Por Mariana Cané Pastorutti
“Las jornadas del 19 y el 20 de diciembre fueron más el nudo que el desenlace de una trama que había empezado a tomar forma bastante antes del verano del 2001 y que no terminó con la renuncia de Fernando de la Rúa”, sostiene Mariana Cané Pastorutti en este texto que discute con algunas visiones simplistas sobre la crisis del 2001. Frente a discursos que reducen una de las mayores crisis políticas, sociales y económicas de la historia de la Argentina al accionar malintencionado de actores individuales o colectivos, Cané presenta una serie de fenómenos y procesos complejos que fueron moldeando el quilombo de ese tiempo que transformó definitivamente el rumbo del país.
El politólogo Germán Pérez acudió a la expresión lunfarda quilombo –común en el periodo como descripción de aquello que resultaba difícil de comprender– para subrayar la desarticulación de vínculos sociales que condensó todo eso que hoy reunimos bajo la etiqueta de “la crisis del 2001”: desarticulación de relaciones sociales como el dinero (de la mano de las cuasi-monedas), la propiedad (a raíz de la confiscación de ahorros y plazos fijos) y la autoridad política (con el cuestionamiento al estado de sitio y el posterior desfile de dirigentes políticos por el sillón de Rivadavia). Cualquier ciudadano o ciudadana que haya habitado el suelo argentino en diciembre de 2001 seguramente encuentre en la palabra quilombo una descripción bastante precisa del aire que se respiraba a comienzos de aquel verano: el de la experiencia en carne viva de la dislocación y la fractura de la sociedad en sus lazos más elementales. Y difícilmente un quilombo de tal magnitud pueda ser simplificado a partir de una contraposición entre unas narrativas definidas como “verdaderas” y otras calificadas de “falsas”. Un ejercicio con tal objetivo no solo sería imposible sino, además, profundamente injusto con sus protagonistas, con los y las asesinados a manos de las fuerzas de seguridad que reprimieron la protesta social, con quienes no podían poner un plato de comida en su mesa porque no tenían trabajo, con quienes vieron sus salarios y jubilaciones recortados en un 13%, con aquellos que perdieron sus ahorros de toda una vida, en fin, con aquellos y aquellas que no tenían ni “mejores instituciones”, ni “más calidad democrática”, ni mucho menos mejor “calidad de vida”1. Por el contrario, la conmemoración de los –apenas– veinte años de una de las crisis políticas, sociales y económicas de mayor envergadura en la historia de nuestro país debería, más bien, invitarnos a revisitar el periodo con una mirada crítica que dé cuenta de la multiplicidad de procesos que aun hoy habitan eso que recordamos como “la crisis del 2001”. Y esto supone marcar tanto el protagonismo de “la gente” y las novedosas formas de acción colectiva y de protesta social que allí surgieron, como también subrayar el papel jugado por y las responsabilidades de “los políticos”, no solo por las decisiones que adoptaron, sino también por el rol que tuvieron en el proceso de pérdida de legitimidad de su propia palabra.
Las jornadas del 19 y el 20 de diciembre fueron más el nudo que el desenlace de una trama que había empezado a tomar forma bastante antes del verano del 2001 y que no terminó con la renuncia de Fernando De la Rúa. Y en esa trama jugaron un rol clave las elecciones del 14 de octubre de 2001. Hoy recordados como los del “voto bronca”, aquellos comicios legislativos tuvieron dos características sobresalientes: 1) el altísimo porcentaje de votos blancos y anulados, y 2) la coincidencia de gran parte de las y los candidatos a senadores/as y diputados/as respecto a que la mejor salida a la crisis era el cambio de “modelo”. Desde el autonomista Luis Zamora (candidato a diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires) hasta los aliancistas Rodolfo Terragno y Raúl Alfonsín (candidatos a senador por la Ciudad y por la provincia de Buenos Aires, respectivamente) y pasando por el peronista y excandidato a presidente en 1999, Eduardo Duhalde (luego senador por la provincia de Buenos Aires), gran parte del arco político que formó parte de la disputa electoral identificó en “el modelo” vigente la raíz de la crisis. Esto marcaba, entonces, un punto de coincidencia (quizás el único) en una parte de la dirigencia política que veía en las políticas aplicadas por el gobierno de la Alianza una continuidad con las del menemismo neoliberal, en contraposición a las cuales se habían escrito los lineamientos de la fundacional Carta a los Argentinos, allá por 1998. Esa parte del arco político que excluía, principalmente, a los funcionarios del poder ejecutivo nacional y al expresidente peronista Carlos Menem, fue la que encaró –no sin dificultades y con un fuerte protagonismo de Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde– la salida institucional posterior al 20 de diciembre. Por el otro, marcaba también un punto de concurrencia en la ciudadanía porque, como señaló Juan Carlos Torre en su ya clásico artículo “Los huérfanos de la política de partidos”2, los votos blancos y nulos impactaron mucho más en la Alianza y en los candidatos provenientes del radicalismo, que en el caudal de apoyos al peronismo. De este modo, ya por los votos negativos (voto bronca), ya por los positivos (dirigidos en mayor medida a los y las candidatas peronistas), “el modelo” y sus representantes encontraban cada vez menos apoyo ciudadano. Estas coincidencias –que anudaron en las jornadas del 19 y el 20– trazaron algunas de las demandas a las que el gobierno de Fernando De la Rúa no supo, no quiso o no pudo encontrar respuesta.
