Dossier especial 2001
De vuelta a la revuelta

Por Germán J. Pérez

El politólogo y Director del Centro de Estudios Sociales y Políticos de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Germán Pérez, despliega aquí un análisis de sociología política para pensar el significado más profundo de “la crisis de 2001” y sus efectos en la actualidad. Para Pérez lo que está en juego hoy como ayer es la constitución de un sujeto político. Por eso 2001 ha sido “no una crisis de los representantes o de las instituciones de la representación sino de lo representable –el pueblo, la clase, la nación- que impacta en un profundo desajuste entre la sociedad civil y las instituciones del régimen político. Restaurar una idea y un proyecto de nación popular y democrática implica la conformación de eso que llamamos, con habitual superficialidad, un sujeto político.”

Reflexiones urgentes a 20 años

El abismo de la representación, la morfología endemoniada de una sociedad fracturada con su saga de vulnerabilidades múltiples, la inanidad de las instituciones frente a la potencia destituyente de la movilización, el motor de la indignación llegando al límite de feroces revoluciones de cinismo, el resplandor de la experimentación democrática en el filo de la desafección política; cualquiera de estos predicados podrían describir la condensación de procesos, luchas, entusiasmos y desdichas que hemos capturado en esa frase nominal que recorre como un espectro a la política argentina desde hace 20 años: “la crisis de 2001”.

Y hubo crisis si por ella se entiende la disolución de lazos sociales elementales que configuran la integración social en una sociedad capitalista: el dinero, la propiedad y la autoridad política. Pseudomonedas, corralito(s) y cinco presidentes en una semana, flor de quilombo! La lengua popular y política supieron nombrar esa gran dislocación con esa noción incandescente del habla barrial y orillera; el bolonqui es desorden e incertidumbre, pero también celebración e ironía. Quilombo es la metáfora de las dos caras del acontecimiento: la desintegración de un orden tramado en la hegemonía del modelo neoliberal de capitalización financiera y mercantilización de los bienes públicos, por un lado, y la rebelión popular estridente y jubilosa que lo empujó a su vertiginosa descomposición, por el otro. Lo conversaron Perón y Cooke en tinta limón cuando concibieron a la resistencia peronista como una operación de “quilombificación” de la dictadura: dispersar y multiplicar los focos de resistencia en los niveles moleculares, impedir la salida electoral, vaciar las instituciones de la república marchita de la desperonización. Quilombificar como horizonte persistente de la política argentina, de las resistencias argentinas.

El bello libro de Camila Cuello que Eduardo Rinesi reseña en este dossier, se hace la indispensable pregunta por la politicidad de la insurrección y responde con la retórica arendtiana de la política como natalidad y pluralidad, como eso que sucede entre nosotros cuando la gravedad de la hora nos convoca a volver a conversar como semejantes, como tripulantes de una historia de padecimientos y entusiasmos comunes. Mucho de reencuentro y de reparación hubo en aquellas plazas repletas. Toda amistad es política.

Nuestra conjetura acerca de las condiciones de posibilidad de ese diálogo recuperado se detiene en una de las hebras fundamentales en la trama de la revuelta: la desobediencia civil frente a la imposición del estado de sitio. Contra las interpretaciones que han tendido a estigmatizar a los sectores medios como mariscales de la avaricia que sólo se sumaron a la protesta contra el orden neoliberal cuando vieron afectados sus peculios -seguramente fogoneadas por la controvertida figura del “ahorrista”-; cabe recordar y subrayar que lo que detonó la movilización del 19 no fue el corralito, que ya llevaba más de dos semanas de ordenadas y pacientes colas en los bancos, sino la instauración del estado de sitio por parte de un presidente incapaz de otra medida que no fuera la represión. En un doble movimiento, incierto y fatal, esa decisión reactivó la memoria del terrorismo de estado y reveló el cerco hobbesiano sobre el que se había constituido la legitimidad política desde la transición: el orden y la autoridad políticas se recortaron sobre la amenaza del retorno del autoritarismo y la calamidad de la hiperinflación. Ahora bien, el ciclo de luchas iniciado por los sectores populares más de un lustro antes y los escombros en los que se encontraba el imaginario de la economía popular de mercado del menemismo, sumado al fracaso precoz de la promesa de la convertibilidad honesta y con rostro humano de la Alianza, coadyuvaron a una transformación del miedo en entusiasmo, de la cocina y el living en calle y plaza con la cacerola como símbolo ilustre de esa transición.

