Por Por Alejandro Kaufman
¿Qué significa 2001? Muchas cosas a la vez que, sin embargo, expresan de diversas formas la misma cosa: la política. Para Alejandro Kaufman 2001 “marcó el fin del atributo autopercibido por el talante neoliberal: lo inexorable de sus propósitos acumuladores de riqueza en pocas manos bajo el amparo de alegadas leyes macroeconómicas. Si algo define la politicidad de lo que llamamos 2001 es haberse politizado aquello que se imponía como norma en cuanto ley y política son antagonistas.”
2001 es significante de una marca decisiva sobre el colectivo social en todas sus dimensiones y heterogeneidades. En modo alguno podría tener adjudicado un sentido unívoco. Lo diverso que surge de múltiples intervenciones a veinte años no hace más que constatar la plurivocidad que designa el número, sugerente además porque suma un dígito al milenio, o define al milenio mismo, según cómo se compute. Fue nuestro milenio. Marcó el fin del atributo autopercibido por el talante neoliberal: lo inexorable de sus propósitos acumuladores de riqueza en pocas manos bajo el amparo de alegadas leyes macroeconómicas. Si algo define la politicidad de lo que llamamos 2001 es haberse politizado aquello que se imponía como norma en cuanto ley y política son antagonistas. La política instaura la ley, y la ley clausura a la política. La apelación a la ley, tanto si es como juridicidad o como cientificidad, es apelación a lo no-político de la vida en común, a aquello que ahora debe ser así y no de otra manera. Lo discrepante político acerca de la ley, ya sea jurídica o científica, es que no hay ley que no pueda ser puesta en discusión política. Momentos decisivos de ese drama son cuando las multitudes devienen acontecimiento y derraman su potencia en las calles. Ese 2001 que en 2021 concebimos efeméride ¿cuánto duró? ¿Diez, quince años? Antes y después de las fechas conmemoradas del 19 y el 21.
2001 sentenció el fin de la inmunidad política que pretendió tener lo que llamamos neoliberalismo (la palabra vuelve siempre y siempre incomoda por su insuficiencia, por no ceder a la dificultad concomitante de decir capitalismo más algún adjetivo). Inmunidad política que quedó suspendida entonces porque la crisis reveló que lo que se manifestaba como ley, como inexorable, no lo era, y fue así que decretar el estado de excepción, el estado de sitio, culmen de la politicidad, como sabemos, produjo el efecto contrario al pretendido. Fue como si el propio rey revelara su desnudez. Lo inexorable se demostró contingente, el estado de excepción pura decisión, y la insurrección su par antagónico trágico necesario.
2001 es significante de un entusiasmo, pero no todos los entusiasmos entusiasman. Entusiasman el Cordobazo, o la Ninunamenos, o el 17 de octubre, siempre como si ahora sucedieran cada vez de nuevo y entonces las efemérides contuvieran su potencia destituyente fundadora de justos derechos demandados. No es ajeno a la dificultad que el significante 2001 nos opone, el hecho de que a veinte años intuyamos paralelismos debidos a los actuales sinsabores, y no a que en estos días el horizonte se nos augure venturoso y liberador. Es la actual desdicha aquello que nos hace vibrar con las memorias a dos décadas de distancia, con el riesgo de que una conmemoración tentada por la épica nos resulte ahora opaca en vez de reveladora.
2001 manifestó el conflicto inherente a la vida social que los noventa habían sepultado bajo sus admoniciones y facticias performances economicistas. La profusión atosigante, abrumadora, nauseabunda de discursos economicistas llegó a su fin, aun cuando contó con la astucia necesaria para desplazar sus culpas a otras instancias. En el que se vayan todos prevaleció un repudio a la politicidad misma que renacía con el gesto insurreccional y resistente. Resbalamos en estos suelos magmáticos en que la potencia destituyente se revela plural, proteica. Por eso no es en el género polémico tal vez adonde prospere la lucidez crítica, sino en alguna suerte de mosaico cartográfico que nos permita habitar las contradicciones. Viene esbozándose tal propósito en el presente dossier y en muchas otras intervenciones del diciembre que termina.
