Por Roque Farrán
El filósofo Roque Farrán analiza las dificultades actuales para establecer un discurso verdadero en la esfera pública y sostiene que hay un ethos de los discursos en tanto cuidado de sí que debiera atravesar toda conversación colectiva para sacarnos del conocimiento paranoico.
I
Después de recibir un exceso de educación formal y de seguir extensos y complejos debates de todo tipo, me he dado cuenta que la mayoría de las discusiones no conducen más que a una ostentación de narcisismos y a una pérdida consumada de tiempo. La estructuración de toda discusión es circular: si alguien señala o define algo siempre habrá quien le reclame que le faltó definir tal cosa o que eso que dijo no resiste la aplicación sobre sí, etc. El asunto no es señalar la falta del otro sino, a partir de los huecos e inconsistencias que se encuentran en los discursos, ir tejiendo y componiendo otro cuerpo que nos implique materialmente. Los agujeros también sirven para tomar las cosas, como sabe cualquiera que ha usado una taza. Los enunciados tienen valor en tanto permiten a un sujeto ligarse a una verdad y transformarse en su ejercicio, no en tanto suponen una coherencia lógica absoluta. Eso es encontrar la falta en el Otro, que no remite a nadie en particular, y saber hacer algo con ella: una consistencia que se inventa y anuda con al menos tres registros heterogéneos (Lacan situaba real, simbólico, imaginario; Foucault saber, poder, subjetivación). Saber anudar y componer con los materiales que sean adecuados a nuestra complexión, en vez de discutir inútilmente. Eso he podido aprender con el tiempo (recuperado). No obstante, el problema es cómo podemos transmitir un ethos que atraviese no sólo a las investigaciones teóricas, sino el modo de producir discursos en otros ámbitos de la escena pública (periodismo, redes sociales, divulgación en general).
II
Nos preguntamos a menudo por qué muchos individuos de clase media, media-baja o baja votan contra sus propios intereses. Entonces apelamos al goce, la servidumbre voluntaria, la pulsión de muerte, o la difícil articulación entre fantasma e ideología. Pero esto ya se sabía hace mucho, solo que se olvida recurrentemente, y quizá hoy más que nunca la aspiración a dejar de ser lo que se es resulta más determinante de la conducta “delatora” o “traidora” de clase que el dato socioeconómico. Si hay un interés cultivado denodadamente en las clases subalternas, función clave de la ideología dominante, es querer dejar de pertenecer a ellas: detestar a los de su propia clase y ascender en la escala social. Se puede reforzar con mayor o menor violencia ese empuje, pero es la tendencia dominante. Masotta encontraba en Arlt, como en él mismo, el punto donde se anudan la ideología y el inconsciente: un problema lógico de (sobre)actuación, inmune a la argumentación y a las explicaciones. “¿El “mensaje” de Arlt? Bien, y exactamente: que en el hombre de la clase media hay un delator en potencia, que en sus conductas late la posibilidad de la delación. Es decir: que desde el punto de vista de las exigencias lógicas de coherencia, que pesan sobre toda conducta, existe algo así como un tipo de conducta privilegiada, a la vez por su sentido y por ser la más coherente para cada grupo social, y que si ese grupo es la clase media, esa conducta no será sino la conducta de delación. Actuar es vehicular ciertos sistemas inconscientes que actúan en uno, y que están inscriptos en uno al nivel del cuerpo y la conducta, sobre ciertos carriles fijados por la sociedad. Actuar es, a cada momento, a cada instante de nuestra vida, como tener que resolver un problema de lógica.” Si hay algo así como una “solidaridad de clase” esta solo puede emerger al gozar de los recursos materiales con que se cuenta, dando lugar al amor por la diferencia singular, revocando las jerarquías de valor y renunciando a la idea de progreso a cualquier costo. Es fundamental, en este sentido, un Estado presente que redistribuya los recursos y distienda la competencia social generalizada. Hoy que vemos las dificultades que tiene el Estado para hacer cumplir mínimas normativas ante el poder de terratenientes extranjeros o narcos, mientras libertarios de derecha e izquierda lo denostan una y otra vez sin siquiera saber qué es el Estado, sería clave brindar una formación integral que muestre la importancia de las instituciones del Estado en su materialidad y complejidad situadas; dejar de lado las fantasías del Estado omnímodo y omnipotente, el Leviatán que todo lo ve y controla, para pensarlo en sus tensiones, tendencias y contradicciones inherentes; sobre todo en Latinoamérica. Cristina Fernández lo ha dicho muy bien: “si el Estado retrocede avanza el narco”; a lo cual habría que agregar: … y los terratenientes extranjeros y la estupidez consumada y la paranoia. Por eso no cualquier Estado, sino un Estado de los cuidados…
III
