NEOLIBERALISMO CONTRA DEMOCRACIA
Gobernar mediante la desigualdad

Por Iván Gabriel Dalmau

La cuestión abierta en la Argentina acerca de problema de la deuda, las posibilidades de desarrollo y crecimiento económico y las formas de reducir desigualdades exige volver a discutir, una vez más, el neoliberalismo. En este artículo, el investigador del CONICET y profesor de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de San Martín, Iván Dalmau, muestra de qué manera el neoliberalismo histórico y contemporáneo es profundamente antidemocrático debido, entre otras cosas, a su principio de acción: gobernar mediante la desigualdad. 

 

Punto de partida: hacia una problematización del neoliberalismo como racionalidad de gobierno antidemocrática

En un registro que podríamos denominar socioeconómico y jurídico-político, resulta ostensible que las políticas de orientación neoliberal implican un debilitamiento de la democracia, en la medida en que su implementación acarrea –al mismo tiempo– una pérdida de derechos y un aumento de la desigualdad (por medio de la precarización laboral y los recortes presupuestarios en salud, educación, seguridad social, etc.), que acompañados de la promoción cultural de cierta “apatía política”, reducen el carácter democrático del régimen político a su más descarnado formalismo. Por otra parte, en una perspectiva histórica, no puede desconocerse que en el Cono Sur la ofensiva neoliberal sobre las condiciones de vida de la clase obrera y el conjunto de los sectores populares fue desplegada en el marco de la perpetración de prácticas genocidas por parte de dictaduras cívico-militares. Asimismo, al poner en consideración la dimensión internacional de la política, es decir las reconfiguraciones de las estrategias de dominación imperialista, no puede soslayarse la manera en que los organismos multilaterales de crédito –como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial– se valen del endeudamiento externo no sólo en términos estrictamente económicos, esto es de acumulación financiera, sino además como táctica injerencista en la orientación de la política económica, laboral, educativa y de seguridad social de los Estados endeudados. Nos referimos a las famosas “condiciones” que imponen dichos organismos, sea para el otorgamiento y desembolso de créditos o para la refinanciación de la deuda previamente contraída por parte de los Estados miembro.

Sin borrar con el codo lo que acabamos de escribir con la mano, a continuación colocaremos el foco de miras en otra arista, ya que nos proponemos problematizar el carácter antidemocrático del neoliberalismo abordado en términos de racionalidad de gobierno. En ese sentido, parafraseando al filósofo francés Michel Foucault, podríamos decir que si bien acabamos de hacer algunas referencias a la manera en que “se ha gobernado”, el blanco de nuestro trabajo lo constituye “la forma en que se ha reflexionado acerca de cómo gobernar”.[1] De este modo, interrogar al neoliberalismo como racionalidad gubernamental implica desplazarnos desde el registro disciplinar de las ciencias sociales hacia la filosofía política.

Antes de dar paso a los siguientes apartados, querríamos destacar que retomar la propuesta foucaultiana de criticar el neoliberalismo como racionalidad política, o sea trazar su arqueo-genealogía, bajo ningún punto de vista implica algo así como la búsqueda de un “origen” prístino e incontaminado que, a modo de punto fontanal, pudiera ubicarse por fuera de la historia; presunto origen al que deberíamos remitirnos en tanto que teleológicamente daría sentido al devenir histórico. Por el contrario, de lo que se trata es de indagar la historia efectiva de ciertas prácticas, de modo tal de reconstruir la filial compleja de la procedencia y de reponer las condiciones de posibilidad del surgimiento del neoliberalismo como forma de racionalización del ejercicio del gobierno en el marco de la soberanía política.

