Marcha del Orgullo
Dolor y gloria

Por Adrián Melo (UBA)
Fotos de Darío Cortés

El último primer día orgulloso (UPD) de la era Macri

El día orgulloso de los muertos  

Fue la última marcha del orgullo de la primera –y espero que sea la única– era macrista. Y no pudo dejar de reflejar ciertas contradicciones: la de una época que no se termina de morir y la de otra que recién empieza a nacer.

Fue la marcha más alegre y multitudinaria de al menos los cuatro últimos años. Llena de consignas tales como “´La patria es el otro´, dijo, y me conquistó”; de efigies de Evita y Cristina besándose lésbicamente, a lengua limpia; de vehículos que decían pertenecer a una Agencia de Transportes llamada Néstor y de tantos otros lemas que daban cuenta de que efectivamente el poder k había cumplido su promesa de volver (“¡A volver, a volver, vamos a volver!”) aunque de manera diferente; también de dibujos de Alberto con los labios pintados y la consigna: “Alberto presidenta”  y la presencia de su hijo, Ezequiel, desfilando como Drag Queen en el primer camión de la caravana para dar cuenta de los tiempos que corren y de nuevos actores sociales protagónicos. Una marcha apoyada desde las redes sociales por el presidente electo que parafraseando en un mismo movimiento al Carlos Jáuregui a los ochenta, las consignas del Frente de Liberación Homosexual de los setenta y aggiornándose a los tiempos actuales con el uso del lenguaje inclusivo escribió: “En una sociedad que nos educó para la vergüenza, ser libres es la mejor respuesta. Vamos a construir una Argentina con más derechos, en la que reinen el amor y la igualdad. Vamos a construir una Argentina para todos, todas y todes”, con un hijo de presidente marchando con nosotres. Una marcha que en cuanto a cantidad de gente y de intensidad de sentimientos de efervescencia evocaban aquellas del 2009, 2010 y 2011, previos o en el marco de la Sanción de la Ley de Matrimonio igualitario y de la Ley de Igualdad de Género. Y que junto con el orgullo que es la contrapartida de la vergüenza flotaba en el aire una gozosa esperanza de recuperar y expandir derechos.

Pero claro que quedan huellas, cicatrices abiertas de heridas demasiado recientes que dejan marcas o expandían un cono de sombra en la manifestación. Por empezar, parece casi una paradoja que se celebrara el día del orgullo en la misma fecha que la de la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Tampoco se sabe a qué caprichosa estrategia política obedeció la decisión del gobierno de la ciudad de Buenos Aires de que ese mismo día sea también la Noche de los Museos, que se puede convenir, también está relacionado con la conmemoración de los muertos. ¿Un mensaje siniestro? En todo caso, si la decisión política tenía un sentido subliminar hasta semánticamente les salió el tiro por la culata.

En primer lugar, porque quedo claro como en aquella película de Edgardo Cozarinsky, Ronda Nocturna, que transcurre la noche de un 2 de noviembre, los muertos regresan justamente ese día y están más vivos que nunca, conviven y hasta copulan salvajemente con los vivos (la escena de sexo entre el protagonista interpretado por Gonzalo Heredia y el personaje difunto interpretado por Rafael Ferro hizo las delicias onanistas de más una generación).

La referencia a Ronda Nocturna no es casual: porque sucede en el contexto de los escombros y las ruinas que dejó la alargada noche década del menemato. Y otra vez volvemos de la noche neoconservadora. Nadie como Cozarinsky conjugó una historia de cierto realismo mágico con escenas de prostitución masculina, pobreza, marginalidad y basurales hijos de la ciudad neoliberal filmadas con la cruda, escabrosa y necesaria realidad de una cámara desnuda casi obscena. Y Cozarinsky ya alertaba profética, benjaminianamente en ese ahora lejano y tan cercano 2005: los muertos que deja el neoliberalismo vuelven de manera mesiánica a cobrar sus cuentas y deudas con el Estado y con aquellos ciudadanos que se alejan de las políticas de cuidado en el nombre del mercado.

