Nueva política migratoria
El año que (ahora sí) vivimos en peligro

Lila García (CONICET)

O de la urgente necesidad de agitar el vínculo entre migración y delincuencia

Desde que la identidad pensada como construcción social puede ser caracterizada como una narración dialógica con Otros significativos, la Identidad Nacional se ha definido, por antonomasia, en contraste con la figura del extranjero: un anómalo, donde lo normal es ser natural de cierto país, un dislocado, un no permitido (por eso se habla de extranjeros “legales” o “ilegales”, categoría que no pensaríamos respecto a personas nacionales, una subjetividad creada y permitida sólo a partir de regímenes normativos). De allí las siempre recordadas palabras de Sayad cuando decía que el Estado se piensa a sí mismo cuando piensa la migración.

En este muy bosquejado escenario, la postura ideológica  -y a veces hasta teórica- más usual es que la migración  se piensa como un problema que hay que resolver, al menos como una “cuestión” o “fenómeno”: un problema de seguridad nacional, que permite alimentar la discusión sobre las fronteras (muros, fortificaciones, controles, policías específicas, etc.); un problema de seguridad interior, que la asocia con la delincuencia. Lo interesante aquí es que, cuando se asume que es un problema o una cuestión, ya las mismas soluciones se encuentran prefiguradas por la forma misma que tiene el problema, en tanto participan de la misma lógica que lo sustenta: de lo contrario, no serían soluciones a “ese” problema.[1]

 

En estos lugares comunes cae el reciente decreto 70/2017, que sustenta la restricción de derechos en la protección de la seguridad y el orden públicos. De hecho, emplea esta visión de la migración como amenaza para legitimarse a sí mismo como decreto de necesidad y urgencia y a su vez, para justificar la ampliación de las facultades del Estado en materia migratoria y mermar, en consecuencia, la protección de derechos. Al mismo tiempo que se validó (al menos para la Ciudad de Buenos Aires) el pedido de documentación en la vía pública y que Dirección Nacional de Migraciones publica orgullosamente en Twiter sus operaciones de control migratorio a vendedores ambulantes africanos (olvidando, por caso, que el uso de perfiles raciales para el control documental ha sido condenado por Naciones Unidas), este enlace entre inmigración y seguridad permite también mantener en acción a las fuerzas del orden: un aumento en su número necesita chivos expiatorios para mantenerlas ocupadas, sea a través de permisividades, como controlar tetas en los espacios públicos, o de nuevas tareas como controlar el ingreso de bebidas alcohólicas en las playas públicas de Mar del Plata.

El decreto presenta algunos números sobre extranjería y delincuencia -enlace tan frecuente que incluso como área de estudio ha logrado un nombre: crimmigration–  que se basa en estadísticas que no son nuevas -la sobre-representación de personas extranjeras en el sistema penitenciario federal- y ni siquiera privativas de la Argentina.[2] De lo que no se habla es de la selectividad del sistema penal. Lo que no se dice es que los datos también indican que menos del 30% de esas personas han sido efectivamente condenadas. Aquello que tampoco se pregunta es por las causas de tal sobre-representación, donde hay que analizar si se trata de personas migrantes o apenas “mulas” del narcotráfico que representan la mayoría de los casos.  ¿Por qué el porcentaje de personas extranjeras detenidas sin condena, sin culpabilidad demostrada, es tan alto? A ello contribuyen otras veleidades de nuestro sistema penal: las personas extranjeras tienen serias dificultades para acceder tanto a una excarcelación como a la prisión domiciliaria y otros regímenes de semi-libertad. A veces, por falta de arraigo. Otras, por falta de residencia regular. Porque claro, si no se puede acceder a una residencia regular cuando se tiene condena o antecedentes penales.

 

Por otro lado, el decreto omite mencionar que para el resto del sistema penitenciario la representación de personas extranjeras es similar al porcentaje de representación sobre la población general: entre el 4 y el 6%. Para sorpresa de todos/as, parece que esos “otros” no delinquen más que “nosotros”.

