Dossier especial 2001
El 2001 en el cambio social

Por Julián Rebón

¿Cómo impactó el 2001 en las formas de protesta que le siguieron? ¿De qué modos las memorias sobre el estallido continúan demarcando límites para la política institucional? Julián Rebón, investigador del CONICET y especialista en el estudio de la protesta social, analiza los aportes estructurantes de esta experiencia en el marco del cambio social: “El 2001, dejó latente en la memoria colectiva, de la sociedad civil y de las personificaciones del Estado, que el humo de la política de las calles siempre puede volver”.

 

El siglo XXI, en términos sociohistóricos,[1] comenzó en Argentina con la denominada crisis del 2001. 20 años después, nuestra cultura decimal que tiende a jerarquizar en décadas la medición del tiempo nos convoca a revisitar dicha crisis. En las siguientes páginas nos interesa abordar este momento de nuestra historia desde una perspectiva que vincule el conflicto y el cambio social. ¿Qué representó el 2001 y que lugar ocupó la acción colectiva en él? ¿Cómo impactó en nuestras formas de protesta y movilización? Esbozamos respuestas a estos interrogantes prescindiendo del detalle de los hechos, procurando focalizarnos en sus lógicas estructurantes, así como sus resultantes en términos de cambio social.

El 2001

Como nos recuerda nuestra memoria colectiva en la denominación popular, el “2001” fue una crisis. La “crisis de 2001” inicia con nitidez en dicho año y tiende a desarrollar principios de recomposición económica a partir de mediados de 2002 y políticos desde 2003.

Como toda crisis, representó un proceso de perturbación o ruptura del equilibrio social de forma súbita y caotizante. Su particularidad fue que esta alteración comprendió al conjunto del sistema político, económico y social y lo hizo de modo muy intenso, como ninguna de la Argentina contemporánea. Al dislocar relaciones estructurantes de prácticamente el conjunto de ámbitos de la vida social representó una crisis general.[2] Las relaciones sociales esperadas y rutinarias encontraron dificultad para ser practicadas. El contrato social –pocas veces como en este caso la metáfora contractualista funciona- “no se realizó”. Esta ruptura del contrato se registra a distintos niveles y escalas, como el no pago de deudas, la no devolución de ahorros, la vulneración de relaciones salariales, las quiebras, la falta de respuesta a las expectativas de la ciudadanía por parte de los gobernantes y a la par, la desobediencia de los ciudadanos.

Resumamos el proceso. A comienzos de 2001 eran notorios los signos de agotamiento del modelo de acumulación estructurado sobre las reformas neoliberales de los noventa. Destacaban el creciente peso en la economía de la deuda externa y del déficit fiscal, la falta de competitividad de la producción local y el inusitado aumento del desempleo y la pobreza. Ante esta situación la estrategia del gobierno de F. De la Rúa fue el ajuste, que lejos de los resultados esperados condujo a mayores dificultades económicas y sociales.

El mecanismo constitutivo de la crisis no puede reducirse a lo económico; en el marco de procesos de mercantilización, la dislocación social[3] suscitada por la alteración de las condiciones de vida de múltiples actores de la estructura social ocasionó acciones de resistencia. Estas provendrán tanto desde las calles, con la revigorización de actores de la protesta presentes en los años precedentes, y la activación e incluso emergencia de otros, como de la competencia electoral donde el gobierno perderá las elecciones de medio término en el marco de una presencia inusitada del “voto bronca” – no voto, voto blanco e impugnado -. La dinámica del año será la del agravamiento de la crisis social, la expansión de la crisis económica y, finalmente, el desarrollo de una aguda crisis política.[4] Esta situación devino en la generalización de las protestas y saqueos en diciembre de 2001. Como es habitual en las situaciones de crisis, un intento por recuperar el control social precipita una mayor pérdida del manejo de la situación. La declaración de estado de sitio el día 19 de diciembre devino en una amplia revuelta ciudadana en la Ciudad de Buenos Aires, expresada en masivos cacerolazos y movilizaciones, que construyó el marco para el fin del gobierno. Luego de una breve sucesión de gobiernos provisionales, desde la política institucional vía acuerdo se designó a E. Duhalde, miembro del principal partido de la oposición, como presidente provisional. Éste desarrolló una agenda de recomposición del orden que incluyó medidas heterodoxas, como la expansión de la política social y el otorgamiento de reconocimientos selectivos a los actores de la protesta. Éstos no alcanzaron a aquellos sectores que prolongaron su movilización; para quienes la respuesta fue crecientemente la confrontación. Expresión acabada de eso fue el asesinato de dos militantes resultado de la represión a una protesta piquetera en el puente Pueyrredón en junio de 2002. La ola de indignación desatada llevó a un cambio de estrategia, convocándose a elecciones como salida ante la crisis de legitimidad. Tras su realización se consagraría presidente N. Kirchner en 2003.

