Por Hernán Brienza, Carolina Bartalini, Daniel Freidemberg, Ángel Berlanga, Marcelo Monzón, Gabriel Lerman, Renato Cisneros y Silvana Vignale
¿Qué hace una obra en una vida? ¿Y una vida en una obra? El martes 30 de abril de 2024, murió a los 77 años el escritor norteamericano Paul Auster, acompañado de su familia, en su casa de Brooklyn. La noticia de su muerte provocó una especie de gran oración fúnebre, de escritura colectiva, donde lectores y lectoras de todas partes compartieron, entre otras cosas, imágenes, escenas de lecturas, anécdotas que hablan de un primer encuentro con su nombre o con su obra, los libros favoritos, y aquellos que dejaron alguna huella en nosotros. Aún cuando estemos solos, o porque estamos solos, toda lectura es lectura colectiva.
Hernán Brienza
Un día, debe haber sido a mediados de los noventa, alguien a quien ya no recuerdo me aconsejó un nombre: “Tenés que leer a Paul Auster”. Al viernes siguiente, fui muy de madrugada a la librería Edipo -cerraba después de las 2 de la mañana- y compré El país de las últimas cosas. Quiso el azar que la lectura de ese libro continuara la de Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, y que desde ese momento esos dos libros fueran vistos como una continuidad temática irrenunciable.
Por supuesto, me encandiló Auster. La lectura continuó con Ciudad de Cristal, Fantasmas, El Palacio de la Luna y La música del azar. Y, obviamente, me enamoré de la película “Cigarros”, cuyo guion había escrito él y que Harvey Keitel había interpretado con una cruda ternura inolvidable.
Después vinieron Leviatán, que no me convocó tanto y Tombucú, que me regaló un gran amigo conmocionado por la historia de ese perro callejero que decide su propia muerte.
Con los años, Auster se convirtió en esa tibieza de jardín de invierno que son los recuerdos de buenas lecturas. Hasta la muerte de mi viejo en que decidí leer, finalmente, La invención de la soledad, que fue imprescindible en la tramitación del duelo en el que estaba metido.
Auster es de esos autores cuyas muertes arañan un poco mi vida: Soriano, Bayer, Gelman, Saramago, Eco. No importa si se asemejan o no. Si los abandonaste o no. Supieron estar allí cuando los necesitaste. Y formaron parte de esa música que la literatura que uno disfruta deja en nuestros espíritus.
Hoy estoy un poco triste. No demasiado tampoco, no vale la pena sobreactuar. Seguro se me pasará leyendo o releyendo algún libro de Auster. Por suerte, los libros son eternos. Y si no lo son, al menos, son reimprimibles. No estaría nada mal que nuestras vidas fueran reimprimibles. Así podríamos volver a vivir todo aquello que nos hizo lo que somos. A Auster seguro no le gustaría esto. Obviamente para que le gustara habría que ponerle una cuota de azar. Del azar que a él tanto lo seducía.
Carolina Bartalini
Mi padre me dio a leer a Paul Auster quizás demasiado pronto. Era un lector aficionado, pero sistemático. Un lector humanista que buscaba en la literatura formas de comunicación entre la vida, los recuerdos y el presente. Formas de escape, tal vez, modos de lidiar con aquello que más tarde entendí que lo desacomodaba tanto como me perturba a mi esta realidad, la existencia, el desasosiego, la intemperie de los noventa, cierto existencialismo trash, el quilombo y la cálida certeza de que la cosa va por otro lado. Nunca hablé ni escribí de mi padre lector y eso que fue, sin dudas, mi mayor modelo y una guía que procuré seguir hasta que ingresé a la carrera de Letras y me dijeron, y lo creí, que parte de todo eso, lo que mi papá leía y lo que yo leía, estaba mal, o, al menos, era algo para mantener en la reserva de la intimidad. En definitiva, algo del orden de lo privado, de las lecturas silenciosas. La biblioteca de mí papá fue adoptando uno a uno los libros de Paul Auster a medida que salían, casi como una imagen vívida de un canon hecho experiencia y que se lee sin demasiada vuelta teórica; un canon subterráneo que se cuela en las noches de ciertos lectores sensibles a las modas, pero que expresa, quizás, lo más interesante de la (buena) literatura: su poder de afectación. Y digo buena, sin entrar ni pretender ningún tipo de valor literario, tan solo la observación de lo que hace verdadera y sensiblemente la literatura: seducirnos a habitar un lugar de placer en medio y a pesar de la incertidumbre y el desastre.