Esta dimensión de lo-que-se dice, del discurso, de cómo se construye, tiene todo un tejido que creo que hemos llamado “mitología migratoria”. Hace ya muchos años que un teórico como Mármora ha afirmado que en pocos hechos sociales se observa una percepción tan generalizada pero a su vez, tan distorsionada como en las migraciones; en un artículo del año 2000, otro investigador hacía un recuento de “fábulas” sobre la migración, donde por supuesto la asimilación entre migrante-delincuente se lleva las palmas.[3]

Esta mitología migratoria encuentra en el decreto 70/2017 dos previsiones que amplían las cláusulas penales para sancionar o premiar la delación. Primero, estira los supuestos penales de “causales impedientes” (obstáculos para residir, sea por vía de lograr una residencia o la no cancelación de una otorgada) al punto de incluir una obligación de declarar contra uno mismo: ninguna otra cosa es la previsión según la cual se considera motivo para expulsar a una persona del país “la omisión de informar sobre la existencia de antecedentes penales, condenas y/o requerimientos judiciales o de fuerzas de seguridad”. Ello, pese a la previsión de nuestra Constitución Nacional según la cual nadie está obligado a declarar contra sí mismo (art. 18 CN). Segundo, gratifica a quienes brinden información sobre delitos contra el orden migratorio con una admisión o permanencia excepcional. Declaren contra sí mismos y contra otros, que la vida es corta.

Entre los recortes a derechos, encontramos también: (i) la supresión de los mínimos de condena exigidos: para denegar una residencia, se requería una condena de prisión por tres años o más; para cancelar una residencia, por cinco años o más; (ii) mayores requisitos para que DNM perdone (“dispense”) la expulsión por razones humanitarias o existencia de familiares en Argentina; (iii) la creación de un proceso sumarísimo para la expulsión, que incluye el caso de personas que ingresaron “clandestinamente”, buscando sumarnos así a la pavorosa tendencia mundial de devoluciones “en caliente”, donde no importa la tragedia vital que ha movido a una persona a salir de su país, ni si se trata de niños, niñas o adolescentes.

 

Sobre este último punto debemos decir que justificar los plazos brevísimos de este proceso en los años de tramitación que llevan algunas expulsiones habla tanto de la ineficiencia de nuestro sistema que no podemos transferirlo a la persona migrante, a la sazón víctima de los vericuetos burocráticos que caracterizan el campo administrativo pero sobre todo, el dispositivo migratorio. Plazos tan cortos (que mayormente podríamos tachar de inconstitucionales, ya que donde la ley general disponía treinta días, por ejemplo para interponer el recurso judicial, el decreto pretende dejarlos en apenas tres) atentan contra el debido proceso legal. En ese sentido, la apelación general a derechos humanos que hace el decreto en sus considerandos no alcanza ni para maquillar el recorte de derechos que trae. Será que tampoco hay presupuesto para el ejercicio de derechos, o que es más rentable recortarlos que mejorar nuestro sistema recursivo.

Otra de las consecuencias respecto al uso de antecedentes penales o condenas sin contemplar un mínimo de gravedad es que, por supuesto, hasta las más pequeñas infracciones pueden dar lugar a una expulsión: un corte de ruta, la ocupación de un inmueble, una pelea callejera, violación de correspondencia electrónica confidencial o del secreto profesional, la discutida figura de la resistencia a la autoridad o sanciones por delitos culposos, como muerte o lesiones por accidentes de tránsito. Originalmente, el Art. 29.c de la ley argentina de migraciones definía (si bien discutidamente) como umbral mínimo de exclusión aquellos delitos “que merezcan para la legislación argentina pena privativa de la libertad de tres años o más”; de manera análoga, las cancelaciones de residencia requerían de una condena mayor a cinco años (y sólo para delitos dolosos: art. 62.b),[4] mínimo que también ha sido suprimido en la nueva redacción dada por el decreto. Sin embargo, incluso en legislaciones comparadas más duras que la nuestra, se han previsto estos mínimos, o directamente no se permite su expulsión. Así por ejemplo, para las personas que hayan residido por un largo plazo, no se permite su expulsión (legislación española L.O. 4/2000), salvo que sean una amenaza real y grave para el orden público (Directiva 2003/109 UE) y aún siendo así, hay recursos administrativos y judiciales que el nuevo decreto busca restringir.

Por otro lado, la mera existencia de antecedentes en el país de origen no es un buen dato para impedir el ingreso o residencia: puede tratarse desde delitos con condena cumplida (con lo cual, mantener el impedimento de ingreso implica sancionar a una persona de por vida y no sus actos) hasta delitos políticos. Incluso fuera de esos casos, puede tratarse de personas que solicitan estatuto de refugiadas o que huyen de sus países por situaciones de violencia.

