Del film "El teorema cero"

Ensayo
Yo, vecino

Por Mauro Greco (UBA-UNLPam-CONICET)

“Tu llamada no la transmite British Telecom. Procede de tu alma y necesitas conectar con ella”

Terry Gilliam

 

Convivimos con los vecinos desde la colonia. Digo “convivimos” por aquella conocida frase de Benjamin, dependiente de las traducciones, de que existe un “secreto acuerdo” o “cita secreta” entre las generaciones, algo así como respirar el mismo aire o corrientes de él que vendrían de más atrás. Entonces, inhalaríamos bocanadas que habrían sido exhaladas por nuestros vecinos coloniales. Cuando escribía mi tesis, sobre responsabilidad colectiva y pequeñas resistencias ante la dictadura a través de memorias de vecinos de centros clandestinos de detención en cine, literatura y un trabajo de campo, tenía la siguiente sensación: si sucediera el apocalipsis, y nos encontráramos ya en un Estado postapocalíptico, y aquellos vecinos coloniales revivieran, podrían decir: ¿ha vuelto la Colonia?, ¿por qué tanta presencia de nosotros, los vecinos propietarios, desde hace diez años? ¡Me siento como en casa!

Porque los vecinos coloniales, y digo esto sin ser vecinólogo ni especialista en vecinología, perdieron la batalla ante el sujeto histórico de los Estados-Nación: el ciudadano. Esa abstracción, decía Merleau-Ponty. Desde principios o mediados del siglo XIX, la ciudadanía, esa construcción, le ganó una pequeña batalla –pero no la guerra– a la relación social de vecindad. Diría, verdad de Perogrullo, que no se trata de desapariciones ni apariciones súbitas, rutilantes, sino de convivencias tensas, disputas por cuál es la mejor abstracción para disputar esas otras generalidades como el pueblo, la gente. Hay cadáveres, sí, como le gustaba repetir a Néstor (Perlongher), pero también muchas abstracciones: ¿cuándo vamos a lidiar con la cosa en sí? Derrida preguntaba si alguien alguna vez vio un sujeto, ¿pero no vemos una forma, un bulto, que pregunta algo? ¿Qué es esa forma, ese contorno y, a la vez, esa materia?

La siguiente aparición de los vecinos, al menos en mi experiencia de investigación, se da en la segunda década del siglo XX. Un ex militante comunista que, alejado del partido, forma una agrupación política en La Boca, e interpela a sus potenciales votantes o participantes en términos de vecinos. Ya no proletariado, trabajadores, masas, clases oprimidas, todavía no subsuelo de la patria sub-levado. Coincide con el momento histórico en que una teoría historiográfica, la de los sectores populares, sitúa el paso de una Buenos Aires industrial a otra avant la lettre posindustrial, de servicios, casi un tardocapitalismo adelantado. Por fin, desde nuestra periferia “subdesarrollada”, habríamos visto venir algo con anticipación, y no repetiríamos al Flusser de los ‘80’s como si estuviera hablando de nuestras actualísimas tecnologías de la información y la comunicación.

El vecino no tenía nada que hacer ante el pueblo peronista. Incluso diría, ante los empleados públicos yrigoyenistas que van a alimentar, como un cauce, los ríos justicialistas. ¿Alguien se imagina a un vecino mojando las patas en la fuente? No es tan difícil imaginárselo de galera y bastón, yendo al Colón, a escuchar Parsifall de Wagner, desde el gallinero. No logro desentrañar cómo se lleva un vecino con esta animalización de su condición espectadora distinguida. Y sin embargo, ¿no es demasiado fácil la caricaturización anterior? ¿No es el desafío, también político, pensar una versión –o reversión– popular de la abstracción vecinal?

La derrota del pueblo implicó el triunfo del vecino. Antes, a modo de interludio entre una y otra abstracción, apareció la gente extendiendo la carta de defunción al primero y de invitación al segundo. La gente fue la transición del pueblo a los vecinos. De nuevo, hablamos de tonalidades claras, distintas y precisas, en los hechos –los benditos hechos– todo es mucho más difícil y confuso. Indecible, si nos ponemos obcecados.

La gente, codo a codo con los consumidores –esa otra abstracción reconocida constitucionalmente en el ‘94, como analizaba Lewcowickz–, pudo mantener su hegemonía de representación durante poco más de dos décadas. Después ya no pudimos volver al pueblo, habían pasado muchos años –y estudios– de profundas críticas a esa abstracción, sus usos y abusos, las atrocidades cometidas en su nombre. ¿Quién habla hoy de proletariado? Hay quienes, desde determinadas tradiciones, lo hacen de clase obrera, considerando que esas dos nociones –clase y obreros– son las más aptas para describir las actuales mayorías sociales. Quienes no son una minoría. Los que, de acuerdo al contexto y las determinaciones, habían sido llamados turbas, plebe, populacho. ¿Cuál será la denominación que utilizaremos dentro de una década para intentar nombrar eso que no se deja etiquetar por las abstracciones –sucintamente– aquí recorridas?

Los vecinos, desde hace una década –la propia década ganada vecinal–, hicieron su entrada triunfal. Y no me refiero sólo a cierta coyuntura política municipal nacionalizada. El vecino, la nueva-vieja abstracción que intenta nombrar lo que fue –y no fue, porque era otra cosa– plebe, ha hegemonizado cierto campo discursivo de construcción de lo social-civil. No me quiero meter en investigaciones de colegas que, en torno a la in-seguridad y/o su construcción por narrativas neo-liberales, han trabajado la cuestión vecinal. Tampoco quisiera volver –oh, no voy a volver– a mi propia investigación y los vecinos en torno a escenas límites de pasados extremos. Quisiera pensar, si me fuera posible, esa sucesión de palabras-construcciones a través de las cuales desde arriba, pero también desde abajo, se intenta nombrar y asir eso que aparece como tumultuoso, intempestivo, numeroso, y a la vez receloso de clasificación. No creo que sea sólo lo popular. Me parece que tiene más que ver con la llamada condición humana.

Cuando se escriben determinadas cosas, suenan ciertas sirenas, como si hubiera una relación entre palabras y alarmas. Lo digo: lo histórico, lo social, lo cultural. Sí, toda palabra es una construcción, un signo si se quiere decirlo así, y lo que nombra no existe en sí sino que lo construye, moldea, performatea. El giro lingüístico ha calado hondo en nosotros, al punto de que quizá esta separación ya no tenga sentido y nosotros seamos en sí mismo ese giro (no necesariamente a la derecha ni izquierda). Si Kant reviviera, y se cruzara con un vecino colonial por la calle, podría preguntar, como ese personaje traumatizado post-accidente filmado cruelmente por los medios: ¿y la esencia de la cosa?

El vecino es nuestra condición de época. Evidentemente, parte de ella. Cualquier político actual, con cierto cargo representativo, que aspire a ascender en su carrera política se ve atraído, como por una fuerza centrífuga vecinal, a hablar en términos de ellos –en sus propios términos– si quiere que su mensaje tenga aroma a diálogo, cercanía, trabajo en equipo y cooperación. La silla en la vereda vuelta proyecto político. Es, según quien la mire, una batalla cultural ganada o perdida. El conflicto, la distancia, el in-dividualismo o la soledad y la defensa de los propios intereses, son la contracara de aquellos términos elogiados vecinalmente. ¿Son la contracara? Es como si intentaran convencernos de que estar todo el tiempo hablando, próximos, con otros, fuera la nueva construcción de un

mundo mejor. El vecino, no el vecino real y concreto –los que tengo ahora paredes frágiles de por medio– sino la construcción social de un imaginario vecinal, es la vía regia de aquella fantasía. Quizá haya que ser menos injusto con Flusser y también repetir al Deleuze (1993) ochentista y la necesidad de vacuolas de (no) comunicación: si se busca en el diccionario el raro término “vacuola”, contriciones que resistan –¿vacilen?– la constante llamada del exterior, un exterior que –como en El teorema cero de Gilliam– nunca se sabe bien qué es[1]. Porque, la vecina que está acá al lado mío, con la que me voy a cruzar cuando venga el sodero, ¿quién es? Tocale la puerta y preguntale, claro está, no es una respuesta válida. Que ella, hospitalariamente, atienda y responda: “Yo, Vecino”, tampoco.

En este sentido, y con esto termino este breve ensayo, considero interesante la propuesta de un Frente “Ciudadano”. Esta proposición, más allá de su inicial acto fallido patriótico, fue rápidamente desplazada del plano electoral, ante la preocupación de frentistas por la –incluso mayor– merma de votos.  Singular también es que fue verbalizada en un escenario de imputación judicial convertido en acto político, como una suerte de lectura a la vez farsesca y trágica de La historia me absolverá. Digo que me parece interesante porque, en este insuficiente racconto de algunas de sus apariciones, me resulta un mojón más en una historia argentina de los vecinos por escribir. La propuesta, al fin y al cabo, de volver a una abstracción –la de ciudadano– que tiene que ver con un Estado-Nación –desfondado ante corporaciones mediáticas, judiciales y empresariales–, en lugar de insistir, persistir y resistir en la figura de vecino, una entelequia de la proximidad, el consenso y el diálogo. Es como si estuviéramos tan anestesiados que el ciudadano (Kane, medio argentino) es lo más distanciado, conflictivo y discutidor que nos imaginamos en la macro-política.  El ciudadano, como contraponía Lewkowicz al consumidor, sin embargo todavía comporta obligaciones, no sólo derechos. Ob-ligaciones, es decir algo que lo ata a un lugar, a cosas, a otros, algo ante lo cual tener que dar cuenta (de sí, sí). El vecino, como el trabajador deslocalizado que puede laborar desde Palermo o París, precisamente por esta ficción de cercanía y afabilidad que (re)produce, pareciera sentir más próximas nominaciones ajenas –salen buitres y entran holdouts– que retóricas un poco menos glamorosas pero más nativas de vincularse con lo cercano. Una versión 2.1. de lo glocal, o lobal, argentina.

¿Cuáles son los riesgos de estas líneas? Una gramática unidimensionalmente negativa del vecino. Será cuestión de seguir pensando para intentar disputar, no sólo desde fuera, esta forma de gobierno contemporánea y antiquísima.

 

[1]Agradezco el haber encontrado la foto a Ciro Cingolani Trucco, así como el epígrafe a Ana Centeno, compañeros/as del equipo dirigido por Daniel Mundo, a quien asimismo agradezco la crítica de este ensayo.

 

La imagen de la portada pertenece al film “El teorema cero”

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