A 150 años de la Comuna París
Espectros de la Comuna

Por Carlos Britos

El 18 de marzo se cumplieron 150 años del inicio de la Comuna de París y sus espectros vuelven a hacerse presentes. “La experiencia comunera, sus causas y su suerte, sus aciertos y errores, se aparece hoy, en el momento en que diversas voces insisten en que la pandemia de coronavirus abre la posibilidad a un mundo post-capitalista, nuevamente como una discusión imprescindible”, propone Carlos Britos y ofrece una historia no sólo de los hechos sino también de la presencia de los fantasmas de aquel primer gobierno obrero en los acontecimientos políticos que siguieron y que fueron forjando nuestros tiempo.  

 

Hace exactamente un siglo y medio, las clases dominantes de todo el mundo asistían lívidas a un espectáculo que les provocaba inenarrable horror: aquel fantasma del comunismo que, según Engels y Marx, llevaba ya tiempo recorriendo Europa, echaba anclas en una de las capitales-símbolo del continente, abandonaba su forma etérea y ganaba cuerpo sensible y tangible en la Comuna de París. 

De inmediatolas burguesías, aristocracias, monarquías e imperios se coaligaron una vez más en Santa Alianza en su contra, buscando conjurar esa terrorífica visión que amenazaba con trastocarlo todo. Superando las “diferencias nacionales”, en palmaria prueba de en qué consiste el “patriotismo” de las clases altas, lo más encopetado de la sociedad francesa conspiró con su invasor prusiano para poder ganar una guerra fraticida (sororicida) contra las clases laboriosas de Francia, perpetrando la carnicería más brutal e infame que la “civilización” moderna, ilustrada e ilustre, había visto hasta ese momento. El punto cenital de ese escarmiento sádico y revanchista es la tristemente célebre Semana Sangrienta, que no fue otra cosa que la matanzapulgada a pulgada y barricada a barricada, a través de las calle de París, de alrededor de 20.000 niños, mujeres y hombres que defendieron su ciudad hasta (literalmente) las últimas tumbas del cementerio de Père Lachaise, escenario de los estertores finales de la masacre. 

El 18 de marzo se cumplieron 150 años de aquella gesta popular, heroica y universal, y quienes tenemos anhelos emancipatorios sentimos el deber de recordarla. No solamente por la deuda con quienes lucharon nuestras mismas causas, sino en razón de que evocar lo que ocurrió durante 71 días en el París de 1871 resulta una inmensa fuente de educación política1La experiencia comunera, sus causas y su suerte, sus aciertos y errores, se aparece hoy, en el momento en que diversas voces insisten en que la pandemia de coronavirus abre la posibilidad a un mundo post-capitalistanuevamente como una discusión imprescindible. Es por eso que una y otra vez contamos su historia, tal cual lo dice Hippolyte Lissagaray en el prólogo a su La Comuna de París: “para que se sepa”. 

Plaza Vendôme (grupo de soldados federados cerca de la columna).

Un relámpago democrático entre nubarrones imperiales

La Comuna, parafraseando a Marx, no fue un rayo en cielo sereno. Al firmamento de una Francia otra vez imperial lo sobrevolaban, como espíritus inquietos e irredentos, la Gran Revolución de 1789 y la de Julio de 1830, la insurrección del ‘32, las barricadas del ‘48… Una larga serie de luchas y convulsiones en la que la marea revolucionaria subía y bajaba, volvía a subir para volver otra vez a bajar. Pero a la vez puede afirmarse que lo que ocurrió en París fue un acontecimiento, dado que no fue el resultado de una estrategia planeada y ejecutada (en muchos sentidos, ni siquiera esperada): más allá de las tendencias y grupos marxistas, anarquistas y socialistas que proliferaban en la Europa de mediados del XIX, en Francia (y fundamentalmente en su capital) el recuerdo vívido de la aplastante derrota del ‘48, y ante todo de las miles de víctimas obreras que dejaron sus “jornadas de Junio”, parecía mantener lejos el horizonte de toda experiencia semejante. Empero, en marzo de 1871 el pueblo parisino se halló de pronto con el poder en sus manos. ¿Qué había ocurrido? 