Creo particularmente que gran parte de la felicidad que alimentó la 28° y gloriosa Marcha del orgullo estuvo teñida también de la bronca y el dolor por las, les y los muertos que estoy seguro que esa tarde y noche salieron a la calle. Porque pasamos de lemas tales como “¡Ley de identidad género ya!”(2011) o “Educación sexual igualitaria, libre y laica” (2013), a pedir en los últimos años el derecho y la garantía más básica: que no nos maten o que nos den los medicamentos para no morir. “Basta de femicidios a travestis, transexuales y transgéneros. Basta de violencia institucional. Orgullo para defender los derechos conquistados” fue el lema consensuado por las organizaciones de las diversidades sexuales en 2017 y “Por un país sin violencia institucional ni religiosa. Basta de crímenes de odio”, la de este año. El 2019 tuvo la particularidad de tener además veintiún subconsignas –que también hablan de las desintegraciones que producen los neoliberalismos– entre las que cabe destacar “Nuestros besos no son un delito”, en alusión por supuesto a Mariana Gómez, llevada violentamente a una comisaría, vejada, humillada en octubre de 2017, y posteriormente acusada y procesada por besar a su esposa Rocío Girat en Plaza Constitución bajo el subterfugio de “desacato a la autoridad y lesiones leves”; “Basta de genocidio trans/ travesti” (se registraron 147 crímenes de odio  según el Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBT de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires en articulación con la Federación Argentina LGBT. Once mujeres trans y seis varones cis gay fueron asesinadxs, mientras que 43 mujeres trans murieron por ausencia y/o abandono estatal, entre tantas otras situaciones). Y la tragedia más reciente hace menos de una semana: el brutal asesinato a golpes y puñaladas de Walter Chirino por haberle dicho “qué lindo que sos” a un joven machirulo. A ello hay que sumarle la exposición a la violencia física y verbal fomentada por los Estados neoliberales como la sufrida por David Palomino agredido en el baño del local del McDonalds de 9 de Julio y Corrientes, en julio de este año. Por los muertos, por las víctimas que siguen vivas y por todes celebro que este año la marcha haya caído 2 de noviembre.

Quizás por ello, desde una de las carrozas agitaba sus brazos y arengaba a la multitud una travesti caracterizada como Eva Perón. Pero no la Eva Perón de las joyas, las pieles y las aigrettes. Sino más bien la Eva Perón travestida de Copi o mejor aún, la Evita vive del cuento de Néstor Perlongher, aquella que regresaba de entre los muertos con ropas deslucidas pero más radical que nunca. Aquella Eva que lejos de entregar frazadas y máquinas de coser, entregaba lotes de porro para los pobres para que no sufrieran una pálida más (otra de las subconsignas reclamaba “Legalización del autocultivo y consumo de marihuana”). Aquella Evita del lumpen proletariado, reventada, semidesnuda, con las manchas del cáncer o del sarcoma de Kaposi, con el rodete desprolijo de tanto agacharse y chupar miembros de negros y marineros, la que regalaba chongos para sus queridas maricas, la que sobaba y se dejaba sobar hasta la extenuación.

 

La orgullosa noche de los museos

Los museos tienen la extraña costumbre albergar momias, obras artísticas u objetos de muertos. Como escribió Borges en su cuento El encuentro “las cosas viven más que las personas”. De esa idea nace una tradición cinematográfica y literaria que resucita a los objetos y a los dueños muertos de esos objetos en esos espacios destinados a homenajearlos, a resucitarlos y no a sumergirlos en el bronce del olvido. Lo que hace a una verdadera noche de los museos es sin dudas resucitar muertos y fantasmas.

