Lenguaje inclusivo: emancipación, feminismos, luchas sociales
Lengua y literatura en tiempos del ni una menos

Por Rocco Carbone (UNGS/CONICET)

Este trabajo pretende entramar algunas reflexiones sobre la lengua inclusiva y la literatura argentina (urbana) del siglo XXI. La lengua –“la palabra (la palabra autorizada) todavía es mayoritariamente de los hombres”[1]– y la literatura son instituciones patriarcales, condición que en la Argentina comienza a ponerse en tela de juicio. La hipótesis que me gustaría probar aquí es que la lengua y literatura empezaron a despatriarcalizarse a partir de las conmociones sociales (culturales: en sentido amplio) visibilizadas por un movimiento feminista plural, colectivo de protesta: Ni una menos. Para entramar una reflexión sobre la lengua inclusiva –elemento cultural sobre el cual no hay acuerdo en el universo hispanohablante– y mostrar cómo se expresa un sector de la literatura argentina del siglo XXI (escrita por mujeres), haré pie en tres categorías reflexivas: emancipación, patriarcado y feminismo(s). Luego trataré de entrar en los pliegues de la lengua inclusiva y a manera de conclusión propondremos propondré una cita de una novela de Ana Ojeda (Buenos Aires, 1979), Vikinga Bonsái (2019).

Emancipación, patriarcado y feminismo(s)

En términos generales podemos decir que emancipación alude a la liberación de una condición de inferioridad. Es una palabra que remite a todas esas acciones que permiten acceder a un estado de autonomía. Estado que interrumpe la dependencia de una autoridad o una potestad. El concepto proviene de la legislación civil romana y etimológicamente la palabra está compuesta por e+manus+capere. Su sentido etimológico es literalmente lograr salirse de debajo de la mano. Esto es: liberarse de la dominación paternalista. Aquí se impone una pregunta necesaria: ¿paternalismo y patriarcado son la misma cosa? Pues no, porque estamos en presencia de dos palabras y por ende de dos categoría conceptuales distintas. El paternalismo podemos imaginarlo como un subconjunto de relaciones patriarcales. Está ligado a las relaciones familiares inscriptas dentro del marco patriarcal. En esa familia patriarcal típica, en la Antigüedad clásica, el padre ejercía un poder absoluto sobre su mujer y sus hijxs. En efecto, podía dictaminar su muerte sin tener que comparecer ante la justicia ni ofrecer explicaciones de ninguna especie. Aunque matizada, esta situación de preeminencia continúa en la actualidad.

El patriarcado es anterior a la Antigüedad clásica. Si atendemos a las investigaciones históricas de Gerda Lerner, “comienza en el tercer milenio a. C.” (Lerner sf: 340). Es, por lo tanto, un hecho histórico, ya sistematizado en las legislaciones griegas y romanas. En esos códigos el pater familiae tenía poder legal y económico sobre el resto de los miembros de la familia, que incluía esclavos y esclavas. Es un paradigma de desigualdad. Se trata de la institucionalización del dominio masculino sobre el resto de la sociedad. Ese sistema a lo largo de la historia ha construido la masculinidad como el único sexo con existencia ontológica. Esto es: el hombre como subjetividad superior, única con definición propia, definida en términos positivos. Lo masculino es. Lo femenino (junto con el resto del espectro de la diversidad: gays, trans, lesbianas, lo LGTBIQA+), en cambio, es todo aquello que masculino no es. En términos de derechos: el patriarcado le ha atribuido a la subjetividad masculina una mayor cantidad de derechos, que en realidad se especifican como su contrario: privilegios. Complementariamente, ha inferiorizado a todo lo no-masculino. Así, las mujeres, amplia mayoría en términos numéricos, han sido minorizadas en términos de poder. Ha sido inferiorizado/minorizado también todo el arco de la diversidad sexogenérica. A esas subjetividades el patriarcado las ha situado en la categoría de “sexo débil”, opuesto al “único” sexo con existencia ontológica: el masculino/fuerte. Pero, ¿qué quiere decir “sexo débil”? Podemos pensar ese enunciado como una debilidad que no debe ser entendida en términos biológicos, sino como debilidad/ausencia de derechos. De esto desciende que el patriarcado entrama relaciones inequitativas que implican dos posiciones sociales y políticas. Una de esas posiciones, en estado de dominación/imposición. La otra (como forma de imposición deseable y deseada), en estado de sumisión/subordinación. Este entramado no implica que las mujeres hayan sido despojadas completamente de poder, de derechos, recursos o influencias; pero sí que la cuota que se les permitió acumular a lo largo de la historia ha sido muy inferior a la de los hombres. Además, esa cuota está sujeta a una distinción al interior del colectivo femenino, entre “puras” (casadas con hombres poderosos y poderosas ellas mismas por interpósita persona) y “putas” (es decir, que no atan su sexualidad al beneficio de un solo hombre). Esto disminuyó la potencia del colectivo femenino a la hora de luchar por la ampliación de los derechos de todas.