El Segundo Imperio francés crujía y se desmoronaba. A su cabeza estaba nuevamente un Bonaparte, Luis (sobrino del celebérrimo homónimo), que había trepado hasta allí a través del coup d’ etat del 2 de diciembre de 1851. El golpe, al mismo tiempo que lo transformó en Napoleón III, le contagió la fiebre imperial que aquejaba en aquel tiempo a buena parte del continente. Pero Napoleón III no era, como alguna vez también dijo Marx, sino la farsa de la tragedia que fue su tío; y así fue que, tras una serie de aventuras bélicas tan insensatas como incongruentes (del apoyo a Giuseppe Garibaldi en su guerra independentista contra el Imperio Austríaco a la alianza colonialista con esa misma Austria frente a la insurgencia republicana mexicana), las millonarias pérdidas dejaron a Francia al borde de la bancarrota. Como aderezo a esa ensalada de Césares, Bonaparte se las ingenió para convertir un malentendido diplomático menor (conocido como Telegrama de Ems) en una declaración de guerra a Prusia, el otro Gran Imperio que, militarmente conducido por Otto Von Bismarck, avanzaba a grandes trancos por Europea, anexando territorios a cada paso. 

París quedó en el medio de ese Juego de Tronos decimonónico. Y París, lejos de una fiesta, era un polvorín: centro neurálgico de las ideas incendiarias que aún latían en Francia (si bien de modo algo soterrado tras la susodicha masacre del ‘48), se hallaba además armada desde 1868 con una populosa Guardia Nacional, cuya composición de clase (dado que los altos mandos y el ejército estaban ocupados en satisfacer los apetitos imperiales) exhibía una fuerte presencia popular: obrerxs, artesanxs, comerciantes, pequeña burguesía… Todo un arco de estratos sociales a los que Lissagaray habría de denominar el “cuarto estado”.  

La derrota, caída y captura de Napoleón III en la batalla de Sedán fue la chispa en el barril. Acéfala, el 4 de Septiembre de 1870 Francia improvisó un Gobierno de Defensa Nacional, pero en seguida quedó claro que nunca fue de “defensa” (pues jamás intentó ni creyó en combatir al invasor prusiano) y en muy poco tiempo dejó de ser “nacional”: apenas iban dos semanas de su constitución y surgieron fuertes desavenencias entre un París que quería combatir y un Gobierno que pensaba sólo en pactar y rendirse. Por las arterias urbanas de la capital, el hambre y el malestar cundían más que el pánico, y así sucedía que a las puertas de su ayuntamiento, cuyas salas alojaban tanto a la Alcaldía de la ciudad como a los dirigentes del 4 de Septiembre, enardecidas multitudes bramaban consignas contra toda moción de firmar la paz o desarme (“¡Nada de armisticios!”), mezcladas con otras a favor de elegir gobernantes capaces de representar los sentimientos de París: (“¡Viva la Comuna!”). 

Los chispazos bélicos habían logrado reencender la pira revolucionaria. Al padecimiento de la miseria y la enfermedad que le habían infligido los dos largos meses de guerra, la capital añadió el miedo, la humillación y la rabia que significaba ver al ejército prusiano sitiar la que quizás fuera la urbe más orgullosa de Europa. París nunca había querido la guerra, pero viéndose arrojada a ella por el cetro napoleónico, menos aún ansiaba vivir bajo la bota de Bismarck. La Ciudad Luzla de la Liberté y la Egalité era demasiado digna para tolerarloQuería resistir y expulsar al invasor, y ese deseo de a poco empezó a abrirse paso echando mano al recuerdo de la Comuna de 1789. Demostrando la justeza de una tesis de El 18 de Brumario (“las generaciones muertas oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos”), aquel París ucrónico quería avanzar mirando atrás. 

El Gobierno de Defensa”, a la inversa, mirando al frente quería retroceder. Intimidados por los ojos prusianos que asediaban los fuertes de París, no pensaba sino en capitular. Dura ironía para un órgano integrado por muchos sublevados que armaron las barricadas del ‘48, que a inicios de los ‘60 habían vuelto del exilio bañados de prestigio tras recibir el indulto imperial. En efecto, fue el bronce de sus apellidos lo que hizo que se los elijera para gobernar. Pero de revolucionarios sólo conservaban el nombre, lo demás pareció no haber vuelto del destierroY una y otra vez esos hombres se las idearon para engañar a la ciudad con la comedia de una defensa en la que nunca tuvieron fé, a la par que para desmovilizar todo intento de resistencia real que surgiera “desde abajo”. En tales circunstancias, preocupado más por el motín popular que por Bismarck, menos por el fusil prusiano que por la Guardia Nacional parisina, tras el estrepitoso fracaso de una tibia ofensiva en el parque de Buzenval, el Gobierno abandona la farsa y blanquea su intención de rendirse. El 28 de Enero de 1871, Francia y Prusia firman el armisticio definitivo, que incluía la posibilidad de un desfile de las tropas invasoras por los Campos Elíseos. Ltraición y la entrega de París eran cosa consumada. 

