenemos uñas planas y caninos de porquería. Eso nos colocó en una disyuntiva biológica que probablemente creó la cultura.  ¿Cómo íbamos a obtener carne nosotros, los Homo Sapiens arcaicos, que éramos presas? Lo que hicimos en aquel momento fue unirnos en grupo de buscadores de alimentos. Y eventualmente de recolectores de carne. Digo esto porque hay muchas hipótesis de que los seres humanos en el pasado eran oportunistas. Así como recogían nueces o huevos o tubérculos u hojas tiernas y brotes, también recogían los huesos de las presas que otros carnívoros habían matado. Y las recogían, las partían y se tomaban el caracú, el tuétano y de eso obtenían proteínas y ácidos grasos, sumamente importante para su supervivencia. Podían cazar algún roedor chiquitito, algún pajarito, pero para poder obtener presas un poco más grandes tenían que unirse a los otros y hacer algún tipo de estrategia: “Mirá vos empujas el jabalí, el chancho, el bicho, hacia tal lugar, ahí lo esperamos nosotros, aparecemos y lo agarramos, lo cazamos, lo matamos.” Esa organización del grupo para obtener carne fue fundamental. No solo porque se obtuvo la carne sino porque nos género principios de organización, funciones: “los chicos y las mujeres lo espantan, los machos más grandes y más fuertes lo agarran; aquel otro que hizo esa piedra afilada se la clava en la cabeza.”  Y si conseguimos la carne en conjunto, es obvio que la vamos a consumir en conjunto.

Esto parece también estar fundamentado en lo que encuentran los arqueólogos que trabajan sobre aquellos: encuentran bandas de 20 personas en un solo fogón. Entonces, si hay un solo fogón quiere decir que estaban compartiendo lo que se cocinaba en ese fogón. Quiero decir con esto que la comensalidad hizo al Homo Sapiens. Incluso hay teorías acerca de pensamiento complejo naciendo al lado del fogón, en el hecho de compartir la comida, apoyado en la transformación organoléptica de los alimentos ante el fuego. Esto para fundar que la comensalidad no es una moda, sino al contrario es constitucional.

La misma palabra comer implica comensalidad. Porque comer viene del verbo latino comedere que tiene dos partes: una raíz que es edere, que significa ingerir y da origen también al essen alemán y al eat inglés. Los latinos en su propio lenguaje a esa raíz edere le unieron el prefijo com “con otros”. Entonces comer, comedere del que deriva nuestro verbo comer, es ingerir con otros. La misma palabra comer implica comensalidad.

Esto sobre la noche de los tiempos. Hoy las cosas han cambiado. Hoy el tiempo de comer no es el tiempo biológico del deseo, ni de la necesidad. Es el tiempo de la mercancía. Está ritmado por el tiempo del trabajo, de la producción. De manera tal que hoy comer no es el momento de unirnos con otros. Más bien es un problema.

El horario corrido nos viene a decir “comé, picoteá, tráete la comida, hacé lo que puedas con quién puedas de la manera que puedas pero no dejes de producir.”

La comensalidad está en crisis porque perdió el sentido biológico y social que tuvo en el pasado.

MP: ¿Y cuál era ese sentido biológico y social de compartir la comida?

PA: Fundamentalmente unir, cristalizar, solidificar las relaciones entre el grupo de comensales. En la mesa no se comparte solo comida. Por supuesto que se comparte la comida y desde el punto de vista económico la comida preparada es no solamente más barata sino nutricionalmente más adecuada. Y aunque sea una comida colectiva es una comida específica porque aún dentro del guiso la persona que reparte, que normalmente es la mujer que la preparó, selecciona: para el chico lo más nutritivo, o lo que ella piensa que es lo más nutritivo; para el otro chico lo que más le gusta, para el marido lo que ella piensa que es más sustancioso y le gusta, para el abuelito lo más blandito porque la dentadura se le malogró.

Así, aún en una comida colectiva la distribución en una mesa puede ser específica. Y todos estos cuidados ocurren porque el otro importa. En la mesa el otro es tomado en consideración en ese pequeño grupo la gente se conoce, caen las máscaras sociales y todos sabemos quiénes somos. Y esa mesa es un potente lugar de transmisión no solo de comida sino de valores. Con la conversación aparentemente banal entre los adultos los chicos aprenden lo que está detrás de esa conversación banal, los gestos nos informan en la mesa sobre las relaciones y los sistemas de derechos, entre las edades, entre las clases, los géneros.

Al perderse la mesa, se pierde la interacción sumamente valiosa para la transmisión de valores entre generaciones.  Cómo se debe tratar al familiar, al amigo, al jefe se aprende en la mesa sin que haya ningún maestro diciendo las jerarquías son estas. Se aprende en los usos y en la cotidianidad.

Hoy la industria y las computadoras nos dicen que eso no sirve más, es cosa del pasado. La industria quiere que comamos sin parar, que comamos mientras caminamos, mientras trabajamos, mientras viajamos. Quiere que comamos las porciones individuales empaquetadas, que nos venden estandarizadas en los kioscos, almacenes, supermercados.

Con su lógica de la ganancia, la industria quiere que comamos sin parar y para comer sin control hay que comer solo. Porque el otro en la mesa es un fuerte mecanismo de control, tanto para comer más como para comer menos. La abuelita que nos llenaba el plato con una montaña de fideos nos llevaba a comer más. Y las madres diciendo “ay, nena, mira que estás perdiendo la silueta” llevaba a comer menos. Siempre el otro nos controla.

En cambio, comer solo quedó librado al gusto de la industria.

Las pantallas también conspiran contra la mesa. Porque lo que nos dicen es: “Mira, tus intereses no son los intereses de todos estos idiotas con los que compartis la casa, la pantalla es mejor, la pantalla te da lo que vos querés, te da los temas que te interesan, de los que te interesa saber, hablar, te mantiene conectado con tus amigos, no con tus padres y ni siquiera con tus amigos acá, con tus amigos del otro lado del océano. ¡Qué importa comer! ¿A quién le importa comer? Comer es un problema. Solucionemos el problema de comer abriendo un producto industrial al lado de la compu.”

Yo tengo amigas que negocian con sus hijos cuántos días comer en la mesa y cuántos días comer frente a la computadora. Por eso decimos que la comensalidad está en crisis, como tantas otras cosas están en crisis.

Personalmente creo que, en términos nutricionales, por este tema del control de los alimentos en un país donde la obesidad crece, es importante recuperarla. Es importante no solo por razones económicas –la comida cocinada en casa es más barata–, por cuestiones nutricionales, qué cada cual se haga responsable de lo que come. Y de alguna manera lo comparta, lo diga, lo exhiba.

Me parece importantísimo recuperar esto que la industria nos está quitando. No hay velorio para la comensalidad. A nadie le importa. Y, debería importarnos.

 

 

 

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