Pues bien, por lo que concierne al colectivo femenino, podemos decir que alude a aproximadamente la mitad de la población humana. Ese colectivo nombra la mitad de un todo. Y cuando decimos mujer nos referimos a uno de los sexos, esto es, a un hecho biológico. Esto en cuanto a la categoría de sexo. El género en cambio indica una relación social. Es un concepto que señala las relaciones de poder entre los sexos. “El sexo es una realidad biológica en hombres y mujeres. El género es la definición cultural de la conducta que se considera apropiada a los sexos en una sociedad y en un momento determinados. El género es una serie de papeles culturales; por lo tanto, es un producto cultural que cambia con el tiempo” (Lerner sf: 27, n. 2). Sin embargo, es necesario complementar esta caracterización de Gerda con los debates puestos en movimiento por la “segunda ola” del feminismo. Esas discusiones plantean que el sexo en tanto dimensión biológica ya está atravesado por el género cultural, por lo tanto es una relación social y no natural (Butler, 2006, 2007; Maffia, 2003).

¿Cuál es la categoría reflexiva que expresa la lucha por la emancipación de las mujeres? Feminismo. Se trata de una categoría social, militante, intelectual y humana. Para abrir el debate: “El feminismo identifica a la mujer como un ser social integral, analiza su posición en la sociedad patriarcal, y lucha para lograr que las relaciones entre los sexos se fundamenten en la equidad y la igualdad de oportunidades” (Edelman 2010: 11). Para ampliar este postulado general de Fanny, vale preguntarse: ¿Pero qué tipo de acciones entran en esa palabra? Por lo menos cuatro de distinta índole: 1. Las teorías –creadas por mujeres– que reivindican las demandas del colectivo femenino. 2. La postulación de la igualdad de derechos (sociales y políticos) de las mujeres respecto de los hombres. 3. Los movimientos sociales/políticos organizados que luchan para lograr esos derechos. 4. La necesidad de una transformación social (a gran escala: una suerte de internacional) para que aumente el poder (potencia: diría Dora Barrancos) de las mujeres. En este sentido, podemos decir que feminismo es una categoría de lucha social por los derechos de una gran mayoría minorizada en la historia de la humanidad –el colectivo femenino: integrado por travas, trans, lesbianas, mujeres, tortas butch, maricas, cuerpos disidentes no binarios– que al mismo tiempo implica una puesta en tela de juicio de todos los ideologemas (que se especifican en distintas formas de la vida práctica: el femicidio por ejemplo) de un sistema opresor como el patriarcado (Lerner sf).

