Dossier especial 2001
La república reencontrada

Por Gabriela Rodríguez Rial

2001 no fue un año republicano -hacía años que la república se había perdido en el sueño de la democracia alfonsinista- pero abrió un nuevo horizonte donde, paso a paso, la república y el republicanismo fueron tomando cuerpo y convirtiéndose en el blanco de buena parte de las batallas. La investigadora Gabriela Rodríguez desmenuza aquí la historia reciente de encuentros y desencuentros de nuestra bendita “república perdida”.

Nosotros, los de entonces…

Hace veinte años, en diciembre de 2001, entre cacerolas, asambleas y represión, nunca tuve tan encima mío a la policía montada como la noche del treinta de ese mes que vivimos en peligro, nadie hablaba de república. La democracia era la palabra clave de nuestro vocabulario político. Las miradas politológicas institucionalistas manifestaban preocupación frente a la crisis de representación, cuyo síntoma más evidente era el crecimiento del voto en blanco en las elecciones legislativas de octubre de 2001. Quienes abogaban por una democracia participativa, veían en el asambleísmo, la posibilidad de trastocar los límites de un régimen político formal, aunque no muy cortés, que mostraba claras insuficiencias para responder a las demandas de una ciudadanía que excluía de la toma de las decisiones.  Los movimientos sociales eran la novedad de la recién terminada década de los noventa y, muy tímidamente, alguien se atrevía a mencionar la palabra Estado. Pero la república no estaba. Se había ido de los léxicos políticos argentinos cotidianos cuando se terminó el ensueño alfonsinista que pretendía recuperarla.

Casi al mismo tiempo, en España, José Luis Rodríguez Zapatero, pretendía reformar el Partido Obrero Español y desplazar al Partido Popular de la presidencia del gobierno con un discurso inspirado en la filosofía política neo-republicana. Philip Pettit, un filósofo irlandés, acababa de publicar su libro Republicanismo. Una teoría de la libertad y el gobierno que era la nueva biblia del republicanismo. En esas poco más de trescientas páginas se definía a la libertad republicana como no dominación y se la transformaba en una tercera vía superadora de la libertad negativa liberal-moderna y la libertad positiva participativa-antigua. Pero, además de reconstruirse una génesis de la historia del pensamiento político que tenía a la república como concepto fundamental, se proponían “recetas” para mejorar el desempeño de las democracias representativas contemporáneas, muy similares a las que había sugerido Guillermo O’Donnell cuando en 1994 inventó el concepto de “Accountability Horizontal”. Lo que decía Pettit no era precisamente original, estaba inspirado en los aportes de la historia intelectual, tanto de la escuela de Cambridge (Quentin Skinner) como de Saint Louis (P.G.A. Pocock), que hicieron del republicanismo una tradición política igualmente moderna como el liberalismo. Desde la historia del pensamiento político, la historia política o la filosofía, el neo-republicanismo se presentaba como algo más que una perspectiva analítica o metodológica para abordar conceptos o instituciones. El neo-republicanismo venía a salvar a la política contemporánea de su apatía liberal. Así lo planteaban también otros exponentes de esta corriente como Maurizio Viroli, Claude Nicolet o Jean-Fabien Spitz.  Sin embargo, el libro de Pettit estaba escrito en un lenguaje más fácilmente digerible para la dirigencia política, especialmente europea, que los trabajos más sólidos analítica e históricamente de Quentin Skinner. Por eso, todavía hoy, cuando se hace referencia al neo-republicanismo y a la libertad republicana, es raro no escuchar el nombre del filósofo político irlandés.

Mientras Eduardo Duhalde se hacía cargo de la presidencia de la Argentina, las esperanzas verdes de la clase media argentina se pesificaban asimétricamente, la situación social se contenía con planes, y la represión a la protesta continuaba, se publicó en México El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política, coordinado por José Antonio Aguilar Rivera y Rafael Rojas. Esta compilación es un ejemplo de cómo el cambio de paradigma en la historia del pensamiento político, que permitió estudiar a las revoluciones atlánticas desde una perspectiva diferente al liberalismo whig, llegó a América Latina. Poco años antes, había sido escrita La tradición republicana de Natalio Botana, que sin renunciar a la clásica historia de las ideas a favor de las renovadas tendencias metodológicas de la historia intelectual, demuestra que lo que hay detrás de las coincidencias y conflictos entre Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento son dos formas diferentes de entender el republicanismo.

