Por Federico Scigliano
A cuarenta años del Juicio a las Juntas, este texto reconstruye escena por escena uno de los acontecimientos fundantes de la democracia argentina. Desde la arquitectura política y jurídica que lo hizo posible hasta sus silencios, tensiones y disputas de sentido, Federico Scigliano revisita el juicio no solo como un hecho judicial excepcional, sino como un laboratorio de memorias, consensos y límites de la transición democrática. Entre la épica civil, las estrategias de la acusación y la defensa, la centralidad del Nunca Más y las marcas de una utopía ciudadana inconclusa, el recorrido propone volver a 1985 para interrogar el presente, la política y las formas en que una sociedad intenta juzgar su horror y narrar su esperanza.
El 22 de abril de 1985, siete minutos pasadas las tres de la tarde, empezó el Juicio. a las Juntas.
En el banquillo de los acusados estaban los nueve integrantes de las tres Juntas militares que gobernaron durante los siete años de dictadura: Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola, Armando Lambruschini, Omar Graffigna, Arturo Lami Dozo, Jorge Isaac Anaya y Leopoldo Fortunato Galtieri. A la izquierda de ellos, la parte acusadora, los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo.
Frente a los acusados, los miembros del Tribunal, los jueces Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián, Jorge Valerga Araoz, Guillermo Ledesma y Andrés J. D’Alessio.
Una escena fundante de la democracia argentina estaba a punto de comenzar.
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El primer día estaban en la sala el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, y la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, a quien la policía obligó a quitarse su icónico pañuelo blanco para ingresar. Por disposición del tribunal, no se permitía simbología política alguna. En 1985, el pañuelo de las madres era considerado de esa manera.
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¿Qué se estaba por juzgar? Violaciones a los derechos humanos durante el período 1976/1982. Eso quiere decir muchas cosas, entre otras, que no se iba a juzgar el Golpe de Estado de 1976 ni los hechos ocurridos durante la Guerra de Malvinas de 1982, de los que no habían pasado aún dos años.
¿Qué delitos se investigan? Homicidios, torturas, privaciones ilegales de la libertad y robos cometidos por militares. Las desapariciones de personas no son formalmente juzgadas porque ese delito no existía todavía en la legislación argentina. La decisión política era juzgar a los militares con el corpus legal existente, sin leyes nuevas o tribunales especiales. La estrategia era no dejar resquicios para que los acusados “politizaran” el juicio.
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El juicio se inicia en 1985, pero tiene a esa altura dos largos años de idas y vueltas, de presiones castrenses y decisiones difíciles, de internas gubernamentales, de una sociedad que sale como puede de los años de horror, con sus propias ficciones reparadoras.
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El 20 de septiembre de 1984 se entrega el informe Nunca Más hecho por la CONADEP. Ese día se movilizan cerca de 70 mil personas a Plaza de Mayo. “Después de la verdad, ahora la Justicia” era la consigna del acto.
Tras el acto, los familiares y las Madres, que no habían participado de la entrega del informe, marchan a Tribunales. Piden que la Justicia Civil actúe en las causas por violaciones a los derechos humanos. ¿Por qué piden esto? Porque durante todo 1984, tal como había establecido el decreto 158/83, los miembros de la Junta estaban siendo juzgados por delitos de lesa humanidad por el Consejo Superior de la Fuerzas Armadas. Esta había sido una decisión política de Alfonsín que había sido acompañada de otras de igual trascendencia, tomadas a escasos días de su asunción presidencial, en diciembre de 1983: derogar el decreto de autoamnistía que los propios militares se habían dado meses antes de abandonar el poder y, la más importante y clave para el desarrollo del juicio, reformar el Código de Justicia Militar para permitir que la justicia civil, en la figura de la Cámara Federal, pudiera intervenir si la justicia militar demoraba injustificadamente los procesos. Esto es lo que sucede a fines de 1984 y da origen al Juicio a las Juntas.
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El Nunca Más se convirtió en la pieza acusatoria clave del Juicio y, como señala Emilio Crenzel en La historia política del Nunca Más, en la memoria canónica sobre las desapariciones en Argentina. Además, el Nunca Más se convirtió en un éxito editorial descomunal ese año, y su trascendencia pública y política fue aún mayor cuando sus testimonios fueron la estructura central de la acusación de la fiscalía en el juicio.
En ese sentido, la centralidad del informe es judicial, pero también política y cultural en la medida que construye una nueva hegemonía para narrar, pensar e interpretar los hechos e instala un nuevo consenso comunitario acerca de los alcances de la masacre política de la dictadura con un nivel de masividad social impensable antes de su publicación.