Comandante de la plaza Vendôme en la comuna.

Francia contra Francia 

Para aplacar los ánimos y las tensiones internas, se llamó a elecciones para el 8 de Febrero, con el fin de formar una nueva Asamblea Nacional con funciones ejecutivas y legislativas. La capital renovó y cifró allí sus combativas esperanzas. Pero para ese momento Adolph Thiers, viejo zorro parlamentario y jefe político de la burguesía, llevaba meses de campaña en las provincias agitando prejuicios contra París y sembrando calumnias. Haciéndola responsable de desear la guerra, echaba sobre los hombros de aquella los costos materiales (millones de francos en indemnizaciones) y humanos (30.000 muertos, 500.000 prisioneros y millares de heridos) del conflicto. Puso con ello de su lado al campesinado chauvinista, el cual, alineándose con el clero y la nobleza, aumentó el caudal de una ola conservadora que amenazaba con crecer hasta inundar toda Francia en un océano de reacción. 

Tal era la coyuntura social de los comicios de Febrero, y la composición de la Asamblea la reflejó. Conocida como los rurales, este cuerpo parlamentario quedó dominado por lo más conservador de la nación (Orleanistas, Legitimistas y Bonapartistas ganaron 450 sobre 750 escaños). Absolutamente hostil a todo lo que huela a insurrección, desde Burdeos, adonde residía, la Asamblea exigió la sumisión inmediata a su autoridad de las fuerzas vivas de la capital. Dejaba claro a quién consideraba su enemigo real: no a Bismarck, sino la Guardia Nacional; no Prusia, sino Francia. O más bien una parte de ella: su capital, aquel París ateo, insumisosedicioso y revolucionario. 

Fue así que durante los siguientes 40 días Francia vivió divorciada de sí misma. Ante la proximidad de la fecha de expiración del armisticio, Burdeos exigió el desarme de la Guardia Nacional; ésta contestó dotándose de un Comité Central; ante las amenazas de invasión bramadas por los rurales, París respondía federando batallones; al boicot económico y la deserción de funcionarios de puestos claves, la capital replicó con más organización, autogestión y determinación. Lo que no había logrado el agresor prusiano lo hizo Burdeos: soldar a la pequeña burguesía con el proletariado de París.  

Finalmente, por satisfacer los deseos de la jauría asamblearia (que sufría periódicos accesos de cólera ante tanta insolencia), Thiers da el 17 de marzo la orden de requisar los cañones que la Guardia Nacional tenía distribuidos por toda la capital. A partir de ese momento los hechos se precipitaron: con las mujeres a la cabeza, París toda sale a las calles a defender su armamento, logra rechazar la agresión, confraterniza con el ejército y toma el control de la situación. Viéndose perdido, Thiers huye de la ciudad y escapa a Versalles, junto con su Gabinete y con las tropas aún leales. Será desde allí que ordenará la sanguinaria expedición que, con apoyo militar prusiano (Bismarck liberó miles de prisioneros de guerra asólo fin de engrosar las tropas que invadirían la ciudadconvertirá París en un baño de sangre. 

Pero eso será recién en Mayo. Para aquel momento, con las luces del alba de la jornada siguiente, la población parisina se halló a sí misma ama y señora de la ciudad: había nacido, como experiencia de gobierno popular y autónomo, la Comuna de París. Y es por eso que el 18 de marzo de 1871 es la fecha marcada en rojo en el almanaque (y poco importa, salvo a incorregibles almas notariales, que la Comuna como órgano electo no se haya constituido en rigor sino diez días más tarde)