2001 confundió damnificados y oprimidos, pretendió una lucha en común que no pudo ser tal en el modo en que se formuló. No son desdeñables las alianzas interseccionales, o de clases, o entre colectivos sociales heterogéneos. No solo no son desdeñables, son deseables y necesarias. Y claro que hay contradicciones y diferencias que en ciertas circunstancias se pueden allanar. Bajo la sombra de ese modelo clásico se dijo piquete y cacerola, la lucha es una sola. El aserto pudo ser plausible contra el estado de sitio y lo fue, de hecho. El problema es que ya entonces, antes del advenimiento de las redes sociales, cuando la TV estructuraba un lazo social narrativo concomitante o hasta adelantado a la ocurrencia, sucesos y narraciones se estructuraban como entrevero. La historia moderna de la lengua es la saga de la aceleración narrativa como correlato de la destrucción de la experiencia. La experiencia se destituye primero, porque las viejas palabras no dan cuenta de lo que sucede, eventos desastrados, vicarios, desligados de la inteligibilidad corpórea de la que nos da testimonio la historia cultural. Y además se destituye porque no se instituye sin determinación de lo que designamos como redes. Cada gesto, signo, tacto o mirada flotan en un océano de signos recíprocos e instantáneos. Lo nuevo no es la gramática ni la semántica, o no solo, sino las velocidades en que tienen lugar incontables interacciones en detrimento y a costas de la agencia subjetiva y por lo tanto política.
2001 adelantó las lógicas de las redes sociales cuando la TV de 24 horas ya operaba como Big Brother, no porque las pantallas nos miraran literalmente sino porque el sistema operaba en respuesta y adelantándose a los sucesos. Trayectos urbanos, situaciones y pantallas de TV armaban una trama interesada, interesada en la destitución de la política, favorecida por la demolición de la sede gubernamental, porque todo sucede de modo que ya puede la llamada política desaparecer sin que los capitales concentrados se vean afectados. Eso está sucediendo y no deja de ocurrir, y no tenemos disposición conceptual ni afectiva para lidiar con ello. Arrojar piedras en las calles contra la represión, con todo lo heroico y solidario que se pueda considerar, hace rato que ha sido asimilado a las lógicas narrativas del capital. Cuando las masas en las calles nos entusiasman, no les entusiasman a ellos. Y cuando ellos exhiben tanto su escopofilia nos inquietan con la advertencia de lo redituable que les resulta. En contraste, podríamos recordar también hoy cómo la inmensa movilización que impidió la reforma laboral en el macrismo no les resultó iconográficamente redituable …
2001 podría ser una advertencia para que no nos distraigamos con autocomplacencias desprovistas de críticas y nos consolemos con el propio arrullo alentador. El régimen de visibilización existente en teoría se puede poner al servicio de las causas populares siempre que no se deje articular de manera incauta con los propósitos opresores, exhibidores de una humillación y estigmatización implícitas que funcionan como premisas. El odio no comienza como vómito flamígero: cuando se llega a naturalizar es demasiado tarde. El odio comienza como descripciones pedagógicas, escolares. Mucho antes de las represiones y desprecios, las narraciones hegemónicas mostraban la indumentaria piquetera en infografías, como en las ilustraciones escolares que describen del mismo modo a un gladiador romano que a una esclava de la época, como una combinación de indumentaria y “equipamiento”, un “kit”. No hay emancipación en la actualidad sin crítica radical de las imágenes. Sin semejante tarea incisiva cultural es como girar en círculos.
2001 confundió daños reparables con opresiones irreparables en tanto piquete comía en las calles por las noches los residuos de lo que cacerola había lastrado durante el día. Y esto ocurrió demasiado tiempo, y contó con demasiada naturalización y complacencia culposa. No obstan los inmensos esfuerzos solidarios de multitudes que prodigaron cuidados. Claro que eso sucedió de manera superlativa, pletórica de creación, deseo emancipatorio y catadura épica, desde luego. Reconocimiento de lo logrado no es complacencia frente a lo faltante ni advertencia sobre lo faltante es denegación de reconocimiento de lo logrado. No hay crítica político social que se complazca con lo logrado cuando subsisten condiciones abyectas como las de esos tiempos, no solo por su naturaleza inherente sino porque la década o década y media del “2001 largo” terminó de naturalizar eso que llamamos pobreza e indigencia como parte de un paisaje urbano desgraciado que cambió a nuestro país, lo empujó hacia un abismo del que no hemos logrado salir, salvo en el lapso virtuoso 2003-2015, y frente al cual se ha consolidado un frente político, electoral y de sentido común que sustituyó a los golpes de estado por vías presuntamente democráticas para imponer iguales propósitos. Buena parte de lo logrado en el lapso virtuoso lo hemos perdido y desesperamos por recuperarlo.
2001 consolidó modalidades biopolíticas. El daño resultante de lógicas gestionarias que producen consecuencias nocivas colaterales forma parte de lo calculado, de la propia gestión. Se instala de modo contractual. Lo que se debate entre neoliberalismo y democracia popular es quién y cómo se tramitan los contratos, pero sobre todo sobre qué fondo de derechos adquiridos se sustentan. En otras palabras, qué límites impone el estado de derecho a la explotación y a la acumulación de riqueza. Por eso, un propósito prioritario de esos gobiernos, antes militares, ahora democráticos, es suprimir el sindicalismo, los derechos laborales, los fueros laborales del poder judicial. Lo mismo con el control a favor de la acumulación de renta respecto de otros daños civiles por accidentes de tránsito, eventos conflictivos en el orden medicalizador, discrepancias en la convivencia urbana, sistemas actuariales… El repertorio es tan extenso como la vida moderna, e incluye el aparato bancario y financiero que colapsó en 2001, y frente al cual se demandaron derechos de propiedad, de modo inequívocamente legítimo. No es lo que está en discusión: si hay daños, como sucedió con la salida de la convertibilidad, esos daños suceden a previsiones contractuales susceptibles de demandas reconocibles.
