Por Flor Braier
Hoy se cumplen 85 años del nacimiento de Alejandra Pizarnik, poeta cuya obra sigue siendo al día de hoy de las más fascinantes de la literatura argentina. Como forma de celebración de esta efeméride, Flor Braier, poeta música y profesora de literatura, enlaza en esta nota las diversas aristas de la figura de Pizarnik, su prosa, su oficio, sus reflexiones sobre la escritura, su vida.
En el imaginario colectivo, Alejandra Pizarnik aún encarna la leyenda de la poeta que se asomó a abismos apenas visitados en la literatura hispanoamericana. La lectura de su obra está atravesada por el mito que exalta la fusión entre poesía y vida; ese malditismo llevado al límite, sellado por el destino de poeta suicida. Hermética y oscura, niña frágil con desenlace trágico: todo parece alentar la construcción de esa figura icónica, heredera de Lautréamont y Artaud. Pero detrás del personaje envuelto en un aura de misterio cuyas bambalinas exhibía la propia poeta (“Me siento aún adolescente pero por fin cansada de jugar al personaje alejandrino”, le escribió en una carta a León Ostrov, su primer psicoanalista),1 está el finísimo combate con las palabras, sus poemas de una concisión única, los versos como flechas certeras haciendo blanco en el centro del lenguaje. “Cada palabra debe estar llena de polvo, de cielo, de amor, de orín, de violetas, de sudor y de miedo. Cada palabra ha de ser gastada, pulida, retocada, sufrida” escribió en sus diarios.2
Sin dejar de lado ni negar el sufrimiento de su vida, la desmitificación de la leyenda Pizarnik nos permite alumbrar su obra y legitimar la capacidad de la autora para reformular su propio discurso poético. Su proceso escritural va cambiando de registro notablemente en el transcurso del tiempo: abarca desde el lenguaje contenido y preciosista de su quinto libro, Árbol de Diana (“explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome”)3 hasta un humor irreverente desplegado en textos como “La pájara en el ojo ajeno”, en el que se permite burlarse de sus propios motivos poéticos (“chupame la cajita de música”).4 Pero esta mutación de la voz poética alcanza su máximo apogeo en “Sala de psicopatología”, escrito en el Hospital Pirovano, donde estuvo internada poco antes de su muerte.
Algunas lecturas, sumamente estigmatizadoras, han interpretado este texto desde un reduccionismo psiquiátrico. Pero teniendo en cuenta que es un poema plagado de citas y alusiones a otros autores, queda reflejada una voluntad de construcción, en la cual la voz poética funciona como una nueva manera de rebelarse. Aquí, Pizarnik se adueña del lenguaje, inaugurando una voz irónica, desatada y procaz, territorio prohibido para mujeres escritoras. Esta apropiación de un registro tan diferente al anterior es, sin dudas, un gesto transgresor, una patada al status quo y una apuesta por la visibilización de su sexualidad disidente. No es casual que este texto, en el que se presenta como “la mahatma ghandi del lengüeteo” haya permanecido inédito durante tantos años, salvaguardando una imagen parcial de la poeta.
En el 85 aniversario de su nacimiento proponemos una mirada que trascienda el mito del ángel desterrado, de la poeta niña, asexuada y pura de la autora. Alejandra Pizarnik fue una escritora que rompió todos moldes imaginables y los mandatos sociales que regían a las mujeres de los años cincuenta en Argentina. “Me parece absurda la vida de casi todas las mujeres de mi edad: amar o esperar el amor, cristalizado en un hogar, hijos, etc.”, escribe en sus diarios.5 Lejos de la imagen de poeta impenetrable en su torre de cristal, Pizarnik mantenía vínculos estrechos con muchos escritores y escritoras de su generación. Frecuentaba los salones de la intelectualidad porteña, ostentando un aspecto desalineado y andrógino, transgrediendo todos los paradigmas de la época.
Ese “privilegio de no encajar”, como ella misma lo llamaba, es el que la llevó a guiarse por sus propias reglas, también, en el terreno del estudio. Fue una outsider en lo que respecta a los métodos de aprendizaje, huyendo de la estructura y de la educación sistemática. En su período universitario en Argentina, ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y, paralelamente, estudia periodismo, pero casi no acude a las clases y cuando lo hace, su rendimiento académico es bajo. En su estadía en París, a comienzos de los sesenta –donde se vinculó con intelectuales como Aurora Bernárdez, Julio Cortázar y Octavio Paz, y conoció a Marguerite Duras y Simone de Beauvoir– también pasó por la Sorbonne, pero su actitud era la misma que en Buenos Aires: solo le interesaba leer. “Anotar todas las impresiones literarias. Aun las más obvias, aun aquellas que me avergüencen. Es la única manera de aprender y tomar conciencia de lo que leo y de mí misma”. 6
Ahora que la releemos y celebramos su nacimiento, es fundamental seguir ahuyentando la niebla del mito e insistir en esa artesanía incansable de la palabra. En su método no hay arrebatos de inspiración soplados por las musas, sino un trabajo tenaz de escritora, traductora y lectora. “Mis poemas los hago con mucha paciencia, un poeta no tiene apuro, no debe. Un verso, una línea, la escribo palabra a palabra. Cada palabra la anoto en una tarjeta distinta, las ubico en mi cama y comienza el trabajo. Voy moviendo las tarjetas como peones de un tablero de ajedrez, con los pies voy tapando las palabras. Fumo mucho. Desobedezco. Ahora las tarjetas se han ensuciado de tanto taparlas y descubrirlas. Mi cuerpo se revuelve, hago el amor con la poesía. Músculo a músculo. Tarjeta a tarjeta”,7 le escribe la autora a Ostrov.
Alejandra Pizarnik fue una obstinada buscadora de la palabra exacta. El dominio pleno de la lengua aparece en su obra como un hogar anhelado y como único refugio posible. “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo”, escribe en un poema de Extracción de la piedra de locura.8 Esta exploración en busca del lenguaje perfecto fue su brújula: “muero de cansancio”, escribe en su diario en 1959, “he buscado 5000 palabras en el diccionario”.9
Hija de inmigrantes judíos ucranianos, vivió una infancia de lenguas cruzadas. En la casa de Avellaneda de los Pizarnik-Bromiker, no se hablaba castellano. En ese entorno familiar en el que sonaban el ruso, el polaco y, principalmente, el yiddish, Alejandra fue forjando su propia forma de decir. “De cada nación, de cada provincia, de cada isla, golfo, accidente, archipiélago, oasis. De cada trozo de tierra o de mar han usurpado algo y así me formaron, condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen”,10 escribió en sus cuadernillos –como ella los llamaba–. Esa indagación, siempre desesperada, siempre vacilante, la llevó a hacer de su propia inseguridad una poética: la de la duda acerca de la posesión de la lengua. A ese brebaje idiomático, se suma la influencia de los surrealistas franceses, de quienes era devota y a los que leía en su lengua original. Dicen los que la conocieron que también en su voz herrumbrosa, se podía percibir esa vacilación constante y hasta un acento raro. “En un kiosco, mirando libros. El vendedor me habla. Dado mi acento, supone que soy europea. Me habla de «nuestra alta cultura». «Sí. Usted que es extranjera debe notarlo.» ¿Cómo explicarle que soy argentina? ¿Cómo explicarle mi extraño acento? ¿Por qué explicárselo?”, escribe en la entrada del 22 de agosto de 1955.11 Y luego: “Mi sufrimiento es el ómnibus cuando pido el boleto, mi temor de que mi voz no salga y todos los pasajeros contemplen, tentados de risa y asombrados, a ese ser monstruoso que se debate y pelea con el lenguaje”.12
Esa misma voluntad de esculpir una identidad propia es la que la llevó a bautizarse continuamente. Durante la adolescencia, respondía al nombre de “Buma” (flor en yiddish) y “Blímele” (florecita). En su primera publicación, La tierra más ajena, firma “Flora Alejandra Pizarnik” y a partir de su segundo libro, La última inocencia descarta su primer nombre para quedarse solo con “Alejandra”. Y fue con este nombre que se buscó, hasta el final, siempre nocturna, siempre insomne, siempre incómoda en su propio cuerpo. Se suicidó en su departamento porteño de la Calle Montevideo el 25 de septiembre de 1972. Algunos de los últimos versos que dejó escritos con tiza en el pizarrón de su cuarto de trabajo fueron: “Criatura en plegaria/rabia contra la niebla”, “escrito/en/el/crepúsculo” “no quiero ir/nada más/que hasta el fondo”.
1 Ostrov, A. (Ed.) (2012). Alejandra Pizarnik/León Ostrov: cartas. Villa María: Eduvim, p. 86.
2 Pizarnik, A. (2013). Cuaderno de 1957 a 1960. Diarios (Ed. Ana Becciú). Barcelona: Lumen (edición digital, s/p).
4 Pizarnik, A. (1999). Obras completas. Poesía y prosa. Buenos Aires: Corregidor, p. 75.
4 Pizarnik, A. (1999). La extracción de la piedra de locura. Otros poemas. Madrid: Corregidor, p. 84.
5 Pizarnik, A. (2013). Cuaderno de 1957 a 1960. Diarios, op. cit.
6 Pizarnik, A. (2013). Cuaderno de 1957 a 1960. Diarios, op. cit.
7 Ostrov, A. (Ed.) (2012). Alejandra Pizarnik/León Ostrov: cartas, op. cit.
8 Pizarnik, A. (1999). La extracción de la piedra de locura. Otros poemas.op. cit., p. 50.
9 Pizarnik, A. (2013). Cuaderno de 1957 a 1960. Diarios, op. cit.
10 Pizarnik, A. (2013). Cuaderno de junio y julio de 1955. Diarios, op. cit.
11 Pizarnik, A. (2013). Cuaderno del 22 de agosto al 1 de septiembre de 1955. Diarios, op. cit.
12 Pizarnik, A. (2013). Cuaderno de 1957 a 1960. Diarios, op. cit.
Foto de portada: Archivo de Flia D’Amico Digisi