El mecanismo básico de la paranoia es, según Lacan, la increencia en el Otro. Al contrario de lo que se piensa, el delirio y la certeza del paranoico florecen discursivamente ante la falta de creencia: si los otros son engañadores y confabuladores que le quieren hacer mal es porque no hay confianza en el Otro, el espacio simbólico donde se abre el juego de la terceridad y las mediaciones (las leyes, normas e instituciones son un aspecto derivado de este registro elemental). Hasta Descartes pudo conjurar la locura del Genio Maligno al invocar la certeza originada en la misma duda: el ser alguien que dudaba. El problema es que los pauperizados herederos del sujeto moderno no han hecho semejante experiencia de transformación de sí, reciben el legado de la certeza en el método sin pagar el precio de la experiencia radical que exige poner en duda todo y encontrar la inconsistencia del Otro. El no poder operar con los significantes, hacer uso de ellos con confianza pero sin garantías, es un límite que atraviesa diversas ideologías y grados de formación cultural. Darle importancia al secretismo, a las operaciones y fakes, en una época donde todo se encuentra expuesto, responde justamente a esa debilidad que afecta a la confianza en el Otro. Así, por ejemplo, según una desclasificación reciente de archivos de la CIA, el pensamiento francés que tuvo su auge durante el siglo pasado, no habría significado un serio riesgo para el capitalismo. ¡Vaya novedad! Como si un agente ignorante, que confunde nombres propios y no puede distinguir conceptos, pudiese además entender el curso de la historia y prever la ineficacia del pensamiento. Cómo habrán evolucionado las cosas desde entonces que nuestro sofisticado servicio secreto, el cual durante el gobierno de Macri espió a todo el mundo (la “derecha democrática”, como le llamó un analista político desorientado), ni siquiera se molestó en espiar a críticos marxistas, latinoamericanistas, feministas, ni mucho menos a quienes seguimos sosteniendo la vigencia de un pensamiento que algunos académicos experimentados parecen no entender. Sin duda es un problema de transmisión que afecta no sólo al método, sino a la crítica moderna. La crítica, decía Foucault, consiste en no dejarse gobernar de tal modo. Parecía dejarnos así en la mera objeción u oposición ante un estado de cosas; sin embargo, sabemos que la lógica de gobierno es irreductible. Foucault también lo supo al final, aunque no llegó a desarrollar la articulación entre crítica y gobierno de sí y los otros. Despret dice algo interesante, que puede inspirar otro método: dejarse instruir; confiar en las indicaciones de quienes se entusiasman con lo que proponemos; seguir las directivas de quienes se entrecruzan con nuestro deseo aunque no entendamos bien cómo, al principio, nos aportan algo; reconocer, por ejemplo, que hasta los muertos nos hacen hacer cosas y tratar de componer relaciones con ellos. Nada peor que un libertario que se cree libre de cualquier gobierno y termina siendo conducido por idiotas, canallas como los de Generación Zoe, o los titulares de Clarín. No hay peor conducido que el que no se quiere dejar conducir.
IV
En definitiva, el problema del delirio paranoico, subjetividad modelo que hoy pareciera dominar el mundo, no es que no tenga razón alguna, sino que, por el contrario, la afirma con tanta fuerza que no deja ninguna otra alternativa. No quiere saber nada del papel performativo de la idea, del discurso, de la verdad. Así, es probable que gran parte de los temores paranoicos se terminen cumpliendo, según la fuerza de la verdad implicada. Pero ese no es el principal problema, sino la estructura misma que (se) impone a todos sin querer saber. Más que profecía autocumplida es estructura in-sabida por exceso de conocimiento. Por eso Lacan decía que, aun cuando le pongan los cuernos, es la estructura celotípica del delirante el verdadero problema; lo mismo sucede con la obsesión de los amos actuales por el dominio de la inteligencia artificial; o con los conservadores ultracatólicos que temen por las sucias manos de los pedófilos marxistas sobre sus hijos. Todos esos temores se cumplirán, tarde o temprano, si los paranoicos no hacen más que reforzarlos con sus férreas creencias (cuando no son ellos mismos los que lo hacen ya que, perdido por perdido, están seguros que otros lo harán). Solo una inteligencia materialista que desactive con cuidado las tendencias ineluctables, puede abrir un mínimo resquicio para que no suceda lo peor del peor modo. Porque, en efecto, lo que señala el temor paranoico es bien real, tiene sustento en lo real, solo que ignora la estructura de verdad que él mismo refuerza constantemente sin saber, por su ignorancia y aplanamiento de los medios simbólicos e imaginarios con que se anuda (a) la cosa. La implicación paranoide es mucho más grave que la atribuida al alma bella de la histeria: no solo contribuye al desorden del mundo, sino que lo crea; y no solo se queja del desorden, sino que busca destruir la sombra que ella misma proyecta arrasando todo a su paso. Los amos actuales, quienes tienen el dominio casi absoluto de la infraestructura informática, temen así por la inteligencia artificial y su poder: el fantasma paranoico de las máquinas dominando a los hombres. Pero el límite de nuestro poder de conocimiento sigue siendo el mismo desde que aparecimos como especie sobre la faz de la tierra, y su superación por diversos medios siempre ha dependido de la más simple y ardua tecnología: las técnicas de sí. El problema no es la cantidad de conocimiento que podemos procesar, ampliamente superado por las computadoras, sino el modo de conocer que nos permite transformarnos a