Discapacidad y políticas de la crueldad
Ciudadanías injustas

Por Macarena Marey

¿Qué hacer frente al dolor ajeno? Esta pareciera ser la pregunta política por excelencia, el motivo por el cual vivimos juntos. Sin embargo, en tiempos como estos, donde la crueldad se naturaliza cada día, la pregunta por la responsabilidad individual ante el sufrimiento de los otros se vuelve un imperativo moral. La filósofa política e investigadora del CONICET, Macarena Marey, reflexiona aquí sobre las condiciones políticas, éticas y sociales que hacen que unas vidas cuenten más que otras, y sobre la necesidad de hacer algo frente a ello. 

 

Lo que sigue es un poco de divulgación de filosofía política para pensar acerca de las personas que se emocionan con los relatos sobre la discapacidad y al mismo tiempo votan funcionarios que vacían la salud pública y/o no hacen absolutamente nada para frenarlos.

En 1845, un jovencísimo Friedrich Engels sistematizó un concepto que ya venía apareciendo en los diarios obreros. Este concepto llenó (llena) un hueco epistémico, evaluativo y semántico que, incluso hoy, el lenguaje ordinario de la ciudadanía de las democracias tiende a saltar cada vez que se lo cruza: “asesinato social” (crimen y masacre social son variantes del giro). Traduzco el pasaje en el que Engels lo describe. Es algo largo, pero vale la pena:

Cuando la sociedad pone a cientos de proletarios en una condición tal que necesariamente caen en una muerte prematura y antinatural, una muerte tan violenta como la muerte por la espada o por la bala; cuando desposee a miles de las condiciones necesarias para la vida, poniéndolos en unas circunstancias en las que no pueden vivir; cuando los fuerza por el fuerte brazo de la ley a permanecer en esa situación hasta que llega la muerte, que es la consecuencia necesaria de esas circunstancias; cuando esa sociedad sabe, y lo sabe muy bien, que estos miles necesariamente caerán víctimas de tales condiciones y sin embargo deja que estas condiciones continúen, entonces esto es tan asesinato como el acto de un individuo, solo que más oculto, un asesinato más pérfido, un asesinato contra el cual nadie puede defenderse, que no parece ser un asesinato porque no se ve al asesino, porque este asesino es todos y también nadie, porque la muerte de la víctima parece ser natural y porque se trata menos de un pecado acción que de un pecado de omisión. Pero sigue siendo asesinato.[1]

El libro se llama La situación de la clase obrera en Inglaterra y Engels está hablando de las muertes cotidianas y normalizadas de la clase obrera inglesa, muertes por mucho prematuras respecto de la esperanza de vida de las clases pudientes, muertes por enfermedades adquiridas por culpa del hacinamiento y la insalubridad de los barrios obreros en las ciudades cada vez más industrializadas de Inglaterra, muertes infantiles por enfermedades evitables y desnutrición, muertes por “accidentes” laborales y, en resumen, mil formas evitables de la muerte. Anotado al pasar: la muerte sí distingue entre clases, pieles, géneros; la muerte discrimina y no somos iguales frente a ella, a pesar de lo que recen los lugares comunes del consuelo. No es lo mismo morir aplastado en una mina que morir de vejez en la cama de una mansión; no es lo mismo morir porque el Estado no suministró los medicamentos para el cáncer que morir por conducir uno mismo un auto de alta gama a más de la velocidad permitida y en estado de ebriedad. Las primeras muertes son producto de la injusticia estructural y tienen no solo culpables sino también responsables; en las segundas, los muertos no son víctimas de la injusticia (quizás incluso lo contrario).

Judith Shklar fue una de las teóricas judías que tuvieron que migrar forzadamente hacia América del Norte desde la Europa nazificada y que hicieron su carrera en la academia de los EEUU (otras como ella fueron Hannah Arendt y Ellen Meiksins; si bien Meiksins nació ya en los EEUU, sus padres, letones como Shklar, habían migrado forzadamente un año antes de su nacimiento). En 1990, Shklar publicó un libro muy importante para los estudios sobre la injusticia: The faces of injustice (Las caras de la injusticia). Como el libro de Engels, la importancia de este libro radica, entre otras cosas, en la acuñación de conceptos.

