Por Lucía Quaretti
¿Qué busca una comunidad cuando decide castigar ciertos crímenes? ¿Cuáles son los propósitos, en particular, cuando esos crímenes son aberraciones sistemáticas cometidas por el Estado contra la población civil? Lucía Quaretti aborda estas preguntas difíciles en un texto que no pretende resolver problemas abstractos sino pensar el modo en el que la sociedad argentina fue respondiendo a esos interrogantes por medio de debates, disputas, luchas y decisiones políticas de los últimos cuarenta años.
Reflexiones a propósito de los juicios en Argentina
Reflexionar sobre los fundamentos y propósitos del castigo en crímenes de lesa humanidad puede resultar incómodo. ¿Realmente hace falta dar cuenta de las razones que justifican la impartición de sanciones penales a quienes torturaron, secuestraron, asesinaron y se apropiaron de los hijos e hijas de sus víctimas? ¿No es evidente —al menos para quienes consideramos que los derechos humanos deben ser respetados— que los autores de tales aberraciones merecen ser castigados? A lo largo de la historia del juzgamiento argentino, cuyo acontecimiento fundacional —el Juicio a las Juntas— está pronto a cumplir su cuadragésimo aniversario, diversos actores se pronunciaron públicamente sobre esta cuestión. En las líneas que siguen voy a repasar las justificaciones del castigo ofrecidas en las distintas etapas de los juicios y su traducción práctica en relación con los alcances de la responsabilidad penal. Creo que, a pesar de la incomodidad que pueda provocar, si pretendemos que la punición cuente con algún grado de legitimidad, la reflexión sobre este asunto resulta de vital importancia.
Antes de iniciar el recorrido, vale mencionar que, en el mundo del derecho, existen dos grandes doctrinas a la hora de justificar el castigo: el retribucionismo y el prevencionismo también llamado consecuencialismo. Según la primera, los criminales deben ser castigados, principalmente, porque lo merecen; es decir, porque para la comunidad de la cual forman parte, resulta intolerable que alguien que ha infringido las normas, permanezca sin castigo. La segunda se concentra, en cambio, en la utilidad de la pena: la sanción penal se justifica en función de los efectos que el castigo del criminal podría tener sobre la sociedad en general, principalmente ‒aunque no únicamente‒ como medio para evitar la comisión de nuevos delitos. Ambas corrientes reciben críticas: al retribucionismo —que, en última instancia, propone infringir un dolor a quien ha provocado un daño—, se lo acusa de estar demasiado emparentado con la venganza. Al prevencionismo, en cambio, se le atribuye el hecho de concebir a las personas condenadas como medios para alcanzar una finalidad que las excede.
Yendo ahora sí, directamente, al momento de la transición argentina, puede observarse que algunos de sus principales arquitectos jurídicos, como Carlos Nino, consideraron que la motivación para el juzgamiento no estaba dada por la necesidad de que los peores criminales recibieran su merecido, sino, principalmente, para evitar nuevos golpes de Estado y violaciones a los derechos humanos. Creían así que alejarse, en la mayor medida de lo posible, de la justificación retributiva y aproximarse a una consecuencialista, era la forma apropiada de establecer una ruptura con el régimen dictatorial anterior y fortalecer la democracia que se inauguraba. Más concretamente, para Nino, el mayor valor de los juicios residía en su contribución a la deliberación pública, que permitiría contrarrestar las tendencias autoritarias que habían llevado al debilitamiento del sistema democrático y la ejecución del plan represivo. Además, la preocupación por la adecuación a derecho y la explicitación de los fundamentos del castigo fueron centrales en un marco en el cual el presidente Alfonsín, impulsor de los juicios, se presentaba como restaurador del orden constitucional y la constitución de 1853.[1]
La concepción prevencionista del castigo encontraba una traducción práctica en los alcances que se le asignaban: si el objetivo no era castigar a todos los que lo merecían por haber infringido daño, entonces bastaba con castigar a unos pocos, a los principales responsables. Esto también se replicaría en la duración de los juicios, que no debían extenderse demasiado, a fin de evitar posibles conflictos que pusieran en peligro el régimen político naciente. Desde esta perspectiva, la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que marcaron el fin de la etapa transicional, no significó la imposibilidad de completar la solución justa a la herencia criminal dictatorial, sino más bien —aunque efectuada al calor de las amenazas castrenses y vulnerando elementos fundamentales del Estado de derecho, como la división de poderes— el establecimiento de los límites que se habrían prefijado desde un inicio para que la impartición del castigo resultara útil al fortalecimiento democrático.
A pesar de que esta mirada se orientaba principalmente hacia el futuro, la reparación de las víctimas, cuyos derechos habían sido vulnerados en el pasado inmediato, no dejó de ser contemplada. Sin embargo, las víctimas, los sobrevivientes y los organismos de derechos humanos interpretaron la sanción de las dichas leyes como una claudicación de la justicia y el inicio del período de impunidad, que se consolidó con el otorgamiento de los indultos durante la presidencia de Menem. De este modo, la etapa iniciada con el proyecto de un castigo limitado y alejado de la retribución como modo de fortalecer la democracia, culminaba con la impunidad de los responsables y la demanda insatisfecha de justicia.
La reapertura de los juicios —posible, en gran medida, gracias al trabajo incansable de las víctimas y los organismos de derechos humanos, y cuya configuración jurídico-política se desarrolló entre 2003 y 2007— se organizó a partir de la nulidad de las leyes de impunidad y los indultos, así como del reconocimiento de la constitucionalidad de esa decisión. En este marco, la reflexión sobre los fundamentos de la sanción penal no ocupó demasiado lugar, ya que la mayor parte de la comunidad política consideró que la demanda de impartir justicia para terminar con la impunidad era la razón principal para reanudar los juicios. Vale subrayar, además, que el deber de castigar a los criminales de lesa humanidad venía ocupando un lugar cada vez más relevante en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, cuya jurisprudencia, especialmente en el caso de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sirvió de fundamento a la reapertura.
Además, el deber de castigar se enmarcaba en un discurso de mayor envergadura referido a la restauración moral que debía tener lugar para subsanar los efectos de la crisis política, social y económica que había puesto fin al gobierno de la Alianza. Este sentido se encontraba presente tanto en el discurso del presidente Néstor Kirchner —uno de los principales impulsores de la reapertura—, con su lema de un “país en serio”, como en el proyecto legislativo de la diputada Elisa Carrió para nulificar las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
Esta concepción del castigo se manifestó concretamente en la extensión de la responsabilidad penal. A diferencia de los años ochenta, en los dos mil no existió una voluntad de limitar sus alcances; por el contrario, se buscó procesar penalmente a todos los involucrados, en múltiples grados, en el diseño y ejecución del plan represivo, incluyendo no solo a sectores castrenses, sino también a los civiles principalmente jueces y empresarios que tuvieron algún grado de participación en los crímenes. Vale subrayar que, tal como lo demuestran las numerosas falta de mérito y absoluciones otorgadas a los imputados, en modo alguno esto significa que la aplicación del castigo haya sido arbitraria.
El principio que ordenaba terminar con la impunidad, sumado a la voluntad de castigar a la mayor parte posible de los responsables, fue interpretado por los críticos de la segunda etapa de los juicios como un triunfo del retribucionismo. Aunque también así lo hicieron actores favorables a la reanudación del juzgamiento. El abogado y profesor de derecho Tomás Fernández Fiks, por ejemplo, explicitó que la justificación retributiva del castigo era la única posible en el caso argentino. Según su análisis, el objetivo de prevenir una nueva perpetración de crímenes carecía de sentido, ya que los factores que la habían hecho posible no se encontraban activos, principalmente, porque el perfil de los militares habría cambiado y el golpe de Estado habría dejado de ser una amenaza. Desechado ese motivo, la única justificación válida era que el castigo de quienes cometieron los peores crímenes constituye un bien en sí mismo.[2]
Pareciera ser, entonces, que la retribución fue el sentido dominante de la reapertura. Sin embargo, no fue la única razón esgrimida para sostener la necesidad de castigar a los criminales de lesa humanidad. Aunque hayan tenido menor resonancia en el debate público, otras justificaciones del castigo, que recogieron el legado del Juicio a las Juntas y la transición, convivieron con la premisa de que ningún responsable debía permanecer impune.
Una primera razón fundamental tuvo que ver con la necesidad de reparar a las víctimas. Este propósito de reparación no estuvo ausente durante la transición. Fue el propio Nino quien afirmó que solo el reconocimiento oficial de los hechos y la condena de los responsables permitiría a las víctimas restablecer su autorrespeto. Vista bajo la mejor luz posible, podría considerarse que, bajo la mirada de “los filósofos” —como se denominaba a los asesores jurídicos de Alfonsín— ese objetivo podría alcanzarse incluso a través de la responsabilidad limitada, ya que castigando a los máximos responsables del plan represivo se repararía al conjunto de víctimas. Sin embargo, el castigo limitado primero y anulado después, con los indultos, sembró una demanda de justicia que solo pudo ser satisfecha tras la reapertura. En esta nueva etapa, la noción de reparación se modificó, puesto que ya no se trataba de una cuestión laxa ni general. En tanto todos los responsables debían ser castigados, ahora era cada víctima, considerada individualmente, la que debía ser reparada. En este sentido, actores relevantes del proceso de juzgamiento, como el fiscal Abel Córdoba, han señalado públicamente que el único sustento ético que puede encontrarse para la justificación del castigo es darles a las víctimas la posibilidad de reconstruir su vida, lo cual solo puede ocurrir si el perpetrador está encerrado y condenado. Pero hay además un segundo sentido de la reparación manifestado por quienes brindaron testimonio en los juicios y que —sin negar la existencia de las denuncias de revictimización—dieron cuenta del efecto reparador de narrar el horror vivido en el pasado en un tribunal de justicia.
La segunda razón o justificación del castigo se vinculó con la concepción del dispositivo judicial como mecanismo para la obtención de verdad. Hacia fines de 2015 tuvo lugar un debate público sobre la relación entre verdad y justicia en el marco de la segunda etapa del juzgamiento. Con importantes variaciones, voces críticas afirmaron que la impartición del castigo penal, tal como se había configurado desde la reapertura, había impedido que los represores brindaran información sobre los crímenes cometidos y, por ende, el acceso a la verdad de lo ocurrido, especialmente respecto del destino de las víctimas, se había obstaculizado. Esta denuncia suscitó fuertes rechazos, especialmente entre académicos e intelectuales, muchos de ellos nucleados en el Colectivo de Trabajo sobre Historia Reciente, que refutaron esas afirmaciones subrayando las ventajas del ámbito judicial para la producción de verdad.
El valor de los juicios como espacio para obtener información ya había estado presente durante la transición. El propio Nino señalaba que la presentación de la verdad en el marco de un proceso acusatorio era más eficaz que aquella que pudiera ser recuperada por otros medios. En la discusión de 2015, investigadoras como Claudia Feld y Valentina Salvi demostraron que, durante los años de impunidad, cuando los represores hablaron, se orientaron a la negación o a la reivindicación de los crímenes, y las víctimas estuvieron fuertemente desprotegidas ante esas declaraciones. Por el contrario, en las contadas situaciones en las cuales lo hicieron en los tribunales, la información que proporcionaron pudo ser sopesada e investigada y adquirir el estatus de verdad, al tiempo que las víctimas se encontraron amparadas. Asimismo, fue fundamentalmente desde este universo —el de las víctimas, los sobrevivientes, los familiares y los organismos de derechos humanos— de donde provino la información que, a través de los mecanismos jurídicos pertinentes, pudo convertirse en verdad.
Así, la producción de verdad no fue concebida solamente como un efecto colateral de los juicios, sino que estos —y el castigo penal allí impartido— se presentaron como la condición de posibilidad de su existencia. En una historia signada por el silencio de los perpetradores, los tribunales se configuraron como el espacio propicio para la obtención de verdad, tanto en el sentido de información sobre los crímenes como de identificación de sus responsables.
Terminado el recorrido, se observa que la fundamentación del castigo en los casos de lesa humanidad en Argentina sufrió importantes variaciones: la relevancia que pudo haber tenido durante los años ochenta, al menos para quienes llevaron a cabo el diseño jurídico en aquel momento, se habría desvanecido en la segunda etapa. Asimismo, resulta difícil rastrear las huellas de la transición en los procesos actuales. Parece bastante claro que la intención de acotar el juzgamiento —tanto en la extensión de la responsabilidad, como en la duración de los juicios— fue abandonada.
La decisión de extender la responsabilidad penal adoptada durante la reapertura—en completa sintonía con las directivas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos— fue interpretada por muchas de las víctimas, que padecían la vulneración del derecho de acceso a la justicia, como un modo de subsanar la demanda de poner fin a la impunidad. En cuanto a la duración en el tiempo, el incumplimiento de ese objetivo resulta patente, ya que, a más de cuarenta años de celebrado el primer juicio, las audiencias siguen en curso y no es posible avizorar la culminación de estos procesos. La pérdida de vitalidad y de atención ciudadana, así como la muerte de víctimas e imputados, sin llegar a la instancia de condenas o sentencias firmes, son solo algunos de los efectos negativos de esa dilación.
En este marco, la obtención de la verdad sobre lo ocurrido se presenta como un hilván entre las distintas fases de administración de justicia. A pesar de la creciente fragilidad del consenso democrático, la comunidad política argentina sigue siendo una de las pocas capaces de mirar de frente su propio pasado, reconociendo a las víctimas y responsabilizando a los perpetradores, y de afirmar, mediante el castigo, la verdad del horror aquí acontecido.
Lucía Quaretti es Doctora en Ciencias Sociales por la UBA. Actualmente se desempeña como becaria posdoctoral de CONICET, con sede en el Centro de Estudios Sociopolíticos de la EIDAES-UNSAM. Su investigación aborda el tratamiento judicial del legado criminal dictatorial en Argentina. Además, es docente de la materia Global Politics, en el Bachillerato Internacional y de Culture and Identity in Latin America, en FLACSO-Argentina
[1] Nino, C. (2015). Juicio al mal absoluto: ¿hasta dónde debe llegar la justicia retroactiva en casos de violaciones masivas a los Derechos Humanos? Buenos Aires: Siglo XXI.
[2] Fernández Fiks, T. (2017) ¿Retribucionismo solo para delitos de lesa humanidad? Lecciones y Ensayos, Nro. 99, pp. 247-267.