Su obra, su existencia 

“La gran obra de la Comuna fue su propia existencia”, afirmó Marx. Sobre las medidas que pudo realizar el autogobernado París en sus 71 días de vida mucho se ha escrito. Por otra parte, difícilmente alguien podrá hacerlo mejor que Lissagaray, quien tomó parte en ella y luego desde el exilio reconstruyó sus días con escrupulosidad de historiador. Digamos nada más que la Comuna hizo lo suficiente para exhibir la pulsión igualitaria que la animaba: condonó por decreto las deudas de alquileres; prohibió el trabajo nocturno; impidió a lxs patronxs cobrar multa a sus propixs obrerxs; cooperativizó talleres y fábricas; confiscó bienes clericales; decretó laica la educación estatal… Cada una de estas medidas hacía echar a la Asamblea rabiosa espuma por la boca, donde además rezumaba el veneno que a diario inoculaban las calumnias que vertía la prensa burguesa. Aunque cierto es también que Versalles (adonde el 10 de marzo se había trasladado y desde donde sesionaba la Asamblea) no necesitaba de difamaciones para detestar París. Éstas no hacían sino atizar las llamas de un odio preexistente, pues lo que los rurales aborrecían de la Comuna era su simple y llana existencia. 

Más que por cualquier otra afrentala Asamblea exigía a Thiers venganza por dos generales bonapartistas, Lecomte y Clément Thomas, ejecutados el 18 de Marzo a manos de turbas enardecidas que no olvidaban ni perdonaban los carniceros papeles de ambos militares durante la represión del ‘48. Versalles no se tranquilizaría hasta que en pago por ese doble homicidio se hubiera cobrado miles de vidas a lo largo de la Semana Sangrienta. Del 21 al 28 de Mayo, durante 8 días que vivirán en la infamia, unos 200.000 soldados de un cebado ejército versallés, forjado al calor del no menos infame pacto Thiers-Bismarck, ahogaron en una lluvia de fuego, y en nombre de la Justicia y la Libertad, todo lo que en París respirara libertad, justicia, democracia o igualdad. 

Las ideas, sin embargo, tienen su propio curioso índice de sobrevida. Y las que daban hálito vital a lxs communards al parecer no quedaron sepultadas bajo los escombros junto a ellxs. De algún modo, subrepticia y capilarmente lograron escurrirse entre las ruinas de la capital y sublimarse en esa luminosidad espectral que relampagueó en los acontecimientos revolucionarios que desde entonces han sido alumbrados por aquella París ya inmortal. 

Plaza Vendôme (grupo de soldados federados cerca de barricada en Rue Castiglione).

Repetir la Comuna 

¿Nos ilumina aún algo de ese fulgor? ¿Llegan hasta nosotros los haces luminosos de las figuras fantasmales de aquel París de 1871? Para Marx ninguna época está libre de presencias espectrales: hombres y mujeres se verán siempre obligados a invocar a los espíritus de sus antepasados para, tomando prestado su ropaje y sus nombres, poder representar una nueva escena en la historia universal. Hay que tomar en serio esta tesis, pues aclara de manera fulgurante algunos hechos. 

Aclara, por ejemplo, el clamor por la Comuna durante el Segundo Imperio, que no se explica sin postular que la memoria de 1789 “oprimía el cerebro” del París del XIX (el cual llegó incluso a resucitar fugazmente al Comité de Salud pública de los días de Robespierre). Pero aclara también hechos acaecidos alboreando el siglo XX (de la Revolución Mexicana al Octubre Ruso) e incluso el XXI; acontecimientos cuyos rasgos quedan muchos en la sombra si no se los examina a la luz de la diáspora que siguió a la matanza de París. Lxs communards desterrados, tan esparcidxs por Europa (la gran mayoría exiliada en Londres, Bruselas y Ginebra) como emigradxs a América, no dejaron jamás de difundir los ideales de la Comuna y contar su historia, que por esas vías pasó a nutrir los imaginarios revolucionarios de ambos lados del atlántico2. 

Luego, tampoco habría que tomar en broma a quienes llaman a ver en algunas de las luchas contemporáneas (de las asambleas y piquetes del 2001 argentino a la Comuna de Oaxaca de 2006) destellos y centelleos de la experiencia comunera. Y es que a cada gesta que ensaye relaciones sociales más democráticas y formas políticas más horizontales en el ejercicio del poder de lo común, parece llegar la sombra de la Ciudad Luz de 1871. Tal como ha señalado Horacio Tarcus, la Comuna fue forjadora de imágenes y símbolos que todavía dicen algo a nuestro presente. 