La crítica enarbolada desde el prisma del discurso fundacional del neoliberalismo europeo

En agosto de 1938 se desarrolla en París el Coloquio Walter Lippmann, en honor al periodista y pensador político estadounidense, evento que puede ser considerado simbólicamente como el “acta de nacimiento” del neoliberalismo (en tanto antecedente de la fundación de la Sociedad Mont-Pèlerin en abril de 1947).  En dicho evento participaron renombradas figuras del campo de la economía, el derecho, la epistemología de las ciencias sociales y la filosofía política, como los franceses Louis Rougier y Jacques Rueff, los alemanes Willhelm Röpke y Alexander Rustöw, y los austríacos Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek (que luego emigrarían a los Estados Unidos, razón por la que habitualmente son denominados como economistas “austro-americanos”).[2]

En un escenario signado por la crisis del `29, la implementación del New Deal en los Estados Unidos, la consolidación del stalinismo en la Unión Soviética y el ascenso del fascismo en Europa, el “lugar común” que atraviesa el naciente discurso neoliberal se constituye en torno a la búsqueda de una “tercera vía” entre el liberalismo naturalista decimonónico y lo que caracterizan como “dirigismo económico”. Tal como lo señalaran Pierre Dardot y Christian Laval,[3] la “letra chica” de la forma en que debía configurarse dicha renovación del liberalismo será objeto de furibundas disputas entre los ordoliberales alemanes y los economistas austríacos, ya que los primeros veían a los segundos como “piezas de museo” (es decir, “demasiado apegados” al laissez-faire del liberalismo clásico, al capitalismo manchesteriano); en contraposición, los austríacos consideraban que la propuesta ordoliberal implicaba una incitación a la intervención estatal que quedaba presa del “dirigismo” que se proponían combatir. Sin embargo, sin desconocer la relevancia de la reconstrucción detallada de dicha discusión, cabe destacar que su tratamiento excede los objetivos del presente escrito. Puesto que, en sentido estricto, consideramos oportuno detenernos en la trama formada por el ejercicio de la crítica desde un encuadre “Estado-céntrico” –que acarrea un diagnóstico que promueve la “Estado-fobia”–, y el programa de sociedad que se propone como contracara.

En primer lugar, en lo que respecta al ejercicio de una crítica “Estado-céntrica”, promotora de la fobia al Estado, cabe enfatizar que el diagnóstico de los neoliberales europeos se erige, como lo señalara tempranamente Michel Foucault, tomando al nazismo como campo de adversidad.[4] Táctica discursiva que se configura en torno al planteo de que el régimen nazi es el punto de coalescencia en el que convergen las distintas formas de “intervencionismo estatal sobre la economía”, desde las políticas socialistas de redistribución progresiva del ingreso hasta la planificación y el dirigismo de cuño keynesiano. Así, el discurso fundacional del neoliberalismo europeo promueve una visión conspirativa en la que el Estado, cual monstruo frío, avanza sobre la sociedad y en la que, por lo tanto, la especificidad de los acontecimientos resulta aplanada (políticas harto disímiles son agrupadas en tanto presuntamente constituirían una “invariante anti-liberal”). Este aplanamiento de la especificidad de los acontecimientos, articulado teleológicamente por una lógica de “descalificación general por lo peor”, habilita una de forma de problematización en la que la seguridad social del denominado Estado de Bienestar (que se consolidaría tras la Segunda Guerra Mundial), resulta susceptible de ser criticada en tanto “invasión del Estado sobre las distintas esferas de la sociedad civil”, lo que constituiría una suerte de “antesala” del totalitarismo nazi.

Ahora bien, frente a este diagnóstico la pregunta sería, ¿cómo cortar de raíz el “anti-liberalismo” que conduce al totalitarismo? ¿Cómo lidiar con el inconveniente de que las masas se movilizan y exigen a los Estados políticas de distribución del ingreso y reducción de la desigualdad? ¿Cómo desterrar la vinculación entre las exigencias de los sindicatos y la definición de la agenda de las políticas públicas? ¿Cómo combatir el “atavismo” de las masas que las vuelve inadaptadas para vivir en una sociedad de mercado y que se traduce frecuentemente en una inclinación hacia el marxismo? Movilización de las masas, políticas de reducción de la desigualdad, “atavismo colectivista”, devenir totalitario, constituyen una cadena, una trama… Evitar el devenir totalitario requerirá desmontar aquello que es señalado como su condición de posibilidad, esto es el acoplamiento entre la movilización de las masas y la configuración de un conjunto de intervenciones estatales sobre la economía tendientes a reducir la desigualdad (lo que hacia finales de la Segunda Guerra Mundial comenzaría a denominarse como Estado de Bienestar).[5]

