Por Mauro Benente
En diciembre de 1985 Alfonsín creó el Consejo para la Consolidación de la Democracia, al que le encargó generar materiales de trabajo para una eventual reforma constitucional. Mauro Benente plantea que el abordaje del Consejo estuvo atravesado por una ilusión poliárquica: con la mejora del régimen democrático se garantizaría que todas y todos coman, se eduquen y gocen de buena salud. Esta ilusión poliárquica explica que los dictámenes del Consejo no pusieran el foco en los modelos de acumulación, foco que tampoco estuvo presente en los otros dos grandes momentos de discusión constitucional: 1993/1994 y 2002.
¿Cómo construir sobre las ruinas que dejaron las dictaduras? El predominio de las respuestas institucionalistas
La década de 1980 marca las caídas de las dictaduras cívico-militares del cono sur y la recuperación y consolidación de los regímenes democráticos. Aunque las dictaduras estaban mancomunadas en el Plan Cóndor y es posible encontrar rasgos comunes en estas maquinarias de producción de sangre, dolor y sociedades individualistas, también tuvieron sus matices y diferencias. A su vez existieron contrastes en el pasaje de las dictaduras a los regímenes democráticos y en sus procesos de consolidación. Sin dudas, un gran diferencial del proceso argentino fue el juzgamiento de los máximos responsables de los delitos de lesa humanidad cometidos entre 1976 y 1983, que bajo presiones militares se detuvo con la Ley de Punto Final, de fines de 1986, y de Obediencia Debida, de mediados de 1987, y se reactivó cuando a inicios del gobierno de Néstor Kirchner, en agosto de 2003, el Congreso declaró nulas ambas leyes.
Más allá de las diferencias y matices, como sucede en momentos que marcan un punto de inflexión, los nóveles regímenes democráticos se preguntaron ¿qué nos sucedió?, ¿qué hacer con estas ruinas?, ¿cómo construir sobre ellas?, ¿cómo edificar estructuras más sólidas que eviten horrores similares? Las respuestas a estas preguntas no fueron sencillas, y sus textos estuvieron condicionados por cada uno de los contextos. Sin embargo, creo que se consideró que había algo de nuestros diseños institucionales que no estaba funcionando de modo adecuado, y ese mal funcionamiento tenía alguna relevancia para explicar qué había sucedido, por qué habíamos terminado en recurrentes dictaduras cívico-militares.
Esta extraordinaria preocupación por los diseños institucionales ha generado, creo, dos consecuencias. Por una parte, las perspectivas más institucionalistas encontraron en el mal funcionamiento de las instituciones, y en particular en el sistema presidencialista, la explicación de la inestabilidad del régimen democrático y las recurrentes dictaduras en la región. Por otra parte, esto ha contribuido a reducir la democracia a un régimen democrático, y en particular a un régimen democrático liberal. Finalmente, esta inquietud por los diseños y funcionamientos institucionales se tradujo en que los proyectos de reforma constitucional de los años ochenta y principios de los noventa del cono sur –los que quedaron en un mero proyecto y los que finalmente se consagraron– se diseñaran a la luz del horror de las dictaduras, y se pensaran como diques de contención para evitar su repetición. En muchos casos, esto explica el notable engrosamiento en el catálogo de derechos, la consagración constitucional de distintas garantías y la jerarquía constitucional o supra legal de tratados y convenciones de derechos humanos. Esta perspectiva institucionalista, tanto en su lectura del pasado como en la proyección a futuro, no ha puesto el foco en los modelos de acumulación, y a cuarenta años entiendo que vale la pena interrogarse si es posible repensar la democracia sin revisar la redistribución.
El Consejo para la Consolidación de la Democracia
Al cumplirse poco más de dos años de asumir la Presidencia, y dos semanas después de la emblemática sentencia del Juicio a las Juntas, el 24 de diciembre de 1985 Raúl Alfonsín, mediante el Decreto N° 2446, creó el Consejo para la Consolidación de la Democracia, bajo la coordinación del jurista liberal Carlos Santiago Nino y con la integración de referentes de la política y la cultura.