En ese momento, cuando la crisis del 2001 se conjuraba en un orden de transición hacia no se sabía donde, la autora de estas líneas, aunque había leído algo del libro de Botana, no conocía absolutamente nada del campo de estudios políticos republicano, en el cual una década más tarde trabajaría. Sus preocupaciones teóricas, asociadas a sus responsabilidades como auxiliar docente de Ciencia Política y a su deseo de entender la relación entre excepción y soberanía la llevaban a leer a Carl Schmitt y a Tomás Hobbes. Su vida personal estaba ocupada en el trabajo en una agencia municipal dedicada a la planificación estratégica participativa y en formar una joven familia.  Pero como los senderos no solamente se bifurcan, sino que también se entrecruzan, entre sus lecturas sobre Schmitt se coló Representación y liderazgo en las democracias contemporáneas de Marcos Novaro. Este libro, centrado en las interpretaciones italianas del pensamiento schimittiano comenzaba con un epígrafe de Raymond Aron cuyo sentido maquiaveliano pude entender muchos años después: las repúblicas temen tanto a los grandes líderes, que terminan recurriendo a salvadores.

Y entonces llegó el presidente que sí fue, y la república y el liderazgo parecieron encarnarse en un príncipe inesperado, que sin saberlo, regaló a la generación de los años 70 la posibilidad de reivindicarse de la desmemoria y el desencanto con la política democrática, y a sus hijes, que nacieron entre mediados de esos años 70 y fines de los años 80, la posibilidad de rencontrarse y hasta enamorarse de la política.

Un republicanismo venido del sur

Aunque en la segunda década del siglo XXI haya tesis, artículos y capítulos de libros que refieran al republicanismo kirchnerista e incluso califiquen al estilo político discursivo del ex presidente argentino de republicanismo moral,[1] cuando Néstor Kirchner dio su discurso de asunción el eje del debate político no pasaba por la república. Los temas de época eran la reconstrucción de la presidencia, el rol del Estado, el crecimiento económico asociado a la justicia social y la memoria, la verdad y la justicia. Sin embargo, si hoy miramos a ese nuestro pasado reciente con ojos de futuro, una de las más hermosas frases de Sobre la revolución de Hannah Arendt, había indicios republicanos en las palabras y los hechos de este primer gobierno kirchnerista. Por un lado, el recién asumido presidente entendía que la prosperidad de la comunidad era el fundamento de una ciudadanía plena, y hablaba de las convicciones, versión moderna de la virtud cívica, como algo a lo que no iba a renunciar. Por el otro, el lema de su acción de su gobierno fue la expresión: “ni palos ni planes”. Para Néstor Kirchner la respuesta gubernamental frente a la protesta social, que de a poco se había transformado en sindical, no debía ser ni la represión ni la contención sino la ampliación de derechos. Y estos viejos y nuevos derechos no estaban solamente orientados a integrar socialmente a los condenados de nuestra tierra por la desocupación persistente desde los años 90, la precarización laboral o la falta de infraestructura mínima para sobrevivir. El “derecho a tener derechos” se vio reflejado en la generalización de la negociación colectiva como espacio para dirimir el conflicto laboral y en el reconocimiento de la educación y de la ciencia no sólo como motores del tan mentado desarrollo productivo sino también como pilares de la civilidad. Se trató de un republicanismo de las políticas, aunque nadie lo haya bautizado con ese nombre.

Tal vez sin saberlo ni quererlo, Néstor Kirchner tuvo un connatus spinocista. La multitud activada por la crisis de 2001 podía rencontrarse en un Estado de Derecho que ya no era una sociedad política hostil sino que hacía posible una vida autónoma, honrada y feliz bajo el gobierno de la ley. Se trata de una esperanzadoramente bella definición de república que es bueno recordar cuando esta forma política es reivindicada, en la teoría y en la política, por quienes justifican la exclusión, la conservación, persecución y el miedo a todo aquello que desafía las convenciones establecidas.