El programa neoliberal: sociedad de empresa y democracia limitada

A continuación nos detendremos, entonces, en la contracara programática del diagnóstico precedente, que de manera sucinta –retomando la profundización de la arqueo-genealogía foucaultiana elaborada por Dardot y Laval– podríamos presentar como el proyecto de una sociedad de empresa y una democracia limitada. Por lo tanto, a partir de la puesta en cuestión de los universales sobre la que se configura la grilla de la gubernamentalidad, en lugar de tomar el Estado, el mercado y la sociedad civil como puntos de partida, la pregunta sería qué forma de problematización del Estado, el mercado y la sociedad civil se configura desde el prisma de la racionalidad de gobierno neoliberal. En torno a lo cual, recordamos una vez más, que el discurso neoliberal no constituye en absoluto una totalidad coherente, carente de tensiones, fisuras y líneas de crítica interna, pero el tratamiento detallado de los matices que separan y, en sus propios términos, oponen a las distintas vertientes, queda por fuera de los objetivos del presente escrito.

Si la crítica neoliberal señalaba que la amenaza del totalitarismo hundía sus raíces en la secuencia formada por la intervención estatal sobre la economía de cuño “dirigista”, la canalización de las demandas de las masas movilizadas (organizadas a partir de sindicatos fuertes), y el objetivo de reducción de la desigualdad, a través medidas “bienestaristas” que redistribuyeran los ingresos de manera progresiva, la solución propuesta será  por medio del desmantelamiento de esa forma de articulación estratégica entre Estado, sociedad civil y economía. Desterrar el fantasma totalitario requería romper el señalado anudamiento, de modo tal de minar por la base aquel modo de gobierno que, en tanto busca reducir la desigualdad, “distorsiona el mecanismo de los precios”, bloqueando la dinámica competitiva sobre la que debe conformarse el mercado. En dicho contexto, el discurso neoliberal sostendrá que resulta fundamental no sólo que el Estado abandone sus intervenciones que, en pos de la reducción de la desigualdad y la consecución de una sociedad con pleno empleo, “distorsionan el funcionamiento del mercado” –y la información que los precios transmiten a los consumidores– sino que, además, intervenga activamente para multiplicar la desigualdad y promover, así, la empresarialización de las relaciones sociales.

Habida cuenta de la problematización de la competencia como fundamento sobre el que se sostiene el mercado en tanto principio formal, desde la grilla neoliberal no se trata solamente, entonces, de que el Estado se desentienda de las exigencias de las masas y abandone las políticas de reducción de la desigualdad, sino de que intervenga activamente para promoverla. De este modo, la desigualdad no es un mero daño colateral producido como fruto de que el Estado “deje de distorsionar el mecanismo de los precios”, sino un objetivo programático en tanto dispositivo que permite desproletarizar y desmasificar al convertir los distintos aspectos de la vida social en una situación de mercado y alentar que los sujetos se vinculen consigo mismos y con los otros como empresas en competencia constante. Podría decirse, entonces, que la implementación de medidas que favorezcan la multiplicación de la desigualdad opera (en el seno de esta racionalidad), como una escopeta que, con sus perdigonadas, permite “matar dos pájaros de un tiro”.

