Por Bárbara I. Ohanian
La mañana del jueves 21 de agosto de 2025 trajo la noticia de la muerte de Juan S. Pegoraro, pionero en los estudios sobre control social y referente central en el análisis del Delito Económico Organizado. En esta evocación, Bárbara I. Ohanian, directora del Programa de Estudios del Control Social (UBA), arriesga la noción de materialismo irreverente para nombrar aquel modo de ser y estar entre lo intelectual, lo institucional y lo afectivo que Pegoraro encarnó, articulando -no sin tensiones- la herencia marxista con una lectura latinoamericana y situada de Michel Foucault. “Este trabajo, entonces, tiene un doble punto de partida -dice la autora- por un lado, su lectura crítica y situada de los ilegalismos, que pensaba el poder desde sus mezclas, sin purezas ni moralismos. Del otro, el Juan que sigue actuando en nosotrxs, en esa práctica de pensamiento colectivo que mezcla teoría y vida.”

Este artículo se propone explorar las derivas críticas de la obra y la práctica intelectual del Profesor Juan S. Pegoraro a partir de lo que aquí denomino materialismo irreverente: una forma de pensamiento encarnado que articula, en tensión, la herencia marxista con una lectura latinoamericana situada de Michel Foucault. Juan Pegoraro (1938-2025), maestro y formador de generaciones, es una referencia ineludible de la sociología del delito y del control social en Argentina. Su muerte el pasado 21 de agosto deja un legado intelectual, institucional y afectivo sobre el cual las palabras que siguen buscan transitar. Su trayectoria –del exilio mexicano a la creación del Programa de Estudios del Control Social en la Universidad de Buenos Aires, y de sus tempranos años en Santa Fe como abogado, a su amor por el cine, la novela negra y el entusiasmo por su reciente participación en el documental Cuellos Blancos sobre Vicentín– condensó una forma singular de reflexión, transmisión y práctica. Fundador de la revista Delito y Sociedad, creador de la materia Delito y Sociedad en la carrera de sociología de la UBA, Pegoraro no sólo abrió un campo de estudios, sino también una manera de entender el poder y sus ilegalismos en y desde América Latina.
El punto de partida no es sólo teórico sino también institucional e histórico: el Programa de Estudios del Control Social (PECOS), fundado por Pegoraro en el Instituto de Investigaciones Gino Germani en 1994, constituye un espacio de pensamiento colectivo donde la pregunta por los ilegalismos y las formas de poder se enlazó con una transmisión política y afectiva. El concepto de materialismo irreverente busca nombrar ese modo de pensamiento que asume la materialidad de las relaciones de poder sin someterse a su moralización, se trata de un pensamiento que se desplaza entre la crítica y la ironía, entre la teoría y la vida, entre la historia y la actualidad.
Este trabajo, entonces, tiene un doble punto de partida. De un lado, el Foucault que Juan Pegoraro hacía circular en el PECOS: una lectura crítica y situada de los ilegalismos, que pensaba el poder desde sus mezclas, sin purezas ni moralismos. Del otro, el Juan que sigue actuando en nosotrxs, en esa práctica de pensamiento colectivo que mezcla teoría y vida.
Juan encarnó un modo de ser que se caracterizó por una articulación práctica del arte, la literatura, la sociología, la filosofía, el derecho, la poesía, la música, el cine. Donde el elemento más importante es la mezcla en sí, la fusión y también el juego de saber entrar y salir simbólicamente de esa totalidad.
En ese entre –entre Foucault y Pegoraro, entre la lectura y la práctica colectiva, entre los distintos autores y autoras que han poblado las sesiones semanales del seminario del PECOS cada jueves, y el modo a su aire en que Juan combinó todo eso– se abre lo que, como decía, quiero llamar materialismo irreverente: una forma de pensamiento encarnado, quizás hasta mestizo, nacida también del encuentro con ese Foucault más materialista.
El Foucault de los años setenta, el de Vigilar y castigar, fue el que más lo interpeló. Este libro, Vigilar y Castigar, del que suele decirse que es el más marxista de Foucault, llegó a las manos de Juan a través de Lito Marín. Ese desplazamiento del poder que prohíbe al poder que produce fue una de las ideas que más lo impactaron. En esa recomendación, en esa lectura se jugó algo más que una afinidad teórica; hubo una complicidad de época. Leer Vigilar y castigar en los años del exilio era también pensar las tecnologías de poder desde América Latina, en un mundo atravesado por dictaduras, desigualdades y represión.
Para Pegoraro, ese texto abrió la posibilidad de leer las formas del control no como abstracciones, sino como prácticas materiales, buscando los observables de los modos concretos de organización de la vida social, del “orden social”. Porque no hay sociedad, hay orden social. Esta diferenciación es central y es sin duda una seña de identidad compartida para reconocernos entre quienes hemos pasado por el PECOS. La “sociedad”, el concepto de sociedad, es una entelequia que no deja ver que todo grupo humano al constituirse necesita de un orden, que es arbitrario, que establece jerarquías, produce reglas de inclusión y exclusión, prohibiciones, coacciones. Es decir que no existe una sociedad en la medida en que existe la ley. A Juan le gustaba citar esta frase de Foucault que está en El pensamiento del afuera: “Si estuviera presente en el fondo de uno mismo, la ley no sería ya la ley, sino la suave interioridad de la conciencia.”
Así, la noción de “gestión diferencial de los ilegalismos”, enunciado en la última parte de Vigilar y castigar, fue una puerta de entrada para hacer inteligible el orden social. Más aun, el foco estuvo en la trama misma de los ilegalismos que no solo se gestionan, sino que producen lazo social. Lo que le interesaba a Pegoraro era cómo esa transgresión organiza vínculos, instituciones, jerarquías. Sin embargo, su mirada no se dirigió a cualquier ilegalismo. En su libro Los lazos sociales del delito económico y el orden social, plantea justamente que “los delitos populares o comunes cumplen la función de crear la sensación de que ellos son la gran amenaza al orden social y a la vida ciudadana, debilitando o neutralizando la comprensión crítica del orden social.” Cuando en realidad, estos delitos “tan publicitados en los medios de prensa, cumplen con tal publicidad la función de encubrir que el mantenimiento del orden social se sustenta en una continua “acumulación originaria perpetua”, generalmente ilegal, algunas veces violenta o estructuralmente violenta, basada en la utilización de relaciones de poder, de dominación, de desigualdad.”[1]
Sobre esa administración diferencial de ilegalismos, su propósito fue mirar donde habitualmente no se mira: hacia los ilegalismos de los poderosos, de los empobrecedores –como le gustaba decir–. Su atención estaba puesta en los poderosos, en los delitos de cuello blanco, en esas asociaciones diferenciales (a la Sutherland) que se tejen en los espacios por donde circulan: countries, barrios cerrados, lobbies de hoteles lujosos, campos de golf, restaurantes de cinco tenedores, zonas exclusivas para vacacionar. Dejar de mirar el kétchup de la página roja y la socialización de los empobrecidos, para atender la trama donde se reproducen posiciones de poder y se encarnan personificaciones cuyos actos gozan de impunidad penal e inmunidad social.
En el último tiempo, Juan dedicó especial énfasis hacia los mecanismos financieros que sostienen una “acumulación dineraria ilegal”. Una forma de acumulación originaria continua y perpetua –al modo de Harvey y su “acumulación por desposesión”– propia del modelo de capitalismo neoliberal, que requiere “una ingeniería que dispone o utiliza instituciones que realizan actividades con límites difusos entre lo legal y lo ilegal como los grandes bancos privados nacionales e internacionales donde se depositan transitoriamente esos dineros acumulados; también de estudios jurídicos–financieros acreditados con fuertes lazos sociales con funcionarios políticos, jueces, empresarios, financistas, lobistas que realizan tareas necesarias para “limpiar” el origen del dinero acumulado por las prácticas delictivas o ilegales o fraudulentas.”[2]
Su teoría sobre el “delito económico organizado” buscaba darle estatuto ontológico a esa imbricación entre lo legal y lo ilegal sin considerarlo fracaso del orden social, sino estudiándolo en su positividad, en su productividad. Justamente en su manera de leer –como en su modo de vivir–, creo que algo de lo que le llamaba la atención al estudiar los ilegalismos tenía que ver con ese “cómo”, con cada cruce específico inescindible de una materialidad historizada que abría también un modo de pensar el “entre”, ese espacio intermedio donde las categorías se vuelven porosas.
En su lectura de los ilegalismos le interesaba ver cómo esas zonas grises –entre lo legal y lo ilegal, lo público y lo privado– producen la forma misma del lazo social. Ahí el límite no es prohibición; es condición de inteligibilidad. En esa frontera se cruzan también otras lecturas, como Bataille y Girard, dos invitados recurrentes a la mesa de la Sala de Reuniones del “Inmarcesible” como nombraba Juan –con sus infinitos neologismos borgeanos– al Instituto de Investigaciones Gino Germani.
Por un lado, entonces, las lecturas de Bataille, con la idea de que el exceso no destruye el límite, sino que lo convoca. Ahí la pregunta por el límite es un campo de experimentación en todo su espesor. Donde yo, Bárbara, agregaría a disgusto de Juan, al último Foucault, al de la ontología crítica de nosotros (y nosotras) mismos que propone trabajar sobre los propios límites. Por el otro, otro clásico del PECOS, Girard y su advertencia sobre el peligro de la indiferenciación, de ese momento de caos extremo causado por la mímesis incontrolada.
Y Pegoraro conocía bien ambos movimientos. Esa conciencia del límite y del exceso no quedaba en el plano teórico: tenía su correlato en su forma de estar en el mundo. Sabía que sin exceso no hay vida, pero también que sin diferencia no hay pensamiento.
Muchas veces Juan decía “yo soy un bacán”, y no era una ocurrencia. Era una manera de reconocer su inscripción en el orden social y, al mismo tiempo, de ponerla en cuestión: de nombrar el privilegio sin disimularlo, pero también de volverlo ironía. En esa frase se cifra parte de su mirada del mundo, implicada, política, nunca indulgente. Y también algo de un gesto barroco: esa forma de exceso contenida, de conciencia de la forma misma, que no niega el orden, sino que lo desplaza, lo vuelve escena. Ese gesto barroco puede pensarse también como una expresión del materialismo irreverente: una manera de habitar la contradicción sin resolverla.
Y creo entonces, que para Juan lo político era el aire que se respiraba al pensar, el pensamiento que sólo puede existir en su vitalidad. Para dar apertura a su libro Juan eligió dos epígrafes que ilustran mucho mejor esto que quiero evocar.
“Siempre tuve intenciones de leer metafísica,
y cuando me sentaba, venía la vida y me distraía.”
Macedonio Fernández, Papeles del Recién Venido.
“Se habla enamorado y no del amor.
Se habla claro, no de la claridad.
Se habla libre, no de la libertad.”
Juan Gelman, Bajo la lluvia ajena.
Ahí está, me parece, su modo de entender lo político. En Juan, lo político, lo intelectual y lo institucional estaban tejidos. No eran esferas separadas, sino distintos planos de una misma respiración. Pensar, transmitir, convidar un encuentro, escribir unos correos que eran arte, pero sobre todo conversar cara a cara, con sus relatos sobre México y Santa Fe, eran modos de una misma práctica: la de sostener una mirada sobre el mundo sin desprenderla nunca de la historia. Por eso, cuando digo historia, no hablo de erudición ni de fechas. La historia, para Juan, latía en el presente, era un modo de mirar, de ver en la vida cotidiana las marcas de la desigualdad y del poder.
Hay en esa forma de vivir la historia una política del tiempo. Un pensamiento tramado en la historia de las luchas pero que no se mide por la victoria, sino por la persistencia. Pensar como quien mantiene encendida una conversación aun en la derrota, porque la derrota –como nos enseñó– es inexorable pero no es eterna. Por eso, cuando hablaba de historia, no lo hacía desde la nostalgia, sino desde el deber, desde el impulso de mantener la historia viva: la vitalidad de las ideas, de los gestos, de los ritmos y ritos compartidos. Porque la historia es la vida y Juan sabía vivir. Y saber vivir es irreverente.
En Juan, pensar era convocar presencias. No tanto desarrollar una idea como abrir una escena donde las cosas pudieran encontrarse: un recuerdo del exilio en México, un finado de Francia, una película del neorrealismo italiano, un verso de Juan Ele, una consigna partisana, o una copita de mezcal. En esa trama –nuevamente el “entre”, la combinación, la mezcla– lo lejano se hacía cercano y lo pasado se volvía actual.
El pensamiento era un modo de aparición. Cada jueves, en el PECOS con él, los tiempos y los mundos se rozaban: la política con la poesía, el archivo con la amistad, la historia con el presente. No se trataba de sumar referencias, sino de hacer decir según su voluntad, de dejar que cada una trajera su intensidad, su centelleo. Como en esa imagen que Foucault trae de Nietzsche –el conocimiento como el resplandor de dos espadas que se cruzan–, en el pensamiento de Juan la mezcla no borra las diferencias: las hace brillar.
En su forma brava pero también generosa de la herencia legada por Juan, la mezcla nunca es confusión. Es una colección infinita de detalles que condensan misteriosamente toda la existencia. Su potencia aparece en el punto justo en que las cosas se tocan, y algo nuevo se empieza a encender. Por eso pensar con Juan no es repetirlo. Es seguir pensando desde el movimiento que abrió, con los materiales que el presente ofrece.
Y quizás eso sea lo que todavía hoy nos convoca: una manera de pensar que no busca clausura; una conversación abierta que se mantiene encendida en el tiempo. Por eso puede decirse que Juan fue, es, en el sentido foucaultiano, un fundador de discursividad. No sólo produjo conceptos, sino condiciones de enunciación colectiva. El PECOS no es sólo un programa de estudios: es un dispositivo de discurso, una lengua viva que sigue generando complicidades, ritos, lealtades, compromiso y desobediencia.
Y la desobediencia, hoy, en parte, quizás pase por ahí. Por juntarse todos los jueves a discutir, porque nos gusta hacerlo colectivamente. En tiempos donde todo debe justificarse, seguir encontrándonos sin más utilidad que la práctica de pensar juntos es casi un gasto improductivo y, justamente por eso, un gesto político.
Creo que a él le hubiera gustado que lo recordáramos como un librepensador. Y creo que lo fue. Tal vez eso sea también lo que llamamos materialismo irreverente: una insistencia en la vida, una inquietud colectiva por la libertad.
Bárbara I. Ohanian. Doctora en Ciencias Sociales. Licenciada en Sociología y en Psicología. Desde el año 2018 dirige, junto a Gabriela Seghezzo, el Programa de Estudios del Control Social (PECOS) del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires. Es docente de la carrera de Ciencia Política (UBA), participa en el Observatorio de Seguridad de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), y es profesora en la Maestría de Derecho Administrativo (UNPAZ). Es miembro del Consejo de Redacción de la Revista Delito y Sociedad y editora en la Revista Bordes de la Universidad Nacional de José C. Paz.
[1] Pegoraro, J. S. (2015). Los lazos sociales del Delito Económico Organizado y el orden social. Buenos Aires: EUDEBA. p. 53
[2] Pegoraro, J. S. (2019). Capitalismo neoliberal e ilegalismos. Violencias delictivas >Acumulación dineraria ilegal> Inversión financiera ilegal. Argumentos: revista de crítica social (21) (pp. 412–441). p. 431
Imagen de portada: AdrianSchweiz en Pixabay.


