Crónica desde Cuba
El Fidel que yo conocí

Mylai Burgos Matamoros
(Universidad Autónoma de la Ciudad de México)

Un viernes, en la tarde, finalizando el curso universitario, estábamos en la Plaza Agramonte –Plaza central de la Universidad de la Habana (UH)-, sentados en aquellos bancos de mármol y tanta historia, como si el tiempo no pasara y la vida estuviera detenida: vida estudiantil parsimoniosa. Yo era dirigente estudiantil y me la pasaba en la universidad de la mañana a la noche, haciendo, gestionando, planeando, en reuniones de la FEU (Federación Estudiantil Universitaria) o similares. De pronto, entre los pocos que quedábamos sobre el sopor de la primavera-verano y la sombra de los jagüeyes, rodó un murmullo, nos paramos y miramos hacia el edificio de Rectoría, justo en su centro, entre las columnas romanas de los antiguos edificios universitarios emergió una figura en uniforme verde olivo, gesticulaba y conversaba como contando una historia. ¿Quién es? Raúl, no, no, es Fidel –se escuchó entre varios- y salimos corriendo hacia él. Fue de los primeros encuentros personales, venía con un equipo de una televisora estadounidense que le realizaba un documental sobre su vida por sus venideros 70 años. Nos encontramos en medio de la plaza, y con alegría le comenzamos a decir, ¡Comandante, Comandante!, somos estudiantes de Matemáticas, de Filosofía, de Historia, y dije yo, de Derecho. Se voltea y me mira, Derecho no anda muy derecho, a lo cual, ni corta ni perezosa le respondí, pues andará derecho.

Eran los años difíciles del período especial, los 90s, donde el hacer universitario se rodeaba de escaseces y apelaba a una suerte de inventiva creadora para pensar la Revolución desde y por la Universidad misma. Para ello, acudimos a la Historia, acudir en cada paso que dábamos a nuestras raíces, nuestras fundaciones, Martí, Mella, los audaces de la FEU armados en el Directorio 13 de marzo , sus familiares, las mujeres martianas, los del 26 que habían estado en la Universidad, conmemorar aquella marcha de las antorchas verdadera, un 27 de enero, en espera del natalicio del maestro, caminando desde la escalinata a la Fragua Martiana, aunque fuéramos pocos, muy pocos, pero llevábamos nuestras antorchas propias, muy propias. Y surgieron las censuras, de los que desde la oficialidad siempre nos veían en la UH como conflictivamente críticos y de otros estudiantes que por el momento se posaron en la contestación más acérrima, por el socialismo, o, por lo contrario –cualquier cosa que aquello significara-. Por esto, supuestamente, no andábamos derechos, yo creo fehacientemente que siempre anduvimos muy derechos, pero por la izquierda, porque éramos muy derechos izquierdos.

Foto: Mylai Burgos Matamoros
Foto: Mylai Burgos Matamoros

Después de la crisis de los balseros o el maleconazo de mediados de 1994, Fidel iba a menudo por la Universidad. En diciembre de ese mismo año, cuando ya habíamos terminado clases, nos llamaron a todos los dirigentes de la FEU y la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) para participar en un acto en el Aula Magna junto a una visita que vendría: un militar latinoamericano, que había dado un golpe de estado y había salido de prisión, invitado por Eusebio Leal, el historiador de la Ciudad. Nos reunimos en los locales de la FEU, recuerdo que uno de nosotros se cuestionó: militar, ¿qué dio un golpe de estado?, ¿a quién estamos recibiendo?, la duda recorrió a todos, pensando las historias de los últimos veinte años de nuestro continente, y nos dirigimos con incertidumbres al magno recinto. Una vez allí, en primera fila, en el primer asiento, Fidel. El asombro me embargó, el discurso de aquel joven, vestido de militar, sobre Nuestra América bolivariana y martiana disipó dudas, aunque mi mirada estaba en la atención de Fidel a ese venezolano que nadie conocía, pero que después fue luz, Hugo Chávez.

También estuve en el 50 aniversario del ingreso de Fidel en la Facultad de Derecho, estuvimos en el Anfiteatro de la Facultad conversando como una hora, miles de preguntas y recuerdos sobre su época y la actual vida universitaria, todos de pie, alrededor de él, intentando escuchar aquella voz que se tornaba inaudible por el tono conversador, no alegaba, dialogaba. Después escuchamos aquel discurso donde declaró, “en esta universidad me hice revolucionario”, y fue el eco para muchos y muchas, al menos para mí.