Por un lado, promover la desigualdad a través de intervenciones activas sobre las condiciones de posibilidad del mercado –sobre su marco jurídico, por ejemplo– para consolidar el mecanismo de la competencia que opera como base del funcionamiento adecuado del mercado, en lugar de buscar reducir la desigualdad por medio de intervenciones que “distorsionan el mecanismo de los precios” (a través de subsidios o del monopolio de determinados servicios por parte del Estado), permite “sanear” el vínculo entre el Estado y la economía; al dar lugar a un Estado que promueve, en lugar de obstruir, al mercado. Por el otro, convertir las distintas esferas de la vida social en situaciones de mercado, esto es sometidas al principio de la competencia y basadas en la lógica del “aseguramiento individual” frente a los riesgos (en salud, educación, pensiones, etc.), permite desarticular al sujeto proletario que engrosa la sociedad de masas y se organiza sindicalmente para exigir por sus condiciones de vida ante el Estado frente al empresariado. Si todas/os somos empresarios, que debemos invertir y hacernos cargo del resultado de nuestras inversiones –por ejemplo, una mala inversión educativa puede acarrear un déficit en términos de “empleablilidad”– se diluyen las formas de solidaridad y organización colectiva de las/os trabajadoras/os y resulta eludido el conflicto entre trabajo y capital. No hay un enemigo de clase, el capital, ni solidaridad intraclase, sino que el/la otrora compañero/a emerge como el competidor en esta sociedad poblada de empresas sometidas a su “propio riesgo”.

Si tenemos presente el antimarxismo desembozado que articula el discurso fundacional del neoliberalismo europeo, no resulta exagerado sostener que el dispositivo de la competencia, basado en la desigualdad, fue el “remedio” contra la lucha de clases y la exigencia de, al menos, reducción de la desigualdad. Enfatizamos, una vez más, que el aumento de la desigualdad no es un daño colateral y que las políticas que la promueven no propenden solamente a la recuperación de una porción de la riqueza que, aun con las limitaciones impuestas por el capitalismo, la clase obrera organizada había logrado arrebatar al capital, sino un dispositivo gubernamental desproletarizador/ desmasificador. En otros términos, estamos ante una racionalidad de gobierno que se ejerce mediante la desigualdad y que, estratégicamente, desarma (en el doble sentido de “desmontar” y “des-armar”, esto es “quitar las armas” en tanto “herramientas de combate”) a la clase obrera y al conjunto de los sectores populares, al atomizarlos y transformarlos en empresas que compiten entre sí.

Por último, resta decir que –en términos de organización política– se destaca la apuesta por una democracia limitada, esto es un régimen democrático en el que el electorado se limitara a definir a sus gobernantes, pero no tuviera incidencia en cómo gobernarán; ya que se propone que el ejercicio del gobierno esté sometido a un marco normativo fuerte que impida que el programa de sociedad neoliberal pueda ser puesto en entredicho por el “gobierno de turno”. De este modo, se busca cerrar la puerta a la posibilidad de que la democracia devenga “ilimitada”, y que al apelar a la “soberanía popular” los gobiernos puedan cuestionar ni más ni menos que el derecho de propiedad. El mencionado fortalecimiento del marco normativo resulta, entonces, clave en términos estratégicos, ya que el “empoderamiento” del Poder Judicial, en tanto garante del Estado de Derecho, es problematizado como el dispositivo que permitiría bloquear las virtuales “extralimitaciones” de los gobiernos, como así también las exigencias de los “grupos de presión”, como los sindicatos, cuyo accionar es señalado como motor de las aludidas “ilimitaciones” gubernamentales.[6] En torno a lo cual, resulta insoslayable la manera en que esta racionalidad ha impregnado el proyecto de refundación alemana en la segunda posguerra, es decir la constitución de un Estado radicalmente económico que funda su legitimidad política en el respeto a la libertad económica.

