Hacía una nueva universalidad
Las políticas de la identidad en su laberinto

Por Martín De Grazia

¿Qué forma de la universalidad nos es dable pensar en esta era de la permisividad cínica de la transgresión de las normas, el hedonismo cortoplacista y la afirmación inocua de los particularismos identitarios?, se pregunta Martín De Grazia en este texto que presenta tanto una crítica a la ética de la finitud como una invitación a pensar una universalidad no positiva ni sustantiva, sino “sin sustancia social, esto es, que no pueda ser retraducida al conjunto de las instituciones sociales, políticas y culturales en las que el espíritu humano se objetiva”.

 

… combatir el espíritu de la finitud, combatir la falsa inocencia, la moral de la derrota y de la resignación contenida en la palabra “finitud” y en las cansadoras proclamaciones “modestas” sobre el destino finito de la criatura humana […] Que en la única vida que nos es impartida, despreocupados de los límites que el conformismo nos asigna, intentemos a cualquier precio vivir, según dicen los antiguos, como “inmortales”. Lo cual quiere decir: exponer en nosotros, tanto como se pueda, el animal humano a lo que lo excede.

Alain Badiou, “Gilles Deleuze (1925-1995)”, Pequeño Panteón Portátil

 

Alain Badiou no se equivoca: la ideología actual es una ética de la finitud que, de la mano de un módico conjunto de ideales normativos comunitarios, nos presenta una defensa cerrada de las identidades. El espíritu de la época tañe las campanas de un pluralismo lúdico, y no es casual que hoy impere el deber ser de pluralizar gramaticalmente cuanta nominación refiere los subconjuntos sociales, dados o por porvenir. Si no hay nada más certero que una hipérbole cuando se necesita tocar el hueso de lo real (recordemos, para el caso, el célebre adagio de Theodor Adorno: “en el psicoanálisis nada es tan verdadero como sus exageraciones”[1]), bien podemos aventurar un punto de partida especulativo: para favorecer la expansión territorial del Capital, no hay diferenciación política derecha-izquierda alguna en el funcionamiento de la lógica identitaria y sus juegos de lenguaje, gobernados actualmente por el principio regulador de la transparencia comunicacional y el deseo correlativo de ampliar el dominio público de lo visible y lo nominable. Si lo que se trata es de salvar las raíces cristianas de Occidente o de poner en agenda las nuevas identidades sexogenéricas en su multiplicación ininterrumpida, al final del día –tengámoslo por seguro– la factura ideológica se acredita en la misma cuenta, ya que las leyes comunicacionales y mercantiles del capitalismo no asignan dos grillas contables diferenciadas para serializar las posiciones subjetivas de las causas progresistas y las de las avanzadas neoconservadoras. Para la impersonal axiomática capitalista que lleva a cabo la fusión de los individuos que solo pueden vender su fuerza de trabajo con el flujo monetario, la matriz biocontable es la misma, por más estratificaciones jerárquicas que estos procesos puedan habilitar en el ámbito de las relaciones de poder y los discursos hegemónicos dentro de las sociedades y sus instituciones.