Fueron visitas y visitas, diluidas en el recuerdo, se aparecía a cualquier hora y sin aviso, era su casa, su lugar, los estudiantes, entre la audacia y la crítica, convertíamos la insolencia en admiración e increpábamos con diálogo. Así anduvimos siempre, volviendo cotidiana su figura. En los días que venía por primera vez un Papa a Cuba (Juan Pablo II) nos llamaron a una reunión urgente en el Anfiteatro de Derecho, estancia de eterna conspiración, lugar de aprendizaje. El encuentro fue con el dirigente en turno de la organización juvenil comunista, con una encomienda de Fidel, quería saber qué pensábamos los estudiantes de la Universidad de La Habana sobre la visita del Papa. Discutimos, unos a favor, otros en contra, los ejes: el socialismo, el conservadurismo de la Iglesia como institución, su papel en el proceso revolucionario cubano, la política, el llamado del líder. Días después fuimos juntos a la plaza, donde estuvimos muchos y muchas recibiendo al visitante, porque nos lo pidió él, impulsados por la fuerza de la visión futura.

Foto: Mylai Burgos Matamoros
Foto: Mylai Burgos Matamoros

Participé en Congresos de la FEU y la UJC, Festivales de jóvenes y estudiantes, en cada uno hablaba, nos escuchaba, reclamábamos, nos daba la razón o argumentos de persuasión para voltear razones dadas. En un Consejo Ampliado de la FEU, en el Palacio de la Revolución, demandamos por acuerdos de un Congreso anterior de la FEU que no se implementaban y menos se cumplían, nos miraba con la agudeza y la atención de un águila. Siempre nos decían otros compañeros estudiantes, “éstos de la Universidad de la Habana” –por nuestro espíritu confrontativo-, pero veía en la mirada de él un reproche sincero, “ellos son lo yo fui, honestos, impacientes, inconformes, como todos los jóvenes de cualquier tiempo, mejor así que sumisos, sin cuestionamientos”. Esa reunión terminó en una comida a altas horas de la noche en Palacio, comíamos de pie, alrededor de una mesa que se me tornaba inmensa en amplitud y bocados en tiempos de escasez, yo me acercaba, lo más posible, más atenta a su espacio que a los manjares, conversaba de los platos cubanos, preguntaba de donde veníamos, qué hacíamos, qué pasaba. Era la forma de enterarse de todo por todos y todas, acceder a todos y reflejarnos en nosotros mismos.

El viernes 25 de noviembre de 2016, justo en el momento que se comenzó a dar la noticia oficialmente me mandaron un mensaje telefónico, estaba mirando el mundo virtual y al ser casi media noche, viernes y ver el origen, sólo leí Fidel y salté de la cama con el corazón desbocado, cuestioné el mensaje por inercia, pero enseguida pensé que era la noticia que desde hacía tiempo esperábamos, porque la vida viene con la muerte como caras de una moneda, inseparables. Mis nervios me volvieron torpe, no confiaba en la prensa oficial para que diera la noticia rápidamente, miré Facebook y un periodista cubano, conocido por las redes, pero de ética íntegra posteó: Silencio, murió Fidel. Experimenté en llanto la pérdida, el vacío inconmensurable, ese dolor que uno sabe emergería, pero nunca se prevé hasta que ocurre. Llamé a mi casa en Cuba, vivo en tierras mexicanas hace catorce años, mis padres, ya viejos, dormían temprano, les dije, su sobresalto y tristeza los dejó despiertos toda la noche, comunicándose con amigos y conocidos, mirando las noticias oficiales y llorando en el silencio de la noche. Mi desasosiego no terminó hasta que tomé la decisión de hacer el duelo en conjunto, en la isla, y partí hacia ella.

Llegué el martes temprano, esta tierra llena de colores y música, andaba caminando desde un silencio profundo, y quién no lo siente o está indiferente, al menos respeta, respeta el luto ajeno, y no se asoma, no a la vista de las lágrimas de los que aún lloramos. Fuimos a la Plaza, los pocos amigos que quedan en la isla me llamaron, uno para verme, otros para ir juntos, este momento lo quería compartir con mi padre, mi hermano, mi sobrino y mi madre en la distancia, pues le fue imposible estar en la Plaza físicamente. Caminé por una avenida y veía el ir y venir de la gente hacia la plaza, sentí temor, incertidumbre, de que la plaza no se llenara, asumí que sí, pero conozco el desgaste del proceso, y quién sabe cómo reaccionarían las diferentes generaciones, hoy tenemos adolescentes que nunca vivieron a Fidel, sólo por referencia, ya que dejó el ámbito público hace diez años, también, muchos jóvenes ya adultos que sólo han conocido un país en crisis, tratando de sortear la vida, entre el mercado y el estado, entre lo que hay y lo que no en todo ámbito social. Me fui acercando a la plaza, y cada vez veía más y más personas, de todas las edades, jóvenes muy jóvenes, viejos muy viejos, todos juntos, prestos a la velada.

