Por Ignacio Rullansky
Nuestro mundo no es el de la Guerra Fría, pero el miedo a los efectos devastadores e irreversibles de conflictos internacionales se parece al de aquellos tiempos. El terror nuclear vuelve a recorrer el mundo y volvemos a encontrarnos con la certeza de que todo lo que amamos, toda la vida y toda la naturaleza podrían ser destruidos por la mano humana. En este contexto, Ignacio Rullansky presenta un análisis que incita a la reflexión y que propone preguntas antes que certezas. “Dado que la guerra nos expone a nuestras mayores inseguridades existenciales, es probable que tanto su latencia y probabilidad como su efectiva irrupción, resulten propicios para plantearnos preguntas”, sugiere en su invitación a ejercitar la “imaginación sociológica”.
“Yace ahora ante nosotros la humanidad misma, mientras las supernaciones que constituyen sus polos concentran sus esfuerzos más coordinados e ingentes en preparar la tercera guerra mundial”[1]. Quien escribió estas palabras jamás sospechó que, medio siglo después, permanecerían vigentes.
Es que la afirmación parece describir la escalada de la invasión rusa a Ucrania. Por un lado, la resurrección del paradigma inmunológico en que los Estados protegían sus límites frente a la negatividad amenazante de un enemigo, recorre el continente europeo. Por otro lado, las sociedades europeas discuten acerca de la humanidad de los nuevos refugiados, a quienes hallan sorprendentemente asimilables a una supuesta homogeneidad cultural nativa frente a las oleadas de buscadores de asilo e inmigrantes musulmanes asiáticos y africanos de las últimas dos décadas.
Este no es el mundo bipolar de la Guerra Fría. Sin embargo, el miedo a los efectos de los conflictos internacionales se siente parecido. Consideremos las potenciales consecuencias devastadoras que los hechos contemporáneos revisten. No me refiero solamente al alza de precios de cereales, combustibles y al problema del desabastecimiento energético suscitado por la situación. En noticieros y redes sociales se especula sobre maletines y botones rojos todopoderosos. Por Telegram, se anuncia el incendio y conquista de la central nuclear de Zaporizhzhia, la mayor en su tipo en Europa. Mientras, el Organismo Internacional de Energía Atómica, a través de su cuenta de Twitter, informa minuto a minuto el estado de situación. El terror nuclear vuelve a recorrer el mundo, pero se ha desmaterializado: habita una virtualidad digital y una efectiva.
Pese a cualquier anacronismo conveniente, las palabras que cité al principio no refieren al presente. Corresponden a un texto de 1959, escrito por Charles Wright Mills durante la Guerra Fría en el que invita a ejercitar una disposición analítica titulada “imaginación sociológica”.
¿En qué consiste esta cualidad? En prestar atención a cómo nuestras biografías y la historia se inscriben en el orden social del que participamos. ¿Qué obtenemos al poner en práctica dicha imaginación? Wright Mills respondería que la posibilidad de cobrar una mayor conciencia de nosotros mismos, es decir, de todo cuanto nos rodea.
Dado que la guerra nos expone frente a nuestras mayores inseguridades existenciales, es probable que tanto su latencia y probabilidad como su efectiva irrupción, resulten los hechos más propicios para plantearnos algunas preguntas. Al decir de Judith Butler, “Enfrentémoslo. Estamos deshechos los unos por los otros. Y si no, algo nos estamos perdiendo”[2].
No es como si faltaran enfrentamientos. Libia, Yemen, Siria e Israel/Palestina ocupan titulares sobre guerra e intervención de potencias globales y regionales. Afganistán e Iraq pueblan reportes sobre refugiados. Durante el mandato de Donald Trump en Estados Unidos, y también en la agenda de movimientos y gobiernos de Europa Occidental y Central, no faltaron imágenes de niños inmigrantes enjaulados o de protestas anti-refugiados y anti-Unión Europea. En estos casos, no faltaron postales de multitudes repudiando la legitimidad de la democracia y de los derechos humanos.
Dicho esto, ¿qué podemos preguntarnos a partir de los sucesos en Ucrania? Quizás podamos reflexionar acerca de qué pensamos sobre los discursos de odio y de deshumanización actuales, o en qué medida nuestros valores nos predisponen a duelar más ciertas vidas que otras. Asimismo, podemos auditar la posición que nuestros gobiernos y los organismos internacionales toman sobre hechos semejantes.
Confesión e interpretación
Nuestros tiempos pueden caracterizarse por una inaudita híper abundancia de información que hace de la confesión una invitación cotidiana. ¿Qué estás pensando? ¿Qué está pasando? La incitación de las redes sociales nos vuelve reporteros de nosotros mismos.
Hoy conviven voluntarios para pelear por Ucrania en una Legión Extranjera y, también, en una legión IT de hackers: una guerra cibernética cuyas campañas virtuales tienen consecuencias sobre la arena de lo real. Ya no nos enteramos de sucesos como la Guerra Civil Española a través de cuentos póstumos de Ernest Hemingway: los corresponsales que exponen sus cuerpos a lo impredecible transmiten en vivo. Podemos entrar en tiempo real al subterráneo de Kiev devenido búnker en forma virtual.
Una pareja se casa en un refugio en Odesa.
Una madre da a luz en un búnker en Novovolynsk.
Dos mujeres y cinco niños son detenidos en Moscú por llevar flores a la embajada ucraniana.
Una multitud abuchea a dos soldados rusos: uno carga lo que parecen ser granadas.
Un grupo celebra en campos nevados la captura de un tanque ruso.
Cuentas de Tinder, reseñas en TripAdvisor y en GoogleMaps, se vuelven la vidriera de mensajes sobre la violencia, para burlar la censura mediática.
Una activista, sobreviviente del asedio nazi de Leningrado, es arrestada por protestar.
Al decir de Byung-Chul Han[3], esta es una sociedad que puede pensarse por su transparencia: nos distinguimos por ofrecer una verdad verborrágica sobre nosotros mismos. Al menos, la población con acceso a dispositivos y redes sociales. Por otra parte, la misma herramienta que permite documentar una guerra en vivo es característica de una sociedad obsesionada con la construcción de sujetos que se perciben a sí mismos como marcas o mercancías: sujetos que entienden la auto-explotación como libertad.
Esta sociedad es una que levanta las barreras entre los Estados, que elimina la negatividad del otro cultural y que afirma la positividad de todo intercambio para optimizar nuestra productividad: aquello que entendemos como nuestra libertad. Sumidos en el puro presente, camuflamos espacios de trabajo en momentos de goce, volviéndonos nuestros propios capataces.
Atiborrados de información, ahogados en la urgente exigencia de postular una mirada sobre cada suceso, perdemos de vista la tensión entre la irrupción de un acontecimiento y la oportunidad de su interpretación. Así, el primer hito al que nos enfrenta la invasión rusa a Ucrania es una cierta mismidad atolondrada. Me refiero al hecho de encontrarnos otra vez (como cuando se desató la pandemia y otras guerras recientes) buscando noticias y datos en las redes, para entender sucesos opacos y complejos en desarrollo.
En síntesis, buscamos agentes capaces de reducir la complejidad de los acontecimientos, no siempre para pensarlos críticamente, pero sí asimilando prácticas de auto-control. Nos pronunciarnos en la virtualidad sobre hechos que parecen desmaterializados: incluso la guerra. Por momentos, la fertilidad de la imaginación sociológica para interpretar hondamente las cosas queda obstruida, y esto va en desmedro de la acción política, que requiere reflexión, por ejemplo, sobre asuntos tales como la guerra.
La soberanía y la integridad territorial: de la Guerra Fría al presente
Durante la Guerra Fría, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética intervinieron en los asuntos de terceros países. Derrocaron y ungieron gobiernos, apoyaron y sofocaron resistencias. En algunos casos su actuación fue directa y, en otros, indirecta, destacándose entre las más emblemáticas Vietnam, para el bloque liberal-capitalista, y Afganistán, para el comunista.
El fin del mundo bipolar prometió la emergencia de un orden global liberal, democrático y pacífico, pero esto no fue lo que sucedió. La comunidad internacional no supo reaccionar a la tensión entre grupos enemistados a partir de la exaltación entre identidades clánico-tribales, religiosas y etno-nacionales. Basta recordar los genocidios de Ruanda y de los Balcanes en los ’90.
El nuevo milenio no fue mejor. En respuesta a los atentados cometidos en 2001 en territorio estadounidense, la caza contra el terror global llevó la guerra a Iraq y a Afganistán. Se encendieron discursos de odio contra árabes, musulmanes y cualquier otredad semejante, a los ojos occidentales, a un peligro existencial. Mientras tanto, la progresiva erosión del liderazgo norteamericano vio el surgimiento de Rusia y China a la cabeza de potencias emergentes.
A comienzos de la década de 2010, con la Primavera Árabe, se llegó a conjeturar que los árabes habían alcanzado un presunto estadío civilizatorio superior: uno de redención democrática frente a longevos autoritarismos. Pero la primavera se enfrió pronto y la región, salvo Túnez, se sumió en reacciones conservadoras, nuevos autoritarismos y cruentas guerras civiles aún irresueltas.
En Libia, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ensayó por única vez la doctrina de la Responsabilidad por Proteger, que no evitó la perpetración de atrocidades contra civiles sino que las exacerbó. En 2014, un nuevo terror global se viralizó: El Estado Islámico, o Daesh, que desplegó una psicopolítica digital desconociendo los límites de los Estados Nación. Dispuesta a redibujarlos, incitó a la violencia y reclutó militantes por todo el mundo, propugnando generar un impacto espectacular en una audiencia global.
El 28 de septiembre de 2015, en la septuagésima sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, un líder propuso fortalecer el sistema interestatal creando un frente para combatir al Daesh. De lo contrario, alertaba, el mundo podía sumirse en el terror de un anárquico sistema de egoísmos enfrentados.
En sus palabras, “¿después de todo qué es la soberanía estatal? Se trata básicamente sobre la libertad y el derecho a elegir libremente el futuro propio para cada persona, nación o Estado…Semejante a la coalición anti-Hitler, esto podría unir a un amplio rango de fuerzas que están dispuestas a resistir resueltamente a aquellos que tal como los nazis sembraron la maldad y el odio de la humanidad”.[4]
Así habló Vladimir Putin. Frente a la progresiva retirada de Estados Unidos en Medio Oriente, desgastado por la gravedad de la larga permanencia en Iraq y Afganistán, el Kremlin comprendió que podía saldar dicho vacío de poder y ejercer influencia en la región. Así, se alió con la Siria de Bashar al-Assad, con Irán y Hezbolá, y también, con el enemigo de estos tres actores: el Estado de Israel.
Años después, entre enero y febrero de 2020, el ataque norteamericano contra el general iraní Qasem Soleimani en Iraq provocó la multiplicación de titulares y hashtags acerca de la inminencia de una Tercera Guerra Mundial que nunca llegó. Luego, en marzo, la pandemia del COVID-19 suscitó la proliferación de vaticinios presurosos sobre el futuro de la humanidad: profecías acerca de la configuración de sistemas políticos, de modos de explotación y producción, de la autoridad de discursos expertos, de organismos internacionales y sobre la perdurabilidad del Estado Nación.
Dos años después del cierre de fronteras motivado por el terror inmunológico frente al COVID-19 –que como observó Han, tensionó el resurgimiento de la soberanía estatal con la vigilancia digital– nos topamos con una nueva embestida de la soberanía, la nación, la lengua, las fronteras.[5] Viejas cosas que parecían diluidas y borroneadas, reavivan una preocupación apocalíptica a raíz de hechos sucedidos, no en Medio Oriente, sino en el Este de Europa.
La posibilidad de una tercera guerra o guerra nuclear, parece materializarse. La antigua invasión de un Estado a otro, se vive a las puertas de Occidente y fogoneada por las grandes potencias. Solo que ésta no es la Guerra Fría. Este es un tiempo acelerado por TikTok. Un mundo de permisividades amparadas por su multipolaridad, que nos apresura a preguntarnos qué escuela tenía razón y por quién tomar partido.
El terror a la amenaza nuclear, con un potencial destructivo desconocido para la Guerra Fría, se experimenta minuto a minuto. Hoy, el contacto con la guerra se da a partir de su desmaterialización digital, de la posverdad y de fake news. En este contexto, ¿cómo comprender lo que sucede con tantas pistas falsas?
Nazis actuales, desnazificación y otras confusiones
La guerra hace suponer escenarios y demanda evaluaciones. La ineficacia del gobierno ruso para reprimir el acceso a información sobre el curso de la guerra a su propia población, la perseverancia de las protestas pacifistas pese a encarcelamientos y a la obstrucción de la libertad de prensa y expresión, la dificultad para proveer combustible y logística apropiada a las tropas en el frente, la conmoción dentro de la esfera de gobierno a raíz del cuestionamiento a la guerra y la gravedad de las sanciones occidentales, y la debacle diplomática internacional facultan a intelectuales y periodistas a realizar observaciones de todo tipo.
Es posible, en definitiva, que Putin no sea tan buen ajedrecista,[6] señala Uzi Baram. Por su parte, Paul Krugman, premio Nobel de economía, ha elocuentemente puesto en cuestión la solvencia económica de Rusia para afrontar las sanciones occidentales preguntándose, ¿es, siquiera, una verdadera potencia?[7]
Varios otros, como Yossi Melman,[8] comparan al presidente ruso con Hitler por la política anexionista, imperialista, basada en un discurso que exalta la filiación etno-nacional entre poblaciones que habitan jurisdicciones colindantes. Esta política recuerda los fundamentos que el nazismo esgrimió para hacerse de los Sudetes (Checoslovaquia) y de Austria, a lo que siguió la invasión de Polonia. Así la detección de los rasgos del Anschluss nazi en esta política paneslavista es harto señalada. ¿Pero no era que Putin pretendía combatir al terrorismo de ISIS, es decir, a los nuevos nazis?
La actitud de Putin respecto del nazismo no resulta tan evidente. Hace dos años, en Jerusalén, el mandatario participó del Foro Mundial del Holocausto en ocasión del 75° aniversario de la liberación del campo de concentración Auschwitz-Birkenau. Entonces, el presidente ruso destacó la gesta del Ejército Rojo en la liberación de las víctimas y en su sacrificio, caracterizando como más crueles a los colaboradores que a los propios nazis.
En dicha oportunidad, dijo que la “memoria del Holocausto seguirá siendo una lección y una advertencia sólo si la verdadera historia es contada, sin omitir los hechos. Desafortunadamente, hoy la cuestión del Holocausto se ha vuelto un tema político”.[9] Y esto es, efectivamente, un problema. Entre los gobiernos de Rusia y Polonia existen diferencias políticas y económicas que se expresan en batallas discursivas respecto al rol que cada nación tuvo durante la Segunda Guerra Mundial: ¿quién combatió a los nazis con mayor ímpetu? ¿Quién se entregó con mayor ductilidad y se apuró a complacerlos?
La iteración discursiva sobre el nazismo y el Holocausto irrumpen recientemente en ámbitos sumamente variados. Se los utiliza como adjetivos, metáforas y acusaciones y, consiguientemente, se pierden sus contornos conceptuales y su especificidad. Hoy, se produce una confusión sobre dichos términos. Brevemente, en la racionalidad de Putin, el nazismo representa a una fuerza invasora y amenazante. No necesariamente se trata de nazis o neo-nazis, pero sí de un actor que presupone una peligrosidad considerable y que urge una decisiva respuesta.
En el mismo discurso de 2015 donde Putin convocaba a una alianza contra el Estado Islámico-equiparado a los nazis, también exhortó al cumplimiento de los Acuerdos de Minsk: “La integridad territorial de Ucrania no puede asegurarse por la amenaza de la fuerza y la fuerza de las armas. Lo que se necesita es una consideración genuina de los intereses y derechos del pueblo de la región de Donbas y respeto por su decisión”.
Así, el acercamiento entre Ucrania y la OTAN y la Unión Europea pasó a representar una amenaza existencial para Rusia y su propia integridad territorial. Tal como la presencia de refugiados y buscadores de asilo árabes y/o musulmanes despertó un furor reaccionario y nacionalista en Europa, la perspectiva de tener el enemigo a las puertas habilitó al gobierno ruso a recurrir a esa clave de interpretación familiar: Rusia es asediada nuevamente por “nazis”.
La ambición geopolítica de recomponer el área de influencia perdida al caer la U.R.S.S. invocó el nacionalismo cuando tocó nuevos niveles de premura. ¿La misión? Proteger a los ruso-parlantes del Donbas, unidos con Rusia por la lengua, la cultura y un pasado común compartidos. ¿De quién? De un gobierno presuntamente nocivo y dispuesto a exterminarlos. ¿Y cuál ha de ser la respuesta al “nazismo”? Igual que con el Estado Islámico: la guerra.
No es que falten neo-nazis en Ucrania, ni que Putin entienda que Volodymy Zelensky, presidente ucraniano, judío y ruso-parlante, sea un auténtico discípulo de Hitler. Para ser concretos, Putin responsabiliza a Zelensky de volver a Ucrania un caballo de Troya de la OTAN.
O sea que la identidad etno-nacional, religiosa, lingüística, no son un problema a priori, sino las problemáticas enunciaciones de quienes justifican nacionalismos característicos del paradigma inmunológico: la negatividad recíproca entre colectivos humanos y entidades soberanas separadas.
Es evidente que parte de la ciudadanía rusa activamente rechaza esta premisa acerca de los ucranianos y sobre el alegado “nazismo” de su gobierno. Cabe preguntarnos, sin embargo, en qué condiciones puede una población formular conclusiones y críticas sobre las responsabilidades de sus representantes ante la censura y la cobertura mediática oficialista: frente al amedrentamiento de su capacidad imaginativa.
Ante la excitación de las ansiedades existenciales rusas, se disparan las denuncias de histeria contra un Occidente provocador y el Kremlin ampara sus ambiciones geopolíticas trazando nuevos límites de tolerancia. Guerra preventiva o de disuasión, Rusia quedará empobrecida y aislada, Ucrania en estado de devastación, Europa en alerta, y el mundo en crisis. Encima de las consecuencias económicas y, potencialmente, de seguridad, que sobrevendrán, asola la tensión frente a amenazas nucleares que, en su anacrónica extrañeza, parecen más reales que antaño.
Imaginando al Estado y la Nación
Si al decir del sociólogo Charles Tilly[10], la guerra hace a los Estados, y los Estados hacen la guerra, con el historiador Eric Hobsbwam[11] podemos recordar que la “nación” no preexiste al nacionalismo sino son los nacionalismos los que crean a las naciones por motivaciones políticas. Es en estas condiciones en que el empleo de términos tales como desnazificación cobran un sentido específico para Putin, y suscitan la necesidad de reflexión en torno a la artificialidad de las identidades nacionales como invenciones modernas y más novedosas de lo que pensamos.
Es inútil, pues, desentrañar si Rusia o Ucrania tienen derecho a las llaves de Donetsk, Lugansk o Crimea: incontables pueblos fueron despojados de esas tierras en el transcurso de milenios que sobrepasan la existencia de aquello que llamamos Estado o nación. Los sucesos actuales nos dan pistas para recordarlo. Mandatarios, intelectuales, partidos y movimientos políticos, postulan que tal cosa como “la nación” se halla en crisis cuando la conducta o presencia de un otro cultural la acecha.
Algo de esto está presente en el ejercicio de imaginación sociológica con el que muchos señalan la sorprendente compasión de funcionarios, partidos y medios de comunicación europeos ante la emergencia humanitaria ucraniana, menos afectos a acoger refugiados del Sur y del Este del Mediterráneo. Tras décadas de exacerbación de agendas antidemocráticas, de discursos de odio que exaltan la raza, la heteronormatividad y la natividad frente a minorías africanas y asiáticas, antisemitismo, homofobia e islamofobia han convivido en gobiernos centroeuropeos y en partidos y movimientos políticos anti Unión Europea.
En 1943, Hannah Arendt[12] explicó que el término refugiado cambió de significado cuando la historia del pueblo judío quedó atada a la historia del resto de las naciones: cuando los perseguidos de Hitler comenzaron a ser llamados refugiados pese a todo auto-identificación voluntaria. Cuando una nueva experiencia de ajenidad surgió para los judíos en el marco de la Shoá y la humanidad se enfrentó a la inédita vocación de un grupo por extinguir enteramente la humanidad de otro. Cuando todo eso se hizo en nombre de la depuración de una nación y de su supervivencia histórica asegurada por el Estado nazi.
La artificialidad de los Estados y de las naciones nos lleva a sospechar, en este exceso de verbalización sin contemplación, de la rápida enunciación de imaginarios acerca de la mutua, pero no elegida, vecindad humana: poner en duda la humanidad de ucranianos y rusos evoca el ámbito del totalitarismo.
En 1937, Jean Renoir filmó La Gran llusión. En un mundo cambiante, pleno de violencia y desencanto, el personaje del teniente judío Rosenthal exclama una frase resonante: “las fronteras son invenciones de los hombres; a la naturaleza no le importan”. Los efectos ambientales de una catástrofe bélica, alcance una dimensión nuclear o no, también desconocen dichas invenciones.
La era del puro presente digital no está exenta de reavivar los peligros inmunológicos: puede rápidamente erigir muros, restablecer la preocupación nuclear y enaltecer perniciosos artificios que niegan el duelo y condenan la humanidad de los otros.
El presente nos conmina a ejercitar una relación prudente entre tiempo e interpretación sobre acontecimientos, conformación de sujetos (peligrosos o semejantes) y subjetividades. En definitiva, debe motivar una disposición profunda a imaginar y contextualizar cómo y a partir de qué ficciones se constituyen nuestras historias y biografías.
Ignacio Rullansky es sociólogo y profesor en sociología por la UBA, magister en Asuntos Internacionales por The New School y en Ciencia Política por IDAES, UNSAM. En 2020 completó su doctorado en Ciencias Sociales de la UBA y actualmente es becario posdoctoral del CONICET en IDAES. Además, coordina el Departamento de Medio Oriente en el IRI, UNLP. El eje de su investigación es la relación entre la democracia, el neoliberalismo y la diversidad etno-nacional.
Twitter: @NRullansky
[1] Wright Mills, C. (1986). La imaginación sociológica. México DF: FCE, p.24
[2] Butler, J. (2004). Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence. Londres y NYC: Verso Books, p.23.
[3] Han, B-C. (2014). Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Barcelona: Herder.
[4] Recuperado de https://gadebate.un.org/sites/default/files/gastatements/70/70_RU_EN.pdf
[5] Han, B-C. (2020). La emergencia viral y el mundo de mañana. Recuperado de https://elpais.com/ideas/2020-03-21/la-emergencia-viral-y-el-mundo-de-manana-byung-chul-han-el-filosofo-surcoreano-que-piensa-desde-berlin.html
[6] Baram, U. (2022). Putin Is Nothing More Than a Failed Chess Player. Recuperado de https://www.haaretz.com/opinion/.premium-putin-is-nothing-more-than-a-failed-chess-player-1.10645271
[7] Krugman, P. (2022). Russia Is a Potemkin Superpower. Recuperado de
https://www.nytimes.com/2022/02/28/opinion/putin-military-sanctions-weakness.html
[8] Melman, Y. (2022). Vladimir Putin Is Not Adolf Hitler, but the Echoes Are Getting Louder. Recuperado de https://www.haaretz.com/opinion/.premium-vladimir-putin-is-not-adolf-hitler-but-appeasement-of-the-russian-is-a-problem-1.10637739
[9] Recuperado de https://www.timesofisrael.com/this-crime-had-accomplices-full-text-of-vladimir-putin-holocaust-forum-speech/
[10] Tilly, C. (1985). War Making and State Making as Organized Crime. En Evans, P., Rueschemeyer, D. y Skocpol, T. (Eds.), Bringing the State Back In (pp. 169-191). Cambridge: Cambridge University Press.
[11] Hobsbwam, E. (1991). Naciones y Nacionalismos desde 1780. Barcelona: Crítica.
[12] Arendt, H. (2007). The Jewish Writings. NYC: Schocken Books.