Por Roque Farrán
El filósofo e investigador del Conicet, Roque Farrán, viene explorando desde hace tiempo las formas de subjetivación contemporáneas en relación a la ideología, la ética y la política. Aquí examina las posibilidades de reversión de la subjetividad neoliberal a través del “cuidado de sí” y su vínculo con la actualidad. Según Farrán, el cuidado de sí que puede “contrarrestar el modo de subjetivación neoliberal empieza con el corte de ese mecanismo perverso; con la vuelta sobre sí que implica captar un goce que no se obtiene de ninguna promesa futura; con aceptar que en la vida lo único que se pierde es lo que se posee: el tiempo presente.”
I
El pensamiento político y la ciencia, la crítica ideológica o cultural, incluso el psicoanálisis como discurso social, se suelen contraponer a las religiones en general y al cristianismo en particular. Sabemos lo que Marx dijo acerca de que las religiones son el opio de los pueblos, y en el espíritu de ese enunciado categórico se inscriben la mayor parte de las críticas ilustradas. No obstante, también ha habido movimientos populares y/o revolucionarios que han emergido desde el seno mismo de confesiones religiosas (la teología de la liberación, los curas de opción por los pobres, etc.). Por otro lado, hay conductas religiosas retrógradas hasta en las prácticas más insospechadas (jerarquías y rituales impuestos dogmáticamente en instituciones científicas, partidos políticos, escuelas psicoanalíticas, etc.). Por eso, mejor proceder con cuidado y no caer en descalificaciones masivas.
En particular, siempre me costó mucho entender de qué se trataba el cristianismo, me parecían delirantes sus dogmas y simbologías, quizá porque no tuve ningún tipo de formación cristiana, ni bautismo ni catequesis, pues en mi casa se cultivaba la crítica militante. A lo sumo había una imagen romántica del Jesucristo revolucionario, el Cristo de los pobres, pero nada de esa liturgia desopilante que me resultaba absolutamente extraña. Promesas de infiernos y paraísos dispuestos en otra parte, como si no fuesen suficientes los que encontramos aquí, sacrificios y martirologios que me resultaban tan crueles e inútiles como indescifrables.
Puedo decir que recién con Foucault, y su abordaje de la exomológesis (actos de confesión) y la exagóuresis (actos de martirio), empecé a entender cómo se constituían los sujetos cristianos en relación a la manifestación de la verdad.[1] La razón práctica del cristianismo. Antes había tenido un anticipo en la genial descripción de la ideología que Althusser toma de Pascal: no hace falta creer para tener fe, arrodíllate, mueve los labios en oración, y creerás.[2] El aspecto ritual y material de los gestos cultiva la creencia, no a la inversa (como se cree a menudo). Eso explica casi todo. El problema es captar qué oficia de enganche o interpelación ideológica para que alguien comience con esa ritualidad. Zizek plantea ahí la cuestión lacaniana del “objeto a”: una voz, una mirada, una mierda, un seno.[3] Sin embargo, el encuentro con ese plus de goce que circunscribe la angustia de lo real, el vacío, resulta absolutamente contingente y no explica la efectividad de una ideología que ha durado milenios.
La hipótesis que propongo es que su poder de enganche o interpelación le viene del atravesamiento de distintos dispositivos de formación, aunque no todos ellos comulguen con el dogma cristiano en su totalidad. No es necesario hacerlo para reproducirlo igualmente. De allí que encontremos restos de cristianismo funcionando en prácticas muy diversas: económicas, políticas, psicoanalíticas y hasta científicas. Porque lo que está en juego es una economía del deseo y el goce. Es interesante rastrear incluso transferencias de ese procedimiento religioso que lo contamina todo en la nueva mutación ideológica que busca darle sentido a lo real: el neoliberalismo.
El neoliberalismo modulado en clave cristiana funciona así: no importa qué género, clase, raza, nacionalidad, o formación intelectual tengas, siempre que inviertas tu tiempo en la actividad que sea, a fin de obtener un plus de goce de ello, recibirás tu merecida recompensa en otra parte. Nunca es aquí y ahora, en el acto mismo de hacer. Es el antiguo mecanismo de actividad-deuda-recompensa que implica la “servidumbre de sí” o el superyó.[4] Ahí se cierran los grilletes subjetivos, se confisca una vida, y todo gracias al refuerzo de ese viejo dogma actualizado para cualquiera sin ningún tipo de distinción.