Lo cierto es que el origen de las recomendaciones de lectura de Auster de mi padre en mi temprana adolescencia, pueden haberse originado en cualquiera de los criterios que ahora vislumbro como variables de análisis crítico y en los que no me interesa profundizar. El afán de lectura de Auster en un sujeto criado en los sesenta, que atravesó el ideal, la luz y la oscuridad en los setenta, la hiper y la fiesta en los ochenta y la debacle en los noventa no se reduce a ninguna de estas escenas, aunque sin dudas Auster, como John Lennon y Spinetta, lo acompañaron en el aprendizaje sensible del mundo.
Mi padre me dio a leer a Paul Auster quizás demasiado pronto y no estuve a la altura. Sus recomendaciones pasaron de Salgari a Verne, de Hesse a Quiroga, de Auster a Bucowski, de Dostoievski a Lispector sin ningún tipo de orden ni reglas. Eso fue maravilloso. A mis 13 o 14 años leí La habitación cerrada y el universo literario produjo cierta explosión en mí. Realmente no pasó mucho más que eso, aunque no podría sacar esa escena de lectura de cualquier tipo de relato sobre mi vida, o sea, sobre lo que podríamos decir que viví.
Más allá de esto, realmente no me interesa el origen de la pulsión que hizo que mi padre, contador, profesor de geografía frustrado y luego estudiante de Historia en Puan en sus sesentas, haya decidido no solo leer sino sistematizar sus lecturas de Paul Auster a lo largo de toda su vida.
Quizás por esas experiencias de lectura iniciáticas sea, y siga siendo, una lectora anticanónica, sobre todo en cuestión de edades, y me pregunte, resistiendo el afán metódico, por el sentido de las colecciones juveniles. Buscando el orden o el origen no se llega a mucho. La tarea de recordar, sin embargo y como escribe Walter Benjamín, es precisamente ese lugar donde el presente convive con el pasado, donde todo se mezcla.
A esta altura ya no sé si hablo de Paul Auster o de mi padre, ¿importa acaso?, ¿hay alguna diferencia? No le hago honores a Paul Auster, no a su obra, sino a la colección que de sus libros mi papá forjó a lo largo de su vida y que lo acompañaron en momentos que ni conozco. Y con esto, a mi pequeña colección de recuerdos en los que la literatura de Auster participó de los encuentros semanales con mi padre. Acá la escena. Desde mi modo de ver, el mejor legado.
Algunos libros que no leí me los guardé en la división de la biblioteca cuando mi papá murió hace unos meses. Están en cajas y bolsos desde entonces, entre otros que ya ni me acuerdo. Deseo encontrarlos porque en ese momento, al calor de un duelo intempestivo, no le di importancia al todo sino a cada ejemplar. ¿Será que la muerte nos convoca al efímero absoluto? A lo mejor sea el momento de abrir las cajas y ver qué hice de todo eso. Ya no me acuerdo, pero estoy segura de que algo de todo esto está ahí.
Daniel Freidemberg
(Del libro Desapariciones, 1975)
Están los muchos, y están aquí:
y por cada piedra que él cuenta entre ellos
se excluye a sí mismo,
como si también él empezara a respirar
por primera vez
en el espacio que lo separa
de sí mismo.
Pues el muro es una palabra. Y no hay palabra
que él no cuente
como una piedra en el muro.
Por lo tanto, él empieza de nuevo,
y a cada instante que empieza a respirar
siente que nunca hubo otro
tiempo, como si en el tiempo que ha vivido
se encontrara a sí mismo
en cada cosa que él no es.
Lo que respira, por lo tanto,
es tiempo, y él sabe ahora
que si vive
es sólo en lo que vive
y seguirá viviendo
sin él.