El marco de la crisis es el del desarrollo de un ciclo de revuelta. Movilizaciones, cortes, huelgas, cacerolazos, ataques, enfrentamientos, saqueos, escraches, entre otras formas de lucha, configuran el repertorio de acción. La revuelta se compone de acciones que pueden ser claramente definidas como protestas -acciones colectivas en las cuales se formulan demandas públicas hacia las autoridades- junto a otras en las que no son formuladas demandas, como ocurre con ciertos ataques y saqueos. Existió violencia colectiva de “abajo”, pero sobre todo fue la violencia represiva de las fuerzas de seguridad la ampliamente dominante, como lo prueba que entre los 38 muertos no existió ningún miembro de estas fuerzas. En un contexto marcado por la debilidad de las legitimidades de la política institucional prima el principio de la acción directa en la expresión del malestar. En muchos casos, se apela a acciones proscriptas o extrainstitucionales como los ataques o cortes de vía. En otros, al uso de formatos prescriptos o tolerados institucionalmente como las movilizaciones, pero que se instrumentalizan aun cuando las desautoricen las condiciones de estado de sitio. Se trata de un ciclo de revuelta, en tanto la acción colectiva se generaliza, desborda en sus formas los canales de procesamiento de la conflictividad e incluso las organizaciones de la sociedad civil preexistentes. En sus momentos de mayor intensidad, como en 19 y 20 de diciembre, constituye un estallido de indignación. El término estallido nos permite indicar el carácter súbito, explosivo, fluido, pleno de autonomizaciones que desestructuran momentáneamente el ordenamiento social.

El carácter relativamente espontáneo o con baja coordinación organizativa de buena parte de las acciones, donde participan organizaciones pero no las conducen, y la población se moviliza sin líderes, conforma otro de sus atributos. Son procesos que están caracterizados por la autonomía y la pluralidad de los participantes. En los momentos de mayor masividad, no asumen una organicidad de masas. Más bien, representan una multitud de individuos y grupos diversos articulados por la oposición al destinatario común de la acción. Los procesos de organización que generan como saldo están marcados por una tendencia a no dejarse representar. En sintonía con otras resistencias al neoliberalismo, están signadas por la horizontalidad, autoorganización y la democracia directa.[5] Entre estos encontramos asambleas que procuraban prolongar la indignación ciudadana en términos de cambio social y político,[6] ahorristas afectados por el “corralito” que atacaban los bancos y conjuntos de trabajadores que desobedeciendo al desempleo asumieron colectivamente el mando de empresas en crisis. También fue una etapa en la que el movimiento piquetero surgido a fines de los noventa se consolidó y ganó en su capacidad de movilización. En un contexto marcado por la politización y la estructuración de solidaridades, estas organizaciones encontraron más recepción pública a su protesta plebeya, en especial por parte de los sectores medios activados. El período estuvo signado por la autonomización, por la crisis de las heteronomías preexistentes y la desobediencia anticipada a la autoridad en distintos grupos sociales. Fue el tiempo de la democracia directa en las calles, de los debates acerca del cambio social, de la crítica al Estado y de la creencia en la potencia de la sociedad civil. Fue la etapa de la experimentación en la búsqueda de formas alternativas de producción de condiciones de vida, como emprendimientos productivos autogestionados, huertas comunitarias y clubes de trueque. Fueron los tiempos de experimentar en el campo de la cultura, de los acontecimientos estético-políticos en el espacio público, de la formación de bachilleratos populares y centros culturales.[7]

