Por María Laura Bagnato
Hoy, 3 de junio, se cumplen 10 años de la primera concentración masiva en el marco de la convocatoria #NiUnaMenos frente al Congreso de la Nación. En esta nota, María Laura Bagnato, docente de la UNPAZ, vuelve sobre los orígenes de este grito colectivo de lucha contra las diversas formas de violencia de género, a la vez que recuerda los aprendizajes en el camino recorrido mientras delimita los actuales desafíos.
El 3 de junio de 2015, miles de personas salimos a las calles con una consigna que hizo historia: Ni Una Menos. Aquella primera movilización fue mucho más que una protesta: un grito colectivo, visceral y urgente, nacido del hartazgo frente a los femicidios y las violencias machistas que atraviesan nuestras vidas cotidianas. Con el paso de los años, ese grito se amplificó y se hizo más complejo: incorporamos la demanda contra los transfemicidios y travesticidios, y todas las formas de violencias hacia los cuerpos feminizados, entendiendo que nuestras luchas son inseparables del reconocimiento de las múltiples violencias que enfrentamos por motivos de género, clase, orientación sexual, expresión de género, raza y capacitismo.
Diez años después, con múltiples conquistas, pero también con retrocesos alarmantes y desafíos inéditos en la historia de nuestra democracia reciente, seguimos de pie. Contra viento y marea, nos hemos constituido como un movimiento político, afectivo, plural y heterogéneo, capaz de disputar sentidos, habitar espacios de poder y de decisión, y transformar realidades. Los feminismos que también somos transfeminismos, con nuestras múltiples diferencias, hemos aprendido a repensar y reconfigurar lo colectivo y lo común en tiempos donde lo individual aparece como la única salida posible.
Estos diez años no han permanecido lineales ni exentos de tensiones. A medida que avanzamos, también se intensificaron las reacciones. Las derechas extremas y los sectores conservadores nos señalaron como enemigas de una mentada realidad, nos atacaron, persiguieron y nos ridiculizaron.
Hoy, con cada medida antifeminista y antipopular, buscan convencernos de que nos han vencido. Pero se equivocan. Las feministas sabemos de tiempos de adversidad. Y lo que hemos sembrado en esta década –pero también a lo largo de nuestra historia– no se borra con discursos de odio y con recortes presupuestarios. Nuestra potencia política está hecha de experiencias compartidas, luchas, de vínculos tejidos al calor de la organización y los cuidados mutuos.
Hicimos una política de lo cotidiano
La primera demanda del Ni Una Menos fue elemental: queremos vivir. Hartas del miedo, del maltrato, del ninguneo, de los abusos, de las violencias física, simbólica, económica, política y sexual, de las violencias reproductivas y no reproductivas. Nos organizamos para exigirle al Estado y a sus instituciones las responsabilidades constitucionalmente asumidas. Porque cada femicidio que no se evitó, cada medida de resguardo que no se cumplió, cada denuncia ignorada, tiene responsables. Exigimos políticas públicas de prevención, de visibilización, de acceso a la justicia y de reparación.
Pero eso no fue todo. No esperamos pasivamente. Ensayamos políticas propias, desde abajo, con las herramientas que fuimos construyendo y que tenemos: redes de acompañamiento, espacios de formación, estrategias comunitarias de cuidado, intervenciones artísticas, protocolos, centros de atención, líneas de escucha. Entendimos que la salida nunca es individual. Que no hay peor situación que enfrentar las violencias machistas y sus desigualdades patriarcales en soledad. Por eso, nos acompañamos políticamente, con el cuerpo, con la emocionalidad, dando nuestra vida. Y para nosotras eso también es hacer política.
Apostamos a la formación como herramientas de transformación. Nos propusimos revisar nuestras prácticas, saberes, formas de transmisión y modos de vincularnos en todos los espacios que habitamos: escuelas, sindicatos, universidades, barrios, movimientos, partidos políticos e instituciones. La pedagogía feminista que construimos es crítica, situada, afectiva y colectiva. Creemos en la práctica de producir nuevas formas de mirar, sentir, estar e interpretar el mundo. Allí está la posibilidad de transformación.