Pasada la resaca del relativismo posestructuralista de los noventa –mero rejunte de las sobras ideológicas que dejó tras de sí la prolongada comilona nietzscheana de las décadas anteriores–, pareciera hoy haber decantado finalmente una tímida verdad: enviudadas del fantasma del comunismo, la claudicación por parte de las izquierdas a los ideales de emancipación universal es el acta de rendición a la única forma material de universalidad que nos es dada experimentar: la del mercado global que integra la totalidad de los circuitos financieros y comerciales en complicidad con la hiperconcentración oligárquica del Capital. De ahí que la ética de la finitud –la glorificación actual de nuestra dependencia ontológica radical: el haber sido arrojados a un conjunto de circunstancias sociales, culturales e históricas que tanto nos exceden como nos limitan, pero que abren positivamente el espacio de emergencia de nuestras singularidades como vivientes finitos dotados de rasgos particulares diferenciadores–[2] esté operando como el modo en que asume la domesticación subjetiva vía la creencia en la posibilidad efectiva de la participación plural de los diversos actores y grupos sociales en la vida democrática, y en la dimensión emancipadora de la micropolítica de los cuerpos. Lo cierto es que no es posible cortar las amarras de espacio ético-trascendental (constitutivo de quienes somos y de las particularidades que nos conminan a actuar socialmente de determinadas maneras) de la expansión desmesurada de las tecnologías que, a la vez que modelizan nuestras vidas, les proporcionan un acceso cifrado al ámbito de lo visible y lo comunicable. El acceso a este dominio (regulado, en palabras de Badiou,[3] por las leyes que gobiernan la circulación comercial y la comunicación democrática) modula los tiempos de la participación en la vida en sociedad –y por tanto nos ciudadaniza– dentro de las ramificaciones de un mercado en constante expansión que, a su vez, instrumentaliza para sí los mecanismos democráticos de representación de las diferencias: en el régimen actual de visibilidad representativa no hay, por tanto, grandes cortes entre sociedad civil, Estado y mercado, porque lo que está en juego es la contabilidad de las condiciones de reproducción de la vida en común. Hay una cinta de continuidad que asegura la traducibilidad social y legibilidad cultural entre la fluida multiplicidad de las nuevas formas de existencia, por un lado, y la proliferación codificada de los lifestyles: la grilla flexible de los perfiles caracterológicos con sus respectivos intereses, comportamientos grupales, hábitos comerciales, disposiciones vinculares, afinidades electivas, estéticas y mercantiles, por otro. Al hacerlo, este proceso serializa el flujo de lo vivido: lo convierte en unidades de información contables para ordenarlo en formatos o patrones regulares almacenables sobre los que se puede operar: materia humana administrable, a la vez que reproduce y diversifica el suministro mercadotécnico de elecciones vitales en combinatorias cada vez más variadas para la modelización emprendedorista de la propia subjetividad. Multiculturalismo, pluralismo, diversidad, horizontalidad, heterogeneidad, etc., son hoy día solo algunos de los significantes que aseguran el parto anestésico de la subjetividad en la matriz simbólica que organiza, a priori, la articulación de cuerpos y discursos en el escenario fluido y convulsionado de un capitalismo en constante aceleración.

La yuxtaposición horizontal de las diferencias en particularidades identitarias  (marca de agua de la cultura demoliberal) es, en este punto,  indisociable de la lógica mercantil del equivalente general: “El capital exige, para que su principio de movimiento homogenice su espacio de ejercicio, la permanente agitación de identidades subjetivas y territoriales, las cuales, por otra parte, sólo reclaman el derecho de estar expuestas, al mismo título que las otras, a las prerrogativas uniformes del mercado. La lógica capitalista del equivalente general y la lógica identitaria y cultural de las comunidades o de las minorías forman un conjunto articulado”.[4] La anexión al cuerpo pasivo de la subjetivación capitalista –por efecto de lo que Marx denominó ”la monótona compulsión de las relaciones económicas”– y sus sistemas estatales de representación han ingresado actualmente al espiral de una particular estructura técnica y comunicacional, propia de la sociedad de consumo y espectáculo en la era de las plataformas y las redes sociales, que nos provee la ilusoria experiencia de ser gestores de nuestra propia autocreación, individuación y visibilización. Quizá allí radique el secreto tras la paradójica compatibilidad entre el capitalismo globalizado multicultural y la consolidación localista de los movimientos de ultraderecha con sus retóricas variopintas de identidades nacionales, culturales y religiosas “amenazadas” por la misma globalización que los alimenta. Esta paradójica tensión, sin embargo, lejos de marcar una crisis para la estabilidad de los lazos sociales, pareciera ser el cemento que mejor sella las grietas del nuevo orden. Dicho con otras palabras, al presente estado de cosas la crisis le sienta bien. Si la violencia femicida, los crímenes de odio, los ataques racistas, la pauperización y marginalización incesante, el estallido de las divisiones sociales, la ampliación imparable de la brecha socioeconómica, la catástrofe inminente preanunciada por cíclicas crisis ecológicas y la consecuente escasez de bienes primarios es hasta tal punto consustancial al sistema socioeconómico que celebra la cultura de la diversidad (y habilita la aniquilación disimulada de una parte de ella), ello se debe a que es precisamente sobre la explotación de las tensiones políticas, comunitarias, sociales y culturales que se está construyendo el nuevo edificio social: uno que sea capaz de absorber los efectos sísmicos de la metamorfosis capitalista en curso.