Detrás de la decisión del gobierno de la ciudad de Buenos Aires de hacer coincidir la fecha con el evento no habita claramente este espíritu. Casi, casi me recuerda al último gobierno militar cuando hizo coincidir la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979 con el festejo del triunfo de la Selección Juvenil Mundial de Fútbol para que taparan con sus gritos de alegría los reclamos de los familiares de desaparecidos. Si es así, no puedo dejar de albergar cierto orgullo porque en algún punto nos temen. Evidentemente si los gobiernos neoconservadores basan sus campañas (Bolsonaro es el caso paradigmático) o insisten en lanzar discursos contra las sexualidades diversas a la heteronormatividad, la llamada “ideología de género” o la Educación Sexual Integran es porque aún tienen elementos desestabilizadores. Todavía las sexualidades disidentes molestan al capital, conservan un espíritu subversivo.

El mismo temor evidentemente anidó en el gobierno nacional cuando por primera vez en la historia de las marchas del orgullo y aduciendo problemas burocráticos negó el escenario en Plaza Congreso para el cierre final y tuvo que improvisarse un escenario en Plaza de Mayo –lugar desde donde parte la Marcha– cedido por el Gobierno de la ciudad.

El escenario en el Congreso es el lugar físico y simbólico de reclamo de derechos, de confluencia del desfile, de los camiones y las carrozas y telón de fondo donde se sucede el discurso de las diferentes organizaciones y algunos rituales que ya son tradición como los escraches a silbido limpio contra los personajes homofóbicos del año, el “Beso a beso” que al son de la canción homónima del cantante cuartetero La Mona Jiménez emula a la liturgia cristiana pero reemplaza el beso de la paz entre hermanos por el beso libidinoso del deseo y finalmente el cierre musical cuando empieza a caer el sol. Es evidente que en la primera marcha masiva tras la derrota electoral macrista, el narcisismo presidencial no hubiera podido resistir los discursos políticos pero sobre todo la furia desatada frente a un presidente derrotado, y creo en particular que el presidente Macri no hubiese soportado los efectos de un ritual que recurrentemente lo tiene como uno de sus protagonistas: el de los abucheos, silbidos y escraches por ser personaje público destacado por dichos o hechos homofóbicos. Por otra parte, tampoco parecía deseable el cierre musical previsto para la Banda Sudor Marika que este año desde su cántico devenido en hit, popular y carnavelesco puso en vilo y cuestionó la hegemonía del Jefe de Gobierno, Horacio Larreta, el último bastión del poder macrista (“Macri ya fue/ Vidal ya fue/ Si vos querés Larreta también”).

Es casi lógico que frente a ese status quo Larreta haya optado por refugiarse en la estrategia política que le ha resultado más efectiva y que mejor le salió en sus años de gestión:  la Noche de los Museos es una oportunidad más para lucir esa mezcla de cultura disfrazada de fashion tan propia del macrismo, de luces citadinas desprovistas de ideología, de jóvenes bellezas de sectores populares sacrificándose en espectáculos peligrosos (como aquel que los hacía caminar por cables a altas alturas en la inauguración de la calle Corrientes peatonal) en los altares del neocapitalismo. No quiero soslayar la importancia cultural de algunas actividades de la Noche de los Museos, ni el prestigio de algunas performances y artistas involucras sino el hecho de que aparecen vacías sin una política cultural coherente y continua y van de la mano de la baja significativa del porcentaje del PBI destinado a educación y a cultura y por consiguiente a otras ofertas culturales diversas, capacitaciones, salario docente y el cierre de salas de salas teatrales y cinematográficas.

Sin escenario y sin alfabeto

Fue la primera Marcha del Orgullo en la cual la comisión organizadora retiró las letras LGBTIQ, debido a que se suman otras expresiones, con nuevas formas de vivir la sexualidad, más amplias y que no ajustan estrictamente a modelos identitarios. Las nuevas formas de amar y sentir exceden las posibilidades que habilita el alfabeto para fijar iniciales. “Orgullosamente bisexuales y pansexuales”, era otra de las subconsignas acordadas. En el mismo sentido, dos chicas portaban un cartel como estandarte que decía “Mi mamá decía que comiera de todo y terminé bisexual”.