Queremos cambiar de raíz las formas históricas de relacionarnos. Queremos un mundo donde todas las vidas sean posibles de ser vividas. No la de unos pocos. Y para ello, necesitamos un cambio cultural, político, económico y afectivo. El patriarcado, el capitalismo, el racismo y las violencias por razones de género se sostienen mutuamente. Por eso nuestras luchas son interseccionales y populares. Porque no hay feminismos sin justicia social.
En esta década, además, denunciamos con mayor énfasis la desigual distribución de las tareas de cuidado, como así también la escasa y nula remuneración de los trabajos vinculados a estas tareas. Exigimos el reconocimiento de los trabajos de cuidado, su desfeminización, la corresponsabilidad de estos. Necesitamos un Estado presente en nuestras vidas, políticas públicas integrales y presupuesto con perspectiva feminista que garantice las posibilidades de cuidar y cuidarnos. Que ponga en el centro la vida, los vínculos, la interdependencia y la sostenibilidad de los cuerpos y los territorios.
Nuestros aprendizajes
Aprendimos de nuestras antecesoras. Son muchas. Entre ellas reconocemos un especial lugar al legado de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Ellas nos enseñaron que la persistencia, la valentía y la organización son herramientas fundamentales para nuestra lucha. Nos enseñaron a caminar juntes, a no dejar a nadie atrás y, por sobre todas las cosas, a no olvidar. También nos reconocemos herederas de otras formas de organización colectiva feminista, como los históricos Encuentros de Mujeres, hoy llamados Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales e identidades No Binarias. Estos espacios son parte de nuestra genealogía de lucha: un ejercicio de memoria colectiva, discusión política y construcción horizontal que, año a año, reconfigura los sentidos de los feminismos desde los territorios. Son también legado y presente de una praxis política que entiende que lo personal es político y que la transformación es colectiva.
Las feministas tejemos nuestras genealogías, reconocer nuestras historias y diferencias. Pero también aprendimos que el camino no está exento de tensiones y discusiones necesarias. Esta última década nos dejó preguntas abiertas, debates incómodos, nudos políticos que no podemos eludir. Entre ellos, nos interesa dejar planteados algunos de ellos.
Uno de los debates que atravesó al movimiento en esta década tienen que ver con las respuestas frentes a las violencias. ¿Cómo enfrentarlas sin reproducir las lógicas punitivistas y neoliberales del Estado que, muchas veces, también nos violentan? ¿Cómo garantizar reparación, cuidado y transformación?
Sabemos que el sistema judicial no siempre nos cuida. Que muchas veces revictimiza, desoye y castiga selectivamente según clase, color de piel, barrio, identidad de género. Frente a cada caso de abuso, acoso o violencia, muchas veces se nos exige una respuesta ejemplificadora: la expulsión, el castigo, la denuncia penal. Por ello, frente al dolor, la impunidad, la injusticia, el recurso a lo punitivo aparece como la única salida inmediata. Frente a esto, la justicia que queremos construir, en cambio, no puede reducirse al castigo. En ese sentido, nos seguimos preguntando: ¿qué es reparar?, ¿qué significa la justicia para quienes han sido violentades?
El desafío es enorme: pensar una justicia feminista que sea transformadora, restaurativa, colectiva, situada y que, por sobre todas las cosas, no reproduzca violencias. Que ponga en el centro a quienes han sido dañades, pero sin replicar los mecanismos que históricamente nos han oprimido. Construir formas feministas de justicia, basadas en la escucha, la reparación, la transformación de los vínculos, el deseo urgente de que no vuelva a ocurrir. Los feminismos no podemos quedar atrapados en la trampa de pedir más cárcel como única respuesta. Por supuesto, este desafío no tiene una solución sencilla, ni mucho menos monolítica. Pero la pregunta que abre la seguimos haciendo nuestra.