Así como la forma clásica de dominación fue la fantasía ideológica de una totalidad social armónica, la idea de un “organismo social”, fundado materialmente sobre la base de exclusiones y opresiones brutales (idea llevada hasta sus últimas consecuencias en el programa fascista de una comunidad autotransparente purgada de impurezas sociales), hoy día la ideología del orden social imperante responde, más bien, a la idea de una multiplicidad de singularidades horizontales que conforman una red democrática no totalizable, inseparable a su vez del ideal económico de autorregulación. En un imaginario público que espectaculariza lo privado, las minorías sexuales venimos a cumplir el rol de garantes éticos de un sistema de flujos controlados de biodatos y capital financiero que funciona bajo la coacción a volvernos culturalmente transparentes.[5] Dudoso privilegio, por cierto; no por nada abundan los departamentos de diversidad sexual en los organismos de crédito internacionales. En otro orden de cosas –pero en sigilosa sintonía con lo anterior–, nada es más hegemónico que los estudios Queer para el sistema universitario globalizado: basta con realizar una sencilla búsqueda en el portal Academica.edu para ver la abundancia de textos académicos publicados sobre la cultura del barebacking (2230 al cierre de esta publicación). Si de algo podemos estar seguros, es que la concepción foucaultiana de la homosexualidad como oportunidad histórica para desplegar nuevas potencialidades relacionales y afectivas se ha cumplido con creces en la programación cultural de esta nueva temporada del tardocapitalismo, disipada ya definitivamente la aparente sustancialidad de los modos de vida tradicionales.

Paradójicamente, nuestra ética minoritaria ha sido hegemonizada (homogenizada y ultrapasteurizada, también) por el dogma actual de lo políticamente correcto, y de revolucionaria ya tiene muy poco.  Pletórica de buenas intenciones, la moralización triunfal de la “corrección política” ha acabado por abrirle la puerta a un neopuritanismo que huele sangre en cualquier cosa que antagonice el coto de sus identidades protegidas: ha nacido una nueva pureza constituida por el contorno policial de sus abominaciones. El pánico moral, que antiguamente victimizaba a los parias del sistema para construir, en base a ellos, perfiles mediatizados de peligrosidad para los valores sociales imperantes –funcionales a la implantación de los mecanismos de control social–, hoy, paradójicamente, retorna en la emergencia de una ética victimológica o, incluso, victimofílica; pero no hay entronización ética de la figura de la víctima (“alma bella” del activismo de plataformas digitales) que no le haga lugar a sus nuevos escoltas moralizantes: la cancelocracia que se nutre de una disposición socioafectiva querulante y denuncialista, los linchamientos y persecuciones virtuales y mediáticas que remedan viejas cazas de brujas y los consecuentes destierros forzados de la Polis diversa y su ciudadanía esclarecida (woke), cortados a medida de un nuevo linaje de monstruos, que habrán de ser sometidos al escarnio público para luego ser exhibidos, ya momificados, en vitrinas que coleccionan muertos sociales como trofeos.

Dos conclusiones interconectadas se imponen hasta aquí en nuestro análisis. Habida cuenta de que las actuales regulaciones sociales han logrado traducir las conquistas políticas de antaño en un nuevo cuerpo normativo con alcances sociales punitivos, habrá que buscar nuevos nombres para nombrar la negatividad que habita el edificio social, si es que todavía queremos que las luchas liberacionistas de los sesentas y setentas recuperen su enajenada potencialidad disruptiva del orden imperante y transformadora de las estructuras sociales. El camino de la inclusión y el reconocimiento simbólico ya no parece conducir a ningún lugar confiable en esta era signada por la democratización digital de la vigilancia interpares y la censura. En segunda instancia, si no se le opone a la ética de la finitud y su gramática identitaria –único horizonte previsto por nuestra cultura democrática– una nueva visión universalista pasible de materializarse en una lucha movilizada por el igualitarismo radical, no hay forma de que el próximo estadio del capitalismo no termine institucionalizando el exterminio programado a gran escala, porque es sabido que a la reorganización social del modo de producción y abastecimiento le estaría sobrando, de mínima, un tercio de la humanidad.