Ignacio Amado Berino –el Secretario general de la Universidad Nacional de Asunción– en 1959 dictó una conferencia en la UNA: “Doctora Serafina Dávalos, la precursora del Feminismo en el Paraguay”. En ese texto, acerca de la primera feminista paraguaya, ensaya una definición de feminismo. Recuperamos esas palabras porque contienen algunos elementos considerables. En esa forma de la oralidad dice que feminismo es “la perenne lucha de la mujer por su rehabilitación integral […]; un motor en marcha de la historia” (El Feminista, 1959, pp. 1-4). En esta cita hay algunos elementos que hay que subrayar con cierto énfasis. El feminismo como fuerza que permite la emancipación plena (volver a habilitar), lucha para desbordar la condición de la mujer respecto de la tutela de los hombres (sean padres, hermanos, maridos, compañeros, colegas, amigos, amantes…) y, sobre todo, motor de la historia. Un dispositivo emancipador de los pueblos. Más concreto: un anhelo libertario. Ahora bien, para pluralizar un poco las posturas barajadas hasta ahora, más que de feminismo acaso es más pertinente hablar de feminismos, pues esa categoría integra distintas concepciones ideológicas. En este sentido, por lo menos en la Argentina, hay un feminismo comunista, otro trotskista, otro anarquista, otro peronista. En términos globales, hay también un feminismo negro, como viene insistiendo por lo menos desde la década de 1980 Angela Davis con su Women, Race and Class (1981). De esto desciende que existen distintas visiones acerca de las causas históricas del sometimiento de las subjetividades femeninas y hay distintas posiciones acerca de las relaciones de poder entre los géneros. De allí que existan distintas respuestas para alcanzar la emancipación femenina.

El feminismo censura y combate el orden social hegemónico, desigual, discriminatorio, que tiene implicancia en todos los órdenes de la vida humana. Dos vertientes lo identifican: el feminismo que lucha contra la discriminación y la desigualdad, sin cuestionar el sistema de clase vigente, y el feminismo marxista que combate la naturalización de los roles culturales e históricos de secundarización y sumisión junto a la lucha por la abolición del orden capitalista (Edelman 2010: 11).

En este sentido, acaso un tanto esquemáticamente, podemos sostener que existe un feminismo reformista, que busca la participación igualitaria de las mujeres dentro del sistema, que lucha para conseguir la igualdad de las mujeres respecto de los hombres y para que las mujeres tengan los mismos derechos y las mismas oportunidades que los hombres. Lo integran los movimientos que luchan por los derechos de las mujeres. Y hay el feminismo revolucionario, que articula las categorías de clase, género y raza con el objetivo de desarticular el poder patriarcal, el poder clasista y el poder colonial, ensanchar la lucha anticapitalista y descolonial, y hacer sobrevenir la fuerza de un movimiento emancipador para la superación de todo tipo de opresión (teoría y praxis de la revolución). Este paradigma postula la libertad de la mujer de las opresiones que le impone el sexo, autodeterminación y autonomía. Esto es:

libertad de las restricciones biológicas y sociales. Autodeterminación quiere decir ser libre para decidir el propio destino; ser libre para decidir el papel social que se quiere; tener la libertad de tomar las decisiones que conciernen al cuerpo de cada una. Autonomía significa obtener un estatus propio y no el de haber nacido en o estar casada con; significa independencia económica; libertad para escoger el estilo de vida y las inclinaciones sexuales. Todo lo cual implica la transformación radical de las instituciones, valores y teorías existentes (Lerner sf: 338).

Lengua e inclusiones

En el patriarcado lo masculino se asocia a la negación de todo rasgo, valor o práctica que no sea reconcida/reconocible como masculina. De esta forma, la masculinidad se precisa como exclusión. La producción subjetiva de masculinidad es una operación de exclusión de la otredad entendida como su afuera constitutivo. Lo masculino, relacionalmente, produce su identidad y la estabiliza/equilibra a partir de exclusiones. Y esa otredad es principalmente lo femenino y todo el arco de la diversidad.