2001 naturalizó la abyección de multitudes. Consolidó el uso de expresiones como indigencia y pobreza vaciadas de cuerpos y vidas concretas, tramitadas como nociones estadísticas que en la actualidad no se consideran éticas ni para el recuento de insectos en un hábitat cualquiera. Se entra y se sale de la indigencia y de la pobreza como de un caldo de ácido sulfúrico sin ninguna sensibilidad ni empatía hacia las corporeidades implicadas. El menemismo había seducido a las clases medias (significante clases medias: supone un conglomerado hermenéutico aspiracional, además de un conjunto de datos mensurables) a costa de la exclusión de millones. El colapso socio económico acelerado por el gobierno de la Alianza y la concurrencia masiva contra el estado de sitio hizo demasiado fácil suponer una confluencia interseccional careciente de sustento por su autoconciencia denegatoria, no porque no fuera plausible.
2001 comprende una escena configurada por el significante piquete. Como sabemos, el piquete procede de las huelgas obreras, como práctica destinada a impedir el comportamiento esquirol. El piquete no se dirige contra la patronal. Contra la patronal solo se ejerce la huelga, se detiene la producción. No hay otra acción práctica, en general, dirigida hacia la patronal. La eficacia y consistencia de la huelga requiere disuadir, impedir, obstaculizar la concurrencia esquirol rompehuelgas y ello enfrenta a huelguistas con sus pares de clase. Piquete significa confrontación ante pares. La multitud subyugada a la desocupación en un contexto capitalista neoliberal implica expropiar a los trabajadores la única herramienta decisiva que les permite defender derechos, que es la huelga. Una multitud desocupada, sin sostenimiento de la subsistencia, librada a su suerte, es una multitud cancelada, borrada del mapa, sometida a una condición del todo inconcebible e incompatible con cualquier forma de vida social, ya no democrática, sino cualquiera en un mundo urbano interdependiente como el actual. La adopción de la palabra piquete por la multitud desocupada contiene una dimensión confrontativa con pares que han dejado de serlo, con esquiroles urbanos con empleo que transitan la urbe, mientras la multitud cancelada es empujada a un limbo imposible. Interrumpir el flujo urbano mayoritariamente de las clases medias fue y es considerado el único recurso, el último recurso posible compatible con formas no violentas de protesta. El discurso de odio promovido contra tales condiciones de supervivencia, no solo se mantuvo de modo creciente durante años, sino que últimamente se sinceró bajo la forma de plataformas y propagandas electorales y cifró la recolección de votos en esa falacia que remite al impedimento a “ir a trabajar” por culpa de quienes no tienen trabajo. Si hubiera que optar por una sola razón suficiente para explicar el odio irreductible hacia Milagro Sala y la Tupac Amaru en su localía, no sería desencaminado referirlo al rechazo furibundo contra el método piquetero de los “cortes”. Alrededor del significante piquete se ha organizado de modo prevaleciente el abismo social y cultural que nos agobia, y que promete grandes dificultades, presentes y futuras, a las causas de la justicia social en nuestro país.
No desechemos rápida y fácilmente el carácter sintomático y denegatorio que tuvo la consigna “piquete y cacerola…” en la época de la abyección generalizada, experimentada en las calles todos los días, y de la cual resulta tan inquietante recordar cómo cada madrugada, en Capital Federal, el Gobierno de la Ciudad borraba todas las huellas y restos de las improvisadas comidas ingeridas sobre veredas y aceras masivamente, para que a la mañana siguiente los trayectos escolares, por ejemplo, no se vieran perturbados en su camino a las escuelas. Preguntémonos qué imágenes, qué recuerdos tienen las personas adultas que entonces estaban en edad escolar y que presumiblemente no asistían a las escenas crepusculares de cada día, durante meses. Preguntémonos que consecuencias traumáticas ha tenido para nuestra sociedad esa experiencia colectiva. Preguntémonos.
Alejandro Kaufman es ensayista, docente en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Quilmes, investigador del Instituto Gino Germani. Miembro fundador de la revista Pensamiento de los Confines. Publicó La pregunta por lo acontecido. Ensayos de anamnesis en la Argentina del presente (La Cebra, 2012) y Golpes. Malvinas, democracia, dictadura (Hekht, 2017), entre otros.
Foto de portada: Tomás Várnagy