Pervivencia del carácter antidemocrático del neoliberalismo en el pasaje desde programa opositor a mainstream en el pensamiento político

La década de 1980 resulta crucial para la consolidación hegemónica del neoliberalismo, en tanto se abre con la avanzada neoliberal en Estados Unidos y Gran Bretaña de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En ese sentido, sin desconocer la influencia ordoliberal en la constitución de la Comunidad Europea (antecedente de la actual Unión), como lo señalaran Dardot y Laval al revisar las bases del Tratado de Roma rubricado en 1957,[7] ni la reconstrucción foucaultiana de la orientación neoliberal de la política francesa bajo el gobierno de Valéry Giscard d`Estaing en los años`70;[8] resulta ineludible la relevancia a nivel global de la consolidación del neoliberalismo ni más menos que en Gran Bretaña, caso emblemático del welfarismo de la segunda posguerra, y en Estados Unidos, principal potencia imperialista del bloque occidental.

En primer lugar, querríamos enfatizar lo siguiente: al comienzo de este artículo hemos hecho referencia a que en el Cono Sur el neoliberalismo fue implantado por medio de dictaduras cívico-militares que, articuladas por la Doctrina de Seguridad Nacional propalada por el imperialismo estadounidense, se valieron de la figura del “enemigo interno” para legitimar la represión. Sin ánimos de realizar comparaciones forzadas, consideramos crucial recordar que dicha figura no fue un patrimonio exclusivo de las citadas dictaduras, sino que bajo dicha lógica fue problematizado el sindicalismo británico, cuyo caso resonante lo constituyen los mineros, tal como lo documentaran y analizaran los sociólogos británicos Philip Corrigan y Derek Sayer. Al respecto, los investigadores colocan como epígrafe en la “Introducción” de su libro sobre la formación del Estado inglés un extracto del editorial del Times del 2 de agosto de 1984, en el que explícitamente se caracteriza al líder sindical de los mineros –y a quienes participaban de la huelga– como “el enemigo” que se alza contra la autoridad legítima y el conjunto de la sociedad, generando una situación de “guerra civil no declarada”, al desplegar una política “extraparlamentaria”, intimidar a la ciudadanía y conspirar contra la implementación, por parte del gobierno, de los “cambios necesarios” del orden económico.[9]

En el modo en que el thatcherismo problematiza la huelga, que no se limita a la criminalización sino que, valiéndose de la lógica de la guerra civil y la figura del “enemigo interno”, eyecta a los huelguistas a una zona gris en la que se funde lo criminal con lo belicoso (dejándolos por fuera de la comunidad política), se advierte un claro eco del proyecto de democracia limitada articulado por la racionalidad neoliberal. En otros términos, para que las reformas neoliberales pudieran implementarse, era necesario dislocar un eje de articulación característico del welfarismo: el sindicalismo fuerte capaz de incidir sobre la agenda gubernamental. Parafraseando a Thatcher, si “no hay alternativa” (el Times hablaba de “cambios necesarios”) para poder hacer de la economía el método para conseguir el objetivo de “transformar el alma”, se tornaba fundamental combatir al “enemigo interno”, “más peligroso que el externo derrotado en Malvinas”, como condición de posibilidad de la constitución de una sociedad de mercado. De forma un tanto esquemática, podría decirse que limitar la democracia fue el requisito para promover la empresarialización de las relaciones sociales. Gobernar mediante la desigualdad requirió destruir la fortaleza de los sindicatos, “principal legado de Thatcher”, de modo tal de desertificar la “política extraparlamentaria”, terreno en el que los sindicatos lograban instalar sus demandas distribucionistas/igualitaristas ante el Estado durante el welfarismo.

Antes de dar cierre al presente trabajo, quisiéramos puntualizar algunas cuestiones. Tal como Michel Foucault lo señalara, las crisis de gubernamentalidad no pueden ser reducidas sin más a epifenómenos de las crisis del capitalismo; sin embargo, esto no debe ser interpretado de manera dicotómica, negando la relevancia que la situación de crisis del capitalismo puede tener respecto del aumento del conflicto social y la emergencia de una crisis de la racionalidad gubernamental. Cabría recordar que la racionalidad neoliberal emerge como crítica ante el escenario abierto por la crisis del `29 (crack de Wall Street) y deviene mainstream tras la crisis del petróleo de 1973. Ahora bien, para trazar la filial compleja de la procedencia del mencionado devenir mainstream del neoliberalismo, en cuya superficie de emergencia deben mencionarse, además de la citada crisis, problemas tales como el estancamiento económico y el aumento de la inflación (cuestión frente a la que se consolida el monetarismo friedmaniano como herramienta de crítica a la políticas expansivas del gasto público propias del bienestarismo keynesiano), no puede soslayarse que “el centro de gravedad” de la producción teórica del neoliberalismo migra, como los economistas austríacos Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, de Europa a los Estados Unidos.