A lo largo de su historia el patriarcado ha acuñado categorías pensadas en masculino. O sea: categorías excluyentes de otredades diversas. Y no se trata de cuestiones meramente gramaticales, sino de categorías que se materializan en ese laboratorio que es la lengua, que organizan el pensamiento, las estructuras lógicas y cognitivas, y de acciones con su complemento en la vida cotidiana. El machismo propio del patriarcado quedó inscripto en la lengua, reforzando la marginación de las mujeres. O, más precisamente, del colectivo femenino (integrado por travas, trans, lesbianas, mujeres). Las luchas sociales feministas en la Argentina del siglo XXI nos demuestran que ese masculino pretendidamente “universal”, supuestamente “no marcado”, que permea la lengua, resulta inadecuado. Esto es: hay una inadecuación de la lengua (patriarcal) respecto de la vida social y, por ende, de la vida cultural.

Esa inadecuación empieza a mostrarse a través de algunos signos que acaso, más que eso, son síntomas. En el ámbito de la escritura con el uso de la @ o de la x para señalar el uso conjunto del masculino y del femenino, o de subjetividades no binarias. Apenas un ejemplo al respecto: en el Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento, el Plan anual de actividades para el ejercicio 2020 ha sido redactado usando la x. En cuanto a la oralidad, la letra e se empieza a imponer para indicar conjuntamente masculino y femenino, o subjetividades no binarias. Cristina Fernández de Kirchner en sus intervenciones públicas solía usar el todos y todas que si bien no se sustraía a las binarizaciones propias de la norma hétero, implicaba una democratización de la lengua que se borró de los discursos presidenciales macristas (apenas un síntoma de la destrucción cultural implicada en el ahora saliente gobierno de la Alianza Cambiemos).

Estas formas de la inclusión están en estado de tensión y disputa. Cada vez que se manifiestan remiten al uso y a la promesa de una lengua experimental, inventiva, disidente, vital, popular, poética, política. Un lengua que busca sus formas de emancipación de la lengua argentina “monárquica y monástica” en buena parte, que no ha perdido del todo su fascinación por los reyes, de las finanzas trasnacionales, de las corporaciones comunicativas, del neoliberalismo-meritocrático-académico, de los conservadurismos sociales, políticos y culturales, de las Academias que se expresan vía manuales, diccionarios y las formas del “buen decir”. Desde ya, hay quienes se rebelan en su contra. La Real Academia Española acaba de editar su primer manual de estilo y ahí se desaconseja la incorporación de la e, x, @. “En español, el género masculino, por ser el no marcado, puede abarcar el femenino en ciertos contextos. No hay razón para pensar que el género masculino excluya a las mujeres en tales situaciones”. Es una tautología, pero el masculino marca el masculino: no se trata de una no-marcación, por más que lo hayamos naturalizado de ese modo. Dos: la RAE no debería eximirse de indicarnos cuáles son esos contextos en lo que el masculino puede englobar el femenino. Y que nos expliquen cómo es eso de que el masculino no excluye. En cuanto al todos y todas, García de la Concha, que dirigió la  RAE entre 1998 y 2010, dice que “No hace falta forzar para duplicar, no hablamos así” (Página/12, 2018). Pues bien, valdría la pena descentrarse apenas de España o de las paredes de la RAE para verificar la impertinencia de estas afirmaciones.

Esta misma actitud reactiva desborda las retículas institucionales. Un escritor español, Vila-Matas, apoya este mismo sentido conservador: “El lenguaje está hecho esencialmente para entenderse. Por tanto, todo lo que se aparte de esto es un despropósito. Y despropósito es creer que siempre hay discriminación en las expresiones nominales construidas en masculino con la intención de abarcar los dos sexos” (Sabogal 2012). En el ámbito doméstico podemos apelar a dos voces. En un twit del 28 de enero de 2019, el filósofo macrista Alejandro Rozitchner expresó lo siguiente: “Lo paradójico del lenguaje inclusivo es que empieza por excluirnos a todos los que hablamos normalmente, proponiendo algo forzado y excéntrico. Su fondo es justo, pero la implementación fanática y contradictoria. Me parece”. Surgen varias preguntas y distintas puntas reflexivas de esta consideración: ¿a quién/es excluiría el lenguaje inclusivo, quiénes son lxs que hablan normalmente, qué querría decir “hablar normalmente”, qué estaría forzando la excentricidad de la lengua inclusiva, qué quiere decir que el fondo tiene un principio de justicia derruido por el fanatismo, de quién/es? Además del filósofo, la otra voz contraría se especifica en las reflexiones, más elaboradas por cierto, de Beatriz Sarlo, expuestas ya no desde las páginas de La Nación sino de El País. En un artículo expone sus “sorpresas” ante la lengua inclusiva:

Sorprende la confianza con que hoy se quiere implantar el uso conjunto de masculino y femenino, como si esa transformación lingüística garantizara una igualdad de género. Cuando esa igualdad se exprese enteramente, ya estará afincada en los diccionarios. Pero lo que más sorprende es la curiosa solución de utilizar la letra e final para indicar conjuntamente al masculino y el femenino. Estudiantes de la élite social y cultural, que asisten a los dos prestigiosos colegios universitarios de Buenos Aires, hoy dicen: les alumnes, les amigues, como si la e final otorgara la representación del masculino y el femenino, a contrapelo del español. La historia de las lenguas enseña […] que los cambios en el habla y en la escritura no se imponen desde las academias ni desde la dirección de un movimiento social, no importa cuán justas sean sus reivindicaciones (Sarlo 2018).

Sorprenderse repetidamente frente a las cosas que se tratan de pensar es una manera de no entenderlas. Primera consideración. La segunda: el uso de la e como forma de nombrar el femenino y el masculino al mismo tiempo no corresponde sólo a la “élite porteña”. En cualquier lugar del Conurbano bonaerense en los sectores de la juventud estudiantil –y no sólo– aparecen esas formas de la inclusión lingüística. Eso prueba que lo que Sarlo presenta como “desvelos” de la élite porteña no son tales. Tres: en cuanto a los cambios en el habla, se sabe, los imponen lxs hablantes, por más que vayan en contra de las descripciones gramaticales. En ese sentido, tienen vigencia y pertinencia. “Seguramente por un machismo de origen, que los historiadores deberán probar, en español el masculino cubre la representación de ambos géneros” (Sarlo, 2018). Las historiadoras ya se pronunciaron al respecto. Basta leer y estudiar La creación del patriarcado (sf), una investigación categórica de Gerda Lerner. Dos: el uso del masculino lingüístico para designar todo el arco de la diversidad sexogenérica tiene una razón androcéntrica. El uso del todos y todas, de la e, de la x promueven una performance más inclusiva e igualitaria de la lengua desde el punto de vista del género. Podemos considerarlos como modos de democratización en el nivel de la lengua que visibilizan pugnas por la ampliación de derechos de colectivos históricamente minorizados. Estos exigen la redefinición de los vínculos de poder, es decir, una sociedad tendencialmente más igualitaria. No se trata de ser políticamente correctos. Estamos frente al uso de signos que influyen en el comportamiento, en las percepciones, en las interpelaciones, en la construcción de imaginarios. Esto es: en la construcción de cierta imagen de la realidad. Nombrar a alguien es una forma de visibilizarlx. No nombrarlx es una forma de la discriminación, apartamiento, ghettización, invisibilización.

La militancia puede favorecer esos cambios, pero no puede imponerlos. Si pudiera hacerlo, quienes defendemos la igualdad más completa entre hombres y mujeres ya estaríamos hablando con “doble” sustantivo desde el momento en que apoyamos un movimiento que es universal e indetenible, pero no omnipotente como un dios o una diosa (Sarlo 2018).