La revuelta da lugar a la expansión de la politización y la universalización de lo particular, aglutinando grupos diversos de agraviados provenientes de múltiples posiciones de la estructura social. En este marco se superponen dos procesos. Por una parte, la crítica al funcionamiento de la política institucional, representada como autonomizada de la ciudadanía y corrompida. Por la otra, el rechazo a las dislocaciones sociales configuradas por la creciente mercantilización de la vida. En tal sentido, al menos en parte, representa una revuelta en y contra el neoliberalismo. Las protestas están atravesadas por las modificaciones en la estructura social y los procesos de individuación de las reformas neoliberales y enfrentan parte de las consecuencias sociales de dicha forma de organización social, aunque sin que necesariamente haya una ideología nítida o un pliego de demandas que unifique al conjunto. Las reivindicaciones corporativas preexistentes conforman una cadena de equivalencia negativa que las articula frente al Estado y la política institucional, son las fuentes percibidas como estructurantes del malestar.

Con todo, esta politización, en los momentos de mayor agregación espontánea en las calles, adquiere un carácter muy primario que sólo se unifica en el hacer ruido y en la bandera argentina como símbolos de la protesta ciudadana, y en una consigna que con nitidez expresó el reclamo destituyente hacia las personificaciones de la política institucional: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. La articulación más negativa –contra- que positiva –a favor- permite convivir diferentes significados e intereses entre los movilizados. Sin embargo, estas experiencias de unificación rápidamente son cruzadas por experiencias de fragmentación incluso en los actores que se desarrollan organizativamente como piqueteros, asambleas o empresas recuperadas. Los movilizados no lograron configurar una dualidad de poder que dispute la direccionalidad del país. Con el paso del tiempo, se fueron desgajando, dividiendo y, en ocasiones, desactivando, con distintas temporalidades. La revuelta representó una demanda de cambio ante la dislocación reinante, pero la prolongación de la situación traerá también en diversos sectores de la población el deseo de la recuperación del orden ante la incertidumbre del caos social.

Durante la crisis el gobierno quedó replegado sobre el aparato del Estado, sobre su dimensión monopólica, y fue enfrentado en las calles por sectores de la sociedad civil que reclamaron para sí la representación de la comunidad. A diferencia de otras oleadas de movilización y politización de los años posteriores, –el conflicto del campo en 2008- no hay polarización en las calles. La desobediencia ciudadana en el espacio público se articula en su conjunto en oposición al gobierno, careciendo éste de capacidad de convocatoria de masas. La revuelta tiene como estructura de oportunidad la incapacidad de un gobierno débil para lidiar con una aguda crisis económica y social. Nace del malestar y la creciente privación relativa y absoluta de una sociedad civil con rica experiencia y capacidad de movilización. Diversas medidas para enfrentar la crisis lejos de aplacarla, la potenciaron. La protesta no es sólo la expresión de la crisis, sino también un mecanismo de su estructuración. Al impugnar el ordenamiento político y económico, limitó la viabilidad de las políticas a desplegar y construyó el escenario que precipita la caída de gobiernos, aun cuando otras formas de la política —y otros actores— fueron determinantes en dichos procesos y en sus desenlaces.  Las jornadas del 19 y 20, por su impacto político representaron un acontecimiento histórico. Este hito de rebelión colectiva terminó de condensar y potenciar procesos previos, y quedó grabado a fuego en nuestra memoria colectiva, produciendo efectos aún dos décadas después de su desarrollo. Más allá de sus límites, la revuelta configuró un momento de apertura histórica favorable a un cambio de época.

