Eutanasia social
El exterminio médico

Por Federico Pavlovsky (UBA)

Durante la segunda guerra mundial fueron varios los países (Alemania, Japón, la URSS, Estados Unidos) que hicieron experimentos secretos y crueles sobre la población de prisioneros de guerra. Tan horrorosos que incluso hoy no se tienen demasiados datos.  Son también conocidas las atrocidades que se cometieron, en forma sistemática y ordenada, en los campos de concentración de la Alemania nazi, con el emblemático Auschwitz como ejemplo más significativo. Pero quizá no es tan conocida la historia de la Campaña de Eutanasia para exterminar a los enfermos mentales que se desarrolló entre el año 1939 y el año 1941. El plan consistía en la eliminación de aquellos componentes de la sociedad “degenerados” que contaminaban la pureza aria. El terreno estaba allanado por una serie de leyes y un clima social, no solo en Alemania, que interpretaba a los enfermos mentales como una carga social que no era admisible de tolerar para una sociedad que necesitaba crecer en forma saludable. En los Estados Unidos a comienzo del siglo XX, con el aval de la Corte Suprema de ese país, se habían llevado a cabo miles de intervenciones de “esterilización forzada” a minorías raciales, personas con malformaciones congénitas, enfermos mentales y delincuentes. En un hecho histórico casi inadvertido, el nazismo copió del mundo anglosajón las prácticas de esterilización forzada que llevaban a cabo países como Gran Bretaña y los Estados Unidos mucho antes del surgimiento del régimen nazi. En Alemania el antecedente más importante fue la sanción de la Ley de Prevención de Descendencia con Enfermedades Hereditarias (1933). Cerca de 120 mil personas fueron esterilizadas, débiles mentales, delincuentes y homosexuales. En ese mismo año y como señal premonitoria, se redujo drásticamente el presupuesto de los hospitales que alojaban pacientes con problemas psiquiátricos. El diagrama de pensamiento fue claro, primero una ley de esterilización y luego una orden de eliminación a los pacientes “incurables”. Las sociedades médicas (conservadoras alrededor del mundo y de las épocas) callaron frente a la sanción de la ley de esterilización. El aparato de propaganda y de educación, respecto a las teorías de pureza racial, fue tan efectivo que incluso algunos padres pedían por carta directa a las autoridades que dieran fin a la vida de sus hijos. Entre 1939 y 1941 el programa eliminó, en la cámara de gas mayormente, entre setenta y cien mil alemanes internados en establecimientos psiquiátricos. Se crearon seis centros de exterminio, que contaban con cámaras de gas camufladas como duchas y también con crematorios. Cada centro era una suerte de bunker apartado de la realidad, con personal propio, cantina, alejado del resto de la vida civil con alambres de púas, carteles que prohibían la entrada, guardias armados y una disciplina partidaria de silencio. Los pocos empleados que denunciaron lo que allí ocurría fueron enviados a campos de concentración. Se eliminó, a través de una decisión política, al uno por mil de la sociedad alemana de ese entonces, pero el brazo ejecutor en este caso singular, fueron médicos del Estado seleccionados con ese fin. El Dr. H.W Kranz, jefe regional de la Oficina de Política Racial del Partido Nacionalsocialista, fue uno de los propulsores y encargados de llevar adelante la campaña inspirada en la denominada “higiene de la raza”. Una parte de la psiquiatría alemana, muchos de ellos profesores de renombre, dieron su apoyo a la eutanasia.

Los principales médicos involucrados (Karl Brandt, Viktor Brack), que años después fueron juzgados en el Juicio de Núremberg, intentaron explicar aquella campaña desde un punto de vista compasivo, en donde se eliminaba a personas que llevaban “una vida indigna de ser vivida”; “criaturas que sufren mucho y que están irremediablemente perdidas” y “donde ya no queda sino un resto de un ex ser humano”. El procedimiento burocrático implicaba una evaluación por tres médicos peritos distintos y la opinión de un cuarto, que completaban los formularios de la eutanasia. La maniobra se completaba en el caso de los sujetos eliminados, con el despacho de una “carta de consuelo” enviada a los familiares detallando alguna causa de muerte, por lo general de desenlace abrupto e inevitable, y señalando que se había cremado el cuerpo por razones sanitarias. El intrincado sistema de peritos mantenía el anonimato tanto de pacientes como de médicos y, lo más importante, en tanto funcionario de una sección administrativa el médico quedaba despojado de toda responsabilidad personal. Los veteranos de guerra y los extranjeros quedaban exceptuados del procedimiento de selección. Este funcionamiento de engranaje anónimo lo vemos ejemplificado también en el formato de las declaraciones de Adolf Eichmann, estratega de la “solución final” o el mismo Rudolf Hess, comandante de Auschwitz, quienes una y otra vez señalaron cumplir órdenes e indicaciones en el marco de un programa más amplio que no dependía de ellos.