Desde los años sesenta, la Escuela de Chicago se irá consolidando como referente fundamental. En su seno, Gary Becker desarrollará la denominada teoría del capital humano,[10] caracterizada en la lectura foucaultiana como una radicalización de la racionalidad neoliberal, consistente en aplicación de la grilla economicista de cálculo de “costo-beneficio” a la totalidad de las prácticas sociales, incluso aquellas consideradas habitualmente como “no económicas” (como la dieta, el acceso a la salud y la educación, las relaciones familiares, el consumo de drogas, etc.). La economía se consolidará, de la mano de estos desarrollos conceptuales, como la ciencia que estudia las respuestas sistemáticas a las transformaciones aleatorias de las variables del medio, visibilizando a los sujetos como gobernables en tanto “se dejen afectar por la realidad”, configurando así lo que Foucault denominaba como prácticas de gobierno ambiental.

En otros términos, la racionalidad empresarial –atravesada por la lógica del cálculo estratégico de asignación de recursos limitados hacia fines mutuamente excluyentes– resulta analizada como “la manera” en que los sujetos se vinculan consigo mismos y con los otros. En tanto y en cuanto que el capital humano es definido como la conjunción de aptitudes innatas y adquiridas, el proyecto fundacional del neoliberalismo de que nos conduzcamos como empresas se radicaliza ya que, desde esta grilla, hagamos lo que hagamos somos empresarios, en tanto titulares de cierto capital. La desproletarización de las/os trabajadoras/es se consumará en tanto estos son, como todas/os nosotras/os, titulares de un capital que invierten al estudiar (para mejorar su “empleabilidad”, esto es la competitividad de sí en tanto empresa), trabajar (como inversión que apunta a un retorno monetario, es decir una ganancia,) o consumir (como inversión que apunta a obtener una satisfacción).[11] Inversiones que pueden ser exitosas o dar lugar a rotundos fracasos, pero… en tanto que libres, inobjetables. O sea, si una inversión puede salir bien o mal, “como todas/os sabemos” al momento de realizarla, nadie puede –bajo el pretexto de “auxiliar al fracasado”– tomar medidas que “castiguen al exitoso”. En la misma dirección, el Estado no debe implementar intervenciones que apunten a la redistribución del ingreso, ya que volvería menos razonable el invertir tiempo y esfuerzo en ir a trabajar y, además, para sostener dicha política debería castigar impositivamente al “exitoso”. “Premiar a fracasados y holgazanes, y castigar a quienes se esfuerzan y con su éxito generan riqueza”, no parece una inversión razonable por parte del Estado en este programa de sociedad cuya divisa sería, en un tono abiertamente social-darwinista, “sálvese quien pueda”. Esta forma de problematizar “lo humano” en tanto capital, nos permite captar con toda la seriedad del caso la mencionada consigna thatcherista, “la economía es el método, el objetivo es el alma”, en lugar de reducir la crítica al señalamiento de su presunto carácter ideológico.