Se impone entonces dar a aquellas preguntas una respuesta afirmativa: claro que nos alcanzan los haces lumínicos de la espectralidad comunera. Más aún, sus fantasmales presencias viven entre nosotrxs; acechándonos algunas veces, vigilándonos otras, envolviéndonos siempre en una atmósfera fantasmagórica. Y cada tanto susurrándonos vaporosos mandatos que componen nuestras imágenes del futuro. Habría incluso que decir que somos nosotrxs quienes vivimos entre ellos, dado que estaban aquí antes y muchos se quedarán cuando otros ya nos hayamos idoSustantivo, luego, que apunta a los espíritus irredentos que no dejan de recordar lo que nos queda por hacer, lo espectral designa una de las formas de sobrevida de tiempos pretendidamente pretéritos; fantásticas supervivencias de un pasado que en realidad (como decía Faulkner) nunca termina de pasar. 

No hay, no obstante, más que un modo de conjurar fantasmas, y por supuesto no consiste en ignorarlos con la esperanza de lograr así olvidarlos, haciendo como si no estuvieran. Gracias al psicoanálisis sabemos que lo reprimido siempre retorna, y que en tanto no le hagamos a una verdad el sitio que reclama jamás nos dejará en paz. Lo que es preciso hacer con los espíritus es alojarlos, darles un lugar, su lugar (lugar fuera de toda dimensión y medida posible pero que nunca dejarán de demandar). Esa es la razón por la cual la Comuna no puede hacerse olvido, por el que debemos seguir leyéndola, pensándola y contándola. Y ya que se nos apareció el espectro-Freud, se diría, invirtiendo su famosa secuencia, que se trata con ella de recordarla, reelaborarla y repetirlarecordar a quienes murieron allíreelaborar su historia (para no cometer sus errores)repetir, no tanto lo que hizo como lo que quiso hacer, a saber, un mundo más justo y con relaciones más libres e igualitarias.  

Aún en medio del fragor del combate y el fuego de los obuses, Louis Delescluze parecía conminarnos a esa tarea. En el entierro de un camarada, días antes de morir, encanecido, en una de las últimas barricadas de la ciudad ya en llamas, ese gran revolucionario pronunció ante una tumba como la que pronto sería la suya éstas palabras, que nos siguen interpelando: “no voy a dirigidos largos discursos; demasiado caros nos han costado… Justicia para la gran ciudad que, después de cinco meses de sitio, traicionada por su gobierno, tiene todavía en sus manos el porvenir de la humanidad… No lloremos a nuestros hermanos caídos heroicamente; lejos de eso, juremos continuar su obra”.  

Tratándose del hecho universal que fue la Comuna, tal vez sea legítimo recurrir a a un universal drama literario para captarla. Como con Hamlet, se trata con ella de tranquilizar a sus espectros, que son los nuestros, jurándoles realizar el acto que nos solicitan. O seguirán demandándonoslo. 

 


Carlos Britos es profesor en la Facultad de Ciencias Sociales e investigador en elInstituto de Investigaciones de Gino Germani. Actualmente se encuentra preparando su tesis de maestría (FFyL, UBA), integra diversos proyectos de investigación y codirige espacios destinados a la elaboración de tesinas. Ha participado en diversos congresos y jornadas y es autor de varios artículos y capítulos de libros acerca de las cuestiones de la ideología y la subjetividad. FB: https://www.facebook.com/profile.php?id=100011141077383; E-mail: cbritos@hotmail.com  

 


1 Hay una discrepancia posiblemente insalvable alrededor de la duración de la Comuna. Si bien hay relativo consenso en que se prolongó por 72 días, hay quienes sostenemos que la cuenta exacta de sus días de vida se cierra en 71. El desacuerdo se debe, con seguridad, a que la orden para los hechos que la detonan se emite un 17 de marzo, pero se ejecuta el 18 a las tres de la madrugada, entre gallos y medianoche. No carecería de interés, desde este punto de vista, conocer la fecha exacta en la que Lenin bailó en la nieve…  

2 Para no dar más que dos ejemplos de su irradiación hasta nuestro Continente, baste recordar que la primera sección francesa de la Internacional en Buenos Aires (1872) fue obra de exiliados de París (Alicia Moreau, socialista y pionera de la lucha por el voto femenino en Argentina, era hija de Armand Moreau, comunero que llegó a Buenos Aires luego de su destierro en Londres); así como hay que justipreciar el peso histórico de que tres años después de los acontecimientos de Francia (1874) haya aparecido en México un periódico llamado La Comuna Mexicana. 

 


Fotografías históricas: de Bruno Braquehais. Gentileza de la Biblioteca Nacional de Brasil. Colección “Thereza Christina Mariaque”, donada por el emperador Pedro II de Brasil.

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