Mientras el campo académico de la ciencia política que había alabado al presidente que supo reforzar la autoridad presidencial, empezaba a criticarlo por sus tendencias delegativas, la historia de la república metía la cola. La historiografía argentina tenía un crecimiento sin precedentes, historiadores y historiadoras proponían y diseñaban contenidos de canales culturales y educativos, y los manuales de enseñanza media se renovaban. Y en ese marco, los procesos de emancipación política del siglo XIX latinoamericano eran comprendidos como parte de las revoluciones atlánticas. Todavía no estaba en discusión la cuestión de los usos políticos de la historia, como sí lo estaría una década después, en el contexto del festejo del bicentenario de la revolución de Mayo, en la primera presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, y el no festejo del bicentenario de la Independencia durante la presidencia de Mauricio Macri. Pero mientras la historiografía narraba la saga de nuestra república, las ciencias sociales empezaban a preguntarse cuál era el vínculo entre los conceptos con los que interpretaban los procesos sociopolíticos y las prácticas cotidianas que estos legitimaban. Y en ese contexto palabras desterradas o marginadas del léxico de la Argentina post-dictatorial empiezan a colarse en el debate público sin pedir permiso. Y entre ellas volvían el populismo, el gobierno popular, lo nacional popular, y más tímidamente, la república.

Cuando la primera presidencia kirchnerista llegaba a su fin, la república dejaba de ser memoria de una inconclusa promesa alfonsinista incumplida, pero tampoco logró transformarse en esa prenda de paz, conciliación, moralidad y felicidad compartida, que Néstor Kirchner proclamaba bajo la fórmula de un país normal. Y, entonces, cuando la república, icónicamente representada por la joven Marianne,[2] fue presidida por una mujer, recomenzó la batalla ideológica por apropiarse de su sentido.

El ajedrez republicano entre los peones y la dama

Con las presidencias de Cristina Fernández de Kirchner empieza a jugarse una partida del ajedrez republicano que no se vio interrumpida por la llegada de Mauricio Macri a la presidencia en 2015, ni por el triunfo del Frente de Todos en 2019. En este tablero se dispusieron viejos y nuevos actores y se activaron viejos y nuevos significados. La república fue un tema de la política antes de que el análisis político se ocupara de ella. La formación del partido Propuesta Republicana en 2005, que nació como una fuerza vecinalista que agrupaba a quienes habían acompañado a Mauricio Macri en su intento fallido de llegar a la Jefatura de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en 2003, y los discursos de Elisa Carrió y Cristina Fernández en la campaña de 2007 son solo dos ejemplos ilustrativos.

A partir de 2008, tras el conflicto del gobierno con las patronales agrarias, y sobre todo 2010, en el Bicentenario de la Revolución de Mayo, la república y el republicanismo empezaron a ser temas de debate intelectual y académico. Se produjeron libros interesantes que dieron cuenta de la pluralidad de tradiciones que conforman al republicanismo como corriente de la historia del pensamiento político, algunos centrados en la historia argentina decimonónica, como los de Susana Villavicencio, Hilda Sábato, o Marcela Ternavasio, y otros en discusiones políticas y filosóficas más contemporáneas como los de Andrés Rosler, Macarena Marey o Eduardo Rinesi, por solo mencionar a poquísimas figuras representativas de este debate. Sin embargo, se impuso la idea tanto en el campo de la política como entre quienes se dedican a estudiarla que estábamos frente a una reedición de la antinomia entre república y populismo que se instaló en los años posteriores al centenario de la revolución de Mayo. Aunque no se usara todavía el vocablo populismo, es frente al inminente triunfo de la Unión Cívica Radical, tras la reforma electoral conocida como ley Sáenz Peña, que la república pasa a ser interpretada por los políticos e intelectuales conservadores como la salvaguarda frente a una democracia, cada vez más caótica, plebeya, vulgar, incontrolable. Así pues, aunque por sus palabras y por sus políticas Cristina Fernández de Kirchner mostraba claras afinidades con el republicanismo, incluso con las versiones más liberales de este último. De hecho, varias políticas de ampliación de derechos que se llevaron a cabo durante los gobiernos de CFK como el matrimonio igualitario, la asignación universal por hijo, el registro de las trabajadoras de casas particulares, por sólo mencionar tres de ellas, representan modos claramente republicanos de producir ciudadanía. No olvidemos que para Pettit en una comunidad política republicana podemos mirar a les otres a los ojos sin sentirnos dominades, en todos los ámbitos de la interacción social. A pesar de esta afinidad afectiva con la libertad republicana, el kirchnerismo pasó a ser para propios y ajenos un neopopulismo, personalista, decisionista, conflictivo, disruptivo para la institucionalidad, aunque estos distintos adjetivos calificativos serían evaluados como contradictorios por uno de los teóricos políticos referentes del decisionismo: Carl Schmitt. Y casi más por descarte que por virtud, aunque uno de los principios aglutinadores de la coalición Cambiemos fue, en el plano retórico, la lucha contra la supuesta corrupción kirchnerista, quien se oponía al polo nacional y popular de la política argentina pasaba a ser parte del espacio político republicano.