Hay una particularidad que distingue a la Marcha del Orgullo de Buenos Aires de las marchas de orgullo europeas: no hay demasiada ostentación de lujo, de lo cool o de los músculos. Es una fiesta más bien pero no únicamente de sectores populares. Es una fiesta carnavelesca sin dudas, no solo por las máscaras y los disfraces, los más ingeniosos los lucidos por trans y travestis sino también por el erotismo que se respira en el aire. Es como en el carnaval el tiempo en que la carne vale y la carne parece recuperar ciertos aspectos subversivos de los aires de del ’68, ciertos sueños nunca cumplidos en donde la revolución sexual y social iban a ir de la mano y que se rebelan en las consignas ya no pintadas en las paredes sino en cárteles y más frecuentemente en los cuerpos. Hay un retorno fugaz a esa época en donde parecía que merced a Reich y a Marcuse, Freud copularía con Marx. Hay algo también de 17 de octubre, de pies de obreras y obreros devenidos en putas, putos y lesbianas en la fuente, de travas, de putos peronistas.

Hay algunos efebos musculosos y no soy de los que reniegan de este estereotipo. Las que en el argot se suelen denominar “musculocas” se opusieron en algún momento histórico al tipo ideal construido socialmente del marica flaco, enfermizo y sin posibilidad física e hicieron su contribución en la expansión de derechos. Sus torsos desnudos y sus formas de belleza clásica remiten a cierto ideal estético y a cierto objeto de deseo del que no me interesa renegar sino sumar. Algunos de ellos se inscriben en las prácticas del sadomasoquismo, adhiriendo casi sin saber a otra de las subconsignas que hubiera sido el orgullo redentor de Michel Foucault: “El BDSM y las prácticas sexuales alternativas no son violentas”.

Sergio Maulen, Titular de la Dirección de Sida, Hepatitis y Tuberculosis hasta septiembre del 2018 en que se vio obligado a renunciar por los recortes que no aseguraba la medicación a los pacientes infectados por HIV me refirió otra de las particularidades de esta marcha: fue intensamente joven. Él, como yo, en esta verdadera marea de gente, paraguas multicolor, selfies, no encontró como en otras ocasiones gente conocida sino mucha gente joven. Nuevas generaciones a lo que yo sumaría también el aporte de viejas generaciones: abueles, padres, madres que acompañaron a sus hijes o que, quizás, como el padre del bello y joven adolescente protagonista de la novela de André Aciman devenida en película, Llamame por tu nombre, no se atrevió a vivir en su momento esos deseos que la sociedad suele considerar impuros, prohibidos, pecados o anormales.

 

Después de la peste

Sin afán de reduccionismos históricos ni de pesimismos apresurados, siempre suelo evocar que a períodos de conquista de expansión de derechos le sucedieron épocas nefastas. A la Alemania de la República de Weimar con sus cabarets masculinos, los rubios esplendorosos al alcance de la mano, el pansexualismo de los obreros y de las obreras y las luchas militantes que estuvieron a un paso de abolir el parágrafo 175 que condenaba la homosexualidad le siguió la noche del nazismo con la triste caravana de los hombres que portaban cosidos en sus pechos el triángulo rosa en los campos de concentración. Ningún derecho está conquistado de una vez y para siempre y las conquistas –en materia de derechos sexuales, laborales, sociales, culturales– precisan de la constante militancia para su sostenimiento y expansión.

Ante tanta alegría desatada, tanto desborde de encuentros, abrazos, afectos, deseos, brillantina, colores y alas de mariposas ante el fin de una época poco dichosa recordaba dos fragmentos culminantes de la genial novela de Albert Camus, La peste, una feliz y la otra más precavida: “Por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia (…) y para decir algo que simplemente se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.[1]

Y la segunda: “Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría esta siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las valijas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.[2]

 

 

Agradezco la colaboración y la discusión de ideas para la formulación de este artículo a Darío Cortés.

[1] Camus, A., (2010), La peste. Buenos Aires: Sudamericana DeBolsillo, p. 254.

[2] Íbidem, p. 255.

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