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El primer testigo del juicio es Ítalo Argentino Luder. Tiene que responder por el decreto de aniquilamiento de la subversión que él había firmado en octubre de 1975, mientras estaba a cargo del Poder Ejecutivo durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón. Este decreto era la clave argumentativa central de los militares para explicar su accionar en “la lucha antisubversiva” y recurso central de la defensa en el Juicio: probar a nivel judicial (pero también dar la batalla en el plano político y social) que en el país había habido una guerra entre las Fuerzas Armadas y la subversión, y que todo lo actuado por las fuerzas debía leerse en ese prisma.
Esta estrategia de la defensa marca también la estrategia de la fiscalía, que opta por una testimonialidad donde la militancia revolucionaria y el compromiso político de las víctimas y los sobrevivientes aparecía acallado. Esta estrategia tuvo un nivel de pregnancia tal que determinó en buena forma toda la testimonialidad de los 80 sobre la experiencia política de las organizaciones revolucionarias en Argentina. Tuvieron que pasar muchos años para que las memorias militantes tuvieran condiciones de visibilidad.
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En la quinta jornada del juicio, el 26 de abril, testimonia la primera sobreviviente de un Centro Clandestino de Detención. Es la Licenciada en Física Adriana Calvo de Laborde. El testimonio enmudece a las defensas y provoca una tremenda impresión entre los miembros del Tribunal. El primer testimonio de una sobreviviente se convierte en un emblema del Juicio. No había pasado ni una semana de audiencias.
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Durante el juicio todo lo que se sabe se sabe por la prensa, pero la prensa no puede grabar nada de lo que allí sucede. Las crónicas periodísticas de los enviados de cada medio se construyen con apuntes a mano alzada durante las audiencias. El juicio no se transmite y las pocas imágenes que se pueden ver están sin audio. Eso dispuso el Tribunal y habla de la fragilidad real o percibida en la que se llevaron a cabo las audiencias.
El 27 de abril de 1988 una copia de todo el material fue llevado secretamente a Oslo, Noruega, y guardado en una sala blindada para protegerlo de los vaivenes de la política local.
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El 13 de junio declara Patricia Derian. Había sido la Coordinadora de Derechos Humanos y Asuntos Humanitarios del Departamento de Estado de los Estados Unidos durante el gobierno de Carter entre 1976 y 1981. Por ese cargo, había visitado el país en marzo, agosto y septiembre de 1977. La revista Gente la había calificado entonces como “la enemiga pública número dos del país” detrás de Firmenich, que era el número uno. Fue la encargada de motorizar las denuncias sobre derechos humanos en Estados Unidos. Tal era el odio de los militares que cuando ella declara, los abogados de los genocidas se van de la sala, salvo Tavares, defensor de oficio de Videla. Cuando los abogados regresan a la sala de audiencias tras la declaración de Derian, se produce el recordado episodio en el que el fiscal Strassera le hace gestos obscenos a los defensores, y se liga una reprimenda del Tribunal.
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El 11 de septiembre comienzan los alegatos. Es la primera vez que todos los acusados están presentes en la Sala de Audiencias.
Los diarios habían informado el día anterior sobre el pedido de Videla para que la Cámara lo exima de concurrir, pedido que fue rechazado.
Ese día se produce una escena que para muchos es fundante de la transición democrática. Desde el tribunal se dice “señores de pie”, y quienes habían sido dueños de la vida y de la muerte durante siete años, deben pararse y acatar la orden de un tribunal civil de la nación.
Esa coreografía, esa métrica de la nueva época que puede medirse en los segundos que tardan en pararse, tiene para Argentina el ruido sordo con el que se mueven los continentes.
Videla y Galtieri son los únicos que van de civil, los otros acusados van con su traje militar.
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A las 15:20 de ese día comienza el alegato de la fiscalía.
El inicio de Strassera es muy importante porque, entre otras cosas, habla del “mayor genocidio que registra la joven historia de nuestro país”.
La calificación de genocidio para referirse a los hechos será muy discutida en los años de impunidad y recién en los 2000, con la reapertura de los juicios, se impondrá en las sentencias.
Strassera y Moreno Ocampo leen el alegato por una licencia otorgada por la Cámara en función de la cantidad de casos, ya que los alegatos debían ser orales.
La fiscalía había pedido a la Cámara 20 horas de extensión, por lo que la lectura se repartió en cuatro días. Durante el alegato de la fiscalía se permitió la entrada de público a las gradas como durante las audiencias.
El cierre será el momento más recordado y emblemático del Juicio, cuando el fiscal Julio Strassera pronuncia su “Señores jueces, Nunca Más”, una de las frases de la democracia argentina recuperada. Lo que sigue es una ovación cargada de llanto desde las graderías del público. El Tribunal, de ahí en más, decide que las audiencias fueran sin público, de modo que los alegatos de todos los acusados son con las gradas superiores vacías.