nosotros mismos. La inteligencia, al igual que el ser, no es una ni múltiple, sino única e infinita; se despliega entre el vacío de una distancia tomada y el infinito de infinitos. Al decir única, como la sustancia real, aludo a la singularidad extrema que exige prestar atención al vacío cada vez, en situación: recomenzar siempre de nuevo, despejar y agujerear los saberes ya sabidos, atravesar la multiplicidad abigarrada y captar lo que se abre infinitamente por todos lados. Pero, para no perderse entre el vacío y el infinito, hay que producir un operador de recorrido, algo que haga allí de tercero: un nudo borromeo. La inteligencia situada, la inteligencia histórica, la inteligencia del caso y la coyuntura, trama con los elementos que dispone el nudo del tiempo, cuales sean los materiales en juego: fonemas, palabras, letras, axiomas, teoremas, figuras, cuerpos, notas, estructuras, organizaciones, etc. La inteligencia material no depende tanto de la información y la educación como de esos momentos extraños donde se nos permite captar lo que somos e investir libidinalmente ese descubrimiento vertiginoso; puede ocurrir en cualquier lado y con diversas compañías; raramente se da hoy en las instituciones educativas o en las redes informativas. No es para desalentarse tampoco; si bien todo parece hecho para desterrar la verdadera erótica del conocimiento y alimentar las peores perversiones compensatorias (pasiones tristes, envidias, fakes, acosos y demás), todavía hay resquicios donde habitar y transmitir el deseo de saber en las instituciones realmente existentes; bordes donde ejercer esa inteligencia ontológica igualitaria que nos constituye, históricamente situada, con los elementos justos al caso. Pues, si no fuese así, ¿acaso podríamos soportar la vida que llevamos?
V
Silvia Schwarzböck define al materialismo argentino -siguiendo a Carlos Correas- como el ethos que cultiva el desprecio de sí, necesita de tiempo y asume el coraje de decirlo todo. Entiendo que la operación de Masotta mencionada se inscribe en esa corriente de pensamiento y marca una singularidad fuerte allí. Pero no acuerdo en que se trate del simple desprecio de sí, sino de la destitución del yo especular paranoico forjado en esas contradicciones sociales que nos caracterizan; lo importante es operar más bien un distanciamiento de sí y, a su vez, producir una transformación de sí que pueda transmitirse en diversos ejercicios de pensamiento (escritura, lectura, escucha, decir veraz, etc.). El tiempo, además, es lógico y retroactivo; no cronológico. Los antiguos, como bien sabía Foucault, nos pueden seguir inspirando al respecto. Marco Aurelio también practicaba el desprecio de sí, y no solo de sí, sino de todo objeto, ser o sujeto al que se le diera demasiada importancia o trascendencia; practicaba el método de la división que consistía en examinar cada cosa en sus partes constituyentes, descomponerla para mostrar que en última instancia toda presentación, hasta la más ostentosa o glamorosa, es nada: simple materia que se descompondrá y pasará a formar parte de otras cosas, así en un ciclo infinito. Contemplemos cada cosa o ser con ese ánimo, ese método, esa disposición: desde el último libro de un pequeño escritor con pretensiones -incluido uno mismo- hasta el universo en su conjunto. El llamado Antropoceno y esa pequeña mueca de importancia humana -aunque sea por la negativa- en la cual nos pensamos como alteradores sustanciales de nuestra propia Tierra, convirtiéndonos en un factor geológico, también es una simple pretensión que en una escala de miles de millones de años o más resulta insignificante. Al contrario de lo que se cree, ello no conduce a ningún pesimismo o fatalismo, sino que ejercitarnos así nos quita una enorme carga, nos vuelve livianos, dispuestos a hacer lo que hay que hacer en el momento justo y disfrutar de cada matiz en su singularidad, en lugar de estar cargando todo el tiempo con tantas expectativas y valoraciones y cálculos y estupideces.
Roque Farrán nació en Córdoba en 1977. Es Investigador Adjunto del Conicet, Doctor en filosofía y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Córdoba, y miembro de los Comités Editoriales de las Revistas Nombres, Diferencias y Litura. Ha publicado los libros Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto (Prometeo, 2014); Nodal. Método, estado, sujeto (La cebra/Palinodia, 2016); Nodaléctica. Un ejercicio de pensamiento materialista (La cebra, 2018); El uso de los saberes. Filosofía, psicoanálisis, política (Borde perdido, 2018; El diván negro, 2020); Leer, meditar, escribir. La práctica de la filosofía en pandemia (La cebra, 2020); Escribir, escuchar, transmitir. La práctica de la filosofía en pandemia y después (Doble Ciencia, 2020); La razón de los afectos. Populismo, feminismo, psicoanálisis (Prometeo, 2021); Militantes, ¡ocúpense de sí mismo! (La red editorial, 2021); Escribir, escuchar, transmitir. Crítica, Sujeto y Estado en Pandemia (El diván negro, 2021); editó colectivamente Ontologías política (Imago mundi, 2011), Teoría política. Perspectivas actuales en Argentina (Teseo, 2016), Estado. Perspectivas posfundacionales (Prometeo, 2017), Métodos. Aproximaciones a un campo problemático (Prometeo, 2018).
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