Los feminismos no se postulan ni como omnipotentes ni como un sustituto de algún dios eventual y la militancia en sí no pretende imponer nada, a lo sumo visibilizar ciertas tramas propias de la opresión, la secundarización, la subordinación, las formas sistémicas de la violencia, etc. En términos generales se milita para defender la vida y las formas de la vida. La militancia puede ser entendida como una forma del humanismo, por ende, no impone una lengua inclusiva, sino que algunos de sus sectores apelan a ese uso. Es verdad que las generalizaciones seducen y arriesgan en igual medida, pero si miramos la literatura argentina (de corte urbano) podemos decir que se trata de una institución patriarcal, con funcionamientos machistas. No porque no haya escritoras o porque no haya escritoras exitosas (las hay, en todos los andariveles: desde Mariana Enríquez a Claudia Piñeiro, pasando por Samantha Schweblin, María Teresa Andruetto o Elsa Osorio, Liliana Bodoc y un extenso etc.), sino porque las pautas de legalización y legitimación para hombres y mujeres son diferenciales, como si el capital simbólico de las escritoras tuviera una acumulación defectuosa, siempre deficitaria. El famoso “techo de cristal”: siempre sujetas a la demostración de su calidad, su capacidad de ventas, la pertinencia de sus búsquedas. Luego, son olvidadas, con tranquilidad. ¿Cómo se explica, si no, “carradas” de escritoras del siglo XIX y XX jamás leídas por fuera de la academia, de los esfuerzos de otras escritoras que, sororas, se encargan de recuperarlas, estancadas en el planteo político? Nunca parece llegado el momento de hablar de la calidad de esas literaturas, escrituras considerables que resisten el tiempo[2].

Apuntes finales

Un fragmento de la novela Vikinga Bonsái (2019) de Ana Ojeda es un buen ejemplo de cómo se expresa la literatura argentina urbana que nos es contemporánea. Vikinga Bonsái es una reflexión sobre el tiempo. De hecho, ya el índice recupera unas palabras propias de los dialectos lucanos (de la región de Basilicata, Italia), que son importados de la lectura de Cristo si è fermato a Eboli (1945), un ensayo de Carlo Levi. Esas palabras son crai, pescrai, prescrille, pescruflo, maruflo, maruflone, maruflicchio, que la novela traduce respectivamente como mañana y siempre; la mañana siguiente; el día tras ese; un día después; el anteúltimo es; el séptimo día. La novela cuenta la historia de un grupo de amigas que se juntan a cenar una noche de verano. Durante la cena, la anfitriona muere de un ataque al corazón. Su marido está de viaje a un lugar remoto (la selva paraguaya), sin conexión de whatsapp ni contacto con la “civilización”. El hijo queda huérfano y el grupo de amigas improvisa un colectivo, una especie de familia para contener al niño a la espera de que vuelva el padre. El fragmento que está a continuación forma parte de “Pescruflo: un día después”:

Les chiques, por boca de su delegado sindical Momo, piden por favor que se baje el tono de voz o, caso contrario, se domicilien en algún otro lugar para hablar, no les dejan escuchar la peli. Gregoria Portento se asegura expeditiva hora y media de libertad con el programa para tejidos mixtos #LanceArmstrong y les hace señas a las alegres comadres para que la sigan. Proceden en fila india hacia el departamento de Pia Eva Angélica, últime la feminazi. Dejan la puerta abierta trabada detrás de una silla, lo cual inicia aéreo correntón cálido que estrella ventanas y puertas, festejado con algarabía de suspiros por parte de les menores hipnotizades delante del televisor con devedera. Al cabo del (corto) pasillo, frente a la puerta del departamento A, no hay respuesta. La decidida comitiva entra en compás de espera. Dragona Fulgor toma asiento en la escalera que subibaja, ensimismada en sus problemas, ladra desquiciado ronco muy fuerte un perro en algún lado. Se acoda en la baranda Orlanda Furia, charla intrascendente con la feminazi, perro aúlla enardecido, sin coto. Gregoria Portento insiste con tamborileo de baja intensidad en la puerta, que alterna con una serie de timbrecitos melódico-sencilla. Se vuelve para comentar la falta de respuesta con Talmente Supernova, raro, ¿no? Perro continúa la ladrada donde la había abandonado para empezar a chillar. Entonces: grito sacado, al perro, a dios, luego golpe macizo. Se miran entre elles, labios soldados, cara de espanto. Pia Eva Angélica abre la puerta (Ojeda 2019: 133).