Finalmente, si se tratara de personas no nacionales que residiendo en el país cometieran delitos, la regla de igualdad con los naciones consagrada en nuestra Constitución Nacional no sólo permitiría sino que probablemente obligaría a que cumplan la condena en el país con la garantía, para ellas, de que luego podrán lograr la tan mentada reinserción social; para las víctimas, de que el delito de que se trate no quede impune. En este punto, la jurisprudencia del fuero federal ha dicho que no resulta razonable expulsar a una persona residente en el país hace más de veinte años por un delito cometido (y cumplida la condena) hace muchos años. Por el contrario, los jueces tienen en cuenta que para quien aquí trabaja y tiene familia la orden de expulsión resulta irrazonable, a la luz del preámbulo y artículos 14 y 14 bis de nuestra Constitución.[5] Lamentablemente, contra esta jurisprudencia se alza el decreto al disponer que el otorgamiento de dispensas, de perdón (porque claro, esta visión de la gracia soberana convierte a la residencia en un “beneficio” y no en un derecho) a la expulsión, no puede ser otorgada judicialmente (art. 62 bis). Ello, a raíz de alguna mala costumbre adquirida por ciertos jueces de arbitrar entre los derechos de las personas migrantes y las facultades estatales de expulsión y ponerse a revisar las actuaciones administrativas para, en algunos casos, revocar lo dispuesto por la Administración, sobre todo en casos donde las personas a expulsar tenían familia en el país, eran único sostén y las sanciones penales iban desde estar cumplidas hasta ser inferiores al mínimo previsto en la misma legislación.

En suma, bajo una ley migratoria como la nuestra, que ha sido tomada como modelo regional y mencionada incluso como buena práctica por las Naciones Unidas, donde el punto de partida sigue siendo el derecho a migrar (art. 4, ley 25871), un decreto como este es motivo de preocupación y hasta de profunda tristeza, aunque a nadie pasa desapercibido que logra así alinearse rápidamente con el plan norteamericano para la región y hasta lograr una invitación a Washington. Si hasta hace poco Argentina lideraba, por caso, un proyecto por el cual el MERCOSUR solicitó una opinión consultiva a la Corte Interamericana para obtener mejores estándares de protección para la niñez migrante (que terminó en la Opinión Consultiva nro. 21), el lamentable fallo de la Corte Suprema Ministerio de  Relaciones Exteriores y  Culto s/informe sentencia dictada en  el  caso ‘Fontevecchia y D’Amico vs. Argentina’ por la  Corte Interamericana de  Derechos Humanos- por el cual se decide que acatar una sentencia internacional implicaría un menoscabo a nuestra soberanía (y aquí los argumentos contra este dislate del tribunal son tantos que hasta el actual Secretario de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires lamentó, con tino, la decisión) trastoca el orgullo de muchos de nosotros en honda vergüenza.

 

[1] Ibañez, Tomás (2002), “Prólogo”, en E. Santamaría, La incógnita del extraño. Una aproximación a la significación sociológica de la inmigración no comunitaria”, Barelona: Anthropos.

[2] Por ejemplo: Monclús Masó, M. (2006), La gestión penal de la inmigración. El recurso al sistema penal para el control de los flujos migratorios, Buenos Aires: Editores del puerto.

[3] Casaravilla, Diego (2000), “Angeles, demonios o chivos expiatorios? El futuro de los inmigrantes latinoamericanos en Argentina”. Disponible en: http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/becas/20101117123850/casara.pdf

[4] Una referencia a las discusiones, análisis legal y de casos sobre las causales penales puede encontrarse en García, Lila (2015), “Política migratoria y delitos: expulsión por causas penales y derechos bajo la actual ley argentina de migraciones”, Revista Interdisciplinar da Mobilidade Humana, Año XXIII, nro. 45, julio-diciembre 2015, pp. 197-214. Disponible en: http://www.scielo.br/pdf/remhu/v23n45/1980-8585-REMHU-23-45-197.pdf

[5] Argentina-CNCAF, Sala V, “Barrios Rojas, Zoyla Cristina c. EN-DNM Res. 561/2011 y otro s/ recurso directo para juzgados”, Expte. 31968/2011.

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