Entrevista a Oscar Oszlak por Mariana Percovich
“Hasta ahora en este gobierno hubo algo de motosierra y mucho de licuadora, de licuación de los ingresos” sostiene el Doctor en Ciencia Política e Investigador Superior del CONICET, Oscar Oszlak. El autor del célebre “La Formación del Estado Argentino” analiza el clamor por la motosierra, la complejidad del empleo público y la necesidad de revisar el valor público de lo que producen hoy los organismos estatales creados a lo largo de sucesivos gobiernos. El ex funcionario del gobierno de Raúl Alfonsín se entusiasma también con el “gobierno personalizado” que podría llegar de la mano de la Inteligencia Artificial.
Mariana Percovich: ¿Cuáles elementos históricos, sociológicos, políticos, considera relevantes para explicar el desprestigio del Estado argentino hoy en el debate público?
Oscar Oszlak: Tendemos a confundir el Estado con la burocracia. El término burocracia en sus orígenes quiere decir “gobierno de escritorios”. Es un término que nació en una época previa a la Revolución Francesa cuando se separó la Casa de la Corona –o sea el patrimonio del rey–, del patrimonio público. Y entonces aparecieron secretarios, intendentes o administradores del reino, que empezaron a ganar poder. De ahí el origen de burocracia. Con los años, el término pasó a tener un sentido peyorativo. El ciudadano confunde el Estado con un aparato inútil, lento, que no resuelve sus problemas cotidianos, que le exige trámites interminables. Esa es la razón fundamental.
Sin embargo, la inestabilidad política tan grande que hemos tenido en la Argentina es una razón adicional. Varios gobiernos militares a lo largo de la historia seguidos de gobiernos civiles de distinto signo político-ideológico, cada uno de los cuales intentó ajustar las características del aparato institucional a los lineamientos de su particular proyecto político. Eso determinó que el Estado argentino no mantuviera ciertos lineamientos a lo largo del tiempo, que el aparato institucional se llenara de programas, proyectos e instituciones que fueron variando y demostrando incapacidad para señalar una direccionalidad política, hacia donde debe irse.
MP: ¿Qué direccionalidades políticas podría haber tenido el Estado, que no tuvo?
OO: Son los objetivos fundamentales de cualquier Estado. Yo creo que su rol esencial consiste en resolver tres cuestiones fundamentales que forman parte de la agenda pública. En primer lugar, el mantenimiento del orden, que implica alcanzar cierto grado de consenso en torno a cuáles son las reglas básicas de convivencia de una comunidad. Asegurar la previsibilidad de los comportamientos de los otros, para evitar la guerra de todos contra todos e impedir la vigencia de la ley de la selva. Y eso implica resolver una serie de aspectos; no se trata solamente de los problemas de la inseguridad, entendida como inseguridad física, sino también de la inseguridad jurídica o la contención de los conflictos sociales, por ejemplo.
La segunda cuestión se relaciona con el progreso, como se lo planteaba sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, y no solamente en la Argentina. En todo el desarrollo del capitalismo del siglo XIX, “orden y progreso” fue consigna fundamental del credo positivista. Progreso implica la intervención, por parte del Estado, para asegurar el desarrollo de las fuerzas productivas, además de articulación de los factores de la producción –tierra, trabajo y capital–. En particular, la construcción de la infraestructura física, que ni el mercado ni la iniciativa privada asumen sin iniciativa y financiamiento estatal. Por ejemplo, asegurar las comunicaciones, el transporte, los caminos, que hace posible llevar la riqueza producida a los puertos y de allí a los destinos de exportación. Es decir, le correspondió al Estado sentar las bases fundamentales del desarrollo económico de la Argentina. Esto suele estar cuestionado en el discurso oficial actual, al extremo de considerar al Estado como una “organización criminal” y que no debería existir. En realidad, el Estado fue condición de posibilidad del progreso argentino.
La tercera cuestión es la equidad distributiva: cómo distribuimos el resultado del progreso, el excedente económico, la riqueza generada entre los distintos sectores de la sociedad. La definición que en cada momento hacemos de esas tres cuestiones –la seguridad, el desarrollo y la equidad– varían. En algunos casos el Estado intenta ser más distributivo, en otros casos se asocia fundamentalmente a los principales intereses económicos, asumiendo un supuesto papel promotor de la actividad empresarial, pero favoreciendo en definitiva la concentración económica, generando desocupación y pobreza creciente.
Han sido distintos los modelos a lo largo del tiempo. Y la definición del contenido de cada uno de los tres roles del Estado, también han sido diferentes según el gobierno o el régimen político de turno.
MP: Desde la experiencia cotidiana, ¿qué rostro prima del Estado? ¿Cómo explica que muchas personas avalen con su voto este discurso de que el Estado debería desaparecer, de la motosierra, sin percibir que el Estado les paga las jubilaciones, les otorga subsidios, asignaciones, genera condiciones de acceso?
OO: Yo creo que hay un desdoblamiento en la percepción del ciudadano común, respecto de esta visión que se pretende instalar en el imaginario público. Por un lado, un Estado voraz, que roba a través de los impuestos, que aplasta; y por otro lado, que aprecia los beneficios que, casi como un derecho natural, se reciben del Estado. El discurso político contribuye mucho a generar este divorcio entre dos concepciones antagónicas acerca del Estado.
Por otro lado, a la motosierra se le agregó otra máquina ruidosa que es la licuadora. Y creo que la licuadora ha sido más selectiva que la motosierra. Hasta ahora ha habido algo de motosierra pero mucho más de licuadora, de licuación de los ingresos, fundamentalmente a través de la reducción efectiva de los ingresos de los jubilados y pensionados, de las remuneraciones de los funcionarios públicos y de la interrupción de las transferencias a las provincias. El objetivo fundamental del gobierno ha sido llegar al déficit cero a como dé lugar. Lograrlo, implicó adoptar una serie de decisiones, como la de reducir la planta de funcionarios del Estado, que hasta ahora no fue lo más importante y tiene limitaciones. No solamente porque no es la parte fundamental del gasto público sino porque además, el gasto salarial del gobierno nacional es una parte mínima del gasto correspondiente que hacen las provincias y municipios en el orden nacional. Las provincias tienen una significación mucho mayor en el empleo y en el gasto público que el gobierno nacional. La posibilidad de reducirlo, por parte del gobierno nacional, ha seguido la vía indirecta de reducir o eliminar las transferencias discrecionales que realizaba el gobierno nacional a las provincias. Así intenta que las provincias hagan sus respectivos ajustes. Y en parte creo que lo consiguen.
Por otro lado, se buscó llegar al déficit cero mediante la suspensión de las obras públicas que se estaban llevando a cabo en todo el país. Si dejamos de gastar porque simplemente no construimos, si no pagamos o diferimos los plazos de pago a los proveedores, podemos llegar rápidamente a un déficit cero pero no es un resultado estrictamente genuino ni sostenible en el tiempo. Implica simplemente “patear para adelante” compromisos, implica una reducción significativa de los ingresos del sector más vulnerable de la población. Por supuesto, no los de la casta, que iban a ser en definitiva los destinatarios del ajuste. Y ese ajuste fue en realidad llevado a cabo sobre los sectores populares, más particularmente sobre los jubilados, empleados públicos, trabajadores independientes y sectores de la clase media.
MP: ¿Qué similitudes ve con el discurso anti estatal de los años 90, si es que ve similitudes?
OO: Las comparaciones siempre nos llevan a suponer que es más de lo mismo. Evidentemente hay ciertos parecidos, pero las condiciones, las circunstancias de uno y otro gobierno político son bien distintas. En la década del 90 estábamos saliendo de un período hiperinflacionario, que no llegó a darse ahora, aunque estuvimos al borde. En ese sentido hay cierta similitud. En aquel momento había un discurso neoliberal que estaba instalado a nivel internacional, promovido por los organismos financieros internacionales, sobre todo el Banco Mundial y el BID en esta parte del mundo. Un discurso que tuvo su origen con Margaret Thatcher en Inglaterra y con Ronald Reagan en Estados Unidos en los años 80 y terminó convirtiéndose en una suerte de credo, adoptado por gran parte de los países del mundo. Y en toda América Latina, ese neoliberalismo produjo políticas similares en aquella época: descentralización de los servicios de educación y salud; privatización de todas las empresas públicas existentes; desregulación de la economía –es decir, eliminación de todos los organismos reguladores como las juntas reguladoras–; tercerización o privatización periférica, –contratando con empresas privadas el suministro de servicios a organismos públicos–; y, retiros voluntarios o jubilaciones anticipadas en el Estado. Se dieron en aquel momento circunstancias que hicieron posible que, de una dotación de personal que tenía la administración pública nacional, estimada en unos 900.000 empleados públicos al final del gobierno de Alfonsín, se redujera a apenas 320.000 al terminar el primer gobierno de Carlos Menem. Una reducción fenomenal.
Hoy en día ya no podemos descentralizar los servicios de educación y salud porque ya están transferidos a las provincias; muchas de las empresas públicas que existían en aquella época terminaron en manos privadas y ya no son las “joyas de la abuela”. La reducción que se dio en aquel entonces es hoy imposible, al menos, en esa magnitud. Entonces, hay condiciones similares en cuanto a la orientación de las políticas, que implican la minimización del Estado, jibarizarlo, cortarle la cabeza. La intención es la misma, incluso algunos personeros de aquella época reaparecieron, sea ocupando funciones políticas de alta responsabilidad o como asesores informales, como sería el caso del ex ministro Domingo Cavallo, principal responsable de estas políticas en los años 90. De manera que hay parecidos, pero también hay diferencias importantes desde el punto de vista de cambios de contexto, así como de las circunstancias internacionales, que también son bien distintas.
MP: En este contexto internacional, el rol del Estado está discutido más allá de la Argentina. ¿Pesó la pandemia, el escenario de la pospandemia para que hoy tengamos esta mirada hacia el Estado? ¿Tuvo algún impacto?
OO: Desde el punto de vista comparativo en el plano internacional, la política seguida por la Argentina durante la pandemia fue un tanto extrema. Yo realicé un estudio sobre las orientaciones de las políticas públicas en América Latina durante ese período. Básicamente, llegué a la conclusión de que en todas partes se adoptaron cuatro tipos de políticas fundamentales. En primer lugar, el aislamiento de la población, que en nuestro país fue excesivamente prolongado. Segundo, la ayuda a los damnificados, fundamentalmente a empresas que debieron cerrar o que debieron atender y cubrir los gastos de salarios de su personal, además de las transferencias a familias vulnerables. Tercero, las políticas de salud, de prevención y atención de los enfermos, donde en Argentina se cometieron errores, como fue la política respecto de las vacunas y el alineamiento casi extremo con Rusia, lo que demoró varios meses la llegada de las vacunas a la Argentina. Y, en cuarto lugar, la política comunicacional para prevenir los movimientos de la población y la información sobre el desarrollo de la pandemia, que requería un contacto permanente con la ciudadanía. He estudiado estas cuatro políticas en distintos países de América Latina y Argentina no fue la que, como hoy algunos afirman, tuvo el mejor desempeño. Toda América Latina tuvo una mala gestión, comparada con los países del resto del mundo, lo cual se verifico especialmente en la cantidad de fallecimientos.
En la Argentina se hicieron algunas cosas importantes, como desarrollos tecnológicos acelerados, que permitieron por ejemplo que el gobierno siguiera funcionando a través de la incorporación del teletrabajo, que fue la manera de salir del paso, frente a la imposibilidad de tener abierto físicamente el aparato del Estado.
Con muchos colegas de todo el país, hicimos una investigación importante en la post-pandemia, con el auspicio del Ministerio de Ciencia y Tecnología, para ver cómo funcionaron los organismos estatales durante la pandemia y en la inmediata postpandemia. Se mantuvieron una serie de políticas iniciadas en aquel entonces, pero no alcanzo a ver rastros importantes sobre el desempeño del Estado hoy.
MP: En la pandemia los empleados públicos tuvieron no solo el resguardo de la estabilidad laboral, sino también del cobro, y en muchos casos pudieron prolongar el teletrabajo. ¿Estas condiciones laborales (que otros sectores del ámbito privado o informal no tuvieron), pueden haber contribuido a que hoy cualquier funcionario público sea visto como un ñoqui y a la vez como casta?
OO: En general, los contratos han sido renovados excepto la última tanda de contratados a los que no se les renovó en marzo y no sabemos si son 8.000, 11.000 o un número parecido. Frente a la cantidad de empleados públicos que ingresaron en los últimos años, estamos hablando de una proporción bastante insignificante. El problema del empleo público es mucho más complejo. Porque en realidad se ha abierto la compuerta del Estado para que ingrese gente, pero no sabemos muy bien cuánta gente hace falta para hacer las cosas que se están haciendo en las diferentes instituciones. Yo lo he notado eso en otras administraciones públicas desde hace muchos años. Cincuenta años atrás hice el diagnóstico de la Administración pública uruguaya y ahí inventé un término, el “síndrome sobra-falta”. Ocurre que así como hay sobrantes de puestos de trabajo, y por lo tanto de empleados, sobre todo en funciones de escasa calificación o responsabilidad (puestos de base no especializados), también falta personal para asumir algunos roles que son muy significativos. Por ejemplo, le resulta muy difícil al Estado contratar o retener personal altamente calificado sobre todo en las nuevas tecnologías, personal de computación que gana muchísimo más trabajando para empresas extranjeras, cobrando en dólares, que trabajando en el Estado. O falta personal en planificación, sistemas de información o control de gestión. Entonces tenemos un problema muy serio de deformidad, con sobrantes y faltantes. Y, sobre todo, tenemos un serio problema de diagnóstico, ya que no sabemos cuál es la situación actual ni la que tendrá lugar en el corto plazo.
Con esto quiero decir que jamás hemos estudiado cuál debería ser la composición técnica que deberían tener los elencos estatales. Ni hemos estudiado siquiera el valor público de lo que se produce ni para quienes. No ha habido una evaluación sobre si los organismos que fueron creados sucesivamente a lo largo de distintos gobiernos tendrían que ser mantenidos, deberían desaparecer, ser transferidos, privatizados, descentralizados o qué hacer con ellos.
Muchos años atrás, analicé los 70 organismos descentralizados que había en el gobierno nacional y llegué a diversas conclusiones respecto de qué había que hacer con cada uno de ellos. Ese tipo de trabajo, que debería ser una tarea permanente de evaluación de lo que se hace en la gestión pública, no se realiza. Por lo tanto, decir que sobra gente –que sin duda sobra, pero no sabemos dónde, cuánta ni de qué tipo de perfil, es una simplificación del problema. Entonces, reducir elencos con motosierra no es la solución. Debe utilizarse lupa y bisturí, que son herramientas mucho más sofisticadas que otras que hacen mucho ruido pero no resuelven el problema.
MP: ¿Y cómo se aplicaría ese bisturí? ¿Por dónde se puede empezar a crear algo nuevo en el Estado? Si bien hoy es un momento de resistencia en el ámbito estatal, ¿cómo empezar a mejorar y profesionalizar la carrera en la gestión pública?
OO: Es muy difícil decir exactamente por dónde, pero hay dos condiciones que habría que incorporar definitivamente. La gestión pública ha sido históricamente en la Argentina (y en muchos otros lugares del mundo, pero en la Argentina en particular), una gestión donde se decide todos los días lo que hay que hacer. Entonces no sabemos muy bien hacia dónde vamos en cada una de las áreas del Estado. Hay, por cierto, diferencias, porque no deberíamos hablar del Estado en general. Existen organismos que funcionan bien: el INTA, la Comisión de Energía Atómica para dar dos ejemplos. La gestión pública no debería ser puro presente; tendría que incorporar al futuro y al pasado como dimensiones temporales significativas para la gestión. Incorporar el futuro quiere decir programar, planificar, saber hacia dónde se va. Incorporar el pasado quiere decir revisar lo que se hizo, hacer un seguimiento, una evaluación, un control de gestión, rendir cuentas y hacer responsables a quienes corresponda por los resultados logrados y los recursos empleados.
Eso no lo tenemos. Entonces lo primero que deberíamos hacer es revisar cuál es el valor público de lo que se está haciendo, si tenemos que seguir atendiendo a esos destinatarios de los servicios públicos, si tenemos que aumentar o reducir su número, modificar las prestaciones, incorporar el cambio tecnológico o lo que fuere. Esa es una tarea de gestión. Se ha desentendido totalmente la gestión del futuro. No hay planificación estratégica, no hay programación. Cuando se dice que en algunos organismos hay planificación estratégica, lo que se hace es utilizar algunos términos que ya son un cliché: visión, misión, objetivos, etc. “Dada esta visión, tenemos esta misión, estos objetivos generales, estos objetivos específicos y estas metas”. Hasta ahí llegamos. ¿Tenemos entonces un plan estratégico? No, no tenemos un plan estratégico. Porque a partir de todas esas definiciones tenemos que seguir profundizando: plantear cuáles serán las actividades a desarrollar, en qué plazo, con qué programa, con qué recursos, con qué equipo, cómo se conformarán los equipos, qué hitos tenemos que ir produciendo para lograr esas metas, cuáles serán los indicadores de avance y resultados. Eso es planificación estratégica. Eso no hay.
En la Argentina, cuando un funcionario público se hace cargo de una nueva responsabilidad no encuentra una historia institucional. Yo llegué a mi subsecretaría y en aquel entonces, el subsecretario militar precedente me entregó una carpetita con tres páginas dentro, absolutamente inservibles. No me dio ninguna pauta de cómo funcionaba el organismo del que me estaba haciendo cargo. Y solo había máquinas de destrucción de papeles que todavía estaban tibias, que habían sido utilizadas masivamente cuando los militares dejaron el gobierno. Esa era una situación extrema: el paso de un gobierno militar a un gobierno civil. Pero entre gobiernos civiles y aún dentro de un mismo gobierno entre distintos ministros, que no tienen la misma orientación, tampoco existe historia institucional. Para el que asume, todo es novedad e incertidumbre.
MP: ¿Es necesaria una reforma del Estado?
OO: Nosotros no hablábamos de reforma del Estado hasta los años 90, hablábamos de reforma administrativa. Mi cargo fue Subsecretario de Reforma Administrativa. Se empezó a hablar de reforma del Estado a partir del neoliberalismo y de la intervención de los organismos financieros internacionales. Se ha hecho una caracterización muy exhaustiva de todas las formas de planificación: si son globales o parciales, administrativas o políticas, de shock o graduales. Tenemos muchas formas de clasificar lo que es cambiar el Estado, pero ocurre que cambian los paradigmas, los modelos y las tecnologías de gestión. Siempre estamos en un nivel inferior en materia de desempeño estatal, respecto a lo que sería deseable o necesario. Reformar el Estado es intentar cerrar ese hiato entre lo deseable y lo que tenemos.
Todo nuevo funcionario político intenta construir un aparato estatal a su imagen y semejanza. Es decir, partir de una burocracia “base cero”. ¡No hay posibilidad alguna, como tampoco la hay de tener un “presupuesto base cero”, como alguna vez se planteó! ¡O de reinventar el presupuesto todos los años! Es imposible porque tenemos siempre compromisos que duran muchos años y no podemos modificar esos compromisos todos los años. Tampoco hay aparato institucional que se pueda reinventar con cada gobierno. Se trata de adaptar ese aparato institucional heredado, a los lineamientos político ideológicos del proyecto gubernamental de turno. En definitiva, por más motosierra que se quiera aplicar o por más licuadora que se quiera utilizar, una verdadera reforma supone fortalecer y no destripar las instituciones estatales.
MP: ¿Cuáles son las dos o tres líneas de investigación que la Ciencia Política y la Sociología deberían seguir hoy? ¿En qué líneas de interrogación deberían ponerse a la cabeza?
OO: Estoy particularmente preocupado por la cuarta Revolución Industrial, por la velocidad del cambio tecnológico y sus efectos sobre el papel del Estado y la gestión pública. Temo que en un futuro próximo pasemos a ser, como país, tecnológicamente dependientes en la medida que quedemos rezagados en el proceso de innovación y en la incorporación de esas nuevas tecnologías, como la interoperabilidad, la inteligencia artificial y sus novedosas aplicaciones. De eso trata mi último libro El Estado en la era exponencial. Estoy viajando a Tallin, la capital de Estonia, para ver, de cerca, el mayor Estado digitalizado del mundo. Estonia está a la cabeza de la digitalización de la gestión pública. En ese país, el ciudadano no tiene que hacer ningún tipo de trámite personal, salvo ir a casarse o presentar un certificado de defunción. Todo lo demás es online. Desde constituir una empresa hasta recibir una asignación por nacimiento del hijo, que no hace falta pedirla porque simplemente, a partir de la interoperabilidad de los sistemas informáticos y la aplicación de inteligencia artificial, cada familia que da a luz un hijo tiene automáticamente asignados los beneficios que le corresponden. Y se le emite automáticamente un DNI, un CUIL al bebé recién nacido. Es un gobierno proactivo. Estoy interesado en el gobierno personalizado. Creo que la Ciencia Política y la Sociología tienen que mirar hacia adelante y anticipar lo que viene. Muy poca gente en América Latina se está dedicando a este tema y me parece importante promoverlo.
MP: ¿Qué condiciones tienen que darse para el gobierno personalizado?
OO: Internet tiene que ser un servicio público global, con la misma calidad y velocidad para todos. Casi un derecho humano. Otras condiciones fundamentales son asegurar la regulación de la inteligencia artificial, la privacidad de la información y que el ciudadano se adueñe y administre sus datos. El gobierno personalizado implica la invisibilización del Estado. El Estado desaparece, pasa a ser la combinación de sistemas informáticos que interactúan entre sí y que operan con inteligencia artificial, anticipando cuáles son los servicios que el ciudadano puede necesitar.
MP: Ahí hay algo de lo que no hablamos, que desplaza el problema del Estado al problema de la democracia, que incluso permite pensar en contra de muchas viejas teorías, si es posible la democracia sin Estado, si el Estado no es un elemento central para la vida democrática.
OO: Una condición fundamental es que el ciudadano participe. Estas herramientas tecnológicas, las TIC, habilitan la interacción del ciudadano con el Estado, pero tiene que ocurrir la participación. Este es el gran problema de la democracia. El ciudadano tiende a decir: “animémonos y vayan”, es decir, “estoy de acuerdo con la participación, pero vayan ustedes porque no tengo tiempo, tengo que trabajar, tengo que atender la familia, tengo otros intereses o prioridades”. Y si el ciudadano no asume el compromiso de participar e intervenir en la cosa pública, existe el riesgo de que el Estado, con el poder de la tecnología, termine siendo el 1984 de Orwell.