Por Roberto Retamoso
El 22 de junio de 2023 se cumplieron dos años de la muerte de Horacio González, el pensador argentino más importante de los últimos cincuenta años. Su partida dejó un hueco en la cultura argentina, en el debate público argentino, difícil de llenar. El crítico literario y ensayista Roberto Retamoso lee aquí la compilación hecha por Guillermo Korn y María Pia López y editada por CLACSO, compuesta de diversos textos de González que dan cuenta del trabajo de una obra a lo largo de una vida.
A propósito de La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019) [1]
Una glosa
La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019), la voluminosa entrega de textos de Horacio González publicada por CLACSO el año pasado, ostenta un título tan extenso como el mismo libro. Ese título ocupa la mitad inferior de la tapa, mientras que la mitad superior contiene una fotografía del autor de los textos. De ese modo, en el comienzo mismo del libro, en ese pliego inicial que lo expone y a la vez lo contiene, al modo de una puerta que resguarda algo valioso a lo que, sin embargo, cualquiera puede acceder -borde material que deslinda al libro del resto del mundo, al tiempo que a él lo ofrece-, el discurso muta de ícono en letra, de imagen visual en palabra escrita. Ese desplazamiento no resulta ajeno respecto de lo que podríamos llamar, a falta de una mejor denominación, el espíritu gonzaliano, siempre proclive a indagar ese pasaje -ese devenir-, como lo prueba, por ejemplo, su riguroso estudio Traducciones malditas. La experiencia de la imagen en Marx, Merlau Ponty y Foucault, de 2017. [2]
Pero, además, en ese pasaje sin solución de continuidad del registro icónico al registro textual, se representa ¿se dramatiza? -aunque invirtiendo su dirección-, lo que dice el primer sintagma que contiene el título: la palabra encarnada, la palabra hecha carne, no en cualquier e indistinto cuerpo, sino en uno en particular, el de Horacio González.
Por ello, el título no deja de ser un nombre provocativo; nos hace pensar, en efecto, en el sentido o los sentidos posibles de esa figura. ¿Alude a la tradición cristiana y a la creencia en que Dios, o la palabra de Dios, se corporiza en un hombre?… ¿O refiere, más bien, a cierta mirada materialista, que niega la posibilidad de desgajar el alma del cuerpo, postulando la unidad que los contendría, simultáneamente?… ¿Estaría afirmando, entonces, que en la materialidad de un cuerpo concreto se sostiene y habita la singularidad de una palabra que, por otra parte, jamás podría entenderse como lo singular absoluto? …No debería leerse esto como un sofístico juego verbal; estamos hablando, más bien, de un uso polisémico del lenguaje, y de una visión multívoca de lo que refiere, en consonancia con la perspectiva que exhiben los textos.
Lo que querríamos, ahora, es avanzar en el comentario del título, puesto que el segundo de sus tres sintagmas reza Ensayo, política y nación. Se trata, asimismo, de un enunciado que admite más de una interpretación, sobre todo cuando la lectura se detiene en el término política. Pero, para llegar a eso, es necesario previamente hablar del primero de esos términos, ensayo. Es sabido que esa voz remite a un género situado a horcajadas de lo literario y lo filosófico, cuando no de lo literario y lo científico. El ensayo sería, de tal modo, un género híbrido, montado sobre saberes y territorios heterogéneos y diversos.
Con una característica distintiva: el ensayo no procede como la filosofía o la ciencia, partiendo de una teoría plenamente constituida, que orienta su investigación. Por el contrario, el ensayo actúa a través de una búsqueda mucho más aleatoria, indeterminada, en la que los hallazgos dependen más de la posibilidad de leer lo que no había sido leído, que de constatar axiomas situados en la base -y al principio- de cualquier teoría.
Así, el ensayo -y el ensayista- se invisten con las formas de una exploración, en todos los sentidos admitidos por ese vocablo. Esa exploración, a su vez, nada tiene de inocua o neutral, cualidades que algunos pretenden asignar al conocimiento científico o filosófico. En realidad, se trata de lo opuesto, ya que nunca deja de provocar efectos en el plexo textual, cultural y social sobre el que se despliega. Se ensaya no sólo para descubrir sino para intervenir sobre el campo donde se practica el ensayo, podría agregarse. Por tal razón, la práctica ensayística nunca podría dejar de ser política, como lo demuestra la vasta tradición del ensayo en la que inscribe la obra de Horacio González.
Llegamos, así, al segundo de los términos del segundo sintagma del título, para decir que política puede entenderse como una condición del ensayo, aunque también como el objeto abordado por el género. Política sería entonces aquello de lo que habla el ensayo, en tanto experiencia de un accionar que es, en sí mismo, político. De manera que el ensayo sería un género que habla políticamente de lo político, a propósito de algo, o alguien, la nación, el tercero de los vocablos contenidos en este segundo sintagma del título. Término complejo y problemático, por lo abierto y controversial que su sentido supone. Pese a lo cual, resulta más que pertinente en este caso, porque la nación ha sido no sólo tema sino preocupación y motor para la ensayística gonzaliana.
Digamos, por último, que el tercer sintagma contenido en el título del libro acota y especifica su contenido: se trata de textos reunidos de Horacio González, producidos durante un período que comprende desde el año 1985 hasta el año 2019. A nivel de su biografía, se trata de una fase que abarca desde su regreso al país después del exilio en Brasil, hasta poco antes de su muerte. Los textos compilados suponen distintas procedencias: muchos son artículos publicados en revistas; otros prólogos, e incluso discursos; también hay capítulos o partes de libros. El proyecto de la antología fue asumido por María Pía López y Guillermo Korn, con la participación del propio Horacio González, por lo que se trató de un emprendimiento que, al principio, lo incluía. Su muerte, en junio de 2021, impidió que llevase ese proyecto hasta el final, compeliendo a López y Korn a concluir por sí mismos la tarea. Es por ello que cierran la presentación del volumen diciendo: “Escribimos esta nota final con infinito dolor, pero a la vez con la certeza de haber tenido el privilegio de ser sus contemporáneos y la obligación de expandir su obra y preservarla para quienes no lo han sido”.
La composición de una obra
Los compiladores del libro se propusieron, evidentemente, componer un texto a partir de la vasta obra de Horacio González. Practicaron, en consecuencia, un procedimiento de selección, operando sobre el enorme corpus que dicha obra representa. Y para poner en práctica tal procedimiento, decidieron situarse en un registro particular: el de las unidades textuales de menor alcance, o dimensión, de aquella que es propia de un libro. Dicho de otro modo: si el libro representa la mayor unidad textual que pueden alcanzar una obra o un autor, lo que se buscó en este caso fueron unidades de un orden o un rango menor.
Las razones de tamaña decisión parecen evidentes. ¿Qué sentido tendría producir una edición basada en libros del autor que se quiere difundir? … Un volumen que contuviese libros, meramente, no sería otra cosa que la edición de una obra completa o, en todo caso, de unas obras escogidas, como suele decirse.
Obviamente, no era ése el propósito de María Pía López y Guillermo Korn. Lo que parecen haberse propuesto, en todo caso, era generar una suerte de muestra representativa de la obra de Horacio González. En el texto de ambos que oficia como presentación del libro -“Oficio y perseverancia: el ensayo como método”-, un primer subtítulo reza: “La difícil selección”. Allí, los compiladores exponen con claridad lo que se propusieron, y las decisiones que adoptaron en función de ello, al manifestar lo que sigue: “La vasta obra de González propone un desafío a la hora de conformar un cuerpo de escritos al que le podamos llamar textos fundamentales. Preferimos pensar la selección como un conjunto de entusiasmos y de indicios, una suerte de presentación a lectoras y lectores de una obra que incluye capítulos claves de la misma y algunas rarezas, artículos difíciles de encontrar, piezas desperdigadas en hemerotecas, revistas estudiantiles, prólogos y compilaciones sobre diversos temas. Una antología implica la difícil selección de lo que no entra. Dejamos de lado sus novelas –Besar a la muerta, Redacciones cautivas y Tomar las armas– y sus primeros libros, incluso los que escribió durante su exilio en Brasil. Queremos presentar al González más clásico, al lector ineludible del pensamiento nacional, al que rodea cada texto con hospitalaria paciencia hacia su singularidad.” [3]
En concreto: se trata de un conjunto de entusiasmos y de indicios, que desea presentar -¿exponer?- al González más clásico, que podría entenderse, por ende, como el más típico, siempre que admitamos que la diferencia que separa al más del menos resulte pertinente para hablar de todo lo que escribió el autor de estos textos. Lo cierto es que, definidos propósitos y decisiones, Guillermo Korn y María Pía López urdieron un texto, a partir de esos fragmentos de libros y unidades textuales menores. El resultado es notable, por no decir asombroso, ya que produjeron un texto nuevo, un texto-otro, que no existía como tal en el archivo González (utilizamos deliberadamente el término archivo, puesto que aparece recurrentemente en el libro).
Un texto otro que estaba y no estaba en la obra gonzaliana. No estaba a nivel empírico, fáctico; estaba, en todo caso, como virtualidad. Pero esa virtualidad no poseía la entidad inequívoca de la obra empírica, puesto que se trataba de una potencialidad que podía ser delimitada de múltiples e infinitas maneras. Ante el resultado de la compilación, rápidamente se podría haber objetado: pero por qué ese artículo y no otro, aquel prólogo y no éste, esos pasajes o capítulos de tal o cual libro y no aquellos otros capítulos y fragmentos. La respuesta es tan simple como trasparente: porque los compiladores actuaron llevados por su propia voluntad de hallazgo, por su intransferible deseo de reconocimiento y valoración.
Como buenos gonzalianos, como buenos discípulos de Horacio González, sabían que leer es una aventura que no reconoce itinerarios previos. No hay hoja de ruta para la lectura; y cuando la hay, la lectura está condenada a la inoperante tautología.
Por ello, la composición de este libro tuvo algo de prodigioso, por módico que fuese, ya que, a partir de todo lo que hubo escrito Horacio González, ellos produjeron una textualidad distinta. No a nivel de su estilo, desde ya; menos aún de su entonación y su particular ethos; muchísimo menos, asimismo, desde el punto de vista de sus tópicos, sus asuntos y sus figuras. Pero sí a nivel de su materialidad, de aquello que algunos denominan grafía, y otros, letra, es decir, de la superficie fenoménica donde una escritura encuentra la configuración que la vuelve diferente respecto de todas y cualquier otra escritura.
Por decirlo de otra manera: la tarea de los compiladores, acompañados por el propio Horacio González en un buen tramo del emprendimiento, consistió en generar un texto nuevo, no escribiéndolo, sino extractándolo de lo que Horacio González ya había escrito.
Jean Starobinski, a propósito de los anagramas de Ferdinand de Saussure, habló de un texto dentro del texto, un texto no visible ni manifiesto, pero que estaba inscripto de manera desarticulada y lacunar en la superficie de un texto poético.[4] No obstante, ese texto descubierto por Saussure poseía una entidad fenoménica y material, más allá de la naturaleza cifrada de su inscripción. En este caso, no se trata de eso, puesto que no hay texto cifrado alguno; no hablamos de un texto gonzaliano inmerso y oculto en su propia escritura, al modo de los anagramas descubiertos por Saussure; hablamos, en cambio -como se ha dicho-, de algo ligado al orden de la virtualidad, de aquello que, sin tener existencia realmente, está contenido como potencia en aquello que efectivamente existe.
De manera que este nuevo texto, al que Horacio González no escribió como tal -si bien redactó todas y cada una de sus partes-, representa en cierta forma una nueva obra, en el ya vasto opus gonzaliano. Una nueva obra no sólo compuesta sino además rotulada por sus compiladores, que le dieron nombre a cada una de las secciones del libro. Esas secciones poseen una serie de denominaciones sugerentes, que merecen ser citadas: “Cuestiones de método”, “El baqueano”, “El viejo topo”, “Reflejos de una vida”, “La expresión americana”, “La larga risa de las cosas” y “Conceptos para la política”.
La exposición de esos títulos no deja de evocar las célebres taxonomías que atraían a Borges, construidas de manera arbitraria y eludiendo toda posibilidad de organización lógica.[5] Aunque acá se trata menos de producir categorías que aglutinen a los textos de manera caprichosa, que de ordenarlos ateniéndose a lo que significan, como así también a las cuestiones que abordan, y a la dimensión del pensamiento y del saber involucrados en cada uno de ellos.
Por tal razón, las categorías que ordenan los escritos gonzalianos pueden responder a clases conceptuales en determinados casos -“Cuestiones de Método”, o “Conceptos para la política”-, estar regidas por elocuentes figuras -“El baqueano”, o “El viejo topo- en otros, y en ocasiones representar auténticas citas, que pueden ser de un título al que se quiere honrar -“La expresión americana”, el gran libro de ensayos de Lezama Lima-, o de la propia obra de Horacio González – “Reflejos de una vida”, que remite a uno de sus libros fundamentales-; finalmente una comprende -“La risa de las cosas”- objetos y sujetos disímiles, agrupados bajo el denominador común del humor, tan caro al estilo González.
Elogio del ensayo
El término ensayo -el significante ensayo, podría decirse, para estar a tono con cierto léxico dominante en los saberes contemporáneos- es una suerte de signo o blasón que articula los distintos estratos del libro. Aparece ya en el nombre de la obra –La palabra encarnada. Ensayo, política y nación-, se reitera en el título del texto escrito por los compiladores, que oficia como presentación del volumen -“Oficio y perseverancia: el ensayo como método”-, e insiste en el primer escrito gonzaliano que abre la primera sección -“Elogio del ensayo”-, un artículo publicado en la revista Babel en 1990. De manera que ensayo también podría pensarse como un vector que surca el libro, signando de cabo a rabo su particular desenvolvimiento.