……
Uno de los muy pocos narradores de las últimas décadas del siglo XX que leo con ganas. Sea por defecto profesional, por mala costumbre o por prejuicio, no aguanto leer novelas o cuentos que no sean, en su escritura narrativa, poesía. Como Saer, como Demitrópulos, como Rulfo, como Handke, como Marcelo Cohen, como Woolf, como Joyce, como Faulkner, como el Eisejuaz de Sara Gallardo, como el Fogwill de Cantos de marineros en las pampas, era (es) la resonancia poética que articulan las palabras (no únicamente eso, claro) lo que me va sumiendo en el placer y el trabajo de la lectura de Paul Auster. Que era, además, poeta, si por tal se entiende “escritor de poemas”, una zona de su obra a la que -no soy la excepción- no presté mucha atención, como si fuera un ejercicio secundario o complementario. Y no lo es. Cuatro poemas, en el blog de Patricia Damiano.
Ángel Berlanga
“Recibí la noticia de la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un domingo por la mañana mientras yo le preparaba el desayuno a Daniel, mi hijito. Arriba, mi mujer todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas, disfrutando de unas horas más de sueño. Invierno en el campo: un mundo de silencio, leños humeantes, nieve. No podía dejar de pensar en las líneas que había escrito la noche anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que había problemas. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar es siempre una mala noticia.
No se me ocurrió un solo pensamiento noble.”
De La invención de la soledad.
Acá siguen tus libros. Más de una vez hemos regalado tus novelas; no estoy encontrando en casa La música del azar, que debo haber prestado. Me quedan algunos tuyos, de los últimos años, para asomarme y leer. Creo que antes las formas de la luz y de las sombras eran otras. La seguimos: chau, Auster.
Marcelo Monzón
Murió Paul Auster, me dicen desde el otro lado de la casa, en una mañana que buscaba salir de la tristeza de estos días aciagos en los que no faltan cobardías legislativas, improntas brutales de gobernantes y complacencias corporativas que rellenarán un año, de por sí, oscuro. Si hacía falta una nota de tristeza para estos días era esta. Se fue un escritor enorme, el más europeo de los norteamericanos, el más norteamericano de los europeos, y por todo eso, uno de los más admirados de la literatura vernácula, como si compartiéramos un código, nuestras muecas y expectativas.
Hace poco había muerto su hijo Danny, aquel que, en La invención de la soledad, el libro que lo consagró como escritor en el peor momento de su vida personal, lo rescata de todos sus pesares, en una ecuación inversa de la lógica, y por ello mágica y azarosa al mismo tiempo. Creo ver en ese episodio una tristeza de saber que no podrá atravesar ese punto de madurez que significa la muerte de un padre, como lo testifica el propio Auster en ese libro. Quizás una parte de la conciencia que dio rienda suelta a células, enzimas, y honduras existenciales hasta el fin. Este fin.
Hace un tiempo escribí una reseña de La invención de la soledad, para un trabajo grupal con Saccomanno. Lo posteo acá como mi modo de homenajearlo, de despedirlo y de bienvenirlo por todo lo que dejó escrito, libros y clases.
Auster x Auster = Auster2
La invención de la soledad es un texto típicamente austeriano (si se me permite la expresión). No sólo porque Auster habla de Auster en él –lo cual nos remite inmediatamente al libro autobiográfico- sino, además, porque el Auster que habla es la expresión más acabada del Auster que se conoce: De Auster como Auster, y de Auster como autor norteamericano.
De Auster como Auster se podría decir que en este libro se encuentran claramente tratadas, tanto las obsesiones del autor: la casualidad, el azar que determina la vida, el acto de escribir, etc., como la doble dimensión narrativa que siempre circula en sus obras: a.- la típica norteamericana (objetiva, concreta y pragmática, tradición empapadas por el derrame de los postulados filosóficos de John Dewey o William James hacia todo el pensamiento y la cultura norteamericanos), b.- una más reflexiva, intelectual, que podría vincularse con un cierto subjetivismo “a la europea”.
Lo de Auster como autor norteamericano resulta cuando no se puede soslayar que La invención de la soledad tiene a los ejes temáticos (la soledad, la memoria) sostenidos en la relación padre-hijo, problemática que puede registrarse en casi todas las narraciones norteamericanas, al menos -cree el reseñador- desde la segunda posguerra hasta la actualidad.
