Política y pasiones
Crímenes de odio: una axiomática

Por Martín De Grazia

“El odio no es una emoción violenta. No reside ni como un estado psicológico en un sujeto ni como una propiedad en un objeto. Es un afecto social que solo puede existir en la medida en que circula exteriormente entre cuerpos, signos y objetos…” sostiene Martín De Grazia en esta axiomática que presenta algunos principios basales de los crímenes de odio. Apelando a pensadores clásicos y contemporáneos, el autor establece algunos elementos que no buscan tanto describir como comprender el entramado profundo de un tipo de violencia que es propia de nuestro tiempo y que no atañe solamente a ciertos verdugos y sus víctimas señaladas.

 

Del mismo modo que por el sabor de trigo no sabemos quién lo ha cultivado, ese proceso no nos revela bajo qué condiciones transcurre, si bajo el látigo brutal del capataz de esclavos o bajo la mirada ansiosa del capitalista, si lo ha ejecutado Cincinato cultivando su par de yugadas o el salvaje que voltea una bestia de una pedrada.

Karl Marx, El Capital

 

I

Habremos de partir una ontología relacional, es decir, de la dimensión constitutiva de la existencia en común (dado que no presupondremos ni la centralidad del individuo ni la primacía de las estructuras) a fin de poder exhumar el proceso de constitución de la violencia extrema del crimen de odio en un entramado dinámico de relaciones sociales preindividuales. Preindividuales porque son a la vez suelo y fuente de individuación;[1] por tanto, no hay unidad psíquica ni identidad subjetiva previas al darse de estas relaciones. El crimen de odio es fundamentalmente un modo aversivo de relación donde el otro no es ni sujeto ni objeto: es un cuerpo abyecto.[2] “Abyecto” por cuanto emerge como la polaridad de una economía afectiva altamente reactiva ante el colapso de los lindes que nos separan de lo que siempre ya (immer schon) ha sido expulsado en el proceso de llegar a ser lo que somos. Sustanciación somática de un límite cuya zozobra prefigura una invasión o una caída (el inminente derrumbamiento de un mundo), el crimen de odio es, en esencia, un enérgico apuntalamiento de la función social y simbólica de esta frontera, la marca significante de una fragilidad radical, en la carne del otro.

II

Como todo campo de fuerzas que se estabiliza y (re)funcionaliza en las grillas normativas y discursivas de las instituciones, la relacionalidad de los crímenes de odio toma su forma de una determinada racionalidad política que, al regular los cuerpos a través de prácticas ritualizadas, dicta –vía una interpelación constitutiva de la experiencia de autorreconocimiento (efecto identificatorio, a su vez, del proceso de individuación)– la elegibilidad de la víctima y la aceptabilidad social de darle muerte. Sacratio capitis[3] que prescribe la licitud de matar en privado una vida execrable (exsecratio), la doble figura de elegibilidad tanática y aceptabilidad homicida contienen el margen de civilidad esperable de toda ejecución sumaria de un cuerpo abyecto: su módica norma de buena conducta; su paradójico recato.

III

Sobre los asesinatos de odio se proyecta la traspolación civil de la pena capital en la forma del derecho a disponer de la vida de quien funge como enemigo del cuerpo social: aconteció allí originariamente la negociación de un pacto subterráneo entre el cuerpo anómico del asesino y el nomos del cuerpo social. El asesinato de odio es una suerte de privatización de la pena capital que ha sabido ser refuncionalizada como mecanismo de sobrecompensación normativa. Por eso el overkilling –el asesinato en exceso, el ultrasesinato– que lleva a cabo el crimen de odio es la acreditación más extrema de un conformismo excesivo: es un ajusticiamiento que apuntala, a través de la espectacularidad escenográfica del suplicio, el horizonte de normas al que alguien, quien lo comete, ha sido expuesto en un tiempo de cuya génesis nadie es contemporáneo. Y lo hace en respuesta a una experiencia de crisis anómica, un cortocircuito en el empalme entre el cuerpo y la ley (la juntura antropogenética), que deberá ser circunstanciada en cada caso particular. De allí que el asesino encuentre en la voluptuosidad de la crueldad que extrae con esmero del cuerpo de su víctima la fuente última de verificación y sustanciación de la autoridad simbólica que lo suelda al cuerpo social; cuando ésta entra en cortocircuito –en la ya de por sí inestable juntura somático-normativa–, toca fondo lacerando la carne.[4]