Hemos mencionado que el centro de gravedad de la producción teórica del neoliberalismo migra de Europa a los Estados Unidos, en dicho marco acabamos de enfatizar la relevancia  de la Escuela de Chicago debido al desarrollo de la teoría del capital humano,  y también destacamos la importancia del escenario abierto por la crisis del petróleo de 1973. Por lo tanto, en función del objetivo de nuestro artículo, no podemos dejar de aludir a una serie de trabajos, cuya relevancia para la arqueo-genealogía del neoliberalismo fuera destacada por Dardot y Laval. Nos referimos al desarrollo del enfoque del Public Choice desplegado en el seno de la Escuela Virginia y del informe de la Comisión Trilateral sobre la crisis de la democracia (cuyo firmante por Estados Unidos fue ni más ni menos que Samuel P. Huntington). Si los trabajos de Gordon Tullock y James Buchanan enfocaban la crítica en el “círculo vicioso” presuntamente formado entre la ampliación de las demandas colectivas y la expansión de la burocracia estatal (con la consecuente “sobrecarga presupuestaria”),[12] en el capítulo dedicado a Estados Unidos del Informe de la Comisión Trilateral,[13] Huntington “alertaba” sobre la incompatibilidad entre la democracia política y la movilización de amplios sectores de la sociedad, dada la imposibilidad de atender a la multiplicación de las demandas.[14] En términos huntingtonianos, el funcionamiento del régimen democrático requería del desinterés y el no involucramiento político de grandes franjas de población; a lo que agregaba que el grado de movilización de distintos grupos marginales que reclamaban por sus derechos, como por ejemplo “los negros”, sobrecargaba de demandas al sistema y socavaba la autoridad.[15] En otros términos, los reclamos igualitaristas de los grupos marginados tornaban ingobernables a las democracias occidentales. Ante esta crisis de gubernamentalidad, el programa neoliberal devendrá –finalmente– mainstream.

Palabras finales: acerca de la relevancia de la analítica de la gubernamentalidad

Retomando la lectura propuesta en los apartados precedentes, consideramos que la pertinencia de este enfoque radica en que nos ha permitido mostrar el carácter antidemocrático de la racionalidad de gobierno neoliberal al centrar el análisis en su discurso, entendido como conjunto de prácticas. Así, frente a la crítica de la ideología, que apuntaría a mostrar que el discurso neoliberal esconde determinados intereses y que, en “en el fondo”, es contrario a la democracia; la analítica de la gubernamentalidad ha permitido señalar cómo en la crítica neoliberal, y en el programa de sociedad propuesto como contrapartida, resulta palpable “en la superficie” misma de los discursos su carácter antidemocrático.

En la misma dirección, el enfoque gubernamental resulta mucho más apropiado para el ejercicio de la crítica que la caracterización del neoliberalismo como una mera teoría económica que se traduce en un conjunto de recetas, ya que dicho encuadre no sólo invisibiliza el carácter político del discurso económico sino que, además, deja el terreno libre para que las/os propagandistas del credo neoliberal puedan “correr el arco” de la crítica socio-histórica, al señalar que los sobrados ejemplos que en ese campo permiten objetar al neoliberalismo son meramente “malas aplicaciones del modelo”. En otros términos, si la crítica no se elabora a partir de la analítica de la gubernamentalidad, el ataque a la democracia y la promoción de la desigualdad que, como lo hemos indicado a lo largo del presente artículo, constituyen dos caras de la misma moneda dentro del programa urdido desde las cloacas de la racionalidad neoliberal, pueden ser reducidos a “daños colaterales”, de forma tal de invisibilizar su carácter programático.

Enfatizamos, una vez más, que resulta ostensible que criticar al neoliberalismo como racionalidad de gobierno permite sostener que la pérdida de derechos, el aumento de la desigualdad y el deterioro de la democracia no constituyen meros daños colaterales. Puesto que, el ataque a la democracia y el aliento de la desigualdad tienen un carácter programático, bajo la forma del par constituido por la democracia limitada y la sociedad de empresa. Gobernar mediante la desigualdad, esa es la cuestión.

 


Iván Gabriel Dalmau es licenciado en Filosofía (FFyL-UBA), licenciado y profesor en Sociología (FSoc-UBA), Doctor en Ciencias Sociales (FSoc-UBA). Investigador Asistente del CONICET (IIGG-FSoc-UBA), profesor adjunto de Epistemología de las Ciencias Sociales (UNSAM) y docente auxiliar de Filosofía (FSoc-UBA).