El libro tiene dos capítulos: “Retrato de un Hombre Invisible” y “El Libro de la Memoria” (la muerte del padre –ausencia- y el nacimiento del hijo –presencia-). Cada uno de ellos se inscribe en los estilos narrativos ya señalados.
Mientras el primero se entremezcla con la crónica, la anécdota biográfica, de hecho, se conoce la historia mientras se lee las noticias del diario y adquiere por ello una distancia objetivante; el segundo representa un giro hacia la reflexión. El conocimiento se adquiere por reflexión interna; por ejemplo, Auster recurre al análisis literario del libro Pinocho para hablarnos de la búsqueda de un padre por parte de su hijo. Del eterno acto de salvación de un padre a su hijo.
Pues este acto de salvación es lo que en realidad hace el padre: protegiendo a su pequeño hijo de cualquier peligro. Y para este niño pequeño ver a pinocho, el mismo muñeco tonto que ha ido de desventura en desventura, que quería ser “bueno” pero no podía evitar ser “malo”, esta misma marioneta pequeña e incompetente que ni siquiera es un niño de verdad, convertida en un personaje redentor que salva a su padre de las garras de la muerte, constituye una revelación sublime. El hijo salva al padre. Pero esto hay que imaginarlo desde la perspectiva de un niño pequeño y también desde la perspectiva de un padre que alguna vez fue niño pequeño y un hijo. Puer aeternus. El padre salva al hijo.
Ahora bien, el relato de su padre muerto, más objetivo quizás, está narrado en primera persona; mientras que al segundo capítulo lo propone en tercera. Ello parece lograr en el lector un efecto de constante búsqueda. De que nada parece estar dado por sentado. Cuando fijamos el objeto no podemos asir al sujeto, y viceversa. Mientras tanto la trama avanza, casi sin darnos cuenta.
Auster, quien nos cuenta de esta doble situación que le sucede –la muerte de su padre y el nacimiento de su hijo- no hace más que metaforizar el acto de escribir. Es inevitable recordar, aquí, la teoría del Iceberg de Hemingway o la de Piglia, respecto a que todo relato cuenta dos historias a la vez: una “exterior”, visible, con todos los caracteres de la aventura, de la peripecia, y otra “interior”, que sólo puede divisarse por los espacios que deja la otra.
La escritura aparece en el libro como un acto que sintetiza tanto a la soledad como a la memoria. Se escribe en soledad como condición, recurriendo a la memoria como un mecanismo para ella.
En el primer capítulo, Auster está en la casa de su padre muerto y acomodando sus cosas descubre un álbum de fotos, y dice:
“Un álbum muy grande, encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la cubierta decía: ‘Los Auster. Esta es nuestra vida’ y estaba completamente vacío.”
Este punto parece inicial en el relato. La vacuidad es una forma, un sinónimo de soledad, que sólo se llenará apelando a la memoria; las fotos y el relato (la escritura, en todo caso) llenarán ese álbum a través de todo el libro. Así La invención de la soledad es también la construcción de un relato, la creación de un escritor formado por la soledad y sus recuerdos.
Como ya mencionamos, este libro es, de alguna manera, una especie de contenedor fundamental de todos los escritos de Auster. Podríamos decir como su DNI, o código genético. El gran tema no está ausente: el azar. La realidad está hecha de casualidades para el autor, al igual que nuestra limitada percepción de ella. Por eso, otra vez, la importancia de la memoria, como registro a la vez sistemático e impotente de lo que ha ocurrido:
“En cierto modo todo está relacionado con todo”
O
“A veces pienso en ello. Cómo me habrán concebido en aquel hotel para recién casados en las cataratas del Niágara. No es que importe dónde ocurriera, pero no puedo evitar que la idea de aquel encuentro desapasionado, ese tanteo a ciegas entre las sábanas frías de un hotel, me haga tomar conciencia del carácter casual de mi existencia. Las cataratas del Niágara o el peligro de dos cuerpos que unen. Y luego yo, un homúnculo fortuito, precipitándome por las cataratas como un osado diablillo en un barril”.
Por último, nos encontramos frente a un libro interesante desde varios aspectos donde se realizan una serie de apuestas estéticas, especulaciones psicológicas, afirmaciones ideológicas, que pueden o no convencernos pero que no nos deja indiferentes.
La gran duda (y parece banal presentarla así, pero no hay salida) es si este texto se trata de una novela. Quizá será mejor tratarlo en el sentido en que Barthes nos propone, como la preparación de la novela, como el libro aún no escrito. Algo de eso nos dice el propio Auster:
“Desde el principio reconozco que este proyecto está destinado al fracaso”; “Ha habido una herida y ahora me doy cuenta de que es muy profunda. Y el acto de escribir, en lugar de cicatrizarla como yo creía que haría, ha mantenido esta herida abierta”.
Gabriel Lerman
AUSTER
Ahora que el último aliento retumba fuerte desde el norte, vuelvo a esa primera línea de La invención de la soledad: “Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en el sillón y muere”. Tal vez escuché la recomendación de su libro en una radio, quizás la Rock&Pop. O acaso fue en alguna temprana referencia en la sección “Cultura” de Página/12. Asoma la novela posmoderna, se decía. Existencia y sociedad industrial en crisis. Mundo desarmado sin política donde lo único que teníamos eran amigos y familiares, porque el trabajo empezaba a escasear o precarizarse. O simplemente la actualización de una tradición judía en América. En algún momento de la vida ese texto de su novela autobiográfica se apoderó de mi propio cuerpo, de mi existencia. Entonces el hombre que un día vive, un día muere. Y ese hombre que había leído que moría, de pronto es mi padre que muere delante de mí. Y esa muerte leída es ahora una muerte real vivenciada.
Eran los noventa, tenía veinte años y el pelo muy loco. Papá fallece en el borde entre mis 22 y mis 23. Las novelas de Paul Auster venían siendo un oráculo y ahora se convierten en una procesión. Leo Paul Auster para escuchar una voz, tal vez para reencontrarme obsesivamente con papá, en alguna página, en alguna frase. Eso me labra hasta los huesos, amura mi inconsciente. Hombres judíos, mi análisis con Daniel Rubinzstein también supone la idea de un diario de la soledad donde renace el deseo y un camino a transitar. Cuando muere mi padre, los libros de Paul Auster empiezan a ser leídos como un espejo y una pedagogía que me devuelve un afecto y un conocimiento privilegiado. Era leer desde el dolor, recuperar de esos fósiles una raspadura, una huella, el pedacito de sangre y piel que dejan las heridas y que son tejidos muertos que en algún instante reencarnan y viven en otro paso.
Pero mientras leo su nombre ahora en las redes, que desde anoche comentan su partida, recuerdo la vez en que llegamos con Carla hasta Park Slope, Brooklyn, para dejarle un ejemplar de mi primera novela, en un español que jamás iba a leer, gracias a la recomendación y consejos de Claudio Benzecry.
O aquella otra vez en que pude conocerlo en la librería Cúspide de Recoleta, tras un curso de guión que había dado en el Malba. Hice una larga fila que daba vuelta a la manzana hasta que pude tenerlo enfrente y, gracias a la ayuda de una amiga, intercambiamos un saludo y un par de comentarios (adjunto foto). Entre el cholulismo y la emoción, o ambas cosas, le dije que tenía dos ídolos en el mundo: Diego Armando Maradona y Paul Auster. No necesito más, dije.
Después continuaron sus novelas, y ya habían venido sus películas. Después pasaron tantas cosas, nos pasaron tantas. Alguna vez dejé de leerlo, por mucho tiempo. Y después, cada tanto, empecé a releer esas primeras novelas: Ciudad de cristal, El palacio de la luna, La música del azar, El país de las últimas cosas.
En este día de la historia argentina en que un loop terrorífico nos retrotrae a la profundidad de los noventa, muere Paul Auster mientras vuelven apellidos que en Argentina asemejaban a la destrucción. Recuerdo que leí Leviatán de corrido, de pie durante horas, en una larga fila en una antigua oficina del Anses, para elegir AFJP. En la novela son dos amigos que la política había vinculado años atrás, y que ahora se encuentran en el dilema de la ruptura total con el sistema o cierta adaptación marginal, tal vez no tanta, de uno de ellos. El dilema del escritor estaba allí metido, mientras tanto. Y esas vueltas de la vida y la historia nos ponen ahora a pensar en la partida, treinta años después. Y en el escritor, y en la política. Entonces, un día hay vida. Todo es como era, como será siempre. Y, de repente, aparece la muerte. Lo que fue y será, Paul.
Renato Cisneros
Lo descubrí un par de años antes, pero 2007 fue mi año Auster. Leí todo lo que hasta ese momento llevaba publicado y pasé horas subrayando páginas de páginas, fascinado con esos personajes que viven al límite, cuyos nombres no se me han olvidado (Jim Nashe, Marc Fogg, Benjamin Sachs, Daniel Quinn, etcétera). He contado hasta la saciedad lo decisiva que fue La invención de la soledad para decidirme a escribir una novela sobre mi padre, y he hablado del cariño inestimable que guardo por sus libros de no ficción, sus ensayos, sus iluminadores experimentos con la verdad. Lo quise conocer el 2012 en Nueva York: llegué hasta la misma puerta de su casa en Brooklyn, pero no me atreví a llamar, temeroso de que me invitara a largarme por donde había venido. Finalmente pude conversar brevemente con él aquí, en Madrid, cinco años más tarde. Fue un gran momento. La noticia de su muerte me entristece muchísimo, pero a la vez me infunde de un profundo deseo de volver a sus novelas, es decir, de reencontrarme con el lector insaciable que fui gracias a él.
Silvana Vignale
Paul Auster, eso que llamo “yo” y la historia argentina
Como si ya no fuera difícil lidiar con la desaparición, como si la amenaza de que la vida humana y la civilización –tal como la conocemos– pueda extinguirse no fuera solamente un asunto del cine, de nuestro material onírico o de la literatura apocalíptica, El país de las últimas cosas de Paul Auster produjo una incisión en mí: una hendidura como sólo algunos libros llegan a hacerlo. La marca de esa ficción distópica tiene dos dimensiones. Por una parte, lo que metafóricamente muchos pasajes de Auster podían resonar a quien se encontraba en un cambio de posición subjetiva –para decirlo en otras palabras: atravesando algo de la propia biografía, percibiendo que ya las cosas no serían como antes–. Aunque, por otra parte, había otro tipo de resonancias: las de diferentes momentos de la historia argentina que nos ha tocado vivir. No la que hemos leído en los libros de historia. Sino aquella que nos ha marcado en los cuerpos. Por eso esa hendidura, esa intervención de Auster, coincide con esas marcas.
«Lo que realmente me asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad de cosas que todavía siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un mundo desaparezca, mucho más de lo que puedas llegar a imaginar. Continuamos viviendo nuestras vidas y cada uno de nosotros sigue siendo testigo de su propio y pequeño drama. Es cierto que ya no hay colegios, es cierto que la última película se exhibió hace más de cinco años, es cierto que el vino escasea tanto que sólo los ricos pueden permitirse el lujo de beberlo. Pero, ¿es eso lo que llamamos vida? Dejemos que todo se derrumbe y, luego, veamos qué queda. Tal vez ésa sea la cuestión más interesante de todas: saber qué ocurriría si no quedara nada y si, aun así, sobreviviríamos».
Repaso sus palabras, y vuelven a provocar aquello que provocaron cuando lo leí, justo por estos días en los que nos preguntamos cómo es que asistimos impávidas e impávidos, impotentes, al desmantelamiento de nuestro país y a la dinamitación de nuestros derechos. Acaso Auster, lejos de confirmarnos en el drama cíclico de las desapariciones, abre con una llave la pregunta que nos hacemos una y otra vez en los momentos de peligro. No es que la literatura nos salve. Es que escritores como Paul Auster nos permiten reconstituir algo de nosotras y nosotros para imaginar nuevamente un futuro. Mientras nos acecha la sensación de que nada tiene sentido, mientras hemos agotado la razón como potencia de transformación, mientras el neoliberalismo corre con un software renovado, los libros y la música son un archivo de la memoria en el cuerpo, un lugar desde donde recuperar los sentidos, donde dotar nuevamente a nuestros cuerpos de su potencia. En lo que se refiere al fragmento, y a la mención de la gran cantidad de cosas que siguen en pie, no puedo dejar de pensar en el conatus spinoziano, en ese esfuerzo por perseverar en lo que somos que nos salva de desmoronarnos.