Paz en Colombia
La salida dialogada al conflicto colombiano: oportunidades y desafíos de una política sin armas

Por Diego Paredes Goicochea
(Conicet/IIGG/UBA)

Nunca se había estado tan cerca de la solución política al conflicto armado colombiano como en este momento. Después de casi cuatro años de conversaciones públicas en La Habana, Cuba, entre el Gobierno Nacional y las Farc-Ep (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo),  las partes han llegado a acuerdos parciales en cuatro de los seis puntos que componen la agenda de diálogos y se espera que más pronto que tarde se pacte un cese bilateral  y definitivo al fuego. Asimismo, el pasado 30 de marzo, se anunció por fin, después de más de dos años de conversaciones exploratorias y confidenciales, el inicio formal y público de diálogos de paz entre el Gobierno Nacional y la guerrilla del ELN (Ejército de Liberación Nacional).

Sin embargo, pese a los notorios avances, no son pocos los obstáculos que aún deben ser superados para que se alcance un acuerdo final de terminación del conflicto y se inicie la construcción de una paz estable y duradera. A los malos resultados en las encuestas más recientes –66% de los encuestados, según Gallup, consideran que los diálogos de paz entre el Gobierno y las Farc-ep van por mal camino y la imagen favorable del presidente Juan Manuel Santos es la más baja desde que comenzó su primer mandato[1]– se añaden la reorganización del paramilitarismo a nivel nacional, los asesinatos de numerosos líderes sociales y la oposición radical al proceso de paz por parte del expresidente Álvaro Uribe Vélez, y los sectores e intereses que representa[2]. A esta situación se suma el pulso público que vienen sosteniendo el Gobierno y el ELN para sentarse a negociar en la fase pública. Aunque ya se estableció una agenda entre las partes y se definieron lugares y fechas tentativas del inicio de la mesa formal, el Gobierno condicionó su comienzo a la renuncia del ELN a los secuestros. Pero esta guerrilla considera que, según lo inicialmente pactado, esta condición es un “impedimento para la paz”[3].

Estas profundas dificultades no hacen más que confirmar lo que está en juego en una salida negociada a un conflicto social y armado que lleva más de cincuenta años. Superar a través del diálogo la instalada combinación entre política y violencia, que recorre como un hilo rojo la historia de este conflicto, y crear las condiciones para tramitar las disputas políticas y sociales por medios distintos a los de la guerra, es una empresa que, en ocasiones, parece condenada al fracaso. Especialmente cuando ya se empiezan a divisar los primeros contornos de lo que puede ser una solución de la guerra, así sea una solución imperfecta e inacabada. No obstante, es justamente esta superación dialogada de la combinación entre violencia y política lo que está en el horizonte de la firma de los acuerdos. La solución política al conflicto armado es el comienzo de la posibilidad de hacer política sin armas y esto en el contexto colombiano significa una oportunidad para poner en marcha una serie de cambios institucionales y sociales para reformar, ampliar o incluso modificar algunos de los consensos sobre los cuales se ha estructurado la sociedad colombiana.

 

Política con armas

Las fronteras entre violencia y política en el caso colombiano han sido más que porosas desde comienzos de su historia republicana. Pero en lo que concierne al conflicto más reciente, aquel que está vinculado a la emergencia de las guerrillas de los años sesentas y setentas, a duras penas se puede hablar de algo así como una frontera. Tanto desde el lado del Estado como de las guerrillas, pero también desde diferentes actores –latifundistas, hacendados, narcotraficantes, paramilitares, entre otros– se ha recurrido permanentemente a las armas, con distintos intereses y propósitos, con el fin de actuar políticamente.

Para tratar de hacer corta una discusión larga y compleja, llena de detalles y controversias, es posible afirmar que en vez de hacer uso del monopolio legítimo de la violencia, el Estado colombiano ha incurrido, en múltiples oportunidades, en la utilización de la represión armada para debilitar o incluso eliminar la oposición política. Por su parte, las guerrillas no sólo recurrieron a una violencia reactiva frente a la represión estatal, en sus múltiples formas de guerra contrainsurgente, sino que decidieron acudir estratégicamente a las armas para lograr sus fines políticos. Algunos políticos regionales, hacendados, latifundistas y narcotraficantes han utilizado la guerra para conservar su hegemonía, acaparar tierras y garantizar sus negocios. Y ni hablar de la atroz violencia paramilitar ligada tanto a la represión estatal como a los diversos poderes regionales.

Esta indistinción entre violencia y política ha estado atravesada por una diversidad de factores, entre los que se cuentan la desigualdad económica, la distribución inequitativa y el uso inadecuado de la tierra, la exclusión social, la debilidad y la precariedad del Estado, el funcionamiento limitado y restrictivo de las instituciones políticas, pero también las elecciones voluntarias y racionales, en ocasiones motivadas por fines ideológicos.

Hacia una política sin armas

En el proceso entre el Gobierno y las Farc-ep, que se anunció públicamente en septiembre de 2012, se ha llegado a pactos importantes para intentar romper con el vínculo entre política y armas. Por ejemplo, en el acuerdo del segundo punto sobre participación política[4], se habla de una ampliación democrática que fortalezca el pluralismo a partir de la emergencia de nuevos actores en la esfera pública y la implementación de garantías para el ejercicio de la oposición política y la construcción de alternativas de poder. Tanto en el plano electoral como en el de los movimientos sociales, el acuerdo enfatiza en reformas y acciones para incrementar la participación ciudadana. Entre ellas se mencionan las circunscripciones transitorias especiales para las zonas más golpeadas por el conflicto armado, el control ciudadano sobre la transparencia de la gestión pública, las garantías para la movilización y la protesta social y el acceso a los medios de comunicaciones. Y todos estos cambios deberán ser desarrollados en el marco de la creación de un nuevo Sistema Integral de Seguridad para el ejercicio de la política.

Como es notorio, el acuerdo busca que la violencia no sea utilizada ni para promover ni para eliminar causas políticas. Pero lo hace reconociendo que este propósito implica modificaciones y ajustes institucionales, que apuntan hacia una profundización y ampliación de la democracia en el país. Por eso el punto de participación política se conecta de manera estrecha con todos los otros puntos de la agenda, esto es, con el primer acuerdo sobre la política de desarrollo agrario integral (ya que el problema del acceso y uso de la tierra ha estado en el centro del conflicto armado), con el acuerdo sobre drogas ilícitas (que está conectado con el desarrollo rural y la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico), con el acuerdo sobre víctimas y el mecanismo pactado de justicia transicional y, finalmente, con los puntos aún inconclusos del fin del conflicto (dejación de armas, combate estatal al paramilitarismo y garantías de seguridad) y de la implementación de los acuerdos.

Tres de los seis puntos que componen la agenda entre el Gobierno y el ELN[5] (víctimas, fin del conflicto armado e implementación), coinciden con los de la mesa de las Farc-ep, aunque seguramente, dada las distinciones entre estas guerrillas, tendrán un tratamiento más o menos diferenciado. Lo cierto es que en esta agenda la participación política, la construcción de ciudadanía, las garantías para la manifestación pública y la ampliación de la democracia están también en el centro del debate, pero en este caso se comprenden a partir de la participación de la sociedad en la construcción de la paz. En esta agenda pareciera que las propuestas sobre las transformaciones necesarias para encontrarle una salida negociada al conflicto armado, deben surgir de la intervención pública de los diferentes actores sociales.

Oportunidades y desafíos

Si bien en ocasiones la paz es concebida tanto por las guerrillas como por ciertos sectores de la sociedad de manera maximalista como una especie de “revolución en la mesa de diálogos”, que debe solucionar todos los problemas políticos, sociales, culturales y económicos que han incidido en las causas del conflicto armado colombiano, lo cierto es que los acuerdos entre el Gobierno y las Farc-ep apuntan, hasta el momento, en otra dirección. Aunque en los distintos puntos de la agenda ciertamente se tocan estos problemas, los acuerdos van definiendo reformas concretas que obligan a una revisión de los consensos explícitos e implícitos de la sociedad colombiana en conexión con la posibilidad de crear una frontera clara entre política y armas. En caso de que se logre una buena implementación de los acuerdos, como lo esperan las partes, se pueden abrir nuevas condiciones para la lucha política que de pronto podrán llevar a la realización de transformaciones sociales y económicas y al fortalecimiento de la hoy precaria democracia colombiana.

Pero todavía no se han silenciado los fusiles y esta ventana de oportunidades tiende a cerrarse con cada acontecimiento que desafía la salida negociada al conflicto armado. Más allá de las frecuentes crisis de la Mesa de La Habana, propias de un complejo diálogo entre antagonistas, están los hechos de una mezcla entre política y armas que todavía no cesa en el país y cuyas señales son todo menos alentadoras. En primer lugar, el reciente paro armado llevado a cabo por las nuevas formas del narcoparamilitarismo en varias regiones del país[6], se combina peligrosamente con el aumento de los asesinatos a los líderes sociales[7], las amenazas y atentados a reconocidas referentes de la izquierda colombiana[8], y la criminalización a la protesta social. Aunque no hay que desconocer que el Gobierno de Santos ha incrementado en los últimos meses las acciones contra estas formas del narcoparamilitarismo, los esfuerzos son aún insuficientes. En segundo lugar, las dificultades por las que atraviesa actualmente el inicio de la fase pública de la negociación entre el Gobierno y el ELN, aumenta la incertidumbre sobre los avances en la Mesa de La Habana. El cese bilateral al fuego, la dejación de armas de parte de las Farc-ep y la implementación de los acuerdos dependen hasta cierto punto del progreso del diálogo entre el Gobierno y el ELN. Si bien se ha hablado de la posibilidad de un solo proceso de paz con dos mesas, hay un desfase de casi cuatro años entre ellas y cada guerrilla tiene sus particularidades ideológicas y ritmos de trabajo. Y todo esto sucede en un agitado y polarizado contexto político que empieza a estar determinado forzosamente por las elecciones presidenciales de 2018.

 

[1] http://www.eltiempo.com/politica/gobierno/encuesta-gallup-mayo-2016/16582461

[2] La iniciativa más reciente de Uribe Vélez es la convocatoria a una “resistencia civil” frente a los posibles acuerdos de La Habana. Véase: http://www.elespectador.com/noticias/paz/uribe-convoca-resistencia-civil-contra-acuerdo-de-paz-articulo-631445

[3]  http://www.elespectador.com/noticias/paz/eln-dice-condicion-de-cese-de-secuestros-impedimento-pa-articulo-631319

[4] https://www.mesadeconversaciones.com.co/sites/default/files/Borrador%20Conjunto%20-%20Participaci_n%20Pol_tica.pdf

[5] http://www.eltiempo.com/contenido/politica/proceso-de-paz/ARCHIVO/ARCHIVO-16549986-0.pdf

[6] http://www.elespectador.com/noticias/politica/paro-armado-del-clan-usuga-aterroriza-poblaciones-antio-articulo-624775

[7] http://www.eltiempo.com/politica/justicia/asesinato-de-lideres-sociales-en-colombia/16542289

[8] Me refiero en particular a los atentados recientes contra Piedad Córdoba (exsenadora de la República) e Imelda Daza (militante de la Unión Patriótica).

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