Y por más esfuerzos interpretativos que se han hecho por mostrar las tensiones y contradicciones en los usos de la república y el republicanismo como fundamentos legitimadores de prácticas, identidades, discursos y políticas, el maniqueísmo parece haber ganado la batalla. Y no sólo la república al no poder ser popular se volvió en conservadora, sino que la vuelta del kirchnerismo y sus aliados al gobierno, no logró todavía ni siquiera reparar en la sociedad las heridas infringidas por los años del macrismo en el gobierno, en la economía, en las instituciones y en la vida política en general.

Para la libertad

Con la pandemia de Covid 19 la libertad volvió a estar en boca de todos, pero no se trata de una libertad que se podría calificar de republicana. Esta última significa la no dominación, es decir el rechazo a la interferencia de otros (encarnados tanto en poderes públicos como individuos) en mi accionar en tanto y en cuanto se trate de una interferencia arbitraria, que atenta contra mi autonomía. Pero la libertad republicana, que no necesariamente está vinculada con una concepción sustantiva del bien común, es social y política. En tal sentido, es imposible sentirme personalmente libre, segura, autónoma, si no vivo en una comunidad que también lo es. Pero las identidades políticas no siempre consultan al diccionario de la historia del pensamiento político a la hora de articularse. Y, entonces, luego de años de plantear que no hay un republicanismo, sino varios, y que la república no es por definición antipopular, nos encontramos que en el campo político argentino, pero no solamente aquí, ser republicano pasó a ser sinónimo no ya de liberal sino de libertario. ¿Hemos perdido nuevamente la lucha ideológica por el sentido de la república? ¿Vale la pena revertir la derrota? ¿Hemos retornado al horizonte de expectativas del 2001 cuando la anti-política clamaba para que se vayan todos los que terminaron volviendo un par de años después?

Como dice el filósofo cordobés Sebastián Torres reinterpretando hermosamente a Cicerón, vivimos en un mundo que no nos pertenece. Toda comunidad es no contemporánea, porque conviven en ella distintas generaciones. Esta pluralidad nos hace experimentar algo mucho más radical que el anacronismo: compartimos el mundo y hacemos política con personas que tienen una experiencia del tiempo, pasado, presente y futuro, muy distinta de la nuestra. Como el Escipión octogenario que protagoniza De Senectute, aunque todavía no sea tan vieja, no puedo vivir e interpretar la política sin que la crisis de 2001 sea una referencia tan vital como teórica. Y mi modo de relacionarme con ese tiempo no es el mismo que el de mis mayores que también la vivieron luego de haber sobrevivido como adultos y adultas al terrorismo de Estado, ni el de quienes eran infantes, cuando Fernando de la Rúa abandonó la presidencia de la república en helicóptero. Y ¿qué pensaran del 2001 nuestros hijes, nacidos a partir del 2003, que no lo experimentaron vitalmente pero que lo tienen arraigado en la memoria emotiva y política? Tal vez lo vean verdaderamente con ojos de futuro, y no con los ojos cansados y derrotados de quienes soñamos con una república popular donde no fuésemos dominades y despertamos con republicanos libertarios que confunden la libertad con el deseo egoísta de hacer lo que se les da la gana sin nunca mirar a los demás a los ojos buscando en ellos el reflejo de la igualdad.

 


Gabriela Rodríguez Rial es profesora de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires en la materia Fundamentos de Ciencia Política I. Es investigadora del CONICET con sede en el IIGG y autora de varios trabajos sobre republicanismo, entre ellos: República y republicanismos, conceptos, tradiciones y prácticas en pugna (Miño y Dávila 2016)

 

 


[1] Baste mencionar como ejemplo las tesis doctorales y publicaciones de Sabrina Morán y Florencia Ríspolo, miembros de una generación que estaba terminando la escuela primaria en el gobierno de Néstor Kirchner y que se benefició de las políticas de financiamiento a la formación de posgrado que se iniciaron en esa presidencia

[2] La imagen de la joven Marianne, con su gorro frigio, la bandera y el hombro descubierto, no remite ni a la revolución francesa de 1789 ni a la de 1848 que dio lugar a la segunda república francesa sino a la de 1830.

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