También, es ineludible señalar que la institucionalización de las políticas de género ha sido una conquista histórica del movimiento feminista. Sin embargo, no siempre han significado una transformación real. En muchos casos han quedado atrapadas en lógicas burocráticas que despolitizaron nuestras demandas y apagaron su potencia transformadora. La urgencia vital que nos llevó a conquistar esos espacios se vio en ocasiones frustrada por la lógica procedimental, por tiempos largos, la falta de recursos, la precariedad de contrataciones de quienes sostienen esas tareas, o la indiferencia institucional. El riesgo en que estas políticas se conviertan en simulacros o fachadas es algo que también venimos denunciando. Nos interesa que no pierdan su anclaje en las experiencias concretas de quienes las necesitan. Por eso, insistimos, las políticas de género no pueden ser solo una oficina. Necesitan ser un campo de disputa, instrumentos que creen nuevas posibilidades y que transformen nuestras realidades cotidianas.
Por último, una trampa sutil pero peligrosa que enfrentamos es la de la (re) victimización permanente. Es cierto que las violencias nos atraviesan, nos duelen, nos dejan marcas. Pero quedarnos en el lugar de las víctimas indefectiblemente nos inmoviliza y despolitiza nuestras luchas y reclamos. Nos encierran en un relato de dolor sin horizonte de agencia. En contraposición a ese inmovilismo, los feminismos surgieron como una afirmación vital, como una política del deseo, del goce y de la potencia de lo colectivo.
Reducirnos a víctimas es una estrategia que desconoce nuestras resistencias cotidianas, nuestras formas de cuidado mutuo y nuestras intervenciones políticas. Ojo, no se trata de negar el sufrimiento, sino de convertirlo en experiencia compartida y fuerza transformadora. Necesitamos narrativas que visibilicen el dolor, pero también dé lugar a nuestras alegrías, esperanzas, logros y muestre nuestra inmensa capacidad de reinventar el mundo.
Los próximos desafíos
En los últimos años, las derechas crecieron con fuerza. No solo electoralmente, sino en el plano cultural, simbólico y político. Instalaron discursos de odio contra las mujeres, disidencias sexuales, pueblos originarios, migrantes, organizaciones sociales, juventudes organizadas, ambientalistas, por nombrar algunes. Señalan a los feminismos como culpables de todos los males. La ofensiva antiderechos tampoco es nueva, pero hoy se expresa con brutalidad: cierres de programas, despidos masivos, precarización de los salarios, censura de contenidos educativos, criminalización de la protesta.
Pretenden convencernos de que los feminismos son cosas del pasado. Pero lo que no terminan de comprender es que estamos en todas partes. En cada barrio, en cada aula, en los sindicatos, las universidades, en las organizaciones sociales, comedores, centros de salud y en cada espacio de lucha. Nuestra fuerza está en los vínculos que supimos construir, en la alegría de encontrarnos, en la rabia compartida que se vuelve acción.
También nos preguntamos: ¿Cómo seguir sosteniéndonos en tiempos de tanta adversidad, cuando el Estado se retira? ¿Cómo no agotarnos? ¿Cómo no resignarnos? Sabemos que nuestras herramientas son frágiles, pero también profundamente potentes: el encuentro, la escucha, la palabra compartida, el deseo de cambiarlo todo.
Diez años no son nada. Pero para nosotras representan las vidas que defendimos, las condiciones que transformamos, las políticas que inventamos, las acciones que concretamos, las herramientas que compartimos, las múltiples maneras en las que nos acompañamos. Es la vida que estamos intentando rehacer. A veces con dolor, muchas con enojo, otras con alegría. Pero siempre con convicción.
Ni Una Menos fue y sigue siendo una promesa. La posibilidad de construir un mundo donde las vidas de todes valen, donde nuestros deseos importan. Donde el miedo no nos paraliza y la construcción entre compañeres se vuelve motor, abrazo y horizonte. Y, aunque nos quieran convencer de lo contrario, los feminismos somos una fuerza vital de transformación social.
María Laura Bagnato es politóloga (UBA). Docente e investigadora en la UNAJ, UNPAZ, UBA y UNMa. Integrante del Programa de Estudios de Género de la UNAJ. Directora del proyecto de investigación (UNAJ investiga 2023): Cuidados y Universidad: debates, estrategias, y perspectivas desde la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ).