Por Lila García
(CONICET-Centro de Investigación y Docencia en Derechos Humanos, UNMdP)
Ya en 2014, la revista Migraciones Forzadas, indicaba que el volumen de personas forzadas a la movilidad en Siria hacía de ésta la mayor crisis de desplazados internos en el mundo, situación que también se ha equiparado al gran éxodo bíblico aunque no por las panderetas de alegría. En octubre de 2015, ACNUR contabilizaba casi 8 millones de personas desplazadas internamente y otros 4 millones de refugiadas, un número que crece a pasos agigantados y que no ha podido ser detenido por el crudo invierno ni por el alto al fuego. Aunque algunos de los números sean relativos -Líbano tiene unos 4 millones de habitantes y ha recibido un millón de refugiados, mientras que la Unión Europea cuenta con 500 millones de habitantes- lo cierto es que en un solo año se estima que llegaron a Europa 1.200.000 personas (el equivalente a la población total de la provincia de Entre Ríos) y sólo en las primeras seis semanas de 2016 llegó el total de lo que se esperaba para los primeros cuatro meses del año.1
Más aún, estos números son circulares, ya que la situación de estas personas es sumamente frágil e inestable y nada indica que esta guerra pueda resolverse en corto plazo, lo cual las obliga a una nueva movilidad. Y a otra. Por eso, en lo que ya es el quinto año de un conflicto armado que ha golpeado como pocos, de manera brutal y desproporcionada, a la población civil, el foco está puesto en Europa.
Porque sí: las noticias de Medio Oriente logran ser tales cuando golpean a las puertas de los gigantes occidentales y de hecho, cada intervención en Oriente originó su propia afluencia de refugiados a Europa. Sólo por nombrar dos ejemplos bien contemporáneos, personas de África han llegado siempre en gran número desde Marruecos o hacia Lampedusa. Esta última estuvo en los titulares hace algunos años por miles de personas que se ahogaron frente a las costas italianas en unos pocos episodios. El fenómeno no era nuevo, pero sus dimensiones y la no política europea que encubre una política de “pobricidio en el Mediterráneo”2 lograron tristemente la atención mundial y hasta la primera visita del recién asumido Papa fue justamente a Lampedusa.
Más que los números, lo que parece haber puesto en la atención mundial esta nueva “crisis” es la afluencia de familias enteras, gato incluido, al parecer más visibles que los hombres solos y jóvenes. Estos últimos parecen encarnar el gran dogma de la mirada predominante sobre las migraciones, la del hombre racional que busca maximizar sus beneficios eligiendo el mercado donde ofrecer su fuerza de trabajo y por ello, su migración es de su exclusiva responsabilidad. El pico de esta atención fue la muy difundida imagen del “niño que duerme”, como si en la masiva afluencia de personas, la encarnación de todo el dolor en una sola, tan visiblemente desamparado e “inocente” (como si el resto fuera culpable) nos hubiera hecho volver en sí al menos por un momento.
Ante la parálisis de la Unión Europea -entre la espada de la opinión pública, el reclamo de organizaciones internacionales en derechos humanos y la pared de su aparato expulsivo- sólo quedó el heroísmo individual: los/as voluntarios/as, la abuela griega que acoge migrantes en su casa, las colaboraciones en desafío de las normas que señalan esto como contribuciones al tráfico ilegal de personas. Se reduce así a una cuestión de humanitarismo y compasión, operación que merma la agencia migrante y desplaza el discurso de los derechos; la asistencia se recibe, se agradece y no admite reclamos.
Por otra parte, se sigue llamando “crisis” migratoria. El uso no es casual y la extraordinariedad que transmite el término permite justificar la parálisis en la toma de decisiones protectivas, la inoperancia política (o sea, la política de la inoperancia) y la falta de soluciones a largo plazo. Europa se dice conmocionada ante la dimensión de esta movilidad, la opinión pública se horrorizó pero nada ha podido mover al gran gigante de sus trece. De hecho, pasada la indignación general, los 28 países de la UE prepararon la temporada verano 2016 aprobando un acuerdo con Turquía para la devolución express de personas.
Todos llegan entonces, aquellos hombres solos y familias enteras, igualmente desesperados e igualmente muriendo desde que las políticas migratorias europeas (mirémoslas a estas más que al “ilegal” o al “traficante”) imponen la ilegalidad como forma de llegada: quien quiera llegar, debe hacerlo clandestinamente, al punto que son ilegalizados, llamados “ilegales”, antes de encontrarse con los ordenamientos jurídicos que propiamente pueden mentar su situación como tal. Esto permite así dar lugar a las inhumanas condiciones en que se dan estas migraciones: en embarcaciones precarias, abarrotadas, antes y luego con carreras a pie y noches a la intemperie esperando un cruce, y luego otro, y otro. Las fortificaciones en las fronteras, pensadas con elementos hechos para lastimar profundamente, lejos están de disuadir a estos “fugitivos de la desesperanza” y cerca, sí, de producir amputaciones o serias heridas, con frecuencia mortales. Esto, sin contar los medios de disuasión de las patrullas fronterizas. Las escasas investigaciones que se han hecho sobre el movimiento en sí mismo, el “tránsito” (donde hay que tener cuidado al pensarlo como solo temporal), señalan que pone a los/as migrantes en una situación de extrema vulnerabilidad y no sólo por la intemperie, la falta de alimentos, agua, ropa, acceso a la salud, maltratos por las fuerzas de seguridad, abandono, violaciones, razzias, etc.: la invisibilidad de estas personas “refuerza la impunidad con que estas violaciones se cometen”.3
Con todo, esta invisibilidad es construida. La más fácil es la ceguera política y social. Pero pensemos si este fuera nuestro periplo no ya para migrar sino para llegar a la guardia de urgencias del hospital más cercano, al trabajo del que depende la comida que pones en la olla a la noche. Si el ejercicio de derechos básicos que hacen a la vida en un sentido puramente biológico o incluso como proyecto digno tuviera aquél contexto, probablemente, más tarde o más temprano, nos rebelaríamos. O nos iríamos de tal país: por eso decimos que migrar es un acto eminentemente político, de secesión individual dice Mezzadra,4 desde que “la movilidad y el nomadismo masivo siempre expresa una negativa y una búsqueda de liberación: la resistencia contra las horribles condiciones de explotación y la búsqueda de libertad y de nuevas condiciones de vida”.5 En el caso sirio y de otros países devastados o vaciados, ya ni siquiera queda un hospital, escuela o trabajo al cual ir y hogar al cual regresar.
Entonces, ¿qué explica que uno/a asuma estas dificultades como naturales? ¿Qué la interrogación se limite a la tragedia sin lograr alcanzar sus marcos de producción? Las visas, claramente que no existieron siempre e incluso el pasaporte, los controles migratorios y las leyes que binarizan la migración en legal o ilegal son productos modernos. Pensándolo en niveles más bajos de dolor y fuera del escenario descrito para el tránsito: ¿qué nos hace justificar que las personas extranjeras no tengan facilidades para conseguir un trabajo en condiciones de igualdad con las nacionales? El “contrate mano de obra nacional” se ha visto en varios lugares y épocas del mundo (la más reciente, la Europa desde 2008); en el ámbito de la salud puede escucharse que personas extranjeras “copan” los servicios y “quitan camas” a las “mamás argentinas”.
En definitiva, si el color de cabello, ojos, estatura, orientación sexual, religión y otros etcéteras lograron erigirse como categorías prohibidas para hacer diferenciaciones ¿qué operación permite que se acuerden derechos distintos a nacionales y extranjeros y nadie se rasgue las vestiduras por ello?
Lo nacional ha delimitado profundamente nuestra manera de pensar y ver el mundo; incluso, cuando llegamos “el sistema ya estaba enchufado así funcionando”. Cuando los Estados modernos adoptan la Nación y se vuelven indisociables (“Estados-nación”), lo que no era sino una serie de contingencias se solidifican como verdades reveladas. La frontera, un elemento arbitrario de por sí (y ante la duda, podemos mirar el mapa de África, trazado con una regla escolar) es erigida como la quintaescencia de un Estado que se precie de tal y que, por ello, hay que defender por principio. Se las piensa como muros infranqueables que deben ser respetados en sí mismos cuando en realidad la porosidad, la contingencia y la ficción son los que la definen.
La nacionalidad, por su parte, fue adoptado como un mantra laico para superar las diferencias religiosas, étnicas y de varios tipos que hacían a la diversidad de unidades que se constituyeron como Estados-nación. La homogeneidad es así también una construcción que se ha hecho no sin varios conflictos, donde uno de los más emblemáticos probablemente sea el del Cáucaso: casi todos recordamos el equipo de fútbol de Serbia y Montenegro cuyo país se separa en medio del mundial de 2006. Por su parte, la ciudadanía, al encaballarse sobre la nacionalidad, obturó cualquier otro criterio de pertenencia a una comunidad política que no fuera el nacimiento, sea territorial (el más usado hoy día, el ius soli) o sanguíneo (ius sanguinis). Para cerrar el dispositivo, las prerrogativas sobre quién es nacional son del Estado y no sólo: son discrecionales y están prácticamente fuera de la auscultación internacional.
El Estado tiene así el monopolio sobre la legitimidad de la movilidad (quién entra, quién sale, quién permanece), planteado como uno de los fundamentos de su soberanía, tanto como el control sobre la propia identidad del individuo: su nacionalidad. Esto nos da por resultado no sólo que las políticas de nacionalidad e inmigración están íntimamente ligadas, sino que el pensar la migración sea pensar el Estado mismo.
En este “pensar el Estado”, lo que aquí quisiera señalar es su función estructurante, en particular desde que es el Estado mismo el que inaugura (legalmente) la categoría de “extranjero”. Las personas migrantes tienen un régimen distinto (el de extranjería o migración) que es creado, recreado y administrado por el Estado. Lo más saliente de esta función es que a diferencia de otras situaciones de desigualdad que pueden ser ubicadas en el tejido social (edad, género, orientación sexual, etc.), la desigualdad de la persona extranjera es inaugurada y sostenida desde el Estado, a través de requisitos, categorías de ingreso, posibilidades de expulsión, y en términos generales menos derechos.
Este rol estructural se vuelve importante en al menos dos sentidos. Primero, habilita respecto de las personas migrantes un trato que de otra manera, sería directamente discriminatorio en términos de derechos humanos. Valida acciones que no serían permitidas si se tratara de nacionales, como negar el acceso a la salud, disponer extendidas situación de privación de la libertad sin delito, organizar un aparato de criminalización por el sólo hecho de no tener ciertos papeles, etc. La inoperancia de la Unión Europea frente a las masivas y trágicas muertes de migrantes frente a sus costas sólo puede entenderse (si es que es posible hacerlo) en este plano.
En segundo lugar, que la diferencia sea estructurada por el Estado amerita otro rasero a los efectos de ciertas instituciones en derechos humanos, como ser la responsabilidad internacional de los Estados (de repente más extensa, más directa) y la aplicación del principio de igualdad y no discriminación. Aunque hay parámetros generales sobre este último aplicados a personas migrantes, lo cierto es que desde el mismo derecho internacional de los derechos humanos se permite a los Estados establecer “distinciones” (diferenciaciones permitidas) entre personas nacionales y extranjeras y entre aquellas en situación regular de las que no. No se puede “discriminar” (diferenciación prohibida) entre ellas pero sí distinguir. O sea que diferenciar se puede. ¿En qué quedamos?
Este es uno de los mecanismos por los cuales la serie de actos normativos articulados en torno al migrante determinan una supeditación a la órbita legal que parecía de alguna manera resuelta por la apelación a derechos humanos, superiores al orden interno de cada Estado casi por definición. Cuando se radicó la titularidad de derechos en lo “humano”, se lo hizo para independizar los derechos de las leyes (internas de cada Estado) que reconocían y aseguraban su ejercicio, buscando así transitar desde derechos legales a derechos humanos, reconocidos y ejercibles fuera de las fronteras de un Estado dado.
Con ello se pretendía conjurar la experiencia de los millones de personas desplazadas en Europa que alumbró la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948. Cuando la principal herramienta del régimen nazi fue la desnacionalización de enormes grupos de población que luego, nos recuerda H. Arendt, no eran queridos ni recibidos en ningún lado, se impuso pensar la creación de un sistema que superara el de los mismos Estados y la misma forma que tendrían los nuevos derechos. Se enraizaron así en la persona humana como ser biológico, la vida misma, prácticamente lo único con que las personas desplazadas salían de los lugares donde habían nacido y vivido. Se afincaron sobre el prácticamente único elemento que una persona “en fuga” lleva con su trashumancia: el hecho de ser humano.
Esta situación puso de manifiesto la importancia del vínculo de nacionalidad (que llega así a reconocerse como un derecho humano), pero a su vez, se impuso superarlo mediante la operación de establecer una relación directa con la vida en sí. Visto así, los derechos humanos fueron pensados justamente para las migraciones, para estas migraciones: las costosas, dolorosas, de erradicados, desesperados. Luego operan las categorías (refugiados, solicitantes de asilo, migrantes económicos) pero en principio, es un movimiento de “vagabundos”, frente al de “turistas” que ha señalado Bauman; la “privatización de los componentes de la regulación migratoria” a que alude Sassen funciona separando los elementos “difíciles” de aquellos de alto valor añadido, manejables y de altos beneficios, que no le generan al Estado mayores fricciones. La supervisión de los primeros (trabajadores migratorios poco calificados, refugiados, empobrecidos en general) es dejada al Estado, junto con la gestión frente a la opinión pública y todo lo relativo a su integración mientras que la segunda se regula de manera privada o mediante acuerdos comerciales.