Asimismo, concebir a las decisiones del gobierno de la Alianza como fundadas sobre el “deseo de los argentinos” de sostener la convertibilidad3 adolece, cuanto menos, de dos puntos oscuros. Por un lado, no reconoce capacidad productiva para la política (entendida como conjunto complejo y discorde de actores, discursos, instituciones), porque la piensa como mero reflejo de los “estados de ánimo” de “la sociedad” (a la cual, además, se entiende como una unidad monolítica que piensa, desea y actúa en forma unánime). De ese modo, no sólo se pierde el carácter conflictivo tanto de “la política” como de “la sociedad”, sino que, además, se licúa, se diluye la responsabilidad política de las decisiones tomadas por los actores. Pero, y por el otro lado, también pierde de vista las condiciones en las que nació el tipo de cambio convertible a principios de los noventa. La convertibilidad no importaba tanto en sí misma, sino como garantía de la estabilidad. 1 peso = 1 dólar no era simplemente el equivalente de Miami y las toallas baratas en Uruguayana (y no olvidemos que no todos y todas se fueron a Uruguayana, y mucho menos a Miami, en los noventa); era, ante todo, la ecuación que encarnaba la estabilidad después de los procesos hiperinflacionarios de 1989 y 1990. La acelerada destrucción de puestos de trabajo (ya desde mediados de los noventa), los “impuestazos” de 1999 y 2001, la reducción de salarios públicos y jubilaciones, el casi 40% de personas bajo la línea de pobreza y el 13,6% debajo de la de indigencia (en octubre de 2001), así como la confiscación de depósitos bancarios –por nombrar solo algunos elementos– dejaron en evidencia que la tan deseada estabilidad distaba de ser una realidad para porciones cada vez más numerosas de la población. Y ello porque por “estabilidad” no debe entenderse necesariamente ausencia de conflicto, sino también –y, quizás, sobre todo– estabilidad laboral, salarial, del nivel de vida.
“La crisis del 2001” fue un complejo haz de procesos que confluyeron fugazmente en las jornadas del 19 y 20, pero que las excedieron por mucho y que tuvieron, en ciertos momentos, tendencias contrapuestas. Explicar las causas y los efectos de esa maraña de procesos por el accionar de actores individuales aislados (que habrían hecho las veces de demiurgos, pero de unos medio rengos, que destituyeron presidentes a voluntad pero no pudieron sostenerse en la cúspide del poder ejecutivo por el lapso por el que fueron designados) o por la capacidad de colectivos monolíticos (que gozaban de una unidad tan sólida que duró apenas unos meses) es simplificar en exceso algo que tanto hoy como hace veinte años se resiste a ser encasillado con tal liviandad. Lo que aquel punto de confluencia puso en el centro de la escena pública fue que todo se había enquilombado: las calles, las rutas, los despachos de los funcionarios, las cuentas bancarias, los utensilios de cocina y, sobre todo, el tiempo. El espacio público era un quilombo porque allí estallaron las demandas de los y las que no eran tomados en cuenta, tanto de los/las desocupados/as y las familias que fueron excluidas (de la seguridad social, del mercado de trabajo, de cualquier tipo de derecho), como de aquellos/las que no tenían esos papelitos que sirven para ser intercambiados por un kilo de pan en el almacén de barrio o por un pasaje a Punta del Este. Pero también el tiempo público era un quilombo: lo que hasta ese momento había sido concebido, presentado y defendido por los discursos (de los) políticos como la única forma de vida comunitaria posible (la convertibilidad, las privatizaciones, los “ajustes”, la reducción “del gasto público”, el desempleo y la pobreza, el enfrentamiento entre “la gente” y “los políticos”) era puesto en duda. Desde hacía (quizás más de) diez años el tiempo de la comunidad, ese que regía la vida colectiva, era definido como único, inevitable, inexorable: “hay que recortar”, “no nos queda otra que endeudarnos”, “el ajuste es el único camino posible”. Frente a eso, el quilombo –gracias a “la gente” y a pesar de ella, gracias a “los políticos” y a pesar de ellos– puso en primer plano que otro modo de hacer las cosas era posible.
Mariana Cané Pastorutti es becaria post-doctoral del CONICET en el Centro de Estudios Sociopolíticos/Escuela de Altos Estudios Sociales (Universidad Nacional de Gral. San Martín) y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Es Doctora en Ciencias Sociales (UBA), Magíster en Ciencia Política (IDAES/UNSAM) y Licenciada en Sociología (UBA). Especialista en análisis del discurso político y teoría política postfundacional.
1 Como se puede leer en el texto reciente de Hernán Lombardi titulado Fue un golpe. Recuperado de https://seul.ar/fue-un-golpe-2001/
2 Torre, J. C. (2003). Los huérfanos de la política de partidos Sobre los alcances y la naturaleza de la crisis de representación partidaria. Desarrollo Económico, Vol. 42 (No. 168) (pp. 647-665)
3 Como se expresa en el texto ya mencionado de Lombardi.