PARO DE MUJERES
“Disculpen las molestias, nos están matando”

Texto: Daniela Losiggio y Mariela Solana
(Feministas / UNAJ / CONICET)
Fotos: Ariel Feldman

Violencia de género, esa “paranoia” feminista.

Con bastante razón la fórmula feminista “lo personal es político” no ha dejado de remitir –desde el llamado “feminismo radical” de los ’60 hasta nuestros días– a unas muy concretas relaciones de dominación de las que casi todas las mujeres podemos dar cuenta. Personal es el ámbito doméstico y la sexualidad. El trabajo no remunerado de la ama de casa (en el mejor de los casos, cuando no forzado) y la expropiación del control de salud reproductiva constituyen el lado “B” de una escena pública liberal que se jacta de su igualdad, de su neutralidad y de su pureza.

Estas feministas que marchamos el 19 de octubre somos las hijas, las nietas y las bisnietas de aquellas que inventaron la vieja fórmula. A muchas, el trabajo no remunerado (y no reconocido como tal) y la desinformación –o la negación de nuestro derecho a decidir– sobre nuestra salud reproductiva se nos aparecen, de modo eminente, como fuerzas de dominación retrógradas. No sin culpa la sociedad nos niega, en más de una ocasión, esta vía recta hacia la igualdad. El patriarcado entiende que los métodos de opresión deben ser plurales, ubicuos y siempre renovados. Se nos frena con argumentos o con palos. Pero ahí están bien claros el ímpetu libertario, la resistencia y el choque de fuerzas.

Pero ¿dónde encarna la violencia de género? ¿Dónde está? ¿Cómo se manifiesta? Esta respuesta es más difusa. Decimos que en lo simbólico, en lo psicológico, en lo físico, en lo económico, en lo verbal. Lo decimos, se nos acusa de paranoicas. No nos reímos del chiste machista, se nos acusa de aguafiestas. Exhibimos supuestos misóginos, incluso en comentarios o posiciones de nuestrxs amigxs y aliadxs, se nos dice que nada nos viene bien. Claramente, hay grados de aceptación: las feministas debemos ser pacifistas. Si no lo somos, toda nuestra labor crítica es puesta entre paréntesis. No tenemos que enfrentar a los machos, tenemos que educarlos. No tenemos que pintar las paredes, tenemos que encontrar modos menos repulsivos de hacer llegar nuestro mensaje. No tenemos que limitar nuestra lucha al género femenino, tenemos que ampliar la mira porque “nadiemenos”. Las feministas tenemos que encontrar la justa medida para expresar nuestra crítica porque las acusaciones de feminazis, de paranoicas, de exageradas, de hiper-emocionales no tardan en llegar. Es que las mujeres feministas somos, al fin y al cabo, mujeres y siguen recayendo sobre nosotras las figuras de sospecha que desde hace siglos nos constriñen: la puta, la santa, la histérica, la resentida, la irracional.

Sin embargo, entre tantas ofensas, parece haber un consenso social. Lo que no aceptamos, donde hay tolerancia cero, es en el femicidio. Todxs sabemos cómo se porta el femicida: te desprecia, te insulta, te denigra, te viola, te golpea, te trae flores, te suplica, te golpea, te insulta, te pide “mil perdones” y te asesina. O bien, te “agarra” en la calle como un objeto (porque te desprecia), te viola y te liquida por ser víctima y testigo. Todxs lo sabemos y todxs lo repudiamos. Aquí no hay acusación de paranoia posible. Y está lleno de esos; está lleno porque vivimos en un sistema patriarcal y misógino en donde las vidas de las mujeres valen poco, menos que las de los hombres y, aparentemente, menos que las de los fetos.

 

Eso está definitivamente mal. No podemos permitir más femicidios. Por eso es que salimos a gritar todas juntas: #Niunamenos. Pero el caso de Lucía Perez es distinto que los que logramos visibilizar desde el primer #Niunamenos. Hubo algo en ese femicidio que altera el orden del femicidio “normal”, atraviesa un límite, nos interpela de modo diferencial. Somos muchas las que no podemos dormir bien desde entonces, las que nos quebramos de sólo pensar en las circunstancias del caso, las que fuimos a marchar no sólo para pedir justicia sino también para encontrar alivio en los brazos de nuestras compañeras. Es que las feministas aprendimos que ser vulnerables no nos convierte en el “sexo débil”. Todo lo contrario, de ahí sacamos la fuerza para seguir adelante, juntas, acompañadas, en manada.