La disponibilidad de los sectores medios fue posible, además, por la existencia de un repertorio contencioso previamente acuñado en sucesivas luchas desde el interior al centro del poder por los movimientos de desocupados y las organizaciones sindicales que supieron interpretar las transformaciones regresivas del mundo del trabajo: territorio como unidad de acción política, acción directa -cortes y tomas-, organización asamblearia y horizontal para la toma de decisiones y democracia por consenso. Sin perjuicio de las élites dirigentes internas que supieron generar y los marcos ideológicos, sobre todo las diversas variables del autonomismo, que impactaron en sectores medios privados de otro discurso que no sea el de la individuación empresarial.

Sin embargo, el quilombo deja un vacío, la multitud no hace sujeto y la verdadera grieta, no la de la polarización política sino la de la fractura social, muestra su rostro deforme. Piquete y cacerola la grieta es una sola: desafiliación, descolectivización, individuación. Una relación salarial flexible y desprotegida en una constelación de informalidades, por un lado, y una destrucción de los bienes públicos -salud, educación, previsión- que mutila el imaginario de la movilidad social ascendente, por el otro. Sumado todo esto a las ya agraviantes formas de extractivismo y destrucción del medio ambiente por la voracidad de un capital que quería cobrar como suele hacerlo; como sea… Excluidos y astillados, metáforas sociológicas de la descomposición a un tiempo de la sociedad salarial y la gran clase media argentina. Aquel diciembre retorna también como nudo de ese trauma.

La multitud, pletórica de paradojas, señala el dilema de la institución pero cultiva una política de la deserción, como bien apunta una contribución anterior en este compilado. Confluye jubilosa al centro del poder para mostrar su vacío, no espera ninguna palabra ni ningún cuerpo, no mira el balcón, se mira; no espera nada más que señalar esa nada, hacerla insoportablemente presente. Podemos decir al límite que la multitud abre el espacio, la dislocación indispensable para la emergencia de un sujeto pero se resiste a nombrarlo, lo que significaría transgredir su profesión de fe inmanentista. En este intervalo radica una de las verdaderas preguntas teóricas que nos lega la insurrección; digo teóricas en el sentido de imaginación conceptual e intuición política: ¿en qué medida la multitud con su radical inmanencia al acontecimiento o, incluso, las formas de reapropiación de lo público en clave de pluralidad y natalidad pueden prohijar, configurar, parir un sujeto político capaz de disputar el sentido del bloque histórico?

El final de la pregunta, que no es retórica en el sentido de banal, connota nuestra posición: la rebelión popular de diciembre de 2001, que condensa ese ciclo que va de 1997 a 2005, por poner dos mojones vinculados al surgimiento mítico del movimiento piquetero, el primero, y la consolidación como partido de poder del Frente para la Victoria venciendo abrumadoramente al Duhaldismo en elecciones intermedias, nada menos que en boletas lideradas por Chiche y Cristina, el segundo; ese ciclo con su cúspide puede ser leído como lo que Gramsci y Germani llamaron una “crisis orgánica”. Esto es, no una crisis de los representantes o de las instituciones de la representación sino de lo representable –el pueblo, la clase, la nación- que impacta en un profundo desajuste entre la sociedad civil y las instituciones del régimen político. Restaurar una idea y un proyecto de nación popular y democrática implica la conformación de eso que llamamos, con habitual superficialidad, un sujeto político.

Desde una perspectiva sociopolítica como la que venimos siguiendo las principales dimensiones de ese actor fundamental son tres: a- la organización para diversificar y especializar su funcionamiento contribuyendo a generar cuadros burocráticos/administrativos y políticos electorales, además de reducir los costos de transacción, favorecer el reclutamiento y optimizar las relaciones con otras organizaciones; b- desarrollar una ideología en sus dos sentidos de dispositivo interpelativo y aparato narrativo capaz de trazar los antagonismos y las alianzas que permitan fortalecer al colectivo y, por último, pero no menos importante, c- desarrollar liderazgos y formas de representación que operen como productores de las tramas equivalenciales que mantengan la consistencia del sujeto hacia adentro y transmitan su palabra hacia afuera. Ni la organización, ni la ideología ni la representación forman parte del vocabulario y las prácticas políticas que estimula el pensamiento de los autonomismos y los republicanismos pluralistas, que, sin embargo, o quizá por eso mismo, dominaron el ágora incandescente de aquel año extraordinario que fue el 2002. Ese punto ciego de la institución política es otro legado sordo de la politicidad de 2001.