Así, podría representarse figuradamente como la imagen de aquello que, atravesándolo, lo constituye: el libro no sería, por ello, más que un enorme discurrir ensayístico, que nunca cesa de reflexionar acerca de lo que es ensayar, de lo que significa practicar el ensayo.
Se trataría, por tanto, de un ensayar consciente ¿autoconsciente?, por decirlo de una forma que evoca a Hegel. De un ensayar que habla de sí, intentando la paradójica tarea de objetivar lo que dice un sujeto.
En ese texto liminar, no casualmente escogido para inaugurar el libro, Horacio González sostiene que no se debe escribir sobre ningún problema si ese escribir no se constituye en problema. [6]
Tamaña postulación, ciertamente polémica y provocativa, obedece a fundadas y atendibles razones. Si el ensayo es una escritura problemática, inherente al tratamiento escriturario de cualquier problema, ello se debe a que, para el ensayo -y para el ensayista- escribir no es un acto instrumental, por el cual se transmite un conocimiento ya constituido de un lado al otro del circuito comunicativo. Se trata, más bien, de lo exactamente contrario. Es sabido que determinadas perspectivas teóricas y filosóficas conciben al lenguaje -y su notación, la escritura- como un sistema de signos, un código, que permite nombrar, con relativa precisión, algo que lo precede, y le pre-existe: ideas, pensamientos, y también toda suerte de cosas y objetos. Ese universo de entes sería la realidad primera, autosuficiente y autosignificante, a la cual el lenguaje o los signos escritos se limitarían a representar y comunicar.
Pero, en un ensayo, los hechos no ocurren de esa manera. La escritura no es una mera representación lingüística de un objeto exterior, ni el ensayista un sujeto que se esfuma tras una palabra tan impersonal como neutra. Digámoslo de este modo: en un ensayo no existe algo pre-constituido de lo que se podría hablar sin más, y el ensayista no es un operador anónimo que se esconde detrás de un lenguaje convencional o estándar.
Lo que ocurre, en un ensayo, es todo lo opuesto. El ensayista es un sujeto que busca, menos por obedecer a un protocolo de búsqueda que a las características del problema que lo convoca, aquello que ese problema revela, precisamente como consecuencia de su ensayar. Por lo que el ensayar, y el ensayo, no son otra cosa que una interpelación constante, una reflexión incesante, acerca de aquello que se somete a cuestión. Por lo cual, podría decirse sin exageraciones, que la forma sintáctica propia del ensayo no es la aseveración sino la interrogación.
De igual manera, puede decirse que para el ensayo -y para el ensayista- no hay un dualismo que separe el conocimiento del lenguaje, el concepto de la palabra, el pensamiento de la escritura. Ese dualismo rige la perspectiva de la ciencia, practicando una ablación del sujeto hablante/escribiente. Por ello, la ciencia -y las ciencias sociales en particular- confían en una comunicación, o mejor, una comunicabilidad, que estaría siempre presente en los discursos. Las ciencias sociales se basan en la utopía de un lenguaje neutro, literal, despojado de figuras y de recursos retóricos; un lenguaje transparente y translúcido, que revele, como un cristal invisible, el objeto del que viene a dar cuenta.
No es eso lo que cree y piensa Horacio González. “Las ciencias sociales han privilegiado la comunicabilidad suponiendo que eran sinónimo de inteligibilidad”. Pero no lo son. Se puede comunicar al modo de un artefacto cibernético que transmita informaciones, sin que ello suponga que ese mensaje se vuelva inteligible. Lo inteligible, en todo caso, es propio de lo que alcanza o practica un sujeto humano. Por ello, Horacio González puede decir, asimismo, que “en vez de una comunicación sin comprensión, preferimos nosotros una inteligibilidad sin comunicación”.
El trabajo del ensayista
La fórmula citada precedentemente no deja de ser sorpresiva. ¿Cómo sería una inteligibilidad sin comunicación? … Sería justamente -nos parece-, una inteligibilidad a la que se accede no de manera directa, sino por medio de extensos rodeos, de sinuosos recorridos que van envolviendo y a la vez desenvolviendo el problema en cuestión, como si fuesen sucesivas capas de sentido a las que es necesario plegar/desplegar para iluminarlo por medio de ese trabajo dialéctico.
Es por eso que el trabajo del ensayista consiste, esencialmente, en leer y escribir. En leer el vasto corpus que contiene, como un palimpsesto, las posibles claves que permitan dilucidar un problema, y en escribir las respuestas -siempre provisorias, siempre hipotéticas, siempre conjeturales- que esa dilucidación genera.
Esa actividad, evidentemente, está lejos de lo que podría entenderse como un método, si se entiende por tal, como hace la ciencia, un conjunto de procedimientos utilizados de manera sistemática, orientando una práctica en base a principios pautados previamente. El trabajo del ensayista nada tiene que ver con ello, porque no se basa en principios ni cálculos previos, ni se vale, cada vez que ensaya, de procedimientos usados sistemáticamente. En ese sentido está más cerca del trabajo del escritor que del científico, si bien comparte con éste -y sobre todo con el filósofo- la voluntad y el deseo de argumentar aquello que enuncia.
Porque el ensayista es un escritor, pero no de ficciones ni de poemas: es un escritor de argumentos, por así decirlo. Un escritor que lee -puesto que de ese modo encuentra la materia sobre la que opera- para dar razones, que no es lo mismo que producir demostraciones a partir del tratamiento de datos empíricos.
El ensayista -en este caso Horacio González- trabaja con palabras. Que no son signos in-diferentes, representaciones codificadas de los objetos y el mundo, sino que son pequeños artefactos maleables, generalmente lábiles, que en vez de separarse de las cosas a las que aluden, tienden a enlazarse con ellas. Si pudiéramos dibujar una figura que representara esta propiedad de las palabras que advierte Horacio González, ella sería la de una espiral sonora, en la que resuenan innumerables voces que las pronunciaron en otras y diferentes circunstancias, y que ahora concurren para dotar de sentido a lo que dice y escribe el ensayista.
En el artículo “Fotocopias anilladas (John William Cooke, Oscar Masotta y Scalabrini Oritz: una investigación sobre el infortunio intelectual)”, la escritura gonzaliana se detiene en una palabra singular, el vocablo trotskista.[7] Lo hace a propósito de su utilización en un viejo número de la revista Qué, a la que el ensayista “tiene ante sus ojos”. Lo cual no debería entenderse simplemente como una figura óptica, ya que también consiste en una metáfora de la acción de examinar. Tener ante los ojos, para Horacio González, es mirar no para ver o re-conocer simplemente, sino para entender, para comprender.
Entender y comprender, en este caso, los múltiples sentidos que puede contener un vocablo, pero también los contextos de su uso, determinados por la letra de otros que también lo escribieron, y la trama de textos que hizo posible la inscripción de esa letra.
La escritura del ensayista, entonces, escribe -narra- lo que lee, lo que ha leído. No para contar una sabiduría acumulada -propósito en las antítesis de su tarea-, sino para exhibir el inagotable campo de todo lo que se ha dicho acerca de lo que le pre-ocupa. Y no porque piense que, para decir algo, debe rendir cuentas de lo que ya fue dicho, sino porque lo anima, de forma inexorable, una absoluta conciencia histórica.
Ensayar jamás podría ser una acción ex nihilo, porque el escritor-ensayista es un sujeto histórico. Lo que equivale a un ser finito y mortal, que logra trascender esa condición cuando reconoce que lo suyo comienza, y concluye -indefectiblemente-, en palabras que no le son propias, ni le pertenecen.
Roberto Retamoso es Profesor y Doctor en Letras por la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, donde se desempeñó como profesor titular desde 1986 hasta 2017.
Es autor de numerosos libros de crítica y ensayo, como asimismo de poesía y narrativa.
Actualmente dirige, junto con Roberto García, la Escuela de Literatura de Rosario Aldo F. Oliva.
[1] La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019). Compilación y estudio preliminar a cargo de María Pía López y Guillermo Korn. Buenos Aires, CLACSO, 2022.
[2] González, Horacio: Traducciones malditas. La experiencia de la imagen en Marx, Merlau Ponty y Foucault. Buenos Aires, Colihue, 2017.
[3] La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019), op.
cit., págs. 14/15
[4] Starobinski, Jean: Las palabras bajo las palabras. Barcelona, Gedisa, 1996.
[5] Cfr. cómo, según Borges, clasificaría a los animales una enciclopedia china llamada Emporio celestial de conocimientos benévolos, en “El Idioma Analítico de John Wilkins”. Borges, Jorge L., Obras Completas, Buenos Aires, EMECE, 1974, pág. 708.
[6] La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019), op.
cit., pág. 39.
[7] La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019), op.
cit., págs. 135/244.