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El 23 de septiembre las defensas y los integrantes del Tribunal van a Canal 7. Las instalaciones habían sido pedidas para proyectar tres películas: “Documento Cinematográfico Movimiento Nacional Justicialista”, “Conducción política y guerra integral”, y “Trasvasamiento, la organización y el socialismo nacional”.
Con estas películas la defensa de Lambruschini buscaba acumular elementos para su alegato.
La estrategia de todas las defensas, cuyos alegatos estaban por comenzar era centralmente la misma. Probar a nivel judicial, político y social, que en el país había habido una guerra entre las Fuerzas Armadas y la subversión, En todo caso estaban dispuestos a admitir algunos excesos en el uso legítimo de la fuerza, pero esos casos, excepcionales, debían tratarse como tales.
El primer alegato defensista es el de los abogados de Videla. El primer jefe de la Junta es el único que desconoce la potestad del Tribunal para juzgarlo, de modo que tiene abogados de oficio y decide no hablar. Los otros alegatos tienen un tono monocorde y anodino. Todos menos uno, el alegato de Emilio Eduardo Massera. El Almirante Cero es el primer genocida en hablar ante el tribunal en todo el juicio. Aunque habla sin leer, tiene una hoja a la que cada tanto vuelve como ayuda memoria. Su discurso dura 17 minutos. Allí, con astucia, Massera arroja una pregunta que quedará en el aire durante décadas. “Yo estoy aquí procesado porque ganamos una guerra justa, la guerra contra el terrorismo subversivo. Si hubiéramos perdido esa guerra justa, ni ustedes ni nosotros estaríamos acá”. Massera devuelve a la democracia recién recuperada que celebraba su transición, una afirmación que no tenía condiciones para ser pensada entonces. La democracia como hija de la derrota de los proyectos populares. La democracia como consolidación, en palabras de Silvia Schwarzböck en Los espantos, de una vida de derecha como única vida posible.
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Terminados los alegatos a fines de septiembre y octubre, noviembre es el mes en que se debate qué hará el tribunal con la sentencia, que se espera para los primeros días de diciembre.
El 20 de noviembre de 1985 se cumplen 40 años del Juicio de Núremberg, la serie de procesos judiciales llevados a cabo por los Aliados al finalizar la Segunda Guerra Mundial para juzgar a los nazis y otros responsables de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El más famoso de ellos fue el que llevó a cabo un Tribunal Militar Internacional, que juzgó a 24 líderes nazis por conspiración, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
Por unos días, la comparación que la prensa hacía entre ese juicio y el que se estaba llevando a cabo era cotidiana.
Sin embargo, Strassera negaba esa comparación y tenía buenos argumentos: los juicios de Núremberg se habían hecho con un tribunal especial armado por el ejército vencedor y había aplicado una ley penal retroactiva, dos cuestiones que en Argentina de 1985 se habían cuidado mucho de no hacer.
Acá se los estaba juzgando por tribunales ordinarios y con la ley penal vigente.
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El 25 de octubre, después de una ola de amenazas de bomba a escuelas primarias y secundarias y a informes de inteligencia que afirmaban la preparación de un golpe de estado, en el que estaban implicados unos 200 militares, policías retirados y periodistas, Alfonsín declara el estado de sitio, que se iba a mantener hasta la mañana del lunes 9 de diciembre, el día de la lectura de la sentencia. No era una buena señal que semejante acontecimiento se diera con algunas de las garantías constitucionales suspendidas.
El otro anuncio del 9 de diciembre a la mañana fue que por primera vez la transmisión televisiva iba a ser en vivo y con audio.
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El 9 cerca de las 17 la sala estaba llena. En ese contexto volvió a repetirse una escena que ya se había visto el día del inicio del juicio: Hebe de Bonafini se puso su pañuelo blanco y se sentó en la sala. Primero un policía, después un subcomisario, después el propio Arslanián y Horacio Ravenna, entonces Secretario de Derechos Humanos, intentaron persuadirla para que se lo quite. Hebe se sacó el pañuelo y se lo llevaron. Al poco tiempo se puso otro que había llevado escondido. Frente al nuevo pedido accedió a ponérselo en el pecho diciendo que a la primera absolución que se escuchara se levantaba y se iba.
Solo un militar juzgado estaba en la sala. Era el brigadier Omar Rubens Grafigna, que llegó vestido de aviador.
A las 17:50, finalmente, León Arslanián, el mismo juez que había comenzado las audiencias del juicio en abril, llegó al estrado.