La literatura argentina es una institución en la que nunca hubo igualdad, porque no hay participación de todxs. Ni en la literatura ni en la lengua argentinas. Si no se permite la participación de la otredad excluida la diferencia no se expresará nunca como forma de la igualdad. Podemos decir que hasta hace relativamente poco ni la lengua ni la literatura argentinas apelaron a una ética del cuidado o a la inclusión de la diversidad porque ni siquiera podían enfrentar las disparidades entre hombres y mujeres. Pero los equilibrios se están alterando. Establecer un comienzo más o menos exacto para estas transformaciones no es sencillo, pues nuestras consideraciones se articulan dentro del marco de las ciencias humanas, pero podríamos decir que en el siglo XXI están surgiendo escritoras –como es el caso de Ana Ojeda– que disputan la institución literaria argentina, su lengua y sus formas del decir. En este punto aventuramos una hipótesis conclusiva: que la literatura y la lengua argentinas empiezan a despatriarcalizarse a partir de las borrascas del Ni una menos. Esta es una consigna político-militante que dio nombre a un movimiento feminista plural y a un colectivo de protesta que nació en Buenos Aires en 2015, pero que tuvo réplicas en todo el país, en otros países de América Latina y el resto del mundo. Este milita contra la violencia machista hacia las mujeres y su consecuencia más inmediata, deplorable y sistémica: el femicidio. Lo sabemos: las situaciones de violencia no son aisladas, sino que forman parte de una trama de opresiones hacia las mujeres y lxs sujetxs feminizadxs. Por ejemplo, basta volver al fallo abyecto con que el Poder Judicial acarició a los tres femicidas violadores de Lucía Pérez en Mar del Plata (Malacalza/Caravelos/Racak 2018).

Finalmente, es posible sostener que la lengua inclusiva, que se manifiesta en la literatura argentina del siglo XXI escrita por mujeres, es consecuencia de las luchas que vienen desplegándose desde los feminismos para denunciar las formas de opresión que se ejercen sobre las mujeres y lxs sujetxs feminizadxs.

 

Bibliografía

Butler, Judith. 2006. Deshacer el género. Barcelona: Paidós.

Butler, Judith. 2007. El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós.

Edelman, Fanny. 2010. Feminismo y marxismo. Conversaciones con Claudia Korol. Buenos Aires: Editorial El folleto.

Lerner, Gerda. Sin fecha. La creación del patriarcado. Buenos Aires: Sube la marea ediciones.

Maffía, Diana (comp.). 2003. Sexualidades migrantes: género y transgénero. Buenos Aires: Feminaria Editora.

Malacalza, Laurana, Caravelos, Sofía y Racak, Carolina. 2019. “Luciana Pérez: el femicidio en clave judicial”, en Latfem (Buenos Aires), 17 de noviembre de 2019, http://latfem.org/lucia-perez-femicidio-clave-judicial/.

Ojeda, Ana. 2019. Vikinga Bonsái. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Página12. 2018 “La RAE no es para todes”, 28 de noviembre de 2018, https://www.pagina12.com.ar/158466-la-rae-no-es-para-todes.

Sabogal, Winston Manrique, 2012. “¿La lengua tiene género? ¿Y sexo?”, en El País (España), 5 de marzo de 2012, https://elpais.com/cultura/2012/03/04/actualidad/1330896843_065369.html.

Sarlo, Beatriz. 2018. “Alumnos, alumnas y ‘alumnes’”, en El País (España), 12 de octubre de 2018, https://elpais.com/cultura/2018/10/09/babelia/1539083839_285133.html.

[1] La consideración que contiene esta cita es de la escritora cordobesa María Teresa Andruetto (1954) y proviene de un intercambio personal con Ana Ojeda.

[2] A lxs interesadxs: ver la colección “Narradoras argentinas” de la editorial universitaria Eduvim (de la Universidad Nacional de Villa María), la colección “Las Antiguas”, de la editorial Buena Vista, ambos proyectos de Córdoba; y el blog bio-bibliográfico de autoras llevado adelante por María Rosa Lojo.

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