Por Cecilia Abdo Ferez
“De cómo interpretar el tiempo en la historia política, de cómo apurarlo, cómo retrasarlo, cómo abrirlo” se trata, según Cecilia Abdo Ferez, el nuevo libro de Eduardo Rinesi Amor a Roma (UBU). En este ensayo, Rinesi parece decir que las cosas pueden leerse del derecho y del revés –esta es la figura del palíndromo que recupera Abdo Ferez –según la perspectiva de quién mira. Pero también que no toda lectura es válida, que hay un límite a las reversibilidades. Por eso volver a Roma, fetiche de las derechas que confunden república con imperio, ocultando así el conflicto, los líderes, el pueblo, lo que justamente ha hecho a la grandeza de Roma.
El libro que presentamos está puesto bajo la figura del palíndromo. Así reza el título: “Amor a Roma” es una de esas frases que puede leerse igual, según se empiece de izquierda a derecha o al revés. El palíndromo, que resulta gracioso para quien lo descubre o que puede verse incluso como una figura retórica universalista -porque involucraría las direcciones de lectoescritura occidentales y también las orientales-, aparece solo al inicio del libro de Eduardo, pero creo que es su clave de interpretación. Eduardo parece decir, en este libro, que las cosas pueden leerse del derecho y del revés, según la perspectiva de quién mira, según qué y hacia qué momento mira y cuáles son sus pasiones e intereses al mirar. Roma, ese fetiche del pensamiento político occidental, no es la misma cuando pronunciada por Coriolano, por Catón, por Porcia, por Andrés Rosler, por Agustín Laje, por Santiago Caputo o por Eduardo mismo. Los nombres propios, en este libro sutilmente leibniziano, condensan biografías y trayectorias distintas y por eso, siempre está la pregunta de qué Roma, cuál Catón, cuál Porcia, cuál Bruto, entre la pluralidad de los posibles en tiempos distintos, entre la pluralidad de los efectivamente existentes.
No hay una Roma, dice Eduardo. Porque no hay “una sociedad”, con “unos valores” en “un” tiempo presente, plenamente idéntico a sí mismo. Entonces, el palíndromo no es el A=A que supone la reversibilidad lógica, sino que ir de izquierda a derecha o ir de derecha a izquierda, cuando se trata de historia, produce la desconjuntura de los términos, antes que la mismidad. Historia y lógica -en este libro también muy hegeliano- no se identifican, sin embargo. El palíndromo aparece como el enigma de cómo volver a Roma, qué vueltas son autorizadas y cuáles son caprichosas; o mejor, el palíndromo es el enigma de cómo Roma sigue acá, entre nosotres, con una persistencia que precisa de direcciones de lectura y de interpretaciones situadas. Precisa de desmalezar.
El palíndromo supone y desconjuntura la reversibilidad. En una primera acepción, Eduardo parece ver en el palíndromo la figura que permite pensar que hay discusiones posibles sobre qué significa el republicanismo y cómo eso puede existir acá. La discusión sobre los republicanismos posibles, ahora en plural, es sobre todo con Andrés Rosler. Con Andrés Rosler -y retomando lo que Eduardo ya había adelantado en un libro anterior: Qué cosa la cosa pública, del que éste quiere ser una apostilla, una corrección o una continuidad mejorada-, el debate es en torno a la habilitación a poner en conjunto república y liderazgos populares. Eduardo cree que la convivencia entre república y liderazgos populares no sólo es una combinatoria aceptable, azarosa, excepcional, sino que los pueblos tienden a darse esos liderazgos y entonces, o bien se parte de esa constatación de la experiencia y el gusto popular, o bien se piensa en repúblicas aristocráticas, antipopulares y restringidas. El argumento no parte del ideal, sino de la veritá effetuale de la cosa: sea o no sea el ideal el que existan liderazgos populares en una república, esto de hecho sucede, si involucramos (si interesa involucrar) a los pueblos en ellas, y por eso, hay que partir de esa experiencia histórica, antes que de la queja o de la obstinación teórica con lo que debe ser.
En la discusión con Andrés Rosler -que es también el nombre que condensa muchos otros nombres posibles-, Eduardo distingue entre tipos de cesarismo, entre cuál fue la supremacía de Cayo Julio César, el último de los líderes populares de la república romana, antes de su caída (esto es: “al tipo de dominación en que un jefe político podía, gracias al apoyo del ejército, gobernar a distancia de los intereses particulares de los distintos grupos enfrentados y por eso, atender mejor a los intereses comunes de todos ellos”[1]) y el cesarismo, que alude a la forma de ejercicio de poder absoluto de un hombre durante el imperio. Distingue también entre cesarismo y bonapartismo, al que define marxistamente como esa forma de dominio vacilante en situaciones de empate hegemónico, que carece de limitaciones republicanas[2]. Cesarismo, entonces, se dice de muchas maneras.
Ahora bien, si el palíndromo es la figura que habilita a pluralizar las referencias históricas y los nombres propios -esto es, en palabras de Eduardo, que “Roma se dice de muchos modos”- y entonces al modo Rosler se puede sumar el modo Eduardo, no toda lectura es válida. Hay un límite a las reversibilidades. No toda lectura de Roma es legítima. Hay algunas que son una burda falsificación. Y no del tipo farsesco, teatral, mascarado, dramático, que Eduardo parece adscribir a la existencia misma de y en una sociedad capitalista, donde ningún actor está a la altura de ningún papel (la lumperburguesía, el lumpenaje, los rotos y descosidos por doquier), porque todos ellos están involucrados en una forma imposible de sociedad, sino que son estamos ante una falsificación que ni siquiera podría estar invitada a participar del drama del presente. Esta falsificación que pone el límite al palíndromo está en la lectura que las derechas contemporáneas hacen de Roma, que Eduardo describe como una inversión de la interpretación clásica de Montesquieu en el libro Consideraciones sobre las causas de la grandeza y la decadencia de los romanos. Si Montesquieu entendía, maquiavelianamente (y con él, todos nosotres), que la grandeza de Roma estaba en haber sido una república que había podido alojar en sus instituciones al conflicto social entre patricios y plebeyos, entre los nacidos y criados y los foráneos, entre los privilegios de unos y las demandas de derechos de otros, las derechas contemporáneas vuelven a Roma para, desde ella, echar una sombra admonitoria sobre el presente: la Roma célebre, la Roma añorada, no sería la república, con su conflicto virtuoso e institucionalmente canalizado, con su tendencial democratización, sino que justamente ahí estaría la decadencia, de la que hay que salir para dar lugar al imperio. Eduardo no se toma muy en serio estas admoniciones, pero las trae a colación -junto al artículo de Carolina Rusca, de la UNC-, para burlarse de lo payasesco de las alusiones a, por ejemplo, un Milei emperador. Ese sería el límite a las reversibilidades, o cuando el palíndromo ya no es aceptable: hay allí una falsedad de un hecho histórico, antes que una discusión sobre lecturas políticas posibles, que tomen a esos hechos como hechos, no sujetos a interpretaciones.
Arendt recorre el texto de Eduardo. Lo recorre en este límite al palíndromo, en este límite que viene del respetar a los hechos (la evocamos: se podrá discutir quién tuvo razón en la Segunda Guerra, pero nunca se podrá decir que Polonia invadió Alemania). No cualquier Roma es válida como interpretación, sin falsear la historia, dirían Eduardo y Arendt. Pero Arendt está presente también en una contraposición que Eduardo traza entre ella y su concepción de historia y la de Hegel, en el segundo ensayo del libro. En este segundo ensayo, el republicanismo queda del lado de Arendt. Si Hegel mostraba cómo la ironía de la historia desmentía a los que aparecían inmediatamente como vencedores y vencidos e imponía así sus razones en el tiempo, para Arendt, pensar de este modo era imposible. Escribe Eduardo: “Arendt, sabemos, no creía mucho en esas pretenciosas filosofías de la historia, y por eso podía pensar que en la historia había, sí, causas simplemente derrotadas, dejadas al costado de la ruta o el camino”[3]. Si Arendt tiene razón (Eduardo lo pone en condicional, pero no hay tal condicional), entonces la historia está abierta y cabe la posibilidad de retomar la causa de los vencidos. Sí. Pero hay algo más. Si la historia es apertura y posibilidad, eso quiere decir también, dice Eduardo, que la causa de los derrotados no es siempre la misma, ni son siempre los mismos los derrotados. Esto es, que la historia no es monotemática ni identitaria, que la repetición no puede ser idéntica, o -podríamos traducir en argentino- que no hay revisionismo histórico, con la invariabilidad de las fuerzas en pugna. Ese sería, dice Eduardo volviendo a Arendt, el verdadero espíritu del republicanismo: el tomarse a la historia como la acción en pos de causas que no están disponibles y que fumando esperan, sino que hay que hacer el esfuerzo por retomar, en un retomar que implicará un cambio. El tomarse la historia como oportunidad y contingencia, antes que como evolución, racionalidad y destino sería el verdadero espíritu del republicanismo, arendtianamente dicho. El tomarse a la historia como posibilidad para la acción, antes que como ilustración y progresismo, a los que se pone juntos en este libro.
Pero Hegel ni por causalidad queda fuera de juego después de este round en el segundo ensayo. La escritura de Eduardo se apropia en este libro de la matriz cómica que le atribuye a Shakespeare y ella le permite decir cosas fuertes, pero suavizadas por el humor, disimuladas por ciertas búsquedas detectivescas, por tonos confesionales, por referencias a estudiantes y a colegas, por la remisión a geografías como Córdoba, Rosario, Los Polvorines o la UBA. Esta matriz cómica hace que el/la interlocutor/a deje pasar afirmaciones, genere empatía, las asimile, vuelva sobre los mismos puntos y avance en pliegues laterales, que muchas veces cambian los puntos de referencia. Se confía. Entonces, Arendt aparece como el espíritu del republicanismo en el segundo ensayo, pero ese espíritu se sublima en el de Hegel, Marx y Shakespeare, la tríada central del libro, que se remite entre sí, y que hace de Arendt un pliegue, muy necesario, pero una veta, dentro de una pintura mayor.
Hegel es una presencia central del libro. Es al único al que no se lo corrige. Dice Eduardo que Marx copió a Engels y nunca citó que fue él el que le dijo que Hegel había escrito, “en alguna parte” (y Miguel Vedda debía saberlo con certeza), que la historia se repetía dos veces, una como tragedia y otra como comedia. Dice Eduardo que Shakespeare copiaba medio atolondrado de las Vidas de Plutarco y confundía fechas. No están en pedestales, ninguno de los tres. Pero a Hegel, en cambio, se lo toma al pie de la letra. No se está de acuerdo con su filosofía de la historia, pero sí con su lectura de Roma. Que es la lectura clásica: la que hace de cada régimen una fase necesaria pero fase al fin y por eso, de lo que se trata es de ver qué ocasiones harán mover lo que ya está caduco, estructuralmente. Se trata de la necesidad y de la ocasión. Pero también de la repetición en la historia, del doble, que es un movimiento que confirma lo ya producido, pero no cuajado. Porque de eso se trata este libro, en particular: del tiempo, de cómo interpretar el tiempo en la historia política, de cómo apurarlo, cómo retrasarlo, cómo abrirlo.
Se lee entonces a Marx en relación con Hegel. Al Marx en particular del XVIII Brumario, en donde, según Claude Lefort, conviven dos concepciones de historia: la del progresismo y la ilustración y la de “la danza macabra de sombras que han perdido sus cuerpos”; esto es, la de la historia dramática. Aquí Marx, lector de Shakespeare, habla de una “poesía del pasado” que cumple distintas funciones de acuerdo con la revolución que la cita. Hay revoluciones, como la burguesa de 1789, que debía invocar esa poesía del pasado romano para inflar un contenido que no estaba a la altura. Otras, como la de 1848, tienen un contenido que encontraría su corsé en esa remisión a la poesía del pasado, porque aquí “el contenido desbordaba la frase”. Entonces, hay por un lado una necesidad de mascarada, de retorno estético al pasado para legitimar un presente de fuerzas en pugna. Hay un tiempo fuera de quicio pero constitutivamente, no como excepcionalidad, que en los momentos cúlmines como los de una revolución directamente se viste con ropajes antiguos para poder transitar esa excepción y, cuando lo logra, abandona esos ropajes y vuelve a la normalidad en la que esa desconjuntura del tiempo se atempera, sin desaparecer. Esas sombras que no tienen cuerpos o bien presionan sobre los cuerpos vivos, para encarnar en ellos, para entrarles, o bien son esos cuerpos los que las conjuran, las invocan, para tener más fuerza mezclados con ellas. Lo importante de este movimiento de doble solicitación descolocada es que no hay soberanía de los actos del individuo sobre el presente, dice Eduardo, porque las sombras invocadas o metidas a presión en el cuerpo vivo que actúa le impiden a un individuo ser el dueño excluyente de sus acciones. Esto es: esta concepción dramática de la historia cambia radicalmente el estatuto del individuo soberano, dueño de sí, pleno en el presente, autor consciente de lo que hace, y por tanto, cambia también como pensar su libertad.
La libertad es un tema también central del libro. Que aparece lateralmente evocado, en este capítulo sobre Marx, pero también en el primer ensayo, sobre Coriolano. Coriolano era un patricio romano que tuvo una actuación decisiva en la batalla de la ciudad de Corioli. Sin embargo, a pesar de la gloria, se lo condenó al exilio porque estaba en contra de los derechos que Roma iba concediendo a los plebeyos. Extrañamente, Coriolano es leído por M. Walzer como un precursor del individuo moderno y, por tanto, del liberalismo, en tanto sería un desafiliado de los valores de la ciudad. Eduardo, siguiendo a Celine Spector, corrige este punto. Coriolano no era un desafiliado sino todo lo contrario, un sobreafiliado, un leal en extremo a los valores de la ciudad, o mejor de una ciudad, de una Roma, que estaba perdiéndose: la Roma de los patricios. Tal era su lealtad a estos valores, tal su exceso de adhesión, tal su fanatismo, que Coriolano muestra la “tragedia de la afiliación”, esto es, la hostilidad al cambio. Coriolano es tan devoto de una Roma pasada, que no puede vivir en la que viene perfilándose.
No es en él en quién puede verse cómo Shakespeare fue un precursor de los tipos de la política moderna -tal la hipótesis de Eduardo-, sino en Shylock, con su idea de derechos para actuar mal, y en Edmund, el hijo bastardo del conde Gloucester en El Rey Lear. En Edmund aparece el tema de la libertad. Edmund es un hijo extramatrimonial. Viene de la nada, no le debe nada a nadie. Su ruptura tanto respecto del deber como de los derechos, como de la herencia, lo vuelven un sujeto de la libertad “natural”, como le llama Eduardo, siguiendo a Juan Manuel Rodríguez. Cito: “Edmund se enfrenta a esa nada originaria de su nacimiento, a esa nada que es, y que el bastardo ve menos como un límite que como una posibilidad. Edmund es, para decirlo rápido, el hombre sin atributos, sin identidad, sin legitimidad, sin nada, y hace de esa nada originaria de la que surge, la condición misma de su tremenda, despiadada libertad. Una libertad natural, no convencional, no civil, no política. Una libertad que resulta de la misma ajenidad que experimenta respecto al mundo de las convenciones, los deberes y la ley. Edmund no le debe nada a nadie. Edmund es un self made man. No reclama nada, no reclama el derecho a hacer el mal (the right to do wrong: tal el principio fundamental, escribe Andrews hablando de Shylock, del liberalismo): simplemente lo hace. No es un right clamant: es un hombre libre”[4].
Edmund se bate a duelo con su hermano legítimo, Edgard, y a punto de morir, decide ir contra su naturaleza de villano y libre como es, hacer por esa vez el bien, decirle a su hermano dónde está Cordelia y evitar su muerte. Ahora bien, esta libertad (contra el orden social, contra las convenciones, contra el deber, contra los derechos, contra la propia naturaleza), dice Eduardo: “Esa libertad es, por supuesto, incompatible con ningún orden político estable, y por eso, para que sobre el final de Lear podamos vislumbrar el horizonte de ese orden político futuro, Edmund debe morir” (35).
Ahora bien, si esto fuera así, entre libertad (natural) y política se abriría un abismo. La libertad quedaría del lado del rebelarse a todo, incluso a la propia naturaleza, y excluida de un orden político. Sin embargo, no es esta la idea de libertad de Eduardo. En una conferencia homenaje a Emilio de Ípola, que quiero traer a colación, leída a principios de este mes en las X Jornadas de Estudios Políticos de la UNGS, aparece cómo Eduardo piensa la libertad en lo político. Eduardo repone la lectura de De Ípola del cuento “La muerte y la brújula”, de Borges, para desmentir la interpretación clásica que hace de uno de los personajes, Red Scharlach, el engañador perfecto del otro, el detective Lönnrot, que encontraría su muerte siguiendo el hilo de las pistas dejadas para él. De Ípola desmiente que haya un personaje activo y otro pasivo, uno consciente y otro engañado, en ese cuento, para decir que Lönnrot encuentra su muerte por un acto deliberado, justamente porque sabe que va a ser asesinado y así lo elige, porque es un suicida. Esta reposición del cuento sirve como metáfora de la relación entre estructura y acción: para De Ípola y para Eduardo (y podría incluirme en la tríada) hay política porque “los actores no están determinados, en sus acciones en el mundo, por ninguna estructura todopoderosa ni por ninguna ley de cumplimiento obligatorio, y por eso mismo el pensamiento teórico sobre la política debe, contra las “eufóricas certidumbres” de los “grandes edificios conceptuales de la reflexión social e histórica del siglo diecinueve y comienzos del veinte” (y De Ípola aclara, en nota al pie: los bolcheviques, los discípulos de Rosa Luxemburgo, los marxistas-leninistas de temperamento mimético y secreta vocación religiosa, los fundamentalistas islámicos o de cualquier otra observancia, los filósofos de la historia al estilo de Hegel…”) hacer suya la comprensión de que “más allá de toda garantía, más allá aún de las ‘condiciones objetivas’, hay en el actuar político un indispensable coeficiente de apertura y de apuesta sin el cual carecería lisa y llanamente de sentido”. Esto es, parafraseo, que la libertad aparece ligada a la acción en política -otra vez Arendt-, y no más allá de ella, y no como su alteridad excluyente: aparece ligada a la posibilidad (incluso a la posibilidad fracasada o justamente en la posibilidad fracasada) de ir contra la norma, la convención, el orden social, el deber y las habilitaciones del derecho, pero en medio de ellos mismos y no por fuera. Algo que también aparece en Hegel, si pensamos la necesidad constitutiva de la transgresión para y en el derecho.
Otra manera de pensar la libertad en este libro se lee en el rol de ciertas mujeres. En algunos casos, las mujeres aparecen como la ocasión necesaria para cambiar el orden. Es el caso de la violación de Lucrecia por el hijo del odiado rey Tarquino, que provoca el golpe de estado que da lugar a la república romana. Lucrecia no es sólo violada, es también la que después de abusada llama a su marido y a su padre para que generen el golpe y la que se suicida, para confirmar los valores a los que está ligado el género femenino en la república: la castidad y la modestia (puditia). El suicidio también está en la Porcia antigua, que come brasas de la cocina, como una manera de mostrar su rechazo a la exclusión de las mujeres de la vida ciudadana en Roma. Está también en la Porcia de El mercader de Venecia, que se traviste de abogado varón para poder quedarse con la fortuna que le había dejado en testamento su padre. Las mujeres aparecen marcando cómo los valores asociados socialmente al género las aplacan, excluyen, limitan y toman en la adhesión o en el rechazo de esos valores una forma de ejercicio de la autonomía. Son, sin embargo, heroínas aisladas, algo sacrificiales, movidas a veces por un ideal que asocian con las figuras de padre, hermano o guerrero cercano, que buscan cierta igualación en el ejercicio de actuar. En su búsqueda de autonomía, en su estar en/para la ocasión, en su inconformidad con el rol (no) asignado, se ganan un nombre propio y asumen una forma precaria pero incipiente de libertad. Existen, lo que no es poco, en medio de una Roma guerrera, expansionista, viril, heroica, célebre: algo de esa Roma es por suerte una poesía del pasado que las mujeres podemos invocar, para burlarnos en cofradía.
Este es un libro precioso. Leerlo es entablar una conversación en la que se impone la oralidad marcada de Eduardo. Eduardo vuelve dones a sus obsesiones, las comparte como herramientas para pensar un presente que con ellas se torna mucho más rico, mucho más atractivo, mucho más estético, mucho más abigarrado y profundo que el que vemos a simple vista. De la lectura de este libro no se sale, sino que se entra en escenarios, como si esa distancia teatral permitiese medir mejor en qué punto del drama nos encontramos y como si esa distancia permitiese una risa subversiva.
Cecilia Abdo Ferez es Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Dr. phil. por la Facultad de Filosofía III de la Universidad Humboldt de Berlín, con una tesis sobre la filosofía política de Spinoza. Es profesora asociada de “Teoría Política y Social II” en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y titular de “Filosofía” en el Departamento de Artes Visuales de la Universidad Nacional de Artes (UNA). Es investigadora independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y del Instituto de Investigaciones “Gino Germani” de la UBA. Dirigió la Maestría en Teoría Política y Social en UBA y co-dirige la Revista de Teoría Política “Anacronismo e Irrupción”. Sus estudios versan sobre la teoría y la filosofía política de la modernidad temprana, en particular sobre concepciones de individuo y sujeto, y sobre lecturas feministas de pensadores modernos, en particular de Spinoza y Hegel. Sus últimos libros son Ensayo sobre la libertad (UNGS, 2019), Libertad y cuerpo (Miño y Dávila, 2025) y la reciente compilación junto a Diego Fernández Peychaux de una serie de ensayos sobre la cuestión de la libertad, La libertad no tiene espinas (EUDEBA, 2025).
[1] Rinesi, E. (2025) Amor a Roma. Buenos Aires: Ubu p.57
[2] Ibid., p.79
[3] Ibid., p.56
[4] Ibid., p.33