En el cambio social

La revuelta representó una nítida forma de política salvaje, de multitud autonomizada en tiempos de crisis y malestar social. En cierto modo, con sus particularidades, fue un anticipo histórico de las revueltas indignadas que desde 2008 recorren el mundo y en los últimos años diversos países de América latina. Su contenido a nivel macro fue más destituyente que instituyente: expresó capacidad de veto más que de construcción de una direccionalidad política del país. Su poder instituyente se focalizó en diferentes espacios a nivel meso y micro –experiencias autogestivas por ejemplo- en los cuales se desenvolvió un rico proceso de autonomización. Como señalamos, los movilizados no lograron articular una dualidad de poder y la rica experimentación social en los espacios públicos no alcanzó a transcender y encontrar una forma orgánica. No obstante, impactaron significativamente en la etapa posterior, en la medida que los resultantes del tiempo de la crisis, interactuaron con otros procesos desarrollados a posteriori.

El cierre definitivo de la crisis de 2001 se da con el desarrollo del ciclo político de gobierno conformado por los mandatos presidenciales de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015). El Kirchnerismo surgió como una respuesta de parte de la política institucional a la crisis y la apertura al cambio social que está significó. El ciclo estará signado, en su conjunto, por una impronta crítica con la herencia neoliberal. Su origen devino de la demanda generalizada y con múltiples componentes de reconstrucción del orden postcrisis. En respuesta, retomó selectivamente los reclamos de las luchas sociales del período previo, planteando una agenda reformista con distintas intensidades y temporalidades según los campos. Nada habilita a sostener que el proceso reformista fue consecuencia directa de la crisis, pues la fragmentación electoral de las elecciones presidenciales de 2003 muestra que otras estrategias de reconstrucción del orden desde la derecha del sistema político tenían lugar para desarrollarse.[8] Dicho de otro modo, la impugnación de los tiempos de la revuelta, sólo indirecta y parcialmente logró materializarse en la agenda pública, y lo hizo a través de una fuerza social que se constituye desde el gobierno del Estado y cuyo origen no se encuentra en los movilizados de aquellos momentos.[9]

Por otra parte, los acontecimientos de los tiempos de crisis dejaron profundas huellas en la acción colectiva de la Argentina en la porción del siglo XXI que hemos transitado.

Los actores de la protesta de entonces no tienen una prolongación directa al momento actual. Algunos protagonistas como las asambleas han desaparecido aunque sellando su experiencia diversas biografías militantes. Otros, que se vinculan a la reproducción social de sus integrantes continúan pero con cambios en sus formas organizativas (empresas recuperadas) o incluso en su denominación, como las organizaciones piqueteras recreadas en organizaciones sociales, de la economía popular, etc. Probablemente, uno de los efectos más relevantes es que la generalización de la protesta y de la acción directa durante la crisis amplió el repertorio de confrontación de diferentes grupos sociales. Al incorporar sectores y reactivar otros, socializaron en la experiencia de la acción colectiva y en formatos diversos de la misma. La crisis nos legó una significativa predisposición a la acción directa y a la desobediencia a la autoridad, la habilitación a que la indignación pueda ser traducida en protesta más allá de sus formas.[10] Estas sedimentaciones culturales de 2001, se activaron y recrearon a posteriori dando espacio a la configuración de heterogéneas culturas de lucha, por ejemplo, los procesos de movilización antipopulistas/antikirchneristas. La protesta y, en parte, sus formatos, lejos de ser monopolio de algún grupo social, se transversaliza y diversifica profundizando tendencias previas. 2001 alteró también el balance entre formas de lucha prescriptas, toleradas y proscriptas por el Estado al incrementar el espacio de tolerancia. Desde entonces estas fronteras están en movimiento según el tipo de gobierno, en negociación con cada actor, y recurrentemente en discusión en la opinión pública.

La protesta de la Argentina reciente se caracteriza por ser masiva, generalizada y heterogénea en sus componentes pero también por su alto impacto político. Post 2001, se consolidó a esta política de las calles como mecanismo de expresión de demandas al sistema institucional, como un componente que complementa, desborda y, en ocasiones, se contrapone a la democracia institucional disputándole el principio de la “soberanía” popular. En particular, se fortalece su carácter negativo. Su impacto en términos políticos –más allá de lo estrictamente corporativo- es más negativo que positivo, siendo su principal rol el veto fáctico de acciones de gobierno o, en caso extremo, de este mismo. Ante la debilidad del sistema de partidos en la Argentina postcrisis, en particular de la oposición política durante buena parte de lo que va del mismo, la protesta se configura como forma privilegiada de oposición social en diversos momentos. Este carácter conduce reiteradamente a que los ciclos masivos de protesta se nutran en su composición de las posiciones en la estructura social que tienden a no formar parte de la base de la alianza de gobierno, como por ejemplo los cacerolazos de 2012 contra el gobierno de Cristina Fernández o las movilizaciones contra la reforma previsional de Macri en 2017. En 2001, el carácter destituyente adquirió tal intensidad precisamente porque una parte sustancial de la base social del gobierno se movilizó en su contra. En el período más reciente, las movilizaciones contra las medidas sanitarias del gobierno en el marco de la pandemia del COVID 19, aunque con menor masividad, pueden leerse en dicha clave. La protesta social es un mecanismo más a través del cual se expresa la polarización del país desde 2008. Por otra parte, la predisposición a la protesta en la población hace que la misma se convierta en un relevante horizonte de restricción de la política pública. La protesta como horizonte incide significativamente en decisiones de gobierno en campos tan diversos como la política económica, social o represiva. El 2001, dejó latente en la memoria colectiva, de la sociedad civil y de las personificaciones del Estado, que el humo de la política de las calles siempre puede volver. La acción colectiva está así anclada como horizonte de amenaza destituyente, negatividad productiva y polisémica de nuestra historia más reciente.

 


Julián Rebón es Profesor Titular de la Carrera de Sociología y Secretario de Estudios Avanzados en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Es Investigador Principal del Consejo Nacional de Ciencia y Técnica (CONICET) y del Instituto de Investigaciones Gino Germani. Actualmente también es miembro del Comité Directivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Sus temas de investigación se focalizan en el vínculo entre el conflicto y el cambio social.

 


[1] Hobsbawm, E. (1997). Historia del siglo XX. 1914-1991. Barcelona, Editorial Grijalbo.

[2] Morin, Edgar (1979) “Para una crisiología”. En Starn, R. et al., El concepto de crisis. Megalópolis.

[3] Polanyi, K. (2001) La gran transformación. México: Fondo de Cultura Económica.

[4] Pucciarelli, A., Castellani, A., 2014. Los años de la Alianza. La crisis del orden neoliberal. Buenos Aires: Siglo XXI.

[5] Burawoy, M. (2015) “A new sociology for new social movements.” Rhuthmos. Recuperado de http://rhuthmos.eu/spip.php?article1486

[6] Svampa, M., (2017) Del cambio de época al fin de ciclo. Buenos Aires: Edhasa.

[7] Svampa, M., (2017) Del cambio de época al fin de ciclo. Buenos Aires: Edhasa.

[8] Recordemos que C. Menem, autor de las reformas de los noventa, se ubicó en el primer lugar en la primera vuelta electoral con el 24% de los votos y luego renunció ante su segura derrota en una segunda vuelta. Kirchner, segundo con el 22%, asumió ante esta dimisión. El tercer candidato más votado fue R. López Murphy (16%) fugaz ministro de economía de Fernando de la Rúa que debió renunciar ante la falta de consenso político al fuerte ajuste que propuso.

[9] Rebón, J. (2018) “La política en las calles. Aproximaciones desde la Argentina reciente”. Revista de Ciencias Sociales. Montevideo: UDELAR. pp. 15-42

[10] Rebón, J. (2018) “La política en las calles. Aproximaciones desde la Argentina reciente”. Revista de Ciencias Sociales. Montevideo: UDELAR. pp. 15-42, Svampa, M., (2017) Del cambio de época al fin de ciclo. Buenos Aires: Edhasa

 

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