40 años de democracia
¿Con la democracia se cura?

Por Leonel Tesler

Las políticas sanitarias de estos 40 años de democracia presentan rasgos diferenciales, pero una matriz estructural que se mantiene relativamente estable. Tras el intento de Alfonsín de poner en práctica el Seguro Nacional de Salud, las políticas menemistas ubicaron a la salud no como un derecho sino como un servicio sujeto a las lógicas del mercado. Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner reubicaron a la salud como un derecho, pero montado sobre un sistema profundamente fragmentario y desigualitario. Leonel Tesler, Director del Departamento de Ciencias de la Salud y el Deporte de la UNPAZ, recupera el concepto de derecho a la salud como herramienta para poner en discusión el carácter fragmentario y desigualitario del sistema de salud en Argentina.

 

Recorrido por 40 años de políticas sanitarias en la Argentina

Apertura

Con la democracia no se cura. Los 40 años transcurridos desde que Raúl Alfonsín lo proclamara con fervor en su discurso de asunción a la presidencia parecen demostrarlo.  El ejercicio pleno del derecho a la salud sigue siendo una cuenta pendiente. Así de cruda parece ser la verdad si asumimos que “se cura” significa “puede ejercerse plenamente el derecho a la salud”. Sin embargo, si entendemos ese fragmento de manera literal, es probable que obtengamos una pista para encontrar un patrón en las políticas sanitarias implementadas durante las siete gestiones presidenciales que duraron más de seis meses desde diciembre de 1983.

Si el centro de la cuestión sanitaria es curar, se vuelven entendibles los esfuerzos realizados por décadas para construir un sistema centrado en la enfermedad y su atención. Sin pretender que esa frase haya marcado el rumbo, nos parece rescatarla como indicio de una forma de entender la salud desde la política.

Nos proponemos recorrer los últimos cuarenta años de políticas sanitarias intentando identificar rupturas y continuidades entre los períodos que identifiquemos. El objetivo será explicar cómo llegamos a este sistema de salud segmentado, fragmentado e injusto que, sin embargo, funciona y conserva una capacidad de respuesta que no es frecuente en países del Sur global.

La situación sanitaria al inicio del período democrático

Una de las características exasperantes del estudio del sistema de salud argentino en la historia reciente es la reiteración de un diagnóstico casi igual o muy parecido mucho más allá del cansancio. Tal vez sea a fines de 1983 o inicios de 1984 que empiezan a aparecer documentos que luego se replicarían con pocas variaciones durante décadas.

La democracia comenzaba con un país profundamente segmentado en términos de salud (y también en otros términos que exceden los alcances de este artículo). La destrucción sistemática del aparato productivo nacional ejecutada durante la última dictadura cívico militar fundó dos sistemas de salud claramente diferenciados que tuvieron un desarrollo en paralelo: uno era la continuidad del sistema basado en las obras sociales que había fundado la dictadura autodenominada Revolución Argentina (1966-1973) en acuerdo con la Confederación General del Trabajo (CGT) liderada por Augusto Timoteo Vandor y con la corporación médica representada por la Confederación Médica de la República Argentina (COMRA). El otro, un sistema estatal que se organizó a partir de la estrategia de Atención Primaria de la Salud (APS)[1] y que sumó a los hospitales estatales preexistentes miles de pequeños centros de salud distribuidos por todo el país.

El sistema de obras sociales funcionó entre 1968 y 1976 en un contexto de casi pleno empleo registrado, cubriendo a cerca del 85% de la población. Su financiamiento provenía de los aportes obligatorios de empleadas, empleados y empleadores. Las entidades  podían ser sindicales (estaban organizadas por rama de actividad y cubrían a quienes trabajaban en el sector privado), estatales (eran las obras sociales provinciales que se habían creado durante la década de 1950 y las direcciones o institutos de obra social de los ministerios nacionales, las fuerzas armadas y de seguridad federales, las universidades nacionales y los poderes Legislativo y Judicial) o especiales, como el Instituto Nacional de Servicios Sociales para Jubilados y Pensionados (INSSJP, conocido popularmente como PAMI). Basaba su funcionamiento en prestadores privados (profesionales independientes, clínicas y centros de diagnóstico). Las obras sociales que contaban con establecimientos propios (Ferroviarios, Telefónicos, Metalúrgicos, Bancarios) eran previas a la creación del sistema y se habían desarrollado especialmente durante los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1955). La política de apertura de las importaciones con un dólar muy barato que aplicó desde su inicio la última dictadura hizo que una parte importante de las y los habitantes del país se quedase sin trabajo y, por lo tanto, sin obra social para ellos y sus familias.