En el primer párrafo de los considerandos del Decreto se lee que “para la superación de etapas del pasado signadas por agudos desencuentros y consecuentes quiebres del orden institucional […] resulta necesario y perentorio encarar un vasto proyecto de consolidación de nuestro régimen republicano y democrático.” De los fundamentos del decreto surge que la consolidación del régimen democrático y republicano necesitaba de un conjunto de reformas institucionales. Esta necesidad puede ser compartida desde distintos enfoques conceptuales, pero el derrotero del Consejo terminó reduciendo la consolidación del régimen democrático y republicano a un elenco de reformas institucionales. En primer lugar, porque en una carta que Alfonsín le dirigió al Consejo el 13 de marzo de 1986, le solicitaba que reuniera antecedentes y opiniones sobre una eventual reforma constitucional “dirigida –sobre todo– al perfeccionamiento de la parte orgánica de nuestra Constitución, para hacer más ágil y eficaz el funcionamiento de diversos poderes del Estado, y para profundizar la participación democrática, la descentralización institucional, el control de la gestión de las autoridades, y el mejoramiento de la Administración pública.”[1] En segundo lugar, porque los dos dictámenes del Consejo –el primero de 1986, el segundo de 1987–, se centraron en modificaciones de las instituciones estatales, en particular del régimen de gobierno.
El Consejo se dividió en cinco comisiones: 1- Alcances de la reforma; 2- Poderes del Estado y sus relaciones; 3- Atribuciones de las provincias y federalismo; 4- Descentralización, participación e institucionalización de los partidos políticos y las asociaciones intermedias; 5- Parte doctrinaria. La primera se dedicó a explicitar la relevancia de la reforma constitucional y a sugerir los modos de llevarla adelante,[2] la última recomendó la incorporación de una robusta carta de derechos humanos, y las tres restantes abordaron temas institucionales. Esta primera fotografía muestra el importante peso relativo que, con la misión de consolidar el régimen democrático y republicano, el Consejo asignó a las dimensiones institucionales. Esta primera observación se vuelve más nítida cuando el Consejo explicita, no en cualquier parte sino en la primera línea de su segundo dictamen, que “el cambio de nuestro actual sistema presidencialista por un sistema mixto es, indudablemente, el núcleo de la transformación institucional propuesta por este Consejo.”[3]
En los dos dictámenes, especialmente en el segundo, se subraya que el presidencialismo: no canaliza eficazmente las tensiones políticas y carece de flexibilidad para situaciones de crisis; cuando alguna de las cámaras del Congreso tiene mayoría opositora encuentra obstáculos en la política gubernamental y se desprestigia tanto al presidente como a todo el sistema; impide la formación de coaliciones. Estas disfuncionalidades suscitaron crisis que no lograron encauzarse institucionalmente y devinieron en dictaduras militares. Esta es la razón por la cual el Consejo recomendó pasar no hacia un sistema parlamentario, pero sí hacia uno mixto.
Esta mirada crítica sobre el presidencialismo guarda similitudes con los trabajos de Juan José Linz, quien en los años 80 y 90 encontró en el presidencialismo la exclusiva causal de inestabilidad institucional en la región.[4] Es cierto que si tomamos el período 1979-1989, treinta y cuatro sistemas parlamentarios mantuvieron estabilidad, mientras que solo 5 presidencialismos lo lograron, pero como subrayan Mainwearing y Shugart este contraste no necesariamente se explica por el sistema de gobierno. Existen variables a tener en cuenta que no están mencionadas en el trabajo de Linz –tampoco en los estudios del Consejo– que son especialmente relevantes: el sistema presidencialista se ubicaba en países con ingresos bajos y medios bajos, y con gran extensión territorial; mientras que el sistema parlamentario se concentraba en países de ingresos medios y altos, y con escasa extensión –o con mayor extensión, pero con una cultura anglosajona–.[5] Además de estos factores económicos, geográficos y culturales, llama la atención que entre las causales de inestabilidad, la obra de Linz y los dictámenes del Consejo ni siquiera mencionen a la Embajada de los Estados Unidos. Finalmente, en un estudio empírico muy riguroso, Daniel Chasquetti ha mostrado que, al menos a partir de 1979, solo los presidencialismos con multipartidismos extremos –que son muy excepcionales en la región– han tenido algunos problemas de estabilidad democrática. Salvo estos casos, el presidencialismo ha mostrado estabilidad y las hipótesis de Linz y del Consejo no se corresponden con la experiencia del cono sur de los últimos cuarenta y cinco años.[6] Finalmente, y a diferencia de lo enunciado por el Consejo, en los pocos casos en los que las y los Presidentes no concluyeron sus mandatos no se produjo la caída de todo el sistema institucional.
La ilusión poliárquica
En el Decreto de creación del Consejo para la Consolidación de la Democracia, Alfonsín planteaba la importancia de alcanzar “el progreso social y económico y la distribución equitativa de sus frutos.” ¿Qué encontramos en los extensos dictámenes del Consejo para lograr una distribución equitativa? Ni una línea. ¿Ni una línea? En realidad sí nos topamos con una línea: en el prólogo del segundo dictamen el Consejo subraya que debe seguir trabajando y realizando consultas, en especial sobre el régimen tributario, económico, y sobre los derechos sociales.[7] Es decir, con absoluta certeza sí encontramos una línea: aquella que aclara, justamente, que es una deuda pendiente del Consejo revisar estos asuntos. Con menos seguridad podemos hacer una lectura distinta y plantear que los dos dictámenes, en su conjunto, apuntan a alcanzar una distribución equitativa. ¿Cómo se explica esto?
En su discurso de asunción, frente a la Asamblea Legislativa, Alfonsín subrayó que “con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura.” Creo que a esta célebre frase le podemos encontrar dos sentidos. Por una parte, que la preocupación por la democracia es también un desvelo por la alimentación, la educación y la salud; por la “distribución equitativa”. La reconstrucción y consolidación del régimen democrático no desplazaba las preocupaciones por una distribución equitativa de la riqueza. Por otra parte, es una frase que representa una ilusión poliárquica: mejorando el funcionamiento del régimen democrático se garantizaba la alimentación, la educación y la salud. Es decir, el modo de garantizar la distribución equitativa de la riqueza era mejorar la calidad institucional del régimen democrático, de la poliarquía: el incremento de los canales de participación, de la publicidad de los actos de gobierno y los dispositivos de rendición de cuentas –horizontales y verticales– de los poderes del Estado, y la profesionalización de la gestión pública, mejorarían los niveles de alimentación, educación y salud.
Creo que el énfasis del Consejo en las dimensiones institucionales se explica no solamente por un pasado de ruptura, justamente, de las instituciones, sino también por una convicción poliárquica que no se desentendía de la distribución equitativa, sino que confiaba que ella llegaría mejorando el funcionamiento de las instituciones estatales. Sin embargo, esta convicción se vuelve una ilusión cuando notamos que el capitalismo ha dividido la esfera de las instituciones políticas de la esfera de las prácticas económicas, y buena parte del destino de la (falta de) distribución no depende de las instituciones políticas.
Los años del alfonsinismo, especialmente al calor del Consejo de Consolidación de la Democracia, representaron el primer momento de discusión constitucional de estos últimos cuarenta años. El segundo se desarrolló hacia fines de 1993 y durante 1994, año en que efectivamente se produjo la última reforma. El tercer momento fue en 2002, tras el estallido de 2001, que como consecuencia de la sedimentación de políticas neoliberales había terminado con un Presidente huyendo de la Casa Rosada en helicóptero, y con las principales plazas del país teñidas con la sangre de la represión a las y los manifestantes. En estos dos años, 1994 y 2002, se condensa la mayor cantidad de proyectos de ley tendientes a declarar la necesidad de la reforma constitucional desde la recuperación de la democracia: dieciséis en 1994, y doce en 2002. En estos dos momentos ya no es tan fácil vislumbrar aquella ilusión poliárquica, pero tampoco predominan las revisiones sobre los modelos de acumulación.
Reforma constitucional de 1994 y los proyectos de reforma[8]
Promediando el primer mandato presidencial de Carlos Menem, con el objetivo de incluir la reelección presidencial, el 8 de julio de 1993 el Partido Justicialista presentó en la Cámara de Senadores un proyecto de ley tendiente a declarar la necesidad de la reforma de la Constitución. Con modificaciones al texto original, el 21 de octubre el Senado aprobó el proyecto, pero era difícil que el PJ lograra la aprobación en la Cámara de Diputados. Para evitar que el proyecto se estancara, el Poder Ejecutivo dictó dos decretos –2181/93 y 2258/93– convocando a una consulta popular no vinculante para que la ciudadanía se expresara sobre la necesidad de la reforma. Ante un posible apoyo ciudadano al proyecto, Alfonsín negoció con Menem los términos de la reforma: el 14 de noviembre de 1993 rubricaron el “Pacto de Olivos”, y el 13 de diciembre firmaron un convenio complementario, que fue la base del proyecto que se tradujo en la Ley N° 24.309, que declaró la necesidad de la reforma.
