Pensar la pandemia
Coronavirus: lengua y literatura 

Por Rocco Carbone (UNGS/CONICET) y Juan Rearte (UNGS/UBA) 

A lo largo de la historia de la humanidad la imaginación literaria se ha ocupado de narrar la peste pero también formas de superación de esos males que por momentos ponen bajo asedio menos a tal o cual país que a la humanidad entera. Un repaso fugaz, uno posible de tantosTucídides en la Guerra del Peloponeso narra la peste de Atenas en el 430 a.C. que mató a Pericles. Este hecho luego es retomado por Lucrecio en el libro VI del De rerum natura. Tácito en los Annales documenta una epidemia que en el 66 d.C. asola Roma. Más acá, el maestro de la novela moderna Daniel Defoe recreó lLondres atacada por la plaga de 1665 en Diario del año de la peste, una novela con un sorprendente registro de la documentación. Edgar Allan Poe, en La máscara de la muerte roja, representa, en un ambiente opresivo y oscuro, una peste invencible cuyo emblema es la sangre. A principios del siglo XX, Jack London retoma las terribles últimas imágenes de aquel relato de Poe y crea una distopía situada en el año 2073: sus héroes, como en otras obras de su literatura, se le presentan al lector como solitarios, pero entregados a salvar a la comunidad. La peste de Camus ya fue recordada por Horacio González en un artículo precioso en Página/12 (https://www.pagina12.com.ar/252338-domingo-viralizado). Ahí se cuenta cómo la ciudad argelina de Orán en los años 40 es invadida por una epidemia que ataca la ciudad a causa de unos ratones. Y la historia se vuelve un fresco colectivo, trágico y pesimista, sobre las pasiones, las esperanzas, ilusorias a menudo, y las miserias humanas. En clave más latinoamericana: lo tenemos a García Márquez con El amor en los tiempos del cólera. Ahí, en su metafórica predomina el sentimiento de la esperanza por sobre el pánico. Esta senda, optimista por cierto, la encontramos en los cuentos de Shahrazade, quien desafía y gana un poder apestoso por lo mortífero a través de la oralidad literaria. Gracias a la “fantasía”, lxs diez narradorxs del Decamerone de Boccaccio evitan la peste y la muerte. Ellxs, sus narraciones, ofrecen un cuadro de la vida colectiva, libre, fundada en valores auténticamente humanos, despojados de prejuicios y moralismos. 

En este repaso tenemos apenas algunos ejemplos de que la literatura tiene una función en la vida colectiva, pues nos invita a interrogarnos sobre cosas que damos por descontado y a poner en discusión tradiciones y creencias o situaciones vitales que a menudo nos parecen indeclinables, así como la relación que guarda un escenario social con sus causas más veladas. La literatura nos permite desbordarnos de las fronteras de nuestra realidad individual, nos permite conocer  a otrx (profundamente a veces), comprender los aspectos recónditos y contradictorios de la humanidad y por medio de la lectura nos lleva a asumir desafíos y compromisos con ese otrx. Por momentos tiene el poder de ubicarnos en estado de comunión. 

La literatura tiene sus metáforas para contar las cosas y en ocasiones logra concentrar en una sola palabra la insondable alteridad de la naturaleza que en ciertos momentos de la historia de la humanidad nos abruma con sus catástrofes naturales, como pestes y diluvios. Si pensamos en promessi sposi de Manzoni –que cuenta la historia de amor de Renzo y Lucia y que describe de forma extraordinaria la peste milanesa, en Lombardia, de 1600; la “misma” Lombardia, síntesis del capitalismo italiano, región que hoy en día es asolada de nuevo por la peste del coronavirus– esas palabritas son cielo o lluvia. 

Muchas de esas tragedias, a menudo concatenadas con guerras y  hambrunas, son episodios que vienen a destruir la memoria de las cosas y de los pueblos. Y en estos días de recogimiento nacional, sobre el 24, en ausencia de los rituales colectivos sobre memoria, verdad y justicia, tenemos que reponer esa palabra fundamental para la vida (democrática) en común: memoria. La literatura sirve a ese fin impostergable de custodiar la memoria de un pueblo y, a menudo por medio de la ficción, nos ofrece también los elementos para acceder a la verdad, al conocimiento de quiénes somos, de nuestra identidad en suma. 

La literatura tiene un sentido vital y colectivo en tiempos de angustias compartidas. Esa literatura que cuenta las vicisitudes humanas frente a lo ignoto, frente a algo que pone a prueba nuestra naturaleza y que hace vacilar nuestras certezas. Y esos temores, pero también la reflexión y el ejercicio de nuestras convicciones desmienten la idea de la lectura como una actividad solitaria,  sino que más bien reafirman la pertenencia a un cuerpo social. 

Cuando la Argentina y el mundo se sobrepongan a esta nueva peste del siglo XXI, en el próximo período de paz, deberemos volver a reflexionar colectivamente sobre lo hecho hasta ahora con las distintas formas de alejamiento de la responsabilidad sobre la vida común. Desde ya, habrá que escribir la novela (o en todo caso, novelas, obras de teatro, poemas, películas…sobre el coronavirus. Mientras tanto, puesto que el peligro existe y debemos conjurarlo, hay que tomar medidas –políticas y sanitarias, que le corresponden al gobierno nacional y a los gobiernos provinciales–, otras de respeto colectivo de esas normas –que nos corresponden socialmente–, y otras lingüísticas, que tienen que ver con la lengua que hablamos. Estas últimas nos pueden colocar ante los resultados del pánico o de la esperanza. Si elegimos las formas lingüísticas de la esperanza debemos seguir los senderos contrarios a la espectacularización de la enfermedad, contrarios a las estadísticas intimidatorias, al registro irreflexivo y al poder de la sucesión de imágenes. 

Las formas lingüísticas de la esperanza deben seguir más bien los senderos del análisis crítico y comprometido, los senderos de la difusión de información responsable, los senderos de la solidaridad que nos ubican conscientemente frente a la vida común. La lengua que hace propia la pandemia y este momento de peligro, el coronavirusdebe servir para una evaluación colectiva del estado de nuestra humanidad y debe fortalecer los senderos colaborativos –solidarios– del vivir en común. 

 

 

 

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