La cuestión con la que deseamos concluir estas reflexiones es la pregunta por las huellas de aquel diciembre en esta, nuestra, actualidad desangelada; analizar las filigranas de ese sujeto anunciado en el esplendor de la revuelta a 20 años vista. Se ha considerado que tanto el kirchnerismo como el macrismo son espacios, fuerzas, frentes, coaliciones –la palabra partido ha desaparecido sintomáticamente de nuestro vocabulario político desde 2001- que fraguaron interpretaciones de la revuelta capaces de reconstruir la autoridad política y el funcionamiento estatal; es en este sentido que se lee a menudo que son “hijos” del 2001. Produjeron marcos interpretativos que permitieron relacionar su intervención política con el acontecimiento y las tradiciones políticas argentinas, por lo menos desde el primer peronismo hasta nuestros días. Así el desarrollismo y el neoliberalismo contribuyeron a conformar la identidad del cuadrante no peronista, mientras la regulación estatal de la economía en función del fortalecimiento del mercado interno, la recuperación de las demandas de los organismos de derechos humanos y una retórica de recuperación de la potencia plebeya del peronismo histórico conformaron el nervio principal de la identidad kirchnerista.

En ese marco de creciente polarización, ambas familias políticas lograron recuperar la legitimidad electoral y sortear con solvente estabilidad los vaivenes políticos del consenso posneoliberal de la primera década del siglo a la reacción (neo)conservadora de la segunda, sin sobresaltos institucionales como padecieron muchos países de la región, en algunos casos con escenas de inusitada violencia política. Sin embargo, el trauma que reveló la revuelta sigue atormentando a la política argentina sin que ese sujeto anunciado y deseado se haya consolidado para enfrentarlo. Entre las huellas nos interesa destacar tres.

En primer lugar, el significado profundo de la revuelta refractó en los años posteriores en la forma de lo que podríamos llamar una individuación de la participación política. Los partidos y movimientos fueron perdiendo capacidad de formar cuadros políticos y la relación con la política acentuó los rasgos situacionales y performativos de aquellas protestas decembrinas. Más que en una organización se participa en un espacio cultural o en una protesta que asume las características de un espectáculo público mediatizado. Hizo su entrada la figura del vecino, pero también la del militante juvenil que alterna el barrio con la universidad y la marcha, modulando de manera individual esos espacios de participación. La proximidad ganó estatuto de legitimidad a ambos lados de la grieta y los movimientos y activismos políticos varios se convirtieron en la cantera predilecta de la política profesional. A la inversa, como sucedía en muchas asambleas barriales y populares en 2002, la pertenencia a una organización política, sea partidaria o socioterritorial, significa en muchos casos una sospecha de ausencia de un pensamiento propio y una heteronomía alienante.

El segundo rasgo de estas décadas intensas que nos interesa discutir en relación con su huella es la cuestión del Estado. En este sentido es interesante destacar el valor ambiguo del mantra de la protesta: “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, significaba una destitución de la clase dirigente, pero, podemos conjeturar, un reclamo por la reparación de las instituciones garantes de los bienes públicos. Si bien la retórica autonomista y la de vastos sectores medios tuvo una clara veta antiestatal, la dimensión del derecho y de los bienes públicos es imposible de garantizar sin repensar esa institución exhausta que es el estado nación.