[1] Foucault, M. (2000). Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France.1978-79. Paris: Éditions Gallimard SEUIL, p. 4.

[2] Dardot, P.; Laval, C. (2009). La nouvelle  raison du monde. Essai sur la société néolibérale. Paris : Éditions La Découverte, pp. 157- 186.

[3] Ibíd.

[4] Foucault, M., op. cit., pp. 191-220.

[5] Esta forma de ejercicio de la crítica encontrará su formulación más resonante con la publicación de Camino de servidumbre por parte Friedrich von Hayek en 1944: Hayek, F. (2006). The Road to Serfdom. London and New York: Routledge.

[6] Tal como lo destacaran Dardot y Laval, si bien es en el discurso de Hayek donde cobrará más resonancia esta forma de crítica, la misma se inscribe en el marco de las críticas elitistas a la democracia formuladas por el propio Walter Lippmann y por uno de los participantes franceses del aludido Coloquio, es decir Louis Rougier. Este filósofo francés dictaría, el año anterior al desarrollo del Coloquio, un curso universitario en Ginebra articulado en torno a la pregunta acerca de “cómo se pasa de las democracias liberales a los Estados totalitarios”. Curso en el que se detendría particularmente en aquellas doctrinas económicas “carentes de fundamento empírico y racional”, que son fruto del prejuicio, el sentimiento y la pasión, y que se despliegan por medio de ciertas “pseudo-demostraciones científicas” (lo que da lugar a distintas “místicas económicas”): Rougier, L. (1938). Les Mystiques Économiques. Comment l`on passe des démocraties libérales aux États totalitaires. Libraire de Médecis: Paris.

[7] Dardot y Laval, op. cit., pp. 328-352.

[8] Foucault, M., op. cit., pp. 191-220.

[9] Corrigan, P.; Sayer, D. (1985). The Great Arch. English State Formation as Cultural Revolution. Oxford: Basic Blackwell, p. 1.

[10] De 1964 es la primera edición de su clásico libro, cuya  tercera edición es posterior a la obtención del Premio Nobel de Economía en 1992: Becker, G. S. (1993). Human Capital. A Theoretical an Empirical Analysis, with Special Reference to Education. Chicago and London: The University of Chicago Press, Third Edition.

[11] Becker comienza el Prefacio a la tercera edición destacando que en la campaña presidencial de 1992, en la que se enfrentaron quien resultara electo –Bill Clinton– y quien viera frustrado su intento de reelección –George Bush (padre)–, ambos candidatos coincidieron en la importancia de mejorar la educación y las aptitudes de los trabajadores norteamericanos por medio de la “inversión en capital humano”. Cuestión que, según el economista, mostraría la relevancia no sólo académica sino también a nivel de las políticas públicas que había adquirido dicha noción; lo que, según su óptica, era impensable apenas una docena de años antes…

[12] Respecto de esta crítica economicista de la burocracia estatal, remitimos a la reconstrucción propuesta por Dardot y Laval: Dardot, P.; Laval, C., op. cit. pp. 377-384.

[13] La Comisión Trilateral, por medio de la que se buscó aglutinar a las grandes potencias del bloque capitalista, fue fundada en 1973 bajo el auspicio de la Fundación Rockefeller. Su informe de 1975 sobre la crisis de la democracia se realizó con la participación conjunta de un representante por cada área geográfica dentro de la Comisión, el francés Michel Crozier (Europa occidental), el estadounidense Samuel P. Huntington (América del Norte) y el japonés Joji Watanuki (Asia-Pacífico): Crozier, M.; Huntington, S. P.; Watanuki, J. (1975). The Crisis of Democracy. Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission. New York: New York University Press.

[14] Huntington, S. P. The United States. En: Crozier, M.; Huntington, S. P.; Watanuki, J., op. cit., pp. 59-118.

[15] Ibíd., p. 114.

 


Imagen de portada: pintura callejera

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