¿Qué forma de la universalidad nos es dable pensar en esta era de la permisividad cínica de la transgresión de las normas, el hedonismo cortoplacista y la afirmación inocua de los particularismos identitarios –herencia vencida de las viejas demandas de los noventa de reconocimiento estatal de las identidades discriminadas por parte de las instituciones – y su concomitante inclusión ciudadano-mercantil, cuando ya es un hecho inocultable que lo que esta inclusión estratificada prescribe es la pertenencia domesticada a un orden fundado sobre la producción indisimulada de exclusión y su inmediata recaptación en procesos de subjetivación neofascista? Ante la falsa dicotomía, cada día más trillada, entre la pertenencia “buena onda” a la instituciones republicanas (la inclusión igualadora y a menudo cómplice de las opresiones pasadas y presentes) y la deconstrucción voluntarista de los universales antropológicos que han regulado históricamente los modos de ser en comunidad, el activismo LGBTI pareciera ejercitarse demasiado cómodo en los higiénicos gimnasios retóricos de los particularismos reivindicativos, hoy en formato de cadena low-cost del ethos progre, justo cuando en el mundo la gramática del “soy lo que soy” ha devenido estructuralmente indiferenciable de la retórica inflamada del orgullo identitario blanco de las derechas neoconservadoras.

Cada vez estoy más convencido de que este aparente callejón sin salida es resultado de un punto muerto en el pensamiento social: hemos sido expropiados de la posibilidad de pensar una dimensión emancipadora de lo universal que reivindique para sí el derecho a lo Común, a arrancárselo a los procesos de privatización del Capital; universalidad, ésta, sin la cual no hay horizonte factible para la confluencia revolucionaria de las luchas singulares frente al inminente abismo sin retorno que nos pone por delante el capitalismo financiero global en su fase apocalíptica. Hay que avivarse de una buena vez: el viejo neoliberalismo –que combinaba en partes desiguales las políticas de la austeridad con la cultura del hedonismo nihilista– ya superó ampliamente su período de obsolescencia programada. El plan de escape para esta trampa (la promesa eternamente diferida de la inclusión multicultural total en la sociedad de consumo, encriptada en la matriz cultural de la globalización capitalista) debiera pasar por un universalismo negativo de la dislocación: la no-pertenencia, la desposesión, lo supernumerario, el excedente, incluso el desecho o del detritus para el cual no puede haber lugar hospitalario posible dentro la estructura vigente, precisamente porque esta se funda sobre el acto mismo de su expulsión.[6] Un universalismo que no homologue universalidad con sociedad o ciudadanía –y sus respectivas figuras (comunidades, colectividades, colectivos, etc.)–, dado que esto no sería más que la sanción pacificadora de los subconjuntos sociales existentes, que no viene sino a retroalimentar el eterno ciclo de anexión y clausura de lo Común: es decir, de las bases materiales de nuestra existencia como seres constitutivamente relacionales; del proceso de la vida colectiva en cuya producción se juega nuestra autoproducción en tanto única forma de vida capaz de desafiar nuestro destino finito.

Por eso creo que el concepto de universalidad por el que vale la pena luchar no es el de los universales positivos o sustantivos –el sustrato de dignidades igualadoras de los viejos ideales humanistas–, sino el de un universal sin sustancia social, esto es, que no pueda ser retraducido al conjunto de las instituciones sociales, políticas y culturales en las que el espíritu humano se objetiva. No es tampoco la unidad totalizadora de las identidades culturales diferenciadas que invita a que cada una ocupe un lugar específico de demanda simbólica al lado de las otras por mero efecto de agregación –refrito de la vieja idea de tolerancia liberal de las diferencias–, sino el nacimiento de un universal que acontezca, en la forma de un cortocircuito estructural en el curso de las cosas, en el llamado indelegable a asumir la posición subjetiva de quienes abogan por hacer tambalear el orden dado en el contexto (ya inocultable) de sus antagonismos. En este punto, la emergencia de una lucha emancipatoria convergente se configuraría como una interpelación universal ante la tragedia en curso que corroe sin pausa las condiciones mínimas de existencia de una multitud. En el lugar donde se esperaba la aparición conciliadora de una nueva identidad social (hoy apenas una geolocalización sociomercantil), surgiría –en una multiplicidad de manifestaciones singulares a priori incalculables– una brecha en la estructura: un vacío abierto en el agrietado tejido sociosimbólico que busca reconciliarnos con nuestras condiciones materiales; vacío que, en este sentido, no podría funcionar jamás como un espacio ético neutral, porque toda dislocación subjetivamente asumida es indelegablemente parcial y divisoria: es toma de posición y confrontación para una acción conjunta. Y hay buenas razones para que así sea, porque para los excluidos históricos del orden sexual no hay reconocimiento simbólico o institucional que nos logre vaciar en el molde perfumado de la ciudadanía plena: solo estamos invitados a convertirnos en fetiches decorativos de los diques de contención de las nuevas condiciones de opresión. Somos llamados/as a la complicidad; no hay que dejarse engañar. Porque, si no, ¿qué es politizar nuestra singularidad, sino transformarla en un universal en disputa? Levantar como un grito de guerra la memoria de todas las veces que los patovas del edificio social nos negaron el ingreso, notificándonos que la ciudadanía de bien se reservaba el derecho admisión. En nuestra no-pertenencia de origen –la marca de la abyección que nos hizo ser quienes somos– está contenido el germen vital de una acción política de primer orden, una que nos abra a un arco de alianzas con nuestros pares supernumerarios en procura de la transformación radical de la vida en común.

 

 


Martín De Grazia es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Autor del libro Crímenes de odio contra personas LGBTI en América Latina y el Caribe (Buenos Aires, ILGALAC, 2020), se desempeña actualmente como investigador sobre violencia basada en la orientación sexual y expresión de género en el Programa de Diversidad Sexual del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI). Ha publicado varios ensayos, entre ellos, “Carlos Jáuregui: hacia una política de la memoria colectiva” (en la compilación Acá estamos: Carlos Jáuregui, sexualidad y política, de 2016) y “Para una topología de los crímenes de odio contra personas LGBTI” (Revista Inclusive, 2021). Asimismo, es un asiduo colaborador de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) en lo que respecta a la preservación del legado documental sobre la figura de Carlos Jáuregui. Correo electrónico: mardegrazia@gmail.com

 


[1] Adorno, T. (2001). Minima moralia (3ra. ed.). Madrid: Taurus.

[2] Zizek, S. (2010). Prójimos y otros monstruos: un alegato a favor de la violencia ética. En S. Zizek, E. Santner y K. Reinhard, El prójimo: Tres indagaciones en teología política (pp. 181-252). Buenos Aires: Amorrortu.

[3] Badiou, A. (16 de mayo de 2004).  Fifteen Theses on Contemporary Art. Lacanian Ink, 23. Recuperado de https://www.lacan.com/frameXXIII7.htm

[4] Badiou, A. (1999). Contemporaneidad de Pablo (p. 53). San Pablo: La fundación del Universalismo. Barcelona: Anthropos Editorial.

[5] Han, B.CH. (2013). La sociedad de la transparencia. Barcelona: Herder.

[6] La idea de un universal que surja de la dislocación es conceptualmente próxima a los desarrollos de pensadores como Jacques Rancière, Etienne Balibar, Alain Badiou y Slavoj Zizek, que procuran derivar la constitución del universalismo a partir de la relación entre singularidad y multiplicidad, evitando así ligarlo con los predicados concretos de las identidades socialmente establecidas.  Rancière, en particular, conceptualiza los procesos de subjetivación política por fuera del marco de los grupos sociales particulares contabilizables, indisociables para él de la configuración de lo que él denomina “el orden policial”, es decir,  la lógica de administración de las poblaciones. Lo político, para el filósofo argelino, solo existe en el surgimiento de un “universal singular”, que se manifiesta o encarna en “la parte de los sin parte”: el ámbito de las singularidades relegadas que no poseen un lugar dentro la contabilización “policial” de las partes de la comunidad organizada. De allí el carácter suplementario o excesivo (dislocado) que porta este universal singular.

 


Imagen de portada: de Nico Boersen en Pixabay

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