Por Sebastián Botticelli
El Eternauta es una historieta cuyo primer número se publicó el 4 de septiembre de 1957, y se releyó en distintos momentos históricos con diferentes implicancias políticas y sociales. Ahora, vía Netflix, Sebastián Botticelli pone de relieve que la historia llega a “una generación que ha crecido en un contexto muy diferente, que habita un mundo en el que los héroes colectivos parecen imposibles, y en el que la solidaridad apenas subsiste, como una llamita en medio de la nevada individualista que mata todo lo que toca.”
Era de madrugada, apenas las tres. No había ninguna luz en las casas de la vecindad: la ventana de mi cuarto de trabajo era la única iluminada. Hacía frío, pero a veces me gusta trabajar con la ventana abierta: mirar las estrellas descansa y apacigua el ánimo, como si uno escuchara una melodía muy vieja y muy querida. Además, desde la pandemia, había adoptado la costumbre de ventilar los ambientes todo lo que fuera posible. El único rumor que turbaba el silencio era el que producían mis dedos presionando las teclas de la computadora portátil.
De pronto, la silla que estaba al otro lado del escritorio crujió, como si alguien se hubiera sentado en ella. Pero yo estaba completamente sólo y no había nadie cerca. Levanté la vista de la pantalla y me estremecí al distinguir una figura que comenzaba a materializarse. Los contornos de los hombros, el cuello y la cabeza, primero débiles y borrosos, se fueron acentuando. Un instante después, sentado frente a mí, había un hombre de cabello rubio y corto, mentón ancho y pómulos marcados. Vestía de un modo muy particular. Si bien parecía relativamente joven, me resultó imposible precisar su edad. Abrió los ojos y, no sé por qué, me sentí extrañamente reconfortado. Nunca me había cruzado con una mirada semejante: era la mirada de un hombre que había visto tanto que había llegado a comprenderlo todo.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Podría darle centenares de nombres. Y no le mentiría. Todos han sido míos. De hecho, por aquí, hace ya unos cuantos años, me llamaban Juan Salvo. Pero quizás el que le resulte más compresible sea “El Eternauta”, pues explica en una sola palabra mi triste y desolada condición de navegante del tiempo, de viajero de la eternidad, de peregrino de los siglos.
El Eternauta me dijo que estaba buscando un lugar donde reponerse y descansar. Descansar, para poder seguir buscando. Me preguntó si podía quedarse en algún rincón de mi casa. Notó mi vacilación ante su pedido y se apuró a agregar:
—Sé lo que está pensando. Antes de rechazarme, antes de decirme que no, déjeme narrarle mi historia. Cuando se la cuente, todo se explicará, incluso esta extraña forma de mi aparecer. Y estoy seguro de que querrá ayudarme… escuche.
Escuché. El resto de aquella noche no hice otra cosa que escuchar. Tal como él lo dijo, cuando concluyó, ya todo estaba claro. Tan claro como para llenarme de pavor. Tan claro como para sentir por él una enorme piedad. Pero no adelantaré nada: quiero dar a conocer la historia de El Eternauta tal como él me la contó.
***
Esta reescritura actualizada de la escena que da comienzo a El Eternauta invita a suponer que esa historia bien podría reproducirse y proliferar en otras épocas e incluso en otras latitudes. Se trata de una obra literaria de carácter universal, una narración en la que se integran el viaje épico, la búsqueda de la identidad, la puesta a prueba del temple del héroe, los vínculos intergeneracionales, la nostalgia por el paraíso perdido y la lucha inclaudicable contra fuerzas opresoras a las que es imposible derrotar.
Pero además, esa historia está recorrida por la potencia de lo testimonial, una potencia que se manifiesta en el relato del protagonista y en su estética de comic criollo, así como también en sus diversas formas de circulación y en las biografías de sus creadores. Esa singularidad convierte a El Eternauta en una obra capaz de atravesar las capas de nuestro pasado reciente para traer hasta nosotros una lista de interpelaciones ciertamente incómodas.
Por supuesto, este registro ampliado no tiene nada de evidente ni menos aún de obligatorio. El Eternauta podría tomarse sólo como una muy buena obra de ciencia-ficción. Quien se incline por esta posibilidad no estará del todo desacertado, y podrá perfectamente disfrutar en esa clave leyendo las páginas de la novela gráfica o viendo los capítulos de su reciente adaptación televisiva. Pero eso supondría pasar por alto otros vectores que le dan contexto y consistencia, otros caminos que se cruzan con la narración de Juan Salvo, la preceden y la continúan, llevándola mucho más allá de la mera ficción: los horizontes de la guerra fría; las disputas contra el monopolio de los consumos culturales por parte del mainstream estadounidense; la formación intelectual de los que fueron chicos durante los años 50 y jóvenes durante los años 70; el derrotero de la guerrilla, la subversión y la represión en Argentina; el poder de las alegorías; y la historia personal de su autor, Héctor Germán Oesterheld, que se despliega de un lado y del otro de la frontera que separa la realidad de la ficción, y que al igual que su novela gráfica, termina pero no tiene final.
Esa historia tiene por escenario principal un chalet de la zona norte del conurbano bonaerense, muy cercano a la estación de Beccar. En su adaptación dibujada, se sabe, es el chalet de Juan Salvo, donde el protagonista juega al truco con sus amigos cuando comienza la nevada mortal. En su versión real, es la casa en la que vivieron Oesterheld junto a su esposa, Elsa Sánchez, y sus cuatro hijas: Estela, Diana, Beatriz y Marina. Así lo anuncia a los transeúntes atentos una baldosa conmemorativa colocada en 2016 por el Ente Público Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. Durante las décadas de 1950 y 1960, en ese chalet se crearon varios de los personajes más significativos de la historieta argentina, como Bull Rocket, el Sargento Kirk, Ernie Pike o Sherlock Time. Ese chalet también fue, durante los primeros años de la década de 1970, un lugar de encuentro para personas jóvenes que se sentían impulsadas por inquietudes políticas.
José Pablo Feinman dijo alguna vez que Oesterheld había sido –salvando las insondables distancias ideológicas– el Walt Disney de su generación: un creador deslumbrante que iluminó la imaginación de muchos y la disparó hacia lo infinito. Nacido en 1919, hijo de un alemán y una italiana, Oesterheld se graduó en la Universidad de Buenos Aires como geólogo. Pero su verdadera vocación fue la narración literaria. Comenzó publicando cuentos infantiles y trabajando como corrector. Hasta que en 1956 fundó, junto a su hermano Jorge, la mítica editorial Frontera.
Por esos años, era común ver a chicos de clase media salir corriendo del colegio, guardapolvo desabotonado flameando cual capa de superhéroe, para llegar al kiosco de diarios antes de que se agotaran las revistas que esa editorial publicaba. Tapas impresas a dos colores, interior blanco y negro, formato apaisado, papel que se amarilleaba rápidamente: la belleza de lo efímero desafiando el paso del tiempo. La partición de las historias en fascículos semanales generaba una expectativa y una ansiedad que por momentos se aproximaba a la desesperación. Pregunte por Misterix u Hora Cero a alguna persona que hoy tenga más de 70 años, pregunte por los recuerdos asociados a esas revistas y por las sensaciones que la sola mención de esos nombres les genera. Le aseguro que las respuestas resultarán sorprendentes.
El primer episodio de El Eternauta se publicó en el número uno de Hora Cero, el 4 de septiembre de 1957. Por lo general, los relatos postapocalípticos comienzan con el conflicto ya instalado y se abocan a contar cómo sobreviven los humanos después de la catástrofe. Oesterheld, en cambio, prefiere ubicarnos un instante antes de la hecatombe, una fría y apacible noche de invierno en la que Juan Salvo juega al truco con sus amigos en el ático de su chalet, mientras que en la planta baja, su esposa lee un libro y su pequeña hija duerme.
De pronto, los personajes notan que, extrañamente, está nevando. Una nevada que todo lo cubre, una nevada irreal, como de dibujos animados. Tardan muy poco en descubrir que la nieve mata a todos los seres vivos a los que toca. Al instante siguiente, la dimensión de la devastación ya está clara: todos los que fueron alcanzados por la nevada –familiares, amigos, compañeros de trabajo– están muertos. “Tal como habrá sido en Hiroshima y Nagasaki”, reflexiona Juan Salvo. El teléfono no funciona. La radio no capta ninguna transmisión. Sólo queda sobrevivir.
Así comienza la épica del hombre común arrojado a una situación extraordinaria, en la que cobran valor los saberes prácticos, en la que se impone la lógica de la comunidad y en la que la supervivencia individual depende absolutamente de los vínculos de solidaridad. El hecho de que esta última idea resulte antiintuitiva e inverosímil para nuestra sensibilidad de siglo XXI es un reflejo que El Eternauta nos devuelve como un espejo cruel que adelanta 70 años.
“Ahora que lo pienso –escribe Oesterheld en el prólogo de la recopilación completa editada por Récord en 1975–, se me ocurre que quizás por esa falta de héroe central, El Eternauta es una de mis historietas que recuerdo con más placer. El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe «en grupo», nunca el héroe individual, el héroe solo”.[1]
La sucesión de acontecimientos lleva a los personajes a comprender que la nevada mortal no es un fenómeno aislado, sino el ataque de avanzada de una invasión alienígena. El Ejército recluta a los sobrevivientes para organizar la resistencia. Tienen lugar las primeras batallas con seres de otros mundos. Y así el lector va descubriendo la secuencia del fabuloso elenco alienígena al que Juan Salvo y los suyos deben enfrentar: los Cascarudos y los Gurbos, bestias poderosas, agresivas y resistentes; y luego los Manos, ejecutores de la invasión, seres sabios que admiran la belleza y la rebeldía de la cultura humana, pero que están obligados a obedecer las órdenes de sus colonizadores, quienes colocaron en sus cuerpos una “glándula del terror”, la cual segrega un veneno mortal cuando los Manos sienten miedo.
En cada enfrentamiento con estos seres, los humanos van comprendiendo que siempre hay un control detrás de los que parecen ejercer el control, que en definitiva se trata de una cadena de esclavitudes cuyo extremo es sostenido y operado por seres que jamás habrán de aparecer: los Ellos, villanos principales y quizás también la alegoría más poderosa de la obra, planean dominar todo el universo con su tecnología, pero nunca se muestran pues no tienen forma.
Si bien ya a fines de los años 50 la impronta política de esta novela gráfica estaba ahí para quien quisiera verla, las relecturas que tuvieron lugar dos décadas después, tras las compilaciones y reediciones de mediados de los años 70, la convirtieron en una metáfora poderosísima. A los ojos de la generación que había crecido entre el desencanto alimentado por la proscripción del peronismo y la ilusión forjada al calor de los procesos revolucionarios latinoamericanos, El Eternauta devino emblema.
Las hijas de Oesterheld pertenecieron a esa generación. Ellas, que durante su infancia habían sido alumnas destacadas de colegios bilingües de la zona norte del conurbano, abrazaron causas sociales y se convirtieron en militantes de base, formaron parte de la Juventud Peronista y luego de Montoneros.
Su padre las siguió en su compromiso militante, componiendo un llamativo caso de influencia generacional inversa. En esa familia, la lucha política de las hijas conmovió al progenitor y lo empujó a convertirse en algo que quizás ya era, pero que todavía no había asumido del todo. Aunque también puede ser que las persuasiones y los convencimientos hayan tenido una circulación más bien espiralada, tal como sugiere esta declaración del propio Héctor recogida por Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami en su libro Los Oesterheld:
“Yo escribí sobre esa familia de clase media que a la noche se juntaba a jugar a las cartas y que de repente encuentra una causa mayor por la cual salir a luchar. Y a mí y a mis hijas nos pasó eso mismo… Entonces a veces me pregunto quién fue primero, si ellas con su militancia o yo con algunas ideas que ya estaban ahí”.[2]
Cuando Oesterheld se vuelca por completo a la lucha armada, tenía cerca de 50 años. Las organizaciones dentro de las que se movía incluían muy pocos militantes de esa edad. “Germán, el viejo”, así lo llamaban sus compañeros. Muchos lo recuerdan como una figura casi paternal, una persona humanista y muy afectuosa que gustaba de disfrutar intensamente las cosas más simples de la vida.
Oesterheld siempre había creído que las historietas eran un medio de transmisión de ideas. La profundización de su compromiso político lo llevó a utilizar ese medio para dirigirse a las generaciones que habían crecido leyendo sus relatos, pero ahora con un propósito mucho más directo.
Durante la última dictadura cívico-militar, y desde la clandestinidad, escribe una segunda parte de El Eternauta. La historia tiene desde su mismo inicio un enfoque político explícito y radical, donde Juan Salvo aparece como un caudillo que asume la misión de liderar al pueblo en su lucha contra los invasores, sin importar los sacrificios personales que eso pudiera implicar.
En El Eternauta 2 aparece un personaje femenino de mucho peso. Es una suerte de amazona del Pueblo de las Cuevas. Se llama María, emulando el nombre de guerra que utilizaba Beatriz Oesterheld. Cuando Héctor escribe esas páginas, ya sabía que su hija Beatriz había sido asesinada por un grupo de tareas. Fue el único cuerpo que la familia pudo recuperar. Las otras tres hijas de Héctor y Elsa también fueron detenidas, secuestradas y desaparecidas entre 1976 y 1977. Al momento de su secuestro, Diana estaba embarazada de seis meses y ya era madre de Fernando de un año, a quien los agentes de las Fuerzas Armadas dejaron en la Casa Cuna de Tucumán. Todavía busca a su hermano o hermana, que estaba pronto a nacer. Estela estaba casada con Raúl Oscar Mortola, con quien tenía un hijo de 3 años y medio cuando fue asesinada y su cuerpo desaparecido. Su hijo, Martín, fue posteriormente entregado a Elsa, quien lo crió. Marina estaba embarazada de 8 meses cuando fue secuestrada a fines de 1977. Su hijo debió nacer entre diciembre de 1977 y enero de 1978.
Héctor Germán Oesterheld fue secuestrado por la Armada en la ciudad de La Plata el 27 de abril de 1977, a sus 57 años, en un operativo del que no ha quedado ningún registro detallado. Gracias a los testimonios de sobrevivientes que lo recuerdan con claridad por tratarse del detenido de mayor edad, se supo que pasó por distintos centros clandestinos de detención como Campo de Mayo, El Vesubio y El Sheraton. Se desconoce con exactitud la fecha de su muerte y sus restos nunca fueron encontrados.
Elsa Sánchez, esposa de Oesterheld y madre de Estela, Diana, Beatriz y Marina, fue una de las sobrevivientes de la familia junto a sus dos nietos Martín Mortola y Fernando Araldi. Integrante activa de Abuelas de Plaza de Mayo, dedicó el resto de su vida a luchar por la verdad. Falleció en 2015 a sus 90 años, sin haber encontrado a sus nietos apropiados por la Dictadura.
En 1979, Mempo Giardinelli, quien había conocido a Oesterheld dentro de las organizaciones militantes, escribe desde su exilio mejicano un texto conmemorativo que tituló “Viejo Héctor”. Allí cuenta cómo las suspicacias iniciales que, por tratarse de alguien famoso, había despertado Oesterheld (por más que no se llamaran por sus nombres reales, todos sabían que “Germán, el viejo” era el creador de El Eternauta) fueron hechas a un lado gracias a la bonhomía de ese tipo con apellido alemán pero con modales de italiano, “tan afectivo, cálido y firme como una luna de enero”, que siempre hablaba de sus hijas con orgullo y que representaba una suerte de imagen-modelo que sus compañeros deseaban conservar para cuando tuvieran su edad. Giardinelli retrata a Oesterheld transcribiendo este diálogo:
“Creo que en algún momento le pregunté la edad. ¿Tenía, entonces, sesenta y dos años, como me parece? No lo recuerdo, pero sé que le pregunte por qué militaba, a su edad y con su fama. Me miró como pidiéndome disculpas, cebó un mate y dijo, con una naturalidad que ahora me emociona evocar: «¿Y qué otra cosa puede hacer un hombre? ¿Acaso no somos todos responsables de la misma tarea de mejorar la vida? Yo sólo sé que éste es un trabajo noble y que hay que hacerlo»”.[3]
El texto de Giardinelli termina con la siguiente dedicatoria: “Para Héctor Oesterheld, guionista de historietas, hombre sabio, compañero, si está vivo. A la memoria de Héctor Oesterheld, si está muerto”.[4]
En ese vacío de incertidumbre, en esa oscilación entre la ilusión quebradiza y la desesperanza ineludible, en ese desear sin poder saber, la historia de Oesterheld se convierte en búsqueda y en invocación. Y su vida y su obra, entrelazadas e indistinguibles, se convierten en testimonio.
El Eternauta sigue siendo una novela viva, en ebullición. Que una gran plataforma de streaming haya decidido convertirla en serie televisiva es una circunstancia que facilita su llegada a otra generación; una generación que ha crecido en un contexto muy diferente, que habita un mundo en el que los héroes colectivos parecen imposibles, y en el que la solidaridad apenas subsiste, como una llamita en medio de la nevada individualista que mata todo lo que toca.
No podemos saber cómo se apropiarán de El Eternauta las personas nacidas en el siglo XXI. Pero como nos constituimos desde nuestra memoria colectiva, que es la memoria que recuerda la historia de Juan Salvo y también la de Héctor Oesterheld, y como hemos aprendido a desear sin poder saber, estamos perfectamente habilitados para imaginar que el legado de esa odisea porteña, argentina y universal, podrá algún día devolver, aunque más no sea en parte, el valor a las palabras y el coraje a las acciones.
***
—Ya conoce usted mi historia, señor. Ya conoce usted por qué me presenté llamándome El Eternauta, el viajero de la eternidad –finalizó su relato y calló.
Por la ventana abierta podía verse que el cielo clareaba. Los primeros ruidos que llegaban desde la calle daban cuenta de que el día comenzaba.
—¿Siguió usted buscando a su esposa y su hija? —pregunté.
—Sí, no tiene usted idea en qué soledades he gritado, he aullado sus nombres. Ni a qué seres de pesadilla les he preguntado si sabían algo de ellas.
—Pero… hay algo que no entiendo. Todo lo que usted me contó, ¿cuándo sucedió? ¿En qué año?
–Ocurrió en el año 1963. Imagino, por los objetos que veo sobre su escritorio, que estamos en las primeras décadas del siglo XXI. Pero, ¿en qué año, exactamente?
–Estamos en 2025.
El Eternauta hizo una pausa. Y luego, con un tono que no había usado hasta ese momento, dijo:
–Pero, ¿cómo puede ser que se encuentre usted aquí, tan cómodo, sentado tras un escritorio, en lugar de salir a resistir, a luchar? ¿Acaso no sabe que las estratagemas de nuestros enemigos no tienen fin, que son cada vez más astutas y sutiles, que su ingenio no para de buscar nuevas formas de dominarnos? ¿Acaso no se da cuenta de que los Ellos no se detendrán nunca?
No supe cómo responder a su pregunta. Hice silencio.
El Eternauta se echó hacia atrás en la silla. El cansancio se acentuó en su rostro. Me observó fijamente, con una mirada que ya no me resultó reconfortante. Me sentí escrutado, juzgado. Luego se volvió hacia la ventana abierta.
—Entonces ustedes no pudieron hacer nada para evitar el avance de la invasión. O quizás prefirieron olvidarla y se acostumbraron a vivir esclavizados. No sé cuál de las dos opciones es peor. Tampoco sé si todo lo que le he contado servirá de algo. Sólo sé que mi presencia aquí ya no tiene sentido. Deberé seguir buscando.
Comenzó a desvanecerse y luego desapareció, no sin antes dedicarme un último gesto, que a mí me resultó de reproche.
¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?
¿Será posible evitarlo publicando todo lo que El Eternauta me contó? ¿Será posible?
Sebastián Botticelli es Profesor en Filosofía (UBA), Doctor en Ciencias Sociales (UBA) y Certificado Posdoctoral en Ciencias Humanas y Sociales (UBA). Sus investigaciones giran en torno a la democracia comprendida como resistencia estratégica ante los procesos de gubenamentalización de la vida social.
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[1] Oesterheld, H. G. & Solano López, F. (1975). El Eternauta. Buenos Aires: Ediciones Récord, p. 3.
[2] Nicolini, F. & Beltrami, A. (2016). Los Oesterheld. Buenos Aires: Sudamericana, p. 28.
[3] Giardinelli, M. (1999). Cuentos completos. Buenos Aires: Seix Barral, p. 485.
[4] Giardinelli, M. (1999). Cuentos completos. Buenos Aires: Seix Barral, p. 489.