Conicet y la política científica
Ninguna meritocracia

Por Pablo Martín Méndez (UNLa/CONICET)

El pasado viernes 5 de abril se dieron a conocer los resultados del concurso de ingreso a Carrera de Investigador en CONICET. De entre 2595 postulantes, todos con título de doctor o doctora en distintas especialidades, ingresaron sólo 450 investigadores e investigadoras, es decir, un 17,3% del total. Hay que aclarar enseguida que para postularse a un concurso de estas características es necesario hacer mucho “mérito”. No sólo hace falta contar con aproximadamente 12 años de formación universitaria –que es la suma del tiempo requerido para obtener un título de grado, uno de doctorado y realizar incluso un postdoctorado–, sino que el o la postulante debe presentar además un proyecto de investigación bien consistente, un director o directora con trayectoria afín a sus temáticas de investigación, un lugar de trabajo donde radicar la investigación propuesta y un sinnúmero de actividades extracurriculares, desde la participación en congresos hasta la publicación de artículos en revistas nacionales e internacionales. Aun así, el 82,7% de los postulantes no ingresó al cargo de investigador de carrera, quedando en consecuencia con pocas expectativas laborales a futuro.

Lo que ocurre en CONICET no debe ser tomado como un hecho aislado. Es por supuesto el resultado de una política gubernamental de ajuste y reconfiguración del sector público, es sin duda el producto de la escasa o nula planificación en ciencia y tecnología, pero es también la desnudez de un relato que ha calado hondo en nuestras subjetividades. Me refiero al relato de la “meritocracia”, que desde hace años y años viene ganando espacio entre la población sin hacer demasiadas distinciones de clase, género o ideología. La meritocracia funciona siempre como una promesa; más concretamente, es la creencia de que cada uno de nuestros méritos será correspondido con una mejor posición en la estructura socioeconómica. Tan simple y tan transparente como eso. Para triunfar en un orden meritocrático no hace falta más que esfuerzo y autodeterminación. Poco importan las desigualdades de partida, las relaciones de poder, o cualquier variable relacionada con el contexto donde actuamos y tomamos decisiones.

No por casualidad la meritocracia se lleva tan bien con el sistema científico-tecnológico. Los investigadores y docentes universitarios hemos sido formados bajo la creencia de que sólo nuestros méritos podrán salvarnos. Esa creencia está fuertemente enraizada en los sistemas de evaluación que utilizan las universidades y demás agencias de investigación. Queriéndolo o no, estamos sujetos a un sistema que se presenta a sí mismo como una mecánica transparente y bien aceitada, donde cada uno de nuestros méritos, incluso los méritos más nimios e infinitesimales, se corresponden con una puntuación y donde cada punto determina, al menos idealmente, la posibilidad de acceder a un cargo o una beca. Así se gobierna la producción del conocimiento; así también nos gobernamos a nosotros mismos como investigadores e investigadoras. La formación de un investigador no es otra cosa que una inacabable acumulación de méritos. Hablamos de méritos que a veces se cuentan por decimales, y de decimales que pueden marcar la diferencia entre ingresar o quedar afuera. En la última convocatoria a Carrera de Investigador en CONICET, hubo postulantes que obtuvieron más de 96 puntos sobre 100 y que sin embargo no ingresaron. La meritocracia, en este punto, roza el absurdo.

Foto: Telam
Foto: Telam

Lo curioso es que la meritocracia sigue presentándose como un sistema absolutamente trasparente y pulcro, prometiendo que se nos hará justicia siempre y cuando sigamos apostando ciegamente a ella. De ahí su notable capacidad para mantenerse en el tiempo incluso cuando no funciona tan bien como promete. Los creyentes de la meritocracia argumentan que este sistema sólo puede funcionar mal por causas exógenas; causas que se relacionan con las acciones distorsivas de ciertas políticas gubernamentales, los atavismos culturales o los errores de los propios individuos. En efecto, no alcanza con adquirir y acumular determinados méritos: hay que contar asimismo con la destreza suficiente como para lograr que esos méritos sean traducidos en puntos; en pocas palabras, hay que saber dónde poner las fichas. Hace algún tiempo, nos enteramos que el CONICET rechazó a un postulante argumentando, entre otras cosas, que éste tenía demasiados títulos universitarios. Lo que se alegaba concretamente era que una circunstancia tal “podría llevar a la dispersión de intereses de investigación”.[1] Dicho de otra manera, la obtención de títulos universitarios –que en nuestra tradición académica y cultural es “él” mérito por excelencia– puede convertirse en un demérito cuando no está acompañada por un abanico de méritos adicionales, como tener por ejemplo un interés de investigación bien claro y sostenido en el tiempo, sin desvíos, lagunas y demás dispersiones. A las contradicciones de la meritocracia se le contesta entonces con más meritocracia. Se trata de un sistema perfecto, impermeable a cualquier cuestionamiento que le venga desde afuera, especialmente la crítica política.

La meritocracia no es tan fácil de resistir como podríamos suponer. Gary Becker, profesor de la Escuela de Chicago, premio nobel de Economía en 1992 y difusor de los valores meritocráticos, decía que en ese sistema los ingresos personales no dependen únicamente de las “inversiones” que cada individuo realice sobre su educación, capacitación y profesionalización, sino también de “llegar a tiempo al trabajo, de la capacidad de aceptar las críticas y muchas otras características psicológicas”.[2] Lo que está en juego no es meramente nuestra formación; también se trata de nuestra personalidad y nuestras características psicológicas. La meritocracia funciona precisamente a este nivel, haciéndonos ver que tanto los problemas como las soluciones de fondo residen en las actitudes que asumamos ante la vida.

A veces nos hacemos una imagen bastante ingenua de las actividades avocadas a la producción de conocimiento. Conforme a esa imagen, los investigadores y científicos viven en una suerte de “torre de marfil”, absolutamente separados de las tendencias sociales, económicas y políticas de su tiempo. La imagen en cuestión –cuyas raíces se encuentran en la filosofía aristotélica y en la idea de que el saber se desea por el saber mismo– no sólo es compartida por una gran parte de la población, sino además por los propios investigadores e investigadoras. Y bien, la actual situación del CONICET demuestra todo lo contrario. En primer lugar, porque las actividades de producción del conocimiento nunca resultan ajenas a la política, sino que están sujetas a una lógica gubernamental que funciona a través de distintos niveles, tanto en las esferas de diseño e implementación de la política pública como así también en los niveles más íntimos desde los cuales actuamos y tomamos decisiones, vale decir, en nuestra interioridad misma. Esa lógica gubernamental es justamente la meritocracia. A contramano de lo que se nos hace creer, su “virtud” última no siempre pasa por la pulcritud y la trasparencia en la designación de cargos y posiciones. Los efectos de la meritocracia se registran más bien en la neutralización de la conflictividad social, la fragmentación de los trabajadores y finalmente en la desmovilización política.

De donde se desprende la segunda enseñanza que nos deja la actual situación del CONICET. Por más mérito que hagamos, por más que repensemos nuestras estrategias e incluso nos “reinventemos” en todo o en parte, no hay posibilidad de alcanzar nuestras metas en un contexto de ajuste fiscal y destrucción del empleo. En otras palabras, el problema no somos nosotros, no son tampoco las decisiones que hayamos tomado o dejado de tomar, y menos todavía nuestras cualidades personales: el problema es fundamental y esencialmente político. Esta enseñanza no sólo debe servir para quienes de una manera u otra nos vemos vinculados al CONICET, sino también para todo el cuerpo de trabajadores y trabajadoras cuya única o principal fuente de ingreso son sus capacidades y distintas destrezas. El CONICET no es un simple reducto aislado del resto de la sociedad; al contrario, es una muestra más de lo absurda e irracional que puede resultar la meritocracia cuando los gobiernos implementan políticas de ajuste.

Aun así, se nos quiere hacer creer que nuestros problemas podrían resolverse a través de un sistema meritocrático “más aceitado”, como si ese fuese el único reclamo que podemos plantear legítimamente; como si la meritocracia no tuviese otra salida más que su perfeccionamiento mismo. Ahora bien, al centrar todos los reclamos en el sistema meritocrático, ¿no estamos tratando de resolver un problema cuyo origen es en el fondo extra-meritocrático?; más todavía, ¿no permitimos que la meritocracia funcione en el límite como una forma de legitimar e incluso hacer tolerable el ajuste?

La búsqueda de un orden más justo no tiene una respuesta técnica, sino ante todo política. Respecto al orden que rige cotidianamente la producción, el intercambio y la difusión de nuestros saberes, no habría que conformarse con reclamar más meritocracia allí donde ésta deviene abiertamente irracional y absurda. Hay que repensar el sistema científico en profundidad, dándole otros objetivos, otro sistema de gobierno y sobre todo otros valores. Sin lugar a duda, ahí se juega algo más que nuestras perspectivas individuales; también se juega nuestro futuro colectivo…

 

[1] El tribuno (04/02/2019). “Denuncia que el CONICET lo rechaza por tener muchos títulos”. Recuperado de https://www.eltribuno.com/jujuy/nota/2019-2-4-8-37-0-denuncia-que-el-conicet-lo-rechaza-por-tener-muchos-titulos-universitarios

[2] Becker, G. (2013). “Meritocracies and Intergeneration Mobility”. Recuperado de http://www.becker-posner-blog.com/2013/01/meritocracies-and-intergeneration-mobility-becker.html

 

Imagen de tapa: edición digital sobre “Vector de fondo creado por macrovector – www.freepik.es”

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