En promedio fue aniquilado el 50 % de los pacientes permanentes de los hospitales psiquiátricos alemanes. En 1941 frente a un clima de descontento y preocupación por muchos familiares de pacientes y por el creciente revuelo que se estaba produciendo alrededor de los centros de exterminio, Hitler decidió suspender la campaña de eutanasia. En los establecimientos de exterminio se demolieron las cámaras de gas y los crematorios, idéntica practica a la que se realizó en el abandono de Auschwitz en 1945. Pero la eutanasia en muchos establecimientos alemanes siguió hasta el fin de la guerra, se denominó “eutanasia irregular” y consistió en miles de muertes llevadas a cabo por médicos y enfermeros embebidos en la cosmovisión nacionalsocialista. En algunos establecimientos se crearon “las unidades del hambre”, donde se suministraba la llamada “dieta B” que consistía en provocar un deterioro muy rápido en los pacientes privándolos de vitaminas. El envenenamiento crónico por Luminal (fenobarbital) fue otra de las prácticas habituales.

Si bien los colegios médicos tuvieron una actitud de silencio, fueron numerosos los ejemplos de profesionales que, conociendo el programa, no enviaban a sus pacientes a los establecimientos de exterminio o los protegían de algún modo. Algunos médicos se jugaron la vida dando de alta a pacientes antes de los traslados o informando en secreto a familiares sobre cuál sería el destino. La médica psiquiatra alemana Alice Platen- Hallermund, autora del libro “Exterminio de enfermos mentales en la Alemania Nazi” (1948), es un ejemplo claro de denuncia, que contrasta con la posición médica oficial de la psiquiatría alemana de la postguerra. Esta profesional formó parte asesora del juicio a los médicos de Núremberg y recabó durante meses evidencia sobre el programa de exterminio, material que resultó en una publicación de 3000 ejemplares en el año 1948, que fue sacada de circulación a los pocos días de ser editada. Solo quedaron cerca de 20 copias en algunas bibliotecas perdidas. Nadie quería leerla. De hecho la autora recibió innumerables pruebas de rechazo entre sus colegas. Quizá esto se relacione con el hecho de que más de la mitad de los médicos alemanes habían formado parte del partido nacionalsocialista hasta 1945, un porcentaje mucho más alto que en el caso de otras profesiones. La psiquiatra alemana, que en los años sucesivos se especializó como terapeuta grupal, emigró primero a Inglaterra y luego a Italia, donde terminó su vida.

En el año 1993 su trabajo fue redescubierto por el profesor Klaus Dorner y volvió a imprimirse, casi cinco décadas después. Uno de los episodios más oscuros de la historia de la medicina, salió del limbo del olvido y la complicidad.

Setenta años después de estas prácticas extremas de eutanasia, la población de pacientes con enfermedades mentales sigue ocupando en la sociedad un espacio marginal y peligroso, una especie de carga social sin solución. Ningún aventurado (por ahora) elevara la voz solicitando la eutanasia o una “muerte digna” para ellos, pero muchas de las condiciones insalubres en las que viven, son una suerte de condena en vida. Obligados a vivir como despojos humanos en muchos casos.

En La sala número 6 de Chejov, quizá el mejor relato sobre una sala de psiquiatría, el médico -Dr. Ragin- que durante dos décadas tuvo un trato displicente con sus propios pacientes, cae enfermo y es encerrado en la misma sala que sus antiguos enfermos. Chejov explica mejor que nadie lo que sucede a continuación en la mente del médico: “una idea terrible, insoportable, ardió en su cerebro: el mismo dolor, la misma rabia de que él se sentía poseído dominaba también a todos aquellos desdichados…”.

La psiquiatría como un actor de poder debe monitorear su propio accionar y mantener una posición crítica y no ejercer una tarea asocial, meramente técnica. Los técnicos han llevado ideas absurdas al mundo de lo posible, como el exterminio aquí descripto.

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