La ilegalidad o más bien, ilegalización (ya que hay un Estado que la produce a través de sus mecanismos de selección), tiene funciones específicas. Primero, se habla de “ilegalidad” o de las personas son ilegales, borrando así la producción estatal. Se presenta así, desde su misma formulación terminológica, como algo que ocurre, una tragedia, despersonalizada, que sólo se corporiza en quien es ilegal y como decíamos, como si se tratara una ilegalidad de origen y estatutaria. Segundo, se encuentra la operación de ilegalizar, la ilegalización: el acto productivo, generalmente normativo-administrativo, por el cual una persona es oficializada como la ilegal que ya era. La ilegalidad no tiene rostro, pero los programas se preocupan por ser de “regularización” o “normalización”: allí sí hay un acto, generalmente ocurrido por la gracia del poder estatal, que los quiere legalizados pero no intervendría en la ilegalidad.
Visto así, este peso determinante del orden legal se da de lleno con el planteo de los derechos humanos que busca rescatar lo humano de esta maraña; porque el régimen de migraciones piensa en la gestión, en la gobernabilidad, en los cupos, en las nacionalidades útiles, en “los migrantes contribuyen a paliar el cambio demográfico” u “ocupan puestos de trabajo que los nativos han desocupado”. Aún con buenas intenciones, es un planteo utilitarista cuando el de derechos humanos busca ser finalista, el de la persona en sí misma y en cuanto tal. Esto limita los alcances de pensar la migración con derechos humanos; la dimensión emancipatoria del planteo de estos últimos puede verse fácilmente fagocitada por la ferocidad del paradigma regulatorio en que se inscriben las migraciones y su tratamiento como una cuestión de seguridad.
Por estos días, una nota de prensa anunciaba el endurecimiento de los controles y de la política migratoria “con la clara intención de profundizar la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, la trata de personas y el trabajo en negro de los inmigrantes”.6 Más allá de que esto podría inducir a pensar que estos fenómenos fueran exclusivamente importados (entonces la línea de ataque es no dejarlos pasar), siempre que asociamos migraciones con delincuencia (pues migrar no lo es pero el narcotráfico, el terrorismo y la trata de personas sí) acortamos la brecha con la gestión penal de las migraciones, justificamos más “mano dura” sin evaluar cómo el trabajo en negro y la trata de personas se relacionan íntimamente con condiciones de vulnerabilidad de las personas migrantes creadas, en alguna medida pero no solamente, por los mismos Estados. La iniciativa no es nueva ni argentina e incluso es posible sostener que el dispositivo migratorio funciona con bastante autonomía de los gobiernos más, o menos, democráticos.
El de las migraciones, o sea, el de la movilidad humana dolorosa pero en definitiva, esperanzada, es hoy uno de los grandes bastiones de excepcionalidad donde la disciplina estatal descarga su brazo más pesado y sin siquiera artilugios; implica más que un desafío cultural, uno mental, una disputa por el sentido, por desensamblar categorías impuestas de antemano. Es más todavía que re-pensar: no necesitamos simplemente un conocimiento nuevo, sino un nuevo modo de producción del conocimiento. No sería tanto pensar alternativas (como podría ser la incorporación de derechos humanos) sino una nueva manera de generar pensamientos alternativos de las alternativas.
1Fuente: http://www.acnur.org/t3/noticias/noticia/mas-de-86-mil-refugiados-llegaron-a-europa-en-las-primeras-seis-semanas-de-2016/ [Consultado el 5 de mayo de 2016].
2 “Otro crimen del capitalismo: Pobricidio en el Mediterráneo”, 25/20/2013. Ver en: http://www.lahaine.org/mundo.php/otro-crimen-del-capitalismo-pobricidio-e [Consultado el 5 de mayo de 2016].
3Echart Muñoz, E. (2011), Migraciones en tránsito y derechos humanos, Madrid: Catarata.
4Mezzadra, S. (2005), Derecho de fuga. Migraciones, ciudadanía y globalización. Buenos Aires: Tinta y limón.
5Hardt, M.; Negri, A. (2006), Imperio, Buenos Aires: Paidós, p. 191.
6Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1894822-el-gobierno-preve-endurecer-los-controles-y-la-politica-migratoria [Consultado el 5 de mayo de 2016].
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Migraciones a Europa 2016, un ¿Éxodo? Sin Tierra Prometida”Agregar comentario →