Revisamos los hechos del femicidio de Lucía no porque somos morbosas sino porque esta historia vino a romper nuestros propios esquemas, esquemas que tienen una función cognitiva pero también vital. Los tuvimos que crear no sólo para comprender un fenómeno sino también para poder sobrevivir, para seguir adelante, para no quedar anuladas por el dolor de lo inconcebible. Habíamos entendido el machismo y su costado más truculento: con sus artilugios verbales y manipulativos, con la vía libre para las flores y el perdón, con el palo, el arma blanca, el puño, el inodoro o el fierro. La cosa se puso dark y revisando la historia de Lucía, lo que tiene en común con las otras víctimas mortales de la violencia machista, lo que está en el origen de esa historia y las otras, lo que está en el origen –a secas– es que la despreciaron, la humillaron. Para muchas de nosotras, revisar esta historia, reconocer finalmente ese origen (hubo que ir muy atrás, porque desde el porro en adelante, de ahí en más, todo es raro), fue reconocerlo en nosotras mismas, en nuestro pasado personal y en nuestro presente político. Somos esas mismas para las que las fuerzas retrógradas se nos aparecían de modo tan evidente. Pero como suele suceder cuando los esquemas se hacen trizas, todo reaparece bajo una nueva luz, una luz tan brillante que no deja rincón en penumbras. A partir de la nueva convocatoria del #Niunamenos, hemos visto como muchas mujeres –en conversaciones privadas, en entrevistas públicas, en redes sociales– fueron iluminando los hilos invisibles que llevan del femicidio a formas más sutiles y cotidianas de violencia machista, violencia de la que cada una de ellas ha sido testigo, víctima o protagonista. Estas violencias ahora están en todos lados: en un hermano que se sarpó, en todas las veces que (a todas las mujeres de nuestras lindes, ayer y hoy) nos manosearon, nos apoyaron, nos mostraron el pene, nos tocaron el culo, nos “robaron” un beso, nos dijeron algo horrible irreproducible, nos dejaron solas abortando (los embarazos que nos exigieron que abortemos), pariendo, criando, amamantando (los hijos que quisieron o que no les importó que tengamos); en las veces que nos explicaron nuestro propio deseo o nos obligaron a tener sexo, nos insultaron por ser más inteligentes que ellos, o nos envidiaron por tener algún éxito laboral o académico, nos revolearon algo o nos zamarrearon, nos dijeron gorda, flaca, culonoséqué, poca-teta, mucha-teta, grandota, petisa; en el modo en que todo esto nos pasa todos los días. Este es el otro costado de la expresión “lo personal es político”: los acontecimientos públicos nos interpelan en primera persona. Es mentira que “todas somos Lucía”. No, nosotras estamos vivas y ella no. Pero también hay una historia que nos une, una historia marcada por las mil y una caras de la violencia machista. Las nuevas categorías políticas que supimos construir como colectivo (femicidio, violencia de género), son también personales porque nos obligan a revisar y reescribir nuestra propia historia desde un nuevo prisma. Ya nada será lo mismo.

Es como si esto “extraordinario” hubiese quebrado la barrera por la que las mujeres (y ya no decimos las feministas, sino las mujeres en general) llegamos a tolerar –para sobrevivir y para no sentirnos la escoria– la saña, la violencia y el desprecio con el que la mayoría de los hombres, en muy mayor, menor o muy menor grado, nos trataron y nos tratan. Esta vez, parece que sí, la violencia de género se muestra al desnudo: y está en todos lados. ¿Somos paranoicas? No, estamos hartas. ¿Somos aguafiestas? Puede ser, pero si su fiesta es una celebración del machismo, es hora de pararla. ¿Somos exageradas? Exagerado es el nivel de misoginia con el que convivimos, no podemos reaccionar a medias tintas. Hay que aguantar, muchachos, la barrera se vuelve a levantar, pero nunca de la misma manera.

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