El motor que impulsó al PJ a avanzar sobre la reforma constitucional fue la inclusión de la reelección presidencial pero, paradójicamente, uno de los objetivos proclamados por el PJ y la UCR fue la atenuación del presidencialismo. Ahora bien, así como el gobierno de Menem había desplegado un progresivo incremento de poder en la Presidencia, también había profundizado el programa neoliberal iniciado en la última dictadura cívico-militar. En la dictadura se habían privatizado fundamentalmente empresas del Estado, y ya en los primeros años del menemismo –al amparo de las leyes de Reforma del Estado (23.696) y de Emergencia Económica (23.697)– se había concluido el proceso de privatización de empresas, y se habían privatizado los servicios públicos, lo que se tradujo en una extranjerización y concentración económica. Este modelo neoliberal mostró su peor cara en 2001 y 2002, cuando el desempleo era cercano al 25% y la pobreza superaba el 50%, pero al momento de discutirse el proyecto de reforma constitucional la tasa de desocupación se había incrementado ininterrumpidamente entre octubre de 1991 y mayo de 1993, y si bien en octubre de 1993 había descendido levemente, se mantenía en dos cifras, siendo que hasta el gobierno de Menem nunca había superado el dígito.
En 1993 se presentaron dieciséis proyectos para declarar la necesidad de la reforma constitucional. Uno de ellos se transformó en la Ley N° 24.309, que incluyó propuestas para revisar el presidencialismo y otros diseños institucionales, pero no para lograr una “distribución equitativa”. Dos de los quince restantes, el de Humada (PJ) y el de Yoma (PJ) no formularon reformas respecto de la organización política, ni tampoco para desarticular las lógicas de la economía neoliberal. Nueve proyectos plantearon reformas para atenuar el presidencialismo, pero no incluyeron limitaciones a la concentración de poder económico que se estaba desarrollando. Finalmente, los restantes cuatro proyectos, además de plantear limitaciones al presidencialismo, subrayaron la necesidad de reformar ciertos aspectos del funcionamiento económico. Dos de esos cuatro proyectos lo hicieron de modo muy superficial: (a) El de Alasino (PJ) destacaba que el proceso de concentración económica era necesario, pero debían evitarse las prácticas abusivas; (b) El de diputado Rico (MODIN) marcaba la necesidad de establecer marcos regulatorios de los servicios públicos prestados por capitales privados. Los otros dos proyectos sí presentaban propuestas más radicales: (c) El de Estévez Boero (Alianza Honestidad, Trabajo y Eficiencia) proyectaba declarar la función social de la propiedad, reconocer la economía cooperativa y solidaria, y asumía que la participación ciudadana en la gestión económica era la única herramienta para garantizar la satisfacción de las necesidades básicas. Además, proponía “la participación de las organizaciones representativas de los trabajadores y de las actividades económicas, en la elaboración, ejecución y control de las principales medidas económicas”; (d) Más radical era el proyecto de Zamora (Movimiento Socialista de los Trabajadores), que proponía realizar expropiaciones de recursos económicos fundamentales, anular las privatizaciones sin resarcimiento, reforma agraria, suspender el pago de la deuda externa, romper las relaciones con el Fondo Monetario Internacional y otros organismos financieros, y dejar de lado los acuerdos económicos con las grandes potencias.
Ya en 1993 y 1994 se notaban algunos síntomas de las políticas neoliberales, y tanto desde la izquierda revolucionaria y como de la centroizquierda del Frepaso, buena parte de las críticas al gobierno de Menem ponían el foco en el proceso de privatización, extranjerización y concentración de la economía. Sin embargo, al momento de proponer reformas a la Constitución, fueron muy minoritarios los proyectos que mantuvieron el foco en las primeras pesadillas que mostraba la larga noche neoliberal. Esta falta de foco se mantuvo en el 2002, cuando la pesadilla se había tornado intolerable.
La crisis del modelo neoliberal y los proyectos de reforma constitucional en 2002
A pesar de algunas expectativas que había generado la victoria de la Alianza en las elecciones presidenciales de 1999, Fernando de La Rúa mantuvo las políticas neoliberales del menemismo y el 20 de diciembre de 2001, en medio de una brutal represión a las manifestaciones populares, renunció a la presidencia. El sábado 22 de diciembre la Asamblea Legislativa nombró a Adolfo Rodríguez Saá como Presidente, quien ante la continuidad de las protestas y sin apoyo del PJ, el 30 de diciembre renunció al cargo. Quien lo seguía en la línea sucesoria era el Presidente del Senado Ramón Puerta, pero se negó a asumir. Se hizo cargo el Presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Camaño, y ocupó el cargo hasta el primero de enero de 2002 cuando la Asamblea Legislativa eligió a Eduardo Duhalde como Presidente.
El año que se iniciaba lucía una serie de escandalosos indicadores socioeconómicos que había dejado la larga noche neoliberal: 57,5% de pobreza –27,5% de indigencia–, desempleo récord del 22% en el mes de mayo de 2002, y 18% de subempleo. En un contexto donde todo estaba sujeto a discusión se presentaron doce proyectos tendientes a declarar la necesidad de la reforma constitucional, pero en nueve de ellos no se rediscutía el modelo de acumulación. Cuatro proyectos se limitaron a declarar la necesidad de la reforma, mientras otros cuatro proponían establecer cláusulas transitorias para revocar por única vez ciertos mandatos: uno de Ibarra (Frepaso) para hacer caducar los mandatos de diputados y senadores; uno de Conti (Frepaso) para todos los cargos electivos nacionales; uno Chiappe (Partido Liberal) para todos los cargos electivos nacionales, pero también –y de dudosa constitucionalidad– provinciales y municipales; y otro de Ibarra para los cargos electivos nacionales, provinciales y municipales, y para los jueces de la Corte Suprema. Un noveno proyecto, presentado por Lynch (Partido Demócrata), proponía derogar prácticamente todas las novedades introducidas en 1994.
De los doce proyectos solamente tres dedicaron algún apartado a regulaciones en materia económica. El de Castro (Frente para el Cambio) subrayaba que “la caducidad de los mandatos no debe ser el manto de reformas cosméticas y epidérmicas que prolonguen en el tiempo una política reproductora de miseria y exclusión. Las reformas institucionales y políticas deben ser acompañadas de un profundo cambio en el orden económico.” El proyecto proponía incorporar instituciones de democracia directa y semidirecta, pero además incluía un articulado para asegurar la propiedad estatal de las fuentes de energía y los recursos naturales de carácter estratégico. Para la Convención Constituyente se proponía una Asamblea Política y una Asamblea Económica: la primera dedicada al “debate de los asuntos vinculados con los derechos, libertades y garantías constitucionales y con todos los aspectos vinculados al desenvolvimiento de los tres poderes del Estado”, y la segunda para establecer “derechos de contenido social y económico, así como la configuración económica y social de la Argentina.” El proyecto de Walsh (Izquierda Unida) destacaba la urgencia de avanzar en un sistema de gobierno que desmantele el aparato represivo, que permita la revocatoria de los mandatos “y que termine con los resabios feudales en la Justicia.” Sin un articulado preciso incluía la necesidad de desvincularse del FMI, suspender el pago de la deuda externa, y de nacionalizar la banca y el comercio exterior. También enumeraba una serie de objetivos que implicaban una notable reconfiguración económica: “recuperación para el patrimonio nacional de las empresas privatizadas, o concesionadas, bajo el control de sus trabajadores y usuarios”; reforma impositiva que grave las grandes riquezas y ganancias, y las transacciones financieras, y desgrave impuestos al consumo para los sectores carenciados; una tarifa social de los servicios públicos prestados para desocupados y jubilados; reestatización de la previsión social bajo el control de personas trabajadoras, jubiladas y pensionadas; salario mínimo igual al costo de la canasta familiar; subsidio para las personas desocupadas; promoción del pleno empleo mediante la reducción de la jornada laboral; y entrega bajo control de las personas trabajadores de las empresas que cierren o quiebren. Finalmente, el proyecto presentado por Zamora (Autodeterminación y Libertad) guarda el mismo espíritu que el que había presentado en 1993. Proponía anular las privatizaciones, suspender el pago de la deuda externa, establecer un salario y jubilación mínima igual a la canasta familiar, el 82 % móvil de las jubilaciones, anular el sistema de las AFJP, garantizar el acceso gratuito a medicamentos; desarrollar un plan de viviendas y obras públicas que aseguren trabajo, prohibir despidos, suspensiones y toda flexibilización, desplegar el control de las y los trabajadores sobre fábricas y bancos.