La parte estatal del sistema de salud era, a fines de 1983, el producto de algo más de un siglo de políticas dislocadas y a veces contradictorias. Si bien había hospitales públicos que databan de fines del siglo XIX, cuando la corriente higienista intentó aislar en grandes instituciones a las enfermedades y a sus pobres portadores, el grueso de los establecimientos existentes se había construido durante el primer peronismo. Por un lado, Ramón Carrillo había diseñado desde el Ministerio de Salud el primer proyecto de sistema de salud para el país, basado en un diagnóstico de situación y en el objetivo de garantizar equidad en el acceso. Por otro, la Fundación Eva Perón se ocupó de llevar a cabo grandes obras de infraestructura hospitalaria, la mayor parte de las veces en consonancia con el proyecto carrillista. Los hospitales más modernos habían sido construidos durante la dictadura autodenominada Revolución Argentina (1966-1973) bajo la figura de Servicios de Atención Médica a la Comunidad (SAMIC), que buscaba descentralizar la gestión en salud sin perder la posibilidad de una coordinación central.  A partir de 1979 se sumaron, de manera más o menos sistemática en diferentes partes del territorio, establecimientos pequeños, preparados para la atención ambulatoria, que venían a responder a la estrategia de APS que se empezaba a implementar.

La última dictadura dejó como legado un nuevo actor en el sistema de salud: las empresas de medicina prepaga. Esa fue la denominación que tomaron en Argentina los seguros privados de salud, que habían surgido en Estados Unidos y se estaban expandiendo. Son seguros de afiliación voluntaria con un precio calculado según las prestaciones ofrecidas y el riesgo de que la persona contratante necesite hacer uso de ellas. Es decir que, cuanto más se pague, se puede acceder a más prestaciones y, cuanto mayor sea la probabilidad de requerir alguna prestación costosa, más alto será el precio. Así, las personas con enfermedades preexistentes o mayores de 65 años suelen pagar cuotas carísimas por los servicios básicos y, salvo que el Estado lo impida, tienden a ser rechazadas por no cumplir con los requisitos de elegibilidad de las empresas.

Alfonsín y el Seguro Nacional de Salud  

A partir del diagnóstico de la fragmentación del sistema de salud y la inequidad en el acceso, la propuesta del gobierno de Alfonsín fue construir un Seguro Nacional de Salud que integrara las obras sociales y el subsector estatal. Aldo Neri, ministro de Salud y Acción Social entre 1983 y 1986, se basó en el Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS) que se había creado en 1974 a través de la ley 20.748 y que casi no fue implementado, para diseñar su proyecto. Sobre la base del reconocimiento de la salud como un derecho, se trazaban dos ejes principales: por un lado, las obras sociales se disociarían de los sindicatos y, como entidades autónomas y autárquicas, serían las principales gestoras del sistema. Por otro, el Estado nacional iría delegando en las provincias la administración de los hospitales y centros de salud en un proceso de descentralización de la gestión.

Como había sucedido en 1974, se decidió que la forma de implementar la reforma en salud fuera mediante una ley. Como cuando se debatió la ley del SNIS, la principal oposición al proyecto provino de las y los legisladores que respondían al movimiento obrero organizado. La gran diferencia fue que en este caso el gobierno era radical y proponía un recorte mucho mayor del poder sindical. Aunque el proyecto se formuló a principios del mandato, el Poder Ejecutivo lo pudo elevar al Congreso recién en 1985 y fue a fines de diciembre de 1988, siete meses antes de la renuncia de Alfonsín, que se logró la sanción de un proyecto muy diferente del original.

La ley 23.660, que aún está vigente, crea un Seguro Nacional de Salud que tiene como agentes naturales a las obras sociales sindicales y que puede sumar a las provincias, mutuales y obras sociales estatales que decidan adherirse. Prevé mecanismos para solventar económicamente la cobertura en salud de toda la población argentina. Por ejemplo, crea el Fondo Solidario de Redistribución con dos funciones: 1) la incorporación de las personas “sin cobertura” al Seguro y 2) un subsidio para las obras sociales con un ingreso por afiliado menor al promedio. El Seguro estaría gestionado por la Administración Nacional del Seguro de Salud (ANSSAL), una entidad estatal autárquica conducida por un presidente y un directorio. La representación del Estado nacional abarca la mitad del directorio seguida, en orden decreciente, por representantes de la Confederación General del Trabajo (CGT), de los empleadores y del Consejo Federal de Salud (COFeSa), el organismo que agrupa a los ministerios de salud provinciales junto con el nacional.

¿Puede considerarse el Seguro Nacional de Salud como una política del primer gobierno de esta era democrática aunque casi no se lo haya implementado hasta el inicio de la gestión de Carlos Menem? La respuesta es afirmativa porque, aunque el Seguro no estuviese creado, su lógica fue la que guio una gran parte de las acciones sanitarias que sí se realizaron en ese período, como la implementación de la APS con una visión más democrática y la expansión del primer nivel de atención (las salitas, los centros de atención primaria de la salud, los centros de salud y acción comunitaria, las unidades sanitarias y otros nombres que recibieron en las diferentes jurisdicciones). Como rasgos fundamentales pueden rescatarse la idea de reproducir en el contexto nacional de un modelo tomado de varios países europeos  y la insistencia fallida en construir un sistema de salud excluyendo de la gestión al movimiento obrero organizado

El triunfo del mercado

Los gobiernos neoliberales de Carlos Menem y Fernando De la Rúa terminaron de moldear el sistema de salud argentino tal como lo conocemos. Los caracterizó la introducción rápida y sostenida de la lógica de mercado en el sistema de salud. Tanto es así que la única mención que se hace de la salud en la Constitución Nacional de 1994 es en el artículo 42, como parte de los derechos del consumidor. Si bien en muchos aspectos retomaban o continuaban políticas que se habían comenzado a aplicar desde 1955, lo más innovador del período estuvo inspirado en el decimosexto Informe de Desarrollo Mundial del Banco Mundial, “Invertir en salud”, cuya publicación en 1993 fue seguida de créditos que permitieron ponerlo en práctica.

La idea de “Invertir en salud” es que la salud es un servicio en lugar de un derecho. Por eso plantea que la competencia va a mejorar la calidad y reducir los costos y que había que impulsarla entre entidades estatales, entre empresas privadas y entre entidades estatales y empresas privadas. Lo mejor era que cada familia pague por acceder a los servicios de salud y que el Estado se limite a subsidiar a la parte más pobre de la población.

Las medidas que se tomaron a partir de 1993, con un enorme impacto en la estructura y el funcionamiento del sistema, tienen la particularidad, a diferencia del período anterior, de estar dispersas en una multitud de pequeños actos administrativos (resoluciones ministeriales o de la ANSSAL, decisiones administrativas, algún decreto presidencial).

El primer paso dirigido a la mercantilización fue la implementación de la “libre elección” de obra social, aprobada por el decreto 9/1993. Eso rompía con la afiliación obligatoria a la obra social que correspondiera al sindicato propio de la rama de actividad. Cada persona empleada en relación de dependencia podía decidir a qué obra social derivaba sus aportes y los de su empleador. En los considerandos del decreto, se explica que la salud implica un valor de la comunidad y que el mantenimiento de la salud personal y pública requiere un tratamiento solidario. Sin embargo, la medida establece que cada persona puede derivar sus propios aportes a la obra social que elija, rompiendo con el principio solidario que regía al sistema de obras sociales y según el cual, en una misma rama de actividad, cada persona aportaba según su sueldo y recibía prestaciones según su necesidad.

El siguiente escalón fue, en 1996, la creación de la Superintendencia de Servicios de Salud (SSS) a partir de la fusión de la ANSSAL con el Instituto Nacional de Obras Sociales y la Dirección Nacional de Obras Sociales. Luego, se creó en el ámbito de la SSS, un registro de Entidades de Cuidado de la Salud (ECS) para inscribir a las prepagas y se aprobó el Programa Médico Obligatorio (PMO), un paquete de prestaciones que toda obra social debía proveer a sus afiliadas y afiliados. En 1997, la posibilidad de derivar los aportes a una empresa de medicina prepaga a través de una obra social y, finalmente, en 2000, durante la trunca gestión de Fernando De la Rúa, llegó la desregulación absoluta, con las empresas de medicina prepaga y las obras sociales sindicales compitiendo por los mismos aportes.

Se había dado el fenómeno del descreme. Los aportes de quienes cobraban los salarios más altos habían pasado a engrosar las arcas del sector privado, empobreciendo a la mayor parte de las obras sociales, que ya venía sufriendo la sangría propia de la destrucción del trabajo registrado. La población empleada en relación de dependencia pero con sueldos bajos quedó cautiva de su empobrecida obra social de origen porque sus aportes no le interesaban a las prepagas ni a las obras sociales más ricas.

La imposición de las leyes del mercado a la parte estatal del sistema de salud tiene su manifestación más clara en la figura del hospital público de autogestión, creada en 1997. Buscaba que cada establecimiento consiga “ingresos genuinos” compitiendo con sus pares por brindar servicios facturables. Así los hospitales dejaban de servir para cuidar la salud de la población. Como ya sucedía con los prestadores privado, necesitaban aumentar la cantidad de prestaciones para generar más ingresos. Por lo tanto, les convenía que el Pueblo estuviese enfermo.

La ampliación de derechos

Las presidencias de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) se caracterizaron por el impulso de normas que ampliaron derechos en múltiples dimensiones, incluida la salud, pero sin modificar la estructura del sistema. Desde la ley de parto humanizado (25.929) hasta la de salud mental (26.657) pasando por las leyes de derechos del paciente (26.529), de muerte digna (26.742), de salud sexual y procreación responsable (25.673) y otras, ubican al Estado como garante de derechos y obligan a grandes transformaciones en las prácticas cotidianas en salud.

Si bien se regularon las prácticas abusivas de las empresas de medicina prepaga y se llevaron adelante políticas que fortalecieron el primer nivel de atención, como el programa SUMAR, que estimula determinadas prácticas que se realizan en los centros de salud; el plan Remediar, que garantiza un botiquín con los medicamentos más utilizados en ese nivel, la segmentación y fragmentación del sistema se mantuvieron intactas.

La introducción de la perspectiva de género y de derechos humanos en el discurso sanitario permeó al sistema y se empezaron a dar discusiones hasta hacía poco imposibles, como la de la interrupción legal del embarazo, las desigualdades hacia adentro del equipo de salud o las alternativas posibles a la internación psiquiátrica. Sin embargo, hay una batalla de sentido que siguen ganando las fuerzas de la reacción: continúa cómodamente instalada la idea de que el sector privado es mejor y más lindo que el estatal. Tal vez en este momento, en que la crisis se hace evidente en todo el sistema, pueda extenderse alguna sombra de duda sobre su funcionamiento.

Pandemia y después

Los cuatro años de macrismo fueron un intento de retomar el rumbo de las reformas neoliberales con el agregado de la cobertura universal de salud (CUS) como concepto de moda impuesto por la OMS y los organismos multilaterales de crédito. Quedará en el recuerdo la única degradación en democracia del ministerio de Salud al rango de secretaría y la protesta masiva que provocó esa medida.

Todavía es pronto para historizar la pandemia. Las imágenes de las ciudades desiertas, el terror a lo desconocido, las muertes cercanas vuelven difícil el análisis. Lo único que quizá podamos afirmar es que los pronósticos optimistas y revolucionarios que plantearon varias personalidades en el primer semestre de 2020 eran errados. Puede que salgamos con un sistema de salud fortalecido pero la segmentación y la desigualdad se profundizaron.

La única ventaja de los últimos años transcurridos es que, por primera vez en la historia, la salud se ubicó en el centro de la agenda pública. El debate sobre el sistema de salud empezó a desbordar lenta pero insistentemente el pequeño mundo de quienes trabajamos de esto. Los dos llamados de Cristina Fernández de Kirchner a construir un Sistema Nacional Integrado de Salud funcionaron como catalizadores y sostenes de esa discusión. La militancia en salud es un movimiento cada vez más sólido y con una voz cada vez más poderosa. Como nunca antes había sucedido en el país, la integración del sistema, la superación de esta realidad segmentada y la defensa del derecho a la salud se transformaron en banderas de un colectivo en expansión. Esa efervescencia que disfrutamos en cada encuentro y en cada congreso, en los hospitales y en los barrios, no garantiza ningún resultado. Apenas nos dice que estamos mejor preparadxs que antes para continuar una lucha que promete ser larga, difícil y hermosa.

 

 


Leonel Tesler. Médico sanitarista. Docente universitario. Investiga en colonialidad y formación de la fuerza laboral en salud. Director del Departamento de Ciencias de la Salud y el Deporte de la UNPAZ.  @ldtesler en Instagram y @leonel_tesler en Twitter

 


[1] La APS es la estrategia que se dio la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la Conferencia de Alma Ata de 1978 para cumplir con la meta de salud para todos en el año 2000. Inicialmente se la definió como “la asistencia sanitaria esencial, basada en métodos y tecnología fundados científicamente y aceptados socialmente, puestos al alcance de todas las comunidades, con plena participación de las mismas; y a un costo que la comunidad y el país puedan sostener”. Más recientemente se reformuló de la siguiente forma: “la APS es un enfoque de la salud que incluye a toda la sociedad y que tiene por objeto garantizar el mayor nivel posible de salud y bienestar y su distribución equitativa mediante la atención centrada en las necesidades de la gente, tan pronto como sea posible a lo largo del proceso continuo que va desde la promoción de la salud y la prevención de enfermedades hasta el tratamiento, la rehabilitación y los cuidados paliativos, y tan próximo como sea posible del entorno cotidiano de las personas.”

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