Muchas veces los aportes significativos de la filosofía consisten en poner nombres y sistematizar nociones, ideas e intuiciones conceptuales que una sociedad o movimiento social ya anda rumiando. (Contra lo que se suele repetir sin pensar, la filosofía, como casi toda teorización, no es inútil ni ineficaz; si lo fuera, no existiría la censura). El nombre del concepto viene a subsanar un vacío no solo semántico; nombrar un fenómeno sirve para entender mejor la realidad en términos de justicia. Si no sabemos que algo malo que ocurre no es una inevitable cuestión de mala suerte o del curso natural del mundo sino producto de la injusticia, es decir, de acciones y omisiones humanas e institucionales, difícilmente podamos combatirlo. Un ejemplo de la historia de las luchas feministas es el concepto de violación conyugal: una vez que podemos llamar “violación” a un acto de sexo forzado dentro del matrimonio, podemos dejar de verlo como un fenómeno inevitable de la vida familiar y actuar políticamente para que deje de ocurrir. (Para más de esto, remito al libro de Miranda Fricker, Injusticia epistémica, y todos los debates que suscitó). Claro que para que la violación conyugal deje de ocurrir se necesitan no solo nuevos giros, sino sobre todo leyes, cambios culturales y políticas públicas, todo lo cual viene por la acción política organizada y no por magia, la acción de la providencia o por naturaleza. (Es por esto que los discursos de la resiliencia son cómplices de la injusticia, como también lo son esos estoicismos perversos que pululan en las redes sociales y que no tienen nada que ver con la Stoa griega y el estoicismo romano).

Vuelvo a Shklar: el concepto que me interesa traer aquí es el de injusticia pasiva. ¿A qué se refiere Shklar con esto?: “Por injusticia pasiva no me refiero a la indiferencia habitual a la miseria de los otros, sino a un fracaso específicamente cívico […] a la hora de frenar actos privados y públicos de injusticia”. Se trata del famoso “mirar para otro lado” que, por ejemplo, tuvo su protagonismo como disposición moral ciudadana en la “gente común” de la Argentina durante la última dictadura y que hoy, bajo el gobierno de Milei, vuelve al centro de la escena mental y emotiva. No es que solo aparezca en momentos como este; es que en momentos como este el hacerse la sota hace mucho más daño que nunca.

En 2011, Iris Marion Young publicó un libro bellísimo, Responsibility for justice (Responsabilidad por la justicia), en el que lleva los análisis de Shklar acerca de la injusticia y de Arendt sobre la distinción entre culpa y responsabilidad al nivel político de la acción colectiva dentro de las democracias constitucionales. La teoría de Young sobre la responsabilidad compartida por la justicia se refiere a la “injusticia estructural”, que es más profunda que la interpersonal y que casi siempre la posibilita. La injusticia estructural, dice Young:

es diferente de al menos otras dos formas de daño, a saber: el que se produce por una interacción individual y el que es atribuible a acciones y políticas específicas de Estados u otras instituciones poderosas. La injusticia estructural es un tipo de daño moral diferente de la acción lesiva de un agente individual o de las políticas represivas de un Estado. La injusticia estructural ocurre cuando muchos individuos e instituciones que actúan persiguiendo sus fines e intereses particulares, mayormente dentro de los límites de reglas y normas aceptadas.[2]

Es decir: las personas que vamos actuando y omitiendo actuar en una sociedad vamos produciendo unas condiciones tales que además de hacer proliferar las injusticias interpersonales y colectivas son ellas mismas injustas. Y nadie es “el único culpable” de todo ese sistema. El punto es: somos responsables por sus efectos y resultados, del mismo modo en el que la sociedad inglesa de 1845 era responsable de la muerte prematura de la clase obrera, de su asesinato social, incluso cuando, por supuesto, seguramente había personas que eran culpables e imputables por esas muertes. La noción de responsabilidad adecuada para este concepto de la injusticia estructural se deriva de un “modelo de conexión social”:

Todos aquellos que contribuyen con sus acciones a los procesos estructurales con resultados injustos comparten responsabilidad por esa injusticia. Esta responsabilidad no es primariamente retrospectiva, como sí lo es la atribución de culpa o falta, sino más bien primariamente proyectiva. Ser responsable en relación con la injusticia estructural significa que uno tiene una obligación de unirse con otras personas que comparten esa responsabilidad para transformar los procesos estructurales de modo que sus resultados sean menos injustos.[3]

Un aspecto central de la injusticia estructural es, para Young, que las condiciones que genera suelen percibirse como una limitación objetiva a nuestras opciones disponibles y decisiones: “y qué le vamos a hacer”, “así es la vida”, “no tuve otra opción”. Esta visión de la injusticia como hecho inmodificable del mundo les viene muy bien a quienes más se benefician de esas estructuras: pueden seguir beneficiándose sin siquiera percibir ni mucho menos entender que sus vidas contribuyen al daño y hasta a la ruina de otras personas.

La desresponsabilización es producto del modo en el que opera la injusticia estructural, enviciando la percepción moral sobre uno mismo. Es demasiado común ver personas que se conmueven hasta las lágrimas con los relatos o bien inspiradores o bien morbosos sobre la discapacidad y que al mismo tiempo, sin ninguna sensación de contradicción interna, votan partidos y funcionarios que vacían la salud pública y destruyen la educación especial. Con las vejeces y la pobreza infantil ocurre algo similar: muchas personas se conmueven frente a la vejez vulnerable y la pobreza infantil y no hacen nada, absolutamente nada, cuando un gobierno veta aumentos y moratorias previsionales, ordena a las fuerzas de seguridad golpear violentamente a los jubilados que reclaman y no distribuye alimentos para comedores comunitarios cada vez más acudidos. ¿Qué fenómeno ocurre en esas conciencias?

El autoengaño moral es, sugerí, producto de las mismas condiciones materiales, institucionales y simbólicas injustas en las que viven quienes se conmueven por la discapacidad, la vejez y la pobreza y al mismo tiempo son incapaces de sentirse interpeladas por esos mismos hechos que les generan esas emociones. La reducción de lo social a lo afectivo en muchas teorías políticas y éticas contemporáneas alimenta este fenómeno. El autoengaño moral no es, sin embargo, algo que exculpe a quienes lo “sufren”. No vale decir “perdón, no me di cuenta”. La opacidad de la conciencia moral es un déficit mixto, tanto epistémico como ético. En el fondo, es producto de una modulación sistémica de la percepción del mundo. Pero la capacidad de percibir injusticia ahí donde la naturalización de la injusticia quiere que veamos mala suerte o algo fuera de nuestro campo de acción puede reeducarse y esta reeducación de la percepción social es ética y colectiva, es decir, una tarea compartida.

La próxima vez que alguien se conmueva por una narración acerca de un niño discapacitado, pregúntenle qué piensa hacer con esa emoción, más allá de simplemente sentirla para sentirse del lado del bien. Milei vetó hoy mismo (lunes 4 de agosto) la Ley de Emergencia en Discapacidad y el aumento y moratoria previsionales, recordémosle eso a esa persona. ¿Dónde quedaron las lágrimas vertidas en las redes sociales y las cadenas de Whatsapp durante el tratamiento de esas leyes en el Parlamento? ¿Qué piensa hacer la persona conmovida respecto de esos vetos? ¿Modifican esos vetos su forma de concebir la política argentina, se compromete de ahora en adelante a impedir con su voto (si es lo único que puede hacer, acaso) que gobiernos como el de Milei asuman el poder en el futuro?

El autoengaño moral es más fácil de superar de lo que se piensa. Lo difícil es aceptarse a sí mismo / misma como responsable por el dolor ajeno, la pobreza, la miseria y las muertes evitables, levantarse un día y darse cuenta de que uno mismo / una misma es parte responsable de un asesinato social por haber sido pasivamente injusto / injusta toda una vida. Por eso, cuanto antes una se quite la venda moral, menos doloroso será saberse parte del problema.

Todo esto que dije aquí también puede decirse sobre Palestina.

(Los libros que cité en esta nota están traducidos al castellano y se consiguen incluso gratis en la red).

 


Macarena Marey es Dra. en Filosofía, Investigadora en CONICET y profesora de Filosofía Política en la FFyL, UBA. Es autora de Diario de Galileo (Bosque Energético, 2025), Pensamiento postdistópico (FCE, de próxima aparición) y Voluntad omnilateral y finitud de la Tierra (LA Cebra, 2021) entre otros textos.

 


[1] (Engels. Die Lage der arbeitenden Klasse in England. Berlín: Dietz, 1952, pp. 135-136).

[2] (Young. Responsibility for justice. Oxford: OUP, 2011, p. 45).

[3] (Young, Op. Cit., p. 96).

 


Imagen de portada: Diego Conno

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