Discusión constitucional y modelos de acumulación. Más allá de la ilusión poliárquica
En 1949 Carlos Astrada escribió un breve texto titulado “Fetichismo constitucional”, en el que destacaba la importancia de la discusión constitucional. No tanto por sus resultados, o por las eventuales modificaciones del texto, sino fundamentalmente porque la discusión constitucional permitía que el pueblo se apropiara de las discusiones sobre las instituciones que estructuran su orden social. La Constitución a menudo se presenta como un texto sagrado, cuya lectura suele estar reservada a intérpretes institucionalizados. Sin embargo, cuando circulan ideas de reforma constitucional el pueblo se apropia de esa lectura, y esa discusión es importante en sí misma, incluso cuando luego no se traduzca en los textos.
Los años de trabajo del Consejo para la Consolidación de la Democracia, la reforma de 1994 y el convulsionado 2002, muestran una discusión constitucional no reservada a intérpretes institucionales. Sin dudas esto es un aspecto a destacar, pero los contornos de la discusión muestran limitaciones que vale la pena redefinir. La discusión se limita a las cuatro esquinas de los textos constitucionales, enfocados casi exclusivamente en las instituciones estatales. En la década de 1980 creo que existía la convicción poliárquica que indicaba que con la consolidación y el perfeccionamiento de las reglas de funcionamiento del régimen democrático, se garantizaba la alimentación, la educación y la salud. Con esta convicción devenida en ilusión, nuestras discusiones sobre la democracia ya no pueden plantearse de modo desligado de los modelos de acumulación. Y si las discusiones constitucionales tienen algo para aportar a nuestras formas de concebir la democracia entonces deben desbordar las cuatro esquinas del institucionalismo y problematizar sobre qué cimientos o ruinas económicas se apoyará una democracia que ya no puede reducirse a un régimen institucional.
Mauro Benente es doctor en derecho (UBA), profesor adjunto de Teoría del Estado (FDER-UBA), profesor titular de Filosofía del Derecho (UNPAZ), profesor extraordinario (visitante) de Derecho Procesal Constitucional y Protección de Derechos Humanos (FCEJS-UNSL), y director del Instituto Interdisciplinario de Estudios Constitucionales (UNPAZ).
[1] Alfonsín, R. (1986). Carta del Presidente. En: Reforma constitucional. Dictamen preliminar del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Buenos Aires: Eudeba, p. 13.
[2] Aunque no es el lugar para desarrollarlo, llama la atención cómo se asimilan las reformas de 1949 y 1957, como dos reformas que “fueron el resultado de la imposición de un sector político sobre otro, y no del consenso de los diversos sectores”. Reforma constitucional. Dictamen preliminar del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Buenos Aires: Eudeba, p. 25. Esta asimilación olvida que la reforma de 1949 se desarrolló en un contexto democrático, donde todas las voces pudieron participar de la Convención Constituyente –aunque luego el radicalismo la abandonó–, y que la de 1957 se produjo en un contexto dictatorial con el peronismo proscripto.
[3] Reforma constitucional. Segundo dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Buenos Aires: Eudeba, p. 11.
[4] Linz, J. (1994) Democracia presidencial o parlamentaria ¿Qué diferencia implica? En: J. Linz & A. Valenzuela (Comps.) Las crisis del presidencialismo (pp. 43-108). Madrid: Alianza Universidad.
[5] Mainwearing, S., Shugart, M. (2002). Presidencialismo y Democracia en América Latina: revisión de los términos del debate. En S. Mainwearing, M. Shugart, Presidencialismo y Democracia en América Latina (pp. 19-64). Buenos Aires: Paidós, pp. 28-36.
[6] Chasquetti, D. (2008). Democracia, presidencialismo y partidos políticos en América Latina. Montevideo: Ediciones CAUSE.
[7] Reforma constitucional. Segundo dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Buenos Aires: Eudeba, p. 8.
[8] Abordé este asunto con más detalle en Benente, M. (2019). El olvido del poder económico en la reforma constitucional de 1994. En M. Benente (Comp.) Las deudas y promesas incumplidas de la reforma constitucional de 1994. A 25 años (pp. 265-292). José Clemente Paz: EDUNPAZ.
Imagen de portada: Marciano Saucedo -LN-