Por Sofía Lanchimba
Como respuesta al paro nacional que se extendió entre septiembre y octubre el presidente ecuatoriano Daniel Novoa mostró uno de sus ejes de gobierno: la violencia y el terror al servicio de las grandes corporaciones. Sin embargo, para la investigadora Sofía Lanchimba, esta agenda de gobierno no está definida sino que se encuentra en disputa, y el plebiscito del domingo 16 de noviembre puede representar una consolidación del terror pero también un freno esperanzador.
En Ecuador, el terror ha dejado de ser una excepcionalidad para convertirse en una pedagogía, estrategia y un proyecto político. En medio del último paro nacional desarrollado entre septiembre y octubre de este año, doce personas fueron detenidas en Ibarra y enviadas a cárceles de Portoviejo y Esmeraldas. En esta última, 17 personas habían sido asesinadas el mismo día del traslado. El terror paralizó a todos porque el mensaje fue entendido con claridad: todo aquel que proteste será procesado penalmente como terrorista y será enviado a cárceles donde su integridad y vida correrán un alto riesgo.
El gobierno atravesó otro límite al exceder con creces la criminalización de la protesta social y usar el terror de manera pedagógica con la intención de contener el descontento y disciplinar al resto de la población. Las cárceles mencionadas han sido escenarios de masacres consecutivas en los últimos años: más de 20 masacres han dejado cerca de 600 personas asesinadas. Lo que significaba dejarlos a merced de la muerte o la tortura, como cuerpos descartables.
En este hecho, así como en la sistematicidad de acciones llevadas a cabo en los 32 días que duró el paro podemos entrever de cuerpo entero el proyecto político del presidente Daniel Noboa. No sólo se trata de una agenda económica que beneficia a las élites a las que pertenece como heredero de la principal fortuna del país; el suyo es un proyecto de dominio cuyo principal eje es la violencia y el terror. Su proyecto está alineado a los intereses extranjeros, por ello, su gobierno está profundizando los procesos de acumulación de capital mediante el extractivismo y ofreciendo mejores condiciones a las empresas privadas siguiendo el plan de ajuste del Fondo Monetario Internacional.
Para llevar a cabo este proyecto, Noboa ha descubierto cuán efectivos son el miedo y el terror para obtener ventajas en el campo político. En nombre de la seguridad y del combate al narcotráfico, por ejemplo, ha incrementado el impuesto al valor agregado (IVA), ha impulsado leyes que benefician a las élites económicas, ha declarado un Conflicto Armado Interno, ha logrado el uso de las fuerzas armadas en actividades de seguridad, ha extendido prerrogativas a miembros de la policía y el ejército, etc. Es decir, ha usado el terror como estrategia para implementar su agenda económica y militar.
A lo largo de los 32 días del paro pudimos observar cómo su proyecto político intenta sustituir la política por la pura violencia, cambiar las preocupaciones sobre justicia social por seguridad, reemplazar el diálogo democrático por obediencia o tratar un conflicto social con una lógica militar y de guerra. El suyo es un proyecto que busca deshacerse de la fuerza social que ha impedido que el neoliberalismo se aplique en toda su extensión.
Este proyecto, no obstante, aún está en juego. Con ello, quiero decir que la eliminación del subsidio al diésel, que dio inicio a las movilizaciones entre septiembre y octubre del 2025, son apenas la gota que derramó el vaso. Lo que en verdad está en disputa en las calles y en la próxima consulta popular a desarrollarse el 16 de noviembre son los límites democráticos del Ecuador. Los sujetos movilizados no sólo se oponen al incremento del costo de la vida que implica la eliminación del subsidio, sino a un país más desigual y autoritario. Como en el 2019 y en el 2022, los pueblos y nacionalidades indígenas fueron la fuerza social, que cargada de memoria, se niega a obedecer y apuesta por un proyecto de país más inclusivo, sin racismo y sin desigualdad. A pesar de la brutal violencia del Estado y del terror que infunde manifestarse, la enorme valentía con la que resistieron los pueblos de Imbabura hace de su dignidad un refugio de esperanza.
Si bien las movilizaciones del 2025 se engarzan al ciclo de movilización iniciado en 2019, podemos observar diferencias con las revueltas de ese año y el 2022. En inicio podemos decir que no existió ni la masividad, ni la fuerza y dirección que caracterizaron a las revueltas anteriores. El paro se llevó a cabo principalmente en Imbabura y fue acompañado por acciones intermitentes en otras provincias. Lo que facilitó una represión focalizada, móvil e híper violenta que dejó ver la enorme inversión que han recibido las fuerzas armadas y la policía.
La movilización enfrentó un escenario distinto que se debe en gran medida a las acciones preventivas que ha ido tomando el Estado luego del 2019. Noboa sabe que para implementar su proyecto debe neutralizar y desarticular la fuerza de la movilización social que desafió al Estado en 2019 y 2022. Públicamente ha dicho que no dejará que suceda otra revuelta de esa magnitud. En perspectiva regional, hay que comprender que pocos países en América Latina comparten el músculo social que tiene Ecuador. Éste ha impedido que se implemente el ajuste neoliberal y la extracción de sus recursos en toda su extensión, tanto en la década de los noventa como en las recientes revueltas. Por ello, la aplicación de la nueva fase neoliberal es mucho más agresiva y violenta.
Y con la convocatoria a una constituyente parecería que no sólo se busca implementar lo que no se pudo en los noventa sino eliminar los avances que se consiguieron con la Constitución del 2008. Esto significa retroceder en las fronteras democráticas que se había logrado con la inclusión de nuevos sujetos y derechos en el campo político.
En estas últimas movilizaciones también podemos ver un patrón regional: el uso del discurso del terrorismo y narcoterrorismo como instrumento político para habilitar acciones ilegales. En el caso de Ecuador y Brasil, por ejemplo, se han usado para intentar justificar ejecuciones extrajudiciales. Esto acontece en medio de una creciente militarización de la vida cotidiana en donde los estados de excepción se convirtieron en regla y donde la violencia es usada sin tapujos ni excusas.
Durante el paro, la violencia estatal segó la vida de tres personas, Efraín Fuerez, José Guamán y Rosita Paqui; dejó más de 500 heridos, alrededor de 23 personas mutiladas y otros tantos detenidos, torturados y desaparecidos temporalmente mientras sus familiares y organizaciones de derechos humanos los buscaban desesperadamente sin obtener información de parte del Estado. La violencia, además, tuvo un distintivo racial. A través de formas de humillación y sometimiento observamos que el proyecto en curso pretende reforzar las jerarquías de clase y las raciales.
Hay que notar, además, la otra cara de la intervención del gobierno, una más refinada y astuta, comprando lealtades, repartiendo bonos y tractores en territorios estratégicos para desactivar el conflicto. En esta ocasión fue evidente que el movimiento estuvo desprovisto de liderazgos con capacidad de dirección. Las bases fueron quienes sostuvieron la movilización, incluso en clara rebeldía y desobediencia a sus propias dirigencias.
Y aunque en esta ocasión la movilización no tuvo los logros del 2019 o del 2022; hay que reconocer que, en un escenario profundamente adverso para la protesta social, marcado por el miedo y la parálisis; la movilización rompió con el aparente consenso y aprobación del que gozaba Daniel Noboa, desnudó el carácter violento de su proyecto político y posibilitó una resistencia abierta.
Durante 32 días se produjeron cortes de carretera, marchas, plantones, expresiones artísticas, pronunciamientos de universidades, actos de solidaridad de la comunidad migrante en el extranjero, etc. La resistencia se sostuvo en las ollas comunitarias y en el tejido de solidaridades entre el campo y la ciudad y entre diversos sujetos.
La movilización, además, ha contagiado el ánimo a otras voces descontentas que no se atrevían a salir a las calles. Los malestares son múltiples y diversos, no sólo es la desesperación que provoca el encarecimiento del costo de la vida, la falta de empleo y el constante empobrecimiento. Según datos del Banco Mundial, tres de cada diez ecuatorianos están en riesgo de pobreza y los sectores más afectados son los hogares rurales, indígenas y aquellos encabezados por mujeres. La inseguridad ha rebasado los límites históricos. Ecuador tiene la tasa más alta de asesinatos violentos por cada 100.000 personas; probablemente el 2025 será el año más violento de su historia. En esta situación que ya es de extrema vulnerabilidad; las poblaciones indígenas enfrentan, además, procesos extractivos que amenazan con el despojo de sus territorios y recursos. Y, por si fuera poco, a esto se suma el silenciamiento, el asedio en sus propias casas, la violencia, la muerte y la humillación de la que han sido objeto en sus propios territorios en medio del paro nacional.
Luego de tantos años de resistencia y de avances en materia de derechos, Ecuador acaba de vivir escenarios de violencia militarizada que recuerdan a las dictaduras más sangrientas de la región. Sobran las razones para manifestarse; pero el uso del terror como pedagogía, estrategia y en sí mismo como proyecto de obediencia está distorsionando el campo político y la movilización social. A pesar de ello, las comunidades se mantienen en resistencia, ahora a través de asambleas y en campaña por el NO a una nueva constituyente.
En resumen, por un lado, está en marcha un proyecto regresivo, autoritario e híper violento que gobierna para los intereses de las élites a través del terror y que parecería intenta reforzar las jerarquías raciales y de clase. Por otro, una fuerza social que se resiste a la obediencia pura y que abreva de una temporalidad larga de resistencia: más de 500 años. Entre el terror y la esperanza, el presente aún está en disputa. Y aunque la fuerza de la movilización ha sido puesta a prueba, aún no ha sido rota.
Sofía Lanchimba es doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Ciencias y Humanidades (CEIICH-UNAM). Sus investigaciones se enfocan en el estudio de movimientos sociopolíticos y su relación con el Estado de los que se desprenden varias publicaciones.
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