En este sentido, Roque Farrán escribe en un artículo previo sobre el “estado reparador”, me permito discrepar con el diagnóstico que anida en esa denominación, creo, más precisamente, que han sido años de construcción de lo que podemos llamar un estado compensatorio. Del Jefes y Jefas a la UTEP, pasando por la AUH y Argentina Trabaja, la organización popular ha logrado el desarrollo de una batería de políticas fundamentales para la reducción de la pobreza y el acceso a bienes básicos, pero en ese mismo proceso la desigualdad y la concentración económica no han parado de aumentar, con algunos momentos de reversión que no alteran el diagnóstico, como lo demuestran palmariamente los trabajos de Gabriel Kessler. La estructura tributaria argentina sigue siendo obscenamente regresiva, el comercio exterior un festival de evasiones y la infraestructura destinada a los más vulnerables no se ha desarrollado lo suficiente para reparar el problema de la pobreza más allá del ingreso.

En ese mismo proceso, claramente agravado en el tramo Cambiemos, las políticas de reconstrucción de los bienes públicos fueron en muchos casos segmentadas y administrativamente erráticas, dadas las deficiencias de las capacidades de un estado devastado por las políticas neoliberales que las “burocracias plebeyas” no lograron revertir. Pasados 20 años el precariado argentino lucha por una legislación que reconozca sus derechos como trabajadores y trabajadoras de la economía popular, cuyo principal avance se dio con la sanción de la ley de Emergencia Social al inicio del gobierno de Cambiemos.

Tercera y última huella que nos interesa señalar: la capacidad de bloqueo de la movilización colectiva. El período que va de diciembre de 2001 a las elecciones de abril de 2003 tuvo la característica de combinar una doble carencia: una clase política sin legitimidad para ofrecer una salida electoral que tuvo que recurrir a una élite periférica, simbolizada en la figura del pingüino, por un lado, y un movimiento social en plena potencia callejera capaz de bloquear con la movilización cualquier decisión institucional, pero sin capacidad de articular una propuesta para afrontar el frente electoral que se avecinaba, por el otro. La astucia de Néstor Kirchner consistió, justamente, en advertir esta brecha y gobernar sus primeros años de extrema debilidad de origen articulando la legitimidad institucional con el dinamismo social y callejero de las organizaciones populares.

Esa capacidad de bloqueo de la política institucional por parte de la acción colectiva es un rasgo que nace en 2001 y llega hasta nuestros días; los ejemplos también se reparten a ambos lados de la argentina polarizada. En 4X4 o en micros escolares desvencijados toda política pública se expone al examen de la calle. El kirchnerismo lo sufrió con la 125 que logró concitar el rechazo de una movilización social compuesta por un arco que iba de la Sociedad Rural a diferentes expresiones del trotskismo; el gobierno de Cambiemos fue presa de la potencia destituyente cuando intentó iniciar su segundo ciclo de reformas en 2017 luego de haber ganado cómodamente las elecciones legislativas de ese año y teniendo el control de los principales niveles de gobierno. Las “cuatro toneladas de piedras” fueron el comienzo del fin de su gobierno según declaró un abatido Mauricio Macri. Más recientemente, una movilización en una pequeña comarca de la Provincia de Santa Fe irritó la indignación de los “productores” y sus re-productores mediáticos cuando el gobierno del Frente de Todos, de manera tibia y confusa, convengamos, intentó recuperar una tradicional cerealera que había estafado a los mismos productores que la defendían. Todo esto sin perjuicio del paroxismo irracional de las marchas “anticuarentena”.

Si la polarización política fue, es, una forma de dar respuesta a la fractura social que dejó expuesta aquella insurrección, la bipolaridad de la política argentina entre la delegación y la destitución también reconoce esa genealogía. No parece que el consenso pluralista sea el camino para recuperar un modelo de desarrollo que reduzca la obscena desigualdad y las vulnerabilidades que acechan a los más postergados. El actual capitalismo abstracto, transnacional y concentrado seguirá desarrollando formas siniestras de la explotación humana si no somos capaces de construir una hegemonía popular diversa que lo enfrente; pero ahí volvemos al problema del sujeto y ya no nos queda espacio…

La verdad que no sé si 20 años son muchos o pocos, para la política digo, biográficamente son una enormidad; tampoco si la huella del acontecimiento aún y en qué medida informa nuestros modos de hacer y comprender la política. Mientras miro las nuevas olas yo ya soy parte del mar.

 

 


Germán Pérez es politólogo. Director del Centro de Estudios Sociales y Políticos, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata.

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