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Arslanián anunció que el fallo era por unanimidad, algo que en las negociaciones previas de los camaristas había sido un punto muy importante, ya que no se quería dar la idea de un fallo dividido.
El primer condenado fue Videla, a prisión perpetua. Se le atribuyeron 16 homicidios con alevosía, 50 homicidios agravados, por cometerse con el concurso de dos o más personas, 306 privaciones ilegales de la libertad, 93 tormentos, 4 tormentos seguidos de muerte y 26 robos. La condena incluía la destitución por aplicación del Código de Justicia Militar vigente en aquella época.
Después siguió Massera, condenado a cadena perpetua, inhabilitación absoluta perpetua y la accesoria de destitución, por 3 homicidios agravados por alevosía en concurso real con 69 privaciones ilegales de la libertad calificada por violencia y amenazas, 12 tormentos y 7 robos.
Cerró las condenas para la primera Junta Orlando Agosti, cuatro años y seis meses de prisión e inhabilitación absoluta perpetua y destitución. Lo encontraron culpable de 8 tormentos y 3 robos.
Con la condena a Agosti empezaron los murmullos en la sala.
Con el ruido en la sala, Arslanián subió un poco la voz y leyó la condena al general Viola. 17 años de prisión más la inhabilitación absoluta perpetua y la destitución. Los encontraron responsable de 11 tormentos, 86 privaciones ilegales de la libertad y 3 robos.
Siguió Lambruschini. Era un secreto a voces que era la última condena antes de las absoluciones. Lo condenaron a 8 años de prisión, inhabilitación absoluta perpetua y la destitución, responsable de 35 privaciones ilegales de la libertad y 10 tormentos.
Entonces comenzaron las absoluciones.
“Absolviendo de culpa y cargo al brigadier Omar Domingo Rubens Graffigna…”, leyó el juez.
En ese momento Hebe de Bonafini ya se había puesto el pañuelo de nuevo. “Señora, hágame el favor de quitarse el pañuelo, de lo contrario abandone la sala”, dijo Arslanián. Hebe ya había encarado para la salida.
A este episodio le siguieron tres absoluciones más, todas de la última Junta militar. Galtieri, Anaya y Lami Dozo.
Cuando terminó la lectura eran las 18:27.
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El punto 30 de la sentencia ordenaba seguir investigando a los subordinados de los excomandantes. Esta disposición desarmaba la estrategia del radicalismo que pretendía con el juicio a los comandantes dar por cerrado el asunto. Tras el punto 30 las causas se abren en todo el país y las citaciones judiciales provocan el clima de “inquietud en los cuarteles” que lleva al gobierno de Alfonsín a la sanción de las leyes de impunidad Punto Final, en 1986, y Obediencia Debida, en 1987.
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Volver al juicio es viajar a los comienzos de la democracia argentina recuperada, al inicio de una voluntad, de una épica de la clase media argentina (de una parte de ella) que encarnó en Alfonsín la promesa de un país que salía del encierro y la masacre y caminaba hacia la democracia. Una utopía recortada sobre ciudadanos más que sobre trabajadores, construida bajo la impronta de derrotar a la vieja Argentina corporativa, razón necesaria para la construcción de “los 100 años de democracia” que prometía.
Entonces, enjuiciar a los militares era la cara de un prisma con otras caras, entre las cuales estaba la Ley Mucci, diseñada para desguazar el poder sindical peronista y el intento inicial (probablemente la derrota que el alfonsinismo más rápidamente aceptó) que aspiraba a gobernar la economía sobre el establishment financiero y los “capitanes de la industria”.
La década que empezó convocando multitudes y desplegando primaveras se ahogó, sin embargo, en una sucesión de traspiés rápidos: no gobernó la economía, no gobernó la cuestión militar ni la cuestión sindical. La imagen final de ese gobierno es atroz: violencia social, descontrol económico, saqueos y salida anticipada del poder. Pero en el corazón crédulo de los arrabales de Caballito, siempre habrá un lugar al que volver en esos años de utopía ciudadana. 1985 está en el centro de esa esperanza.
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Mucha agua, mucha lucha, mucha sociedad y mucho Estado corrieron desde entonces. Pensar el Juicio sirve para volver a las preguntas por el origen, por el sentido y por la política. Son tiempos horribles pero acá estamos, para custodiar la memoria de nuestros muertos y sobrevivientes, salvar las banderas y renovar el ataque.
Seguimos.
Federico Scigliano es Licenciado en Letras por la UBA, periodista y productor audiovisual. Fue parte del equipo de investigación histórica para la película “Argentina, 1985” de Santiago Mitre.