IV

En un texto seminal para la comprensión de las implicancias fenomenológicas del dolor, Elaine Scarry argumenta que en la tortura se pone de manifiesto una forma consumada de la aniquilación total de la existencia consistente en quebrar un elemento axial de la subjetividad; la relación de la conciencia con el mundo, que se astilla inevitablemente al reducir a la víctima a un amasijo de carne en franca agonía.[5] El ensañamiento con que el ultrasesino se enseñorea sobre la carne y el espíritu de la víctima plantea, en cambio, un tipo de aniquilación que –aún atendiendo al análisis de los procesos de destrucción del lenguaje, la identidad y las formas simbólicas compartidas– es algo más que el desmoronamiento premeditado de las estructuras intencionales de la conciencia y sus anclajes intersubjetivos en el mundo de la vida (el Lebenswelt). Y aquí radica una diferencia no menor con la tortura por razones políticas; en los ultrasesinatos la aniquilación es “total” en cuanto a la forma expresiva que se da a sí misma la violencia sobre la exigua unidad del cuerpo supliciado: la intensificación deliberada del dolor, la multiplicidad lesiva, la serialidad homicida que talla la violencia extrema –porque los mapas lesivos que dejan tras de sí suelen trazar patrones seriales reconocibles– exceden, por saturación, la lógica individualizadora de un asesinato convencional, el mero acto de dar la muerte, y postulan una relación inversamente proporcional entre la inexpresabilidad estupefacta del dolor y la expresividad laboriosa de la violencia. Como si cada laceración procurara sobreimprimir, en los límites espaciales de la carne, la multiplicidad vincular de un colectivo; o como si la magra superficie de un solo cuerpo no alcanzara para completar la enormidad de tamaña faena homicida. La víctima ha de pagar por todos. Pero como, ante la fantasía de exterminio que anima el ataque, nunca tendrá lo suficiente con que pagar, deberá asintóticamente maximizar su capacidad de recibir tortura mediante una ofrenda sacrificial, un don: la cesión de su cuerpo exánime como segundo rehén para la prolongación del suplicio aun más allá de la muerte.

V

Si originariamente el sacrificio estaba destinado a sanear la profanación a través de la descontaminación de lo profano –recordemos que “sacrificio” proviene de la palabra latina sacer, que quería decir ‘volver algo sagrado’ o ‘consagrar’; recordemos también que, no bien era tocada por alguien que no fuera el sacerdote, la víctima del sacrificio se volvía contagiosa–, ¿qué descontaminación se pone en juego en la escena del crimen de odio? ¿Qué lugar consagratorio ocupa la víctima sacrificial para la sacralidad del cuerpo reproductivo de la sociedad? Partiremos, para el caso, de la siguiente hipótesis: se recorta en el contacto con la eventual víctima de un crimen de odio los contornos porosos de un cuerpo contaminante que a la vez obtura y excita, en iguales medidas, el funcionamiento de la faena sacrificial de la descontaminación.

VI

La articulación necropolítica de este entramado preindividual de relaciones sociales que se anuda en todo crimen de odio tiene necesariamente como correlato un proceso de individuación que se cristaliza sobre el flujo de experiencias vividas de las personas involucradas en ellos. Para poder dar cuenta de esta compleja realidad, emplearemos de aquí en más la categoría de “maquinaria de exterminio”, a la que entenderemos como un proceso relacional en el que se interconectan de manera constitutiva –es decir, como un mecanismo que los trae a la existencia conjunta– el sujeto de los crímenes de odio, la estructuras socialmente posibilitadoras (normativas, simbólicas o afectivas) y la elegibilidad instituida de los cuerpos de las víctimas, por un lado; y, en referencia al sujeto posible de dicho proceso, hablaremos del “ultrasesino”, entendiendo por esta figura, no un individuo particular poseedor de características psíquicas preexistentes, sino el punto móvil de subjetivación de esta maquinaria: “el lugar donde emerge un deseo de aniquilación en nombre propio en la forma de una interpelación que se descarga en el pasaje a la acción”,[6] por otro.

VII

Los crímenes de odio son, en cierto sentido, un “arcaísmo moderno”. Si, como afirmaban Deleuze y Guattari, toda desterritorialización trae consigo nuevas codificaciones, podemos aventurar una suposición: los crímenes de odio son una manera de imbricar artificialmente un fragmento de un viejo código –el logos del orden natural– en un nuevo lenguaje de dominación sobre un cuerpo otro. De ser así, hablar de crímenes de odio por fuera de las condiciones necropolíticas del capitalismo vendría a ser un sinsentido o, a lo sumo, un anacronismo. Habremos de situar los crímenes de odio, entonces, en el lugar donde un poder difuso, no exclusivamente estatal, inscribe la economía de la muerte en sus relaciones de producción.[7]

VIII

El odio no es una emoción violenta. No reside ni como un estado psicológico en un sujeto ni como una propiedad en un objeto.[8] Es un afecto social que solo puede existir en la medida en que circula exteriormente entre cuerpos, signos y objetos: se retroalimenta en el mismo circuito de aceleración en el que se materializa, cohesionando aversivamente el entramado de relaciones y fuerzas preindividuales y constituyéndolas en cuerpos colectivos, del mismo modo en que una lógica de jauría se encarna en el despliegue explosivo de la violencia predatoria (la dispersión de fauces encuentra su razón de ser en la fuerza de atracción de la gran máquina dentada), pero no la preexiste como un quantum de predación en el conjunto discernible de partes extra partes. Si hay manada es porque ya aconteció jauría: “‘cuando uno mata, matan todos’, condenó un taxiboy durante la ola de crímenes porteños”,[9] consignaba Perlongher en “Matan a una marica”.

IX

El afecto es impersonal: muerde los cuerpos que afecta y los moviliza a atraerse o rechazarse en una dirección específica, invistiendo afectivamente determinados objetos, pero no emana ni de los cuerpos ni de sus objetos circunstanciales. Hay una economía afectiva del odio que solo puede entenderse si analizamos las relaciones dinámicas que se establecen entre cuerpos, