40 años de democracia
Contra la banalización procedimentalista de la democracia

Por Macarena Marey

Este año las argentinas y argentinos cumplimos 40 años de la vuelta de la democracia pero ¿qué es lo que volvió y qué no?, ¿cómo es que la democracia pudo volver?, ¿qué es lo que aún resta como pendiente? Estas son algunas de las preguntas que aborda Macarena Marey desde una perspectiva de filosofía política que centra su atención en la praxis política de los sujetos como un modo de ir más allá de la forma procedimental de democracia. “Porque no se trataba solamente de que volviera la democracia -escribe-, sino de restaurar un orden democrático que tuviera como objetivo la transformación de las relaciones sociales y la generación de unas condiciones tales que hicieran imposible el quiebre de ese orden democrático necesario para esa transformación.”

 

El 22 de noviembre de 2007 se sancionó la Ley 26.323 que declara el 10 de diciembre el “Día de la Restauración de la Democracia”. El nombre de la celebración es algo curioso porque generalmente hablamos de “vuelta” o “retorno de la democracia”. Pareciera que “retorno/vuelta” y “restauración” nos dan dos imágenes conceptuales bastante diferentes del fin de la dictadura más sangrienta, empobrecedora y endeudadora de nuestra historia y del comienzo del período democrático en 1983, pero al pensarlas esas diferencias se descubren aparentes.

Siempre insisto con la idea de que toda filosofía política es filosofía de la praxis —sobre quién tiene autorización para actuar políticamente, en qué lugares y de qué manera, sobre la relación entre la acción transformadora y la acción conservadora, sobre la relación entre la acción política y el mundo. Pueden decirme que esto no es cierto porque no todas las obras de filosofía política hablan abiertamente de este tema ni lo ponen en el centro de su análisis, pueden decirme que las teorías políticas suelen concentrarse en estudiar el Estado, el poder o la justicia, por ejemplo. Pero yo no quiero decir esto. Lo que quiero decir es que las teorías políticas orientan explícita o implícitamente todos sus conceptos (como Estado, pueblo, instituciones, acción, libertad, igualdad), diagnósticos, metodología y argumentos a definir quién tiene agencia política plena y cómo puede y debe usarla. Con esta definición, generalmente tácita, definen al mismo tiempo quién no tiene agencia política plena y cómo no está permitido participar políticamente. Una de las razones por las que esto ocurre es político-epistémica: los problemas que un acercamiento teórico determinado nos permite detectar y las opresiones e injusticias que una concepción determinada de lo político, de la justicia, de la estatalidad y del pueblo nos permite percibir moldean un sujeto político determinado que tiene esos problemas y sufre esas injusticias. Esto no es un inconveniente de la filosofía ni de la teoría política, es un atributo esencial del teorizar político. El punto es cómo nos relacionamos con este rasgo, cuánto lo reconocemos, es decir, cuánta conciencia y sinceridad tenemos respecto de nuestra propia militancia al teorizar. No hay teorías políticas que no aboguen por nada.

Como teorías sobre la praxis, las diferentes teorías políticas (filosóficas o no) son también modos de concebir la praxis colectiva en su imbricación con las condiciones y el contexto en las que esa praxis se despliega y que esa praxis modifica. El contexto de la acción no es meramente un punto de partida externo a la acción política, no es sólo el lugar en el que la praxis ocurre, sino que es parte constitutiva de la praxis. Las condiciones materiales y simbólicas concretas condicionan la acción no en el sentido de que la determinan, sino en el sentido de que son las condiciones de posibilidad, lo que hace posible una acción. Una acción en particular que es posibilitada por unas condiciones contextuales en particular puede, a su vez, modificarlas: puede transformarlas en condiciones menos o más opresivas y también puede reforzarlas y reinscribirlas en nuevos espacios. Es imposible decir dónde terminan las condiciones de la praxis y dónde empieza la praxis. Este es el carácter plenamente encarnado de la praxis, su imposibilidad de abstraerse de sus propias condiciones, de su espacio y tiempo y de los cuerpos y subjetividades que la conducen. Por esto mismo, la potencia de una acción ya es parte de la realidad. Lo difícil, en todo caso, es percibir las potencias emancipadoras en un contexto. Yo pienso que una buena teoría política es aquella que nos amplía la percepción de esas potencias y, con ello, nos ensancha la imaginación política.

Vuelvo al punto que iba a hacer. La frase “vuelta de la democracia” no implica, en rigor, que ella haya retornado sola como una hija pródiga, aunque a primera vista parece sugerirlo. La democracia no volvió de manera inexorable y la frase deja elidida y por lo tanto indeterminada, no anulada, la cuestión de la agencia. Respecto de “restauración”, yo elijo creer que la ley no se pensó en asociación con la Restauración Borbónica o la Restauración Conservadora. En la Argentina, es inevitable asociar la palabra “restauración” con la figura de “El Restaurador”. Las dos frases suscitan, creo, preguntas similares porque despiertan la curiosidad por la praxis democrática y por la praxis cuyo producto fue la vuelta de la democracia, es decir, por la praxis democrática de quienes actuaron para que llegara el fin de la dictadura. Esta praxis cuyo resultado es la vuelta de la democracia tuvo que articularse contra una embestida sistemática contra la organización y movilización popular misma, una acometida contra el pueblo como sujeto político, como soberano, es decir, un ataque a la condición de posibilidad misma de la democracia. La dictadura intentó negar ontológicamente la democracia para siempre: hacerla imposible quitándole su condición de posibilidad, que es la praxis popular.

Cuando queremos responder la pregunta “¿cómo volvió la democracia?”, tenemos que tomar en cuenta las condiciones materiales y ético-políticas en las que alguien trajo la democracia. Las condiciones de posibilidad no se reducen a la idea de causa. Aquello que hace posible que algo ocurra son las prácticas, pero tampoco entendidas como mera espontaneidad de la voluntad. En la idea de una práctica está ya incluida la interacción con el mundo, con las relaciones sociales, con el pasado, con el presente, con el futuro, con lo incontrolable que nos moldea y con las nuevas modelaciones que le imprimimos a lo incontrolable. La vuelta de la democracia fue un fruto de la articulación constante y resistente de una multiplicidad de luchas que tuvo su unidad en su objetivo: acabar con la dictadura y restaurar la democracia. Seguramente la idea de democracia que tenían en su mente quienes dieron esas batallas no era exactamente igual; muy probablemente tampoco era necesariamente esta democracia que tenemos hoy en condiciones de deudas impagables, carestía y revitalización de actores políticos antipopulares, elitistas y punitivistas. El punto es que la participación política de militantes, partidos, dirigentes, sindicatos y movimientos sociales que, frente al intento de aniquilación del pueblo como sujeto político, articuló las luchas en una unidad de acción cuyo fin era poner de nuevo a la democracia en su lugar produjo también un efecto crítico normativo: la democracia de 40 años después puede ser evaluada con el criterio de las expectativas y las promesas emancipatorias que abrieron quienes participaron de esas luchas. Porque no se trataba solamente de que volviera la democracia, si no de restaurar un orden democrático que tuviera como objetivo la transformación de las relaciones sociales y la generación de unas condiciones tales que hicieran imposible el quiebre de ese orden democrático necesario para esa transformación.

Con todo, en tiempos de desdemocratización en los que las instituciones democráticas se instrumentalizan para objetivos antipopulares es fundamental que consigamos calibrar las expectativas que nos generan esas promesas para que nuestra relación con el presente no nos conduzca de la degeneración de la expectativa en ilusión delirante al nihilismo nostálgico de la derrota desmovilizante, que es el caldo de cultivo del fascismo. La restauración del orden democrático en condiciones capitalistas no nos permite hacernos ilusiones, en el sentido de que no podemos darnos el lujo de exagerar nuestra capacidad de transformar las relaciones sociales cuando las tendencias desdemocratizantes en nuestra democracia cobran fuerza. Sin embargo, calibrar las expectativas no implica una merma de esperanza ni una deslealtad frente a las luchas de quienes hicieron advenir el orden democrático. “Optimismo del ideal, pesimismo de la realidad” es la fórmula que Mariátegui tomó de José Vasconcelos en la que estoy pensando acá. Es, también, una cuestión de ser responsables. Las condiciones que generó la dictadura son las condiciones en las que volvió la democracia, en las que hubo que restaurarla. Toda democracia en la temporalidad y la espacialidad del capital tiene unas condiciones que nos impiden ser optimistas de la realidad. La democracia postdictadura demandó y demanda, además, hacernos cargo de los estragos de la dictadura, del mismo modo en que las utopías postcapitalistas tienen que incluir en su imagen del futuro la tarea de hacerse cargo del daño que hizo el capitalismo. El plan de construir y gobernar la utopía (pienso acá en el libro Gobernar la utopía de Martín Arboleda) incluye ser conscientes de que construimos sobre ruinas. El capitalismo se despliega arruinando.

Este pesimismo de lo real nos da la información de que en condiciones de injusticia estructural y capitalismo planetario no podemos reducir la democracia a un método de toma de decisiones. El romance de las instituciones tiende a hacernos olvidar que el fin de las instituciones para cualquier proyecto popular y de izquierda es la transformación de las relaciones sociales. Así como la participación política adquiere su sentido por el fin externo a ella que la orienta, así ocurre con las instituciones y los métodos para la toma de decisiones colectivas. La reducción de la democracia a las virtudes procedimentales de sus mecanismos de decisión separa la democracia y sus instituciones del objetivo de metamorfosear nuestros contextos en espacios menos injustos y opresivos. ¿A dónde nos lleva la democracia? La polisemia de “democracia”, la disputa constante (abierta o solapada) por su sentido y la proliferación de teorías sobre ella indican que no hay manera plausible de entender “democracia” sin una conexión inseparable con un objetivo político que, a su vez, depende de nuestro diagnóstico del problema político crucial. Para quienes pensamos que ese problema no es solamente el conflicto entre iguales ni mucho menos distribuir bienes y ganancias de manera armoniosa con la lógica del capital (esto es el consenso para el liberalismo), la democracia tiene que ser un “método” para conseguir condiciones en las que haya cada vez menos dominación y explotación.

Para definir la democracia tenemos que saber primero para qué queremos democracia, pero también podemos llamar “democracia” a esos fines que queremos conseguir, ponerlos en el centro normativo de la idea de democracia. Al incluir explícitamente la utopía en la concepción normativa de la democracia, ella puede funcionar como principio crítico para evaluar el curso y la potencia transformativa concreta de nuestra democracia hic et nunc. Este es el optimismo del ideal, lo cóncavo en lo convexo. Hay un error muy fácil de cometer en filosofía política de la democracia que consiste en pensar que el fracaso “en la aplicación” de un principio normativo o de un diseño institucional se debe no a la deficiencia del principio sino a las imperfecciones de las prácticas concretas. Esta idealización de las instituciones se deriva de la concepción errónea de que principios y diseños institucionales se pueden aplicar sin más a las prácticas, esto es, de la ilusión de que existen principios y diseños institucionales por fuera de sus concreciones reales. Un mismo diseño “en papel” no produce la misma institución en dos lugares y tiempos diferentes porque no hay, en rigor, instituciones “en papel”, por fuera de contextos políticos, económicos y sociales determinados.

La visión procedimentalista y legalista de la democracia separa las instituciones de sus encarnaciones porque, en rigor, es producto de la separación entre economía y política operada por la apropiación capitalista de una idea popular que elitizó el ejercicio de la soberanía confiscándoselo a la comunidad política. Por esto, para democratizar la democracia también es preciso orientarnos en la pregunta por el tipo de comunidad política queremos. La comunidad no es algo dado prepolíticamente, es algo siempre por construir. Democratizar es también articular los vínculos comunales desde los márgenes hacia el centro para multiplicar los centros: democratizar unidades políticas y comunitarias en diferentes niveles de decisión, democratizar los lugares de trabajo, democratizar las “ganancias”, volver a hablar de control obrero. El capitalismo nos convenció (quiso convencernos) de que las ganancias del capital satisfacen nuestras necesidades. La democracia como poder del pueblo articulado nos enseña que esa creencia es falsa.

La democracia tiene un carácter doble. Es una teoría que aúna una serie de criterios normativos y es también la realidad concreta de la praxis popular. Esto es: la realidad de la praxis popular es el criterio normativo mismo de la democracia. Por esto, la democracia tiene un carácter híbrido, utópico y realista a la vez. Ser utópica es su modo de ser realista y ser realista es su modo de ser utópica. Quienes desestiman el poder de la utopía no perciben, en rigor, las potencias utópicas en el presente. El triunfo del capitalismo es precisamente la operación de invisibilización de las prácticas concretas que ya ponen en acto modos de relacionarse con las personas y el mundo que no están regidos por la alienación. Convencernos de la derrota de cualquier alternativa es la condición de posibilidad de la subjetividad dócil, una domesticación en la “adultez” (pienso en la Metafísica de la juventud de Walter Benjamin), una actitud perceptiva que nos prepara para aceptar derrotas antes de tiempo.

¿Cómo es posible que algo ocurra? Las ruinas encierran el secreto de lo destruido (la democracia) y de la destrucción (la dictadura) en lo que quedó en pie. Las ruinas resguardan, así, algo de la utopía y de lo que se trata es de saber que hay ahí algo inteligible, algo para leer, un oráculo que, como todo oráculo, no es predicción sino advertencia. La democracia tiene que volver a ser lo que nos prometía: el terror de las elites, la pesadilla del capital. De lo contrario, no es gobierno del pueblo articulado, es el imperio de la alienación enmascarada en la ilusión del procedimentalismo bajo el cual la democracia está tan banalizada que resulta tan frágil como superflua, presa fácil para el capital y el terrorismo estatal. Todavía tenemos muchísimo que hacer.

 

 


Macarena Marey nació en Necochea en diciembre de 1978. Es investigadora de CONICET y docente de Filosofía Política en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Investiga sobre participación política, teorías de la democracia, derechos territoriales y tradición del contrato social. Dirige el Núcleo de Estudios Críticos y Filosofía del Presente, Instituto de Filosofía, FFyL, UBA.

 

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