Por eso el cuidado de sí que puede contrarrestar el modo de subjetivación neoliberal empieza con el corte de ese mecanismo perverso; con la vuelta sobre sí que implica captar un goce que no se obtiene de ninguna promesa futura; con aceptar que en la vida lo único que se pierde es lo que se posee: el tiempo presente. Y si hay un pasado que importa es el que se escribe en futuro anterior: lo que habrá sido para lo que está llegando a ser. Pero el presente vivo no es la agenda mediática. Al instante presente se accede en el goce de lo que se hace por la sola alegría de hacerlo, sin ninguna retribución fantaseada o esperada. Y si eso inspira o contagia a otros, bien, y si no, que no importe en absoluto. Impasibilidad estoica.
Lo que he aprendido de las Meditaciones de Marco Aurelio es que lo único que se pierde es lo que se posee, una vida; y que lo único que poseemos de ella es el tiempo presente, un instante; y que por esa razón da lo mismo morir mañana que dentro de cincuenta años, o ahora; y que es tan difícil de aprender porque uno se cree inmortal, una denegación; y por eso hay que ejercitarse a diario en cada una de las meditaciones que buscan despabilarnos de nuestra estulticia: “Aunque debieras vivir tres mil años y otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde (…) Que el que ha vivido más tiempo y el que morirá más prematuramente, sufren idéntica pérdida. Porque sólo se nos puede privar del presente, puesto que éste sólo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder.”[5]
Me gustan las Meditaciones porque son escritos para sí mismo que, a su vez, pueden inspirar a otros sin tratar de convencerlos de nada. Me llama la atención no encontrar en nuestras escrituras académicas actuales más testimonios de la vida, la muerte, las alegrías y los sufrimientos que uno lee luego, si acaso, cuando ya se ha jugado la partida y es demasiado tarde. Nunca me interesó demasiado la literatura, sea de seres míticos o del yo (otro mito), pero sí me interesan las escrituras que acompañan las decisiones clave que sitúan a los sujetos en encrucijadas vitales. Leo tardíamente los escritos autobiográficos de Althusser y me doy cuenta que me habría gustado leer también el testimonio de Foucault, que tuvo dos intentos de suicidio, o el de Lacan, quién perdió una hija en un accidente y no volvió a ser el mismo; pero más me gustaría que nuestras escrituras sean más francas, veraces, asuman riesgos y acompañen las posibilidades e imposibilidades de una vida que es siempre singular pero se juega ineluctablemente con otros.
No puedo soportar que todo vuelva a una supuesta normalidad que jamás existió, por eso mi ética resumida ante la ideología dominante es: actúa como si en verdad acabásemos de pasar una pandemia inédita y dos años de confinamiento con máxima incertidumbre existencial.[6] No me permito hacer nada: curso, ponencia, escrito, reunión o lo que sea sin tener en cuenta no solo mi muerte personal, algo banal, sino la posibilidad de extinción de mis seres queridos y de la especie toda. Volveré sobre esta ética expuesta al final.
II
No es, entonces, ¿qué hacer? la pregunta clave, sino ¿cómo hacer? ¿Cómo hacer para que lo que leamos tome cuerpo, active el deseo de pensar, para que lo que escribamos sea un acto de libertad que exprese las determinaciones y a su vez las exceda? Hay quienes se abruman con la información infinita que circula por todas partes, con supuestos saberes inalcanzables, pero la materialidad que nos hace ser depende de gestos muy básicos, de entramados elementales, tales como: leer, meditar, escribir. Los tips y consejos simplificadores que abundan son la respuesta sintomática ante el desborde de las exigencias, por un lado, y el desconocimiento de la materialidad que trama a un sujeto, por otro. No podemos seguir interpelando al sujeto del conocimiento o al sujeto de la información sin reactivar y anudar a la vez las fibras éticas formadoras. No podemos esperar que se constituya un sujeto político de verdad sin que esas múltiples fibras se anuden por todas partes de manera singular, porque está claro que con la voluntad política no alcanza. Con ella sola no alcanza, por supuesto, pero sin ella no se puede.
Aun así, no hay más ciego que el que no quiere ver, ni más estulto que el que ve en toda interpelación a ocuparse de sí autoayuda o coaching neoliberal. Hay una pobreza flagrante en el concepto de sí mismo promulgado por el neoliberalismo, que incluso espíritus militantes compran a veces sin saber. Por eso es necesario el estudio y la formación filosófica materialista ajustada al uso. Tal como expresa Foucault, comentando a los estoicos: “El efecto que se espera de la lectura filosófica: no se trata de comprender lo que quiere decir un autor sino de la constitución para sí de un equipamiento de proposiciones verdaderas, que sea efectivamente nuestro. Nada, por lo tanto, del orden del eclecticismo. No es cuestión de armarse una marquetería de proposiciones de orígenes diferentes, sino de constituir una trama sólida de proposiciones que valgan como prescripciones, de discursos de verdad que sean al mismo tiempo principios de comportamiento. Por otra parte, como podrán comprender con facilidad, si la lectura se concibe de tal modo como ejercicio, experiencia, si su único fin es meditar, es indudable que estará inmediatamente ligada a la escritura.”[7]
De allí mismo tomé la fórmula “leer, meditar, escribir” como ejercicio concreto de formación y constitución del sujeto.[8] Las proposiciones en que el sujeto se ejercita deben ser “verdaderas en lo que afirman, convenientes en lo que prescriben y útiles según las circunstancias”, agrega Foucault. Por ejemplo, si uno acepta las definiciones de los afectos que brinda Spinoza, entiende que el amor es más fuerte que el odio, entonces ha de ejercitarse en cómo responder en cada situación que se lo incite a odiar; pero las respuestas, como en una lucha efectiva, no pueden estar programadas: tiene que haber variación y creatividad en las formas de no engancharse en el mecanismo del odio. Esa soltura se alcanza en el ejercicio continuo y variado de las pro-posiciones, como sucede en cualquier arte de lucha. Se lucha por amor, no por odio.
No todo es crítica ideológica; no todo es denunciar las naturalizaciones y falsas tendencias, los mandatos masificadores y mistificadores; no todo es querer brillar en la lucidez de quien devela lo obvio: el rey o el poder están desnudos, se muestran impunemente y nos quieren hacer llevar prendas irrisorias, como si no supiéramos. También debemos ayudar a componer la infinidad de gestos menores que lejos del poder real traman otra cosa, otras prendas, otras redes, incluso si para hacerlo usan las vestimentas desechadas del rey. La clave está en el modo de uso y en las relaciones que implica. Nos hemos cansado de criticar el couching, la autoayuda y los libros de desarrollo personal, como mandatos ideológicos del emprendedor de sí; y es correcto hacerlo, sin dudas, pero también tenemos que prestar oído a los usos populares que nada tienen que ver con el llamado del éxito. En ese sentido comenta Despret, por ejemplo, las investigaciones de Marquis: “Él decidió estudiar los manuales de desarrollo personal de una manera muy diferente a la de los sociólogos que habitualmente solo manifiestan desprecio, desconfianza, y desdén frente a ellos. Utiliza y reacomoda, en una perspectiva pragmática y con mucho tacto, las herramientas de las teorías de la recepción: ¿cómo sacan provecho los lectores? ¿Qué les hacen hacer los libros? ¿Cómo los ayudan y transforman?”.[9] No se trata de ejercer la crítica masiva o el desprecio de todo desde un sitial de altura y pureza, ni tampoco de buscar la propuesta definitiva y responder ¿qué hacer? para todos; sino de atender los modos efectivos en que los sujetos se apropian de enunciados, ejercicios, tradiciones y qué hacen con eso. Pasa tanto con saberes populares, como con otros apenas más sofisticados: psicoanálisis, teoría política, filosofía, etc. No hay diferencias jerárquicas entre saberes sino modos de apropiación singulares.
Pero, si no hay jerarquía entre los saberes ¿hay al menos ideas propias, ideas originales, ideas más sabias? En lugar de caer en el círculo de las oposiciones: propio/impropio, original/copia, doxa/episteme, podemos complejizar un poco la cosa. Lo que hay son nombres propios, más bien, y afirmar una idea en nombre propio exige cierto ejercicio de despersonalización o vaciamiento referencial, que es lo específico del pensamiento material: combinación singular de significantes, nombres y tradiciones que siempre vienen del Otro (formación cultural). Por eso no hay nada absolutamente original, sino modos de uso cuidados y singulares, cultivados en cada caso. No hay creación ex nihilo, aunque el vacío localizado es lo que nos permite hacer lugar a la experimentación mediante recombinaciones singulares de los materiales disponibles. Causa gracia entonces cuando alguien dice que tal cosa ya la dijo otro, o incluso que la escribió uno mismo en otra parte: la producción de una idea adecuada, que movilice y afecte, siempre es asunto de encuentro singular (que exige poner algo de sí) y la repetición hace al ejercicio (no se entra dos veces al mismo texto o enunciado). No hay ideas propias ni textos originales, solo hay lecturas y usos cuidados. Al decir esto no pretendemos ser originales, sino lógicos.
III
Finalmente, siempre terminamos aludiendo a cuestiones generales que apuntan a ordenar cierto quehacer. La ideología es irreductible y eterna; estamos advertidos de ello. Lo primero que tenemos que hacer para abrir un debate intelectual y político honesto, en consecuencia, es dejar de ampararnos en Otros: no vale invocar a la gente, el pueblo, dios o el espíritu santo; hay que hablar en nombre propio y dar cuenta, en ese mismo acto, de lo que se piensa: razones, proposiciones e implicaciones. Asumir un riesgo. Nos hemos malacostumbrado a decir que son “intelectuales” quienes así proceden, imaginando una mera cuestión de prestigio, pero ese ha sido siempre el modo de tomar la palabra en la escena pública. El problema de la unidad es, ante todo, un problema de concepto y orientación en el pensamiento: no puede haber ninguna acción coordinada, sustentable y con alguna probabilidad de incidir en lo real, si no piensa en lo que hace.
Recuperar el pensamiento estratégico en todos los ámbitos posibles, según su especificidad, orientarnos más por la lectura de los clásicos que por el marketing publicitario. Por ejemplo, Maquiavelo en la lectura de Althusser, nos enseña mucho sobre nuestro presente: “¿Qué podemos entonces nosotros aprender aún hoy de este extraño ‘utopista que, al parecer, era Maquiavelo? Infinitas cosas y casi nada. Infinitas cosas sobre la acción política, sus condiciones factuales y las variaciones coyunturales de sus medios, al margen de todo a priori moral o religioso: sobre los aparatos ideológicos de Estado (el primero de los cuales, concerniente al Príncipe Nuevo, es esa ‘imagen’ de sí mismo pacientemente compuesta, y que actúa como una fuerza ideológica y política en los efectos de su estrategia) y también sobre el papel de la religión: ante todo la idea de que hay que aceptar la religión tal y como es, como un elemento dominante de la coyuntura ideológica dada y, cuando es fuerte, no sólo hay que aceptarla como la fuerza de las ‘ideas que se apoderan de las masas’ o que se han apoderado de ellas, sino saber inscribirse en ella para utilizarla (esto vale para toda formación ideológica existente en la realidad coyuntural); que es preciso, finalmente, que el Príncipe (y, dirá Spinoza, todo hombre) establezca entre él y sus pasiones una relación de distancia crítica y revolucionaria tal, que pueda transformar-desplazar sus pasiones de pasiones tristes (sufridas y pasivas) en pasiones alegres (libres y activas), sin lo que ninguna acción política pensada puede conocer un éxito duradero.”[10]
Entender entonces cómo funciona la ideología y hacer uso de ella, no desestimar masivamente las prácticas y dispositivos, transformar las pasiones, cultivar los afectos alegres, etc. ¿Por qué es necesario decir lo obvio? El que todos podamos opinar y replicar por distintos medios cualquier cosa, lo engañoso de la escena democrática, no quiere decir que todos tengamos la misma eficacia práctica. La coordinación para el pensamiento estratégico no requiere decirlo todo por todas partes, lo que suponen los debates mediatizados, sino poder decir de manera oportuna y justa en una práctica específica. Pero para proceder de ese modo al menos tiene que haber un concepto de unidad que nos oriente y opere. La unidad no puede ser solo política en sentido restringido, tenemos que reencontrar un sentido de unidad más vasto (algunos hablan de “cosmopolítica”) que nos componga con existencias menores y desestimadas, allí donde podemos encontrar la verdadera potencia de obrar.
Por último, quiero contar una experiencia singular que abona ese sentido de unidad. Este comienzo de año, con ánimo de retomar actividades pospandemia, fuimos a la presentación del libro de Any Duperey, El velo negro[11], y la pasamos muy bien. Parecía la puesta en escena de un tiempo de ficción que ya no existe más: cómo vivíamos, hablábamos y compartíamos antes de la pandemia. Reparé en una cosa que venía sintiendo y pensando desde poco antes: la relevancia que han adquirido libros como el de Despret o Duperey, por darle un estatuto existencial clave a los muertos y nuestra relación con ellos, muestra apenas un infinitesimal borde en el que todos los valores se subvierten. Así como Freud cambió nuestra concepción del psiquismo al mostrar que la conciencia en la que habituábamos reconocerlo -y reconocernos- era solo una manifestación menor y secundaria de lo verdaderamente psíquico: el inconsciente; así como Cantor mostró que los números y conjuntos finitos con los que habitualmente nos manejamos son una parte insignificante de los múltiples infinitos que constituyen la naturaleza del número; así, digo, tendremos que empezar a captar que esta vida que llevamos con todos sus contratiempos, alegrías y tristezas, es apenas un ínfima parte de todo lo que somos y nos atraviesa, entre la infinidad de muertos, fantasmas, no-entes y seres de ensueño que habitan el infinito abierto del cosmos. Esta pequeña vida, con todos sus hábitos y representaciones, va dejando de ser importante y quizás encuentre también su lugar secundario, si no se extingue del todo. Esta última idea viene a su vez de mucho antes. No olvido que, mientras yacía en una vereda fría y sucia, sintiendo muy cerca el fin, no me lamentaba tanto de perder la vida, como del inconmensurable desamparo en el que dejaría a quien era mi mujer y a nuestra hija por nacer; me resultaba insoportable. Ya no era como ese conscripto abatido que, según Walsh, en vez de gritar: “¡Viva la patria!”, decía: “¡No me dejen solo, hijos de puta!”. Otra vez todo se ha invertido, no solo la épica sino la soledad, y hoy es a quienes mueren que dan ganas de decirles: “¡No nos dejen solos, malditos!”
Roque Farrán nació en Córdoba en 1977. Es Investigador Adjunto del Conicet, Doctor en filosofía y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Córdoba, y miembro de los Comités Editoriales de las Revistas Nombres, Diferencias y Litura. Ha publicado los libros Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto (Prometeo, 2014); Nodal. Método, estado, sujeto (La cebra/Palinodia, 2016); Nodaléctica. Un ejercicio de pensamiento materialista (La cebra, 2018); El uso de los saberes. Filosofía, psicoanálisis, política (Borde perdido, 2018; El diván negro, 2020); Leer, meditar, escribir. La práctica de la filosofía en pandemia (La cebra, 2020); Escribir, escuchar, transmitir. La práctica de la filosofía en pandemia y después (Doble Ciencia, 2020); La razón de los afectos. Populismo, feminismo, psicoanálisis (Prometeo, 2021); Militantes, ¡ocúpense de sí mismo! (La red editorial, 2021); Escribir, escuchar, transmitir. Crítica, Sujeto y Estado en Pandemia (El diván negro, 2021); editó colectivamente Ontologías política (Imago mundi, 2011), Teoría política. Perspectivas actuales en Argentina (Teseo, 2016), Estado. Perspectivas posfundacionales (Prometeo, 2017), Métodos. Aproximaciones a un campo problemático (Prometeo, 2018).
[1] Cuestiones que analiza Foucault en los 80: El gobierno de los vivos, Curso en el Collège de France, 1979-1980, Buenos Aires, FCE, 2014; en las conferencias reunidas en El origen de la hermenéutica de sí: Conferencias de Dartmouth, Buenos Aires, siglo XXI, y el curso de Lovaina, Obrar mal, decir la verdad: Función de la confesión en la justicia, Curso de Lovaina, 1981, Buenos Aires, Siglo XXI, 2014. También en el cuarto tomo de la Historia de la sexualidad: las confesiones de la carne.
[2] Louis Althusser, “Ideología y Aparatos ideológicos del Estado” en La filosofía como arma de la revolución, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.
[3] Slavoj Zizek, El sublime objeto de la ideología. Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.
[4] Como lo mostraba aquí: http://revistabordes.unpaz.edu.ar/el-hombre-endeudado-o-como-operar-sobre-la-servidumbre-de-si/
[5] Marco Aurelio, Meditaciones, Madrid, Gredos, 1977.
[6] Esta modalidad del “como si”, función del semblante que redobla por el lado imaginario lo que es insoportable de lo real, también la podemos aprender de nuestras venerables tradiciones, no solo del psicoanálisis. Como sugerí aquí: http://revistabordes.unpaz.edu.ar/aleturgias-del-poder/
[7] Michel Foucault, La hermenéutica del sujeto: curso en el Collège de France, 1981-1982, Buenos Aires, FCE, 2014.
[8] Roque Farrán, Leer, meditar, escribir: la práctica de la filosofía en pandemia, Adrogué, La cebra, 2021.
[9] Vinciane Despret, A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, Buenos Aires, Cactus, 2021, p. 161-162.
[10] Louis Althusser, “La única tradición materialista”, en Revista Youkali 4, Tierradenadieediciones, p. 153.
[11] Anny Duperey, El velo negro, Córdoba, Cielo invertido, 2022.