Fue una despedida en dónde me moví entre el dolor y la rabia, pasando por la comprensión. Quería escuchar un grito de despedida nuestro, no diplomático, no de articulación política, pero poco a poco fui asumiendo que se convirtió en un grito de todo el Sur global, esencia de este proceso cubano, internacionalista, anticolonial, antimperialista, aunque hubo personajes que no deberían haber estado nunca. Esos que tomaron mi plaza por su privilegiada posición en sus países, posición usurpada, levantaron mi rabia que sólo se calmó al entender que era ese país esencialmente quien tenía que estar por lo que representa para Cuba, para el proceso revolucionario y para Fidel mismo. Fue el caso de México, esa tierra que se ha vuelto mía en los últimos años, dueña de mis desvelos y construcciones actuales, donde aporto desde la enseñanza lo que aprendí aquí en esta isla de utopías. Mi rabia respondió y pude clamar en la multitud que Peña Nieto era un asesino, qué dónde estaban los desaparecidos, los muertos de sus guerras civiles capitalistas, las mujeres violentadas cotidianamente hasta la muerte, alrededor me miraban con asombro, pero también dije comprensivamente, es México quien tiene que estar en esa despedida, nuestra despedida.

Foto: Mylai Burgos Matamoros
Foto: Mylai Burgos Matamoros

Los momentos cumbres fueron para un Tsipras conmovido y enaltecido por su figura de joven resistencia, un Correas culto y sostenido, o cuándo Daniel Ortega dijo que duele, duele mucho y preguntó ¿dónde está Fidel?, aquí, se escuchó una larga contestación, repitió, ¿dónde está Fidel?, aquí como si quisiéramos que el mundo lo supiera, y la plaza como una ola embravecida hacia la orilla aumentó en un grito que se ha convertido en la multiplicación, ¡Yo soy Fidel!, ¡Yo soy Fidel!, ¡Yo soy Fidel! exponencial en la diversificación. Evo nos abrazó desde la inmensidad indígena, lamentó que quién nos arropará ahora ante el dilema y el conflicto, y Maduro cerró con el corazón en la mano, contándonos como Fidel le dijo hace un año que llegaría hasta los noventa, pero que ya él había hecho todo lo posible, ahora nos tocaba a todos nosotros seguir camino, levantando toda una plaza por el abrazo solidario. Raúl, finalmente, vitoreado por una multitud que lo había esperado toda la noche, cerca de las once de la noche, despidió con el ¡Hasta la Victoria Siempre Fidel!, que ha quedado sellado ante los agradecidos.

A pesar de lo cansado de discursos políticos no acostumbrados por su decursar protocolar, las personas se movían de un lado a otro, pero éramos tantos que la plaza seguía compacta, con niños dormidos junto a sus padres en el suelo como ovillos, jóvenes mirando celulares y juegos, pero reactivados ante el llamado del grito amigo o la palabra sentida. Recordé cuándo tenía muy poca edad y venía con mis padres a esa misma plaza, y Fidel hablaba, hablaba, yo no entendía todo lo que decía, y le preguntaba a mi madre, qué dijo, qué quería decir, y ella me explicaba, mientras yo y mi hermano sentados en el piso, sin juegos ni celulares, también jugábamos con el piso y sus piedrillas, en la dinámica de la espera.

Salimos caminando, junto a la muchedumbre, con lágrimas en el rostro, había jóvenes que nos miraban con asombro, ellos no vivieron a Fidel sino sólo su referencia, pero allí andaban, serán ellos los que tendrán que decidir y hacer el destino de un país. Yo confío en ellos y en este pueblo, en lo que se hizo y se tendrá que hacer, desde ese poder en sus propias manos. En estos momentos, Fidel se fue, acudiendo como un destacamento del refuerzo, removiéndonos, se fue para en su última partida lanzarnos renovadamente a la lucha por este mundo. Su muerte la veo convertida en un hacia adelante, como un último llamado de atención para hacernos saltar nuestras conciencias agotadas ante pérdidas de rumbos e iniciativas. En 1997, Fidel agradeció en Santa Clara al Che porque regresaba a Cuba (en sus restos) para reforzarnos en momentos aciagos de crisis y derrumbes. Ahora, que camino por La Habana entre el letargo de tristeza mientras se retoma la vida cotidiana, siento que su muerte es un llamamiento a la vida, a la rebeldía, a gritar con fuerza el cambio, el clamor por el socialismo desde nuestras vidas, dentro y fuera de la isla, a regenerar y construir sin cejar, porque jamás tendremos paz en un mundo como el que tenemos, donde siempre habrá el usurpador, el oportunista y el dominador que perseguiremos para arrancarles nuestros derechos a la vida, a la libertad, a la existencia digna, esos derechos que ante todo son y siempre serán izquierdos.

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