Por Mauricio Amar
“Hay quien dice que Chile es un país extraño, esquizofrénico. Que pasa de un día en revuelta a otro de extrema restauración.” Pero las cosas no son así dice Mauricio Amar. Hay por un lado una estructura social dominante que es la hacienda, anterior al derecho y a la nación y que determina o condiciona las formas de ser chileno, con su temor a lo distinto, a lo heterogéneo, a lo no idéntico: a una vida sin patrón. Pero por otro también hay una experiencia y una memoria de revuelta y de lucha que habita en el cuerpo de los sublevados. “La revuelta de octubre de 2019 fue pueblo en escena, suspensión del tiempo de la hacienda y proyección de la desarticulación de las lógicas de rendimiento neoliberal que rigen desde la dictadura militar.”
Habría que tratar de no hablar obviedades sobre los cincuenta años del golpe de Estado. Pero en los últimos años nada ha sobrevivido como obvio. Las pulsiones fascistas reconvertidas en neoliberales pueblan todos los titulares de la prensa, todas las conversaciones televisivas que intentan explicar que, de alguna manera extraña, octubre de 2019 fue un desliz dentro de un proceso virtuoso. Un proceso que se inicia con la violencia, la tortura, el encarcelamiento, la desaparición forzada, los cuerpos arrojados al mar, las violaciones sexuales, las ejecuciones sin piedad. Y hoy aparecen infelices sonrientes para decirnos que consideremos la economía, el desarrollo o, peor aún, el orden, porque Chile sería en América Latina el país más ordenado y desarrollado. Todo porque gracias a ese proceso violento que se inició hace cincuenta años, los mediocres y antiguos terratenientes y los nuevos ricos se convirtieron en empresarios monopólicos, dueños de lo que comemos, de las calles por las que caminamos, del subsuelo que nos sostiene.
Hay quien dice que Chile es un país extraño, esquizofrénico. Que pasa de un día en revuelta otro de extrema restauración. De un proceso destituyente a otro totalmente inverso, con votación popular de por medio, en el que la extrema derecha comienza a escribir una nueva constitución, teniendo como base la que redactó Jaime Guzmán en 1980 y que no desearían cambiar. Extraño y violento proceso que nos indica que después de cincuenta años la izquierda, con todos sus desdibujos, sigue siendo una minoría, habiendo perdido en el proceso incluso el único suelo en el que puede entenderse y explicarse a ella misma, el pueblo.
Pero no me parece que de una esquizofrenia se pueda hablar realmente, porque la cuestión nunca ha sido estar partido en dos o más, sino del predominio del uno y la anulación de lo múltiple. Chile, tanto su clase dominante como gran parte de la población, es paranoico. Ve esencias fijas e inamovibles en el derecho, en los símbolos patrios, en los límites del territorio cartografiado por la Armada. Y esto forma parte del mundo simbólico de la derecha y de la izquierda, si es que podemos usar ese último nombre. La demanda boliviana de una salida al mar es rechazada por todo el espectro político con el argumento de las guerras ganadas y los pactos firmados a la fuerza. El derecho, en este sentido, es el dispositivo guardián de la paranoia simbólica. En él se funda el miedo a que las cosas puedan ser ordenadas de otra manera, a que prolifere la imaginación política.
La paranoia, sin embargo, es tanto una condición como una herramienta. El derecho hace proliferar la paranoia, la hace llegar hasta las poblaciones, las zonas rurales, creando una subjetividad del temor. Temor a lo distinto, a las transformaciones, a los inmigrantes, a la ausencia de un patrón que diga cómo se debe hacer, hablar y pensar, con «derecho de pernada» incluido. El patrón, el dueño del fundo o el empresario, se presenta como último estadio de la evolución a la que los ciudadanos jamás llegarán. Es una imagen del pensamiento rígida que no puede faltar sin pasar a llevar el sentido común. Entonces, nos metemos en una estructura que parece hacer circular estos sentidos, que los muestra como único horizonte de mundo. Se trata de la hacienda, ese constructo espacio-temporal del que Chile no ha salido y que determina tanto el principio de origen como las líneas del destino. La hacienda es anterior al derecho y la paranoia. De ella se forma incluso la idea de nación. Se es chileno cuando se acepta la hacienda, cuando se jura implícitamente que no se saldrá de ella.
Esto no significa que en Chile no exista pueblo o líneas de fuga de la imagen del pensamiento hacendal. La revuelta de octubre de 2019 fue pueblo en escena, suspensión del tiempo de la hacienda y proyección de la desarticulación de las lógicas de rendimiento neoliberal que rigen desde la dictadura militar. La escena abierta por la revuelta tampoco será cerrada, así sin más, por el hecho de que haya sido derrotada y en su lugar se haya montado lo que podríamos llamar una escena fascista-neoliberal. Por cierto, que la revuelta persiste ya no como una actualización de las fuerzas populares, sino como sustento imaginario en el que toda lucha del presente y del futuro debe pensarse. Sí, la derrota es parte de las posibilidades, pero sólo la paranoia podría asegurar, nuevamente, que lo que ha sido derrotado (Bolivia, los mapuche, la revuelta) ha quedado para siempre en el museo de los trofeos de la élite. Ella, detentadora última de la violencia de la hacienda, quisiera eso.
Todo proyecto político en Chile debe partir y tender hacia la destitución de la hacienda. Tales posibilidades, por supuesto, están en su peor momento. La izquierda ha renunciado hace mucho tiempo a crear nuevas formas de vida, contentándose con llegar al poder ejecutivo y administrar mal lo que no puede ser de otra manera. Y claro, el asunto sigue enfrascado en los tiempos de votación, en las miserables campañas electorales en que la hacienda se pinta de democracia y la democracia de publicidad. Mientras tanto, la hacienda establece que las personas no tienen ningún derecho a decidir sobre cuestiones determinantes para sus vidas: el uso y explotación de los recursos naturales de su país (bosques, agua, minerales) en el contexto del cambio climático, el entorno más cercano de las áreas verdes, espacios de recreación y deporte o las relaciones con la producción y el trabajo, altamente precarizados por el modelo neoliberal. En otras palabras, en Chile las personas viven bajo la dictadura hacendal en todos los aspectos centrales tanto para lo inmediato como para el futuro de sus vidas. Y si esto le parece bien a la mayoría, no tiene que ver más que con la propia reproducción del mundo simbólico hacendal, del que la democracia limitada que tiene a un presidente «de izquierda» en la Moneda no es más que un mal síntoma.
Si bien la mayoría de los votantes chilenos se alzó contra la propuesta de la Convención Constitucional de 2022, hay que hacer notar que cuando gana la hacienda no hay celebración popular. ¿Por qué la mayoría no celebra? Quizá no se produce mucha excitación cuando ganan los intereses del patrón, aunque se les haya apoyado. El triunfo del orden hacendal nunca es el triunfo de un pueblo. No trae consigo la fiesta porque su función es contener, sostener el status quo de la paranoia. Con el triunfo hacendal se conservan los símbolos, la bandera y los escudos patrios vuelven a intoxicar el cuerpo definiendo sus bordes identitarios.
Hay, de todas maneras, una cuestión que los triunfos electorales de la derecha han obnubilado. Se trata de qué debe entenderse, en última instancia, por mayoría. Subsumir la política al interior de una cronología hacendal de elecciones, donde lo que se expresa es precisamente la atomización que rige el proceso de individuación neoliberal, impide comprender qué significa ser una mayoría política. Esta no se reduce a una mayoría censitaria ni de sufragio, sino que se conforma a partir de una intensidad y fuerzas cualitativamente distintas a las de la población. La revuelta es manifestación de una mayoría política que la élite puede aplastar de dos formas. A través del uso de la fuerza, que sabemos se aplicó implacablemente en Santa María de Iquique en 1907, en la dictadura cívico-militar comandada por Augusto Pinochet entre 1973 y 1990 o, guardando por supuesto las dimensiones, durante la revuelta de octubre de 2019, en la que miles de personas padecieron la represión policial, dentro de las cuales, más de cuatrocientas sufrieron algún tipo de daño ocular. Bien, tenemos este mecanismo, muy conocido y usado, que delata, en última instancia, cómo la hacienda funciona como régimen policial cuando sus principios son cuestionados, cuando aparece el pueblo.
La segunda manera es precisamente la de la democracia sufragante. Es evidente que este espacio no puede ser simplemente desechado, especialmente cuando la polaridad electoral indica la posibilidad de que llegue a un cargo de representación la ultraderecha. Sin embargo, debemos saber el alcance de este mecanismo, su lugar dentro del tinglado de otros mecanismos que conforman la hacienda. En el momento oportuno, la votación ha servido para sacar a un dictador de su cargo y, ahora, para elegir a un presidente como mal menor. Sin embargo, en ambas ocasiones pintadas de épicas, lo que se ha producido es el reforzamiento de una forma de vida en que, en última instancia, la élite sigue dominando la hacienda. Así, el No a Pinochet de 1988 fue el mecanismo por medio del cual se perpetuó el neoliberalismo y el extractivismo hasta nuestros días. Y así, tras elegir al mal menor en 2021 nos vemos enfrentados a sendas derrotas en las cuestiones más importantes (el fin del neoliberalismo, del extractivismo y el reconocimiento de los derechos medioambientales). Tras los principales triunfos de los sectores «progresistas» se esconde la mantención de las estructuras de poder de la hacienda y esto no es una casualidad, pues el marco simbólico en el que existen estas elecciones es el que ha dictado en 1833 Diego Portales, actualizado en la figura de Guzmán.
Cualquier búsqueda política por transformar Chile, es decir, por hacer aparecer una imaginación política que supere el orden hacendal, debe partir por el doble gesto de destituir y recordar. Destituir los tiempos de la productividad neoliberal, destituir los esencialismos sobre los símbolos patrios, destituir el individualismo y la buena conciencia que le atañe, destituir, por último, la idea de cambio, cuando esta ha sido utilizada para que todo siga igual y lo sabemos. Recordar, en cambio, la revuelta, recordar el ocio, recordar la naturaleza, recordar lo amable y lo inapropiable. Tal vez, algún día, por medio de un recuerdo de este tipo la revuelta anuncie, como decía Furio Jesi, el pasado mañana, y en Chile la hacienda comience a resquebrajarse.
Mauricio Amar es doctor en filosofía y académico del Centro de Estudios Árabes Eugenio Chahuán de la Universidad de Chile. Es editor de DobleAEditores y del sitio Web ficciondelarazon.org
Imagen de portada: La trilla, 1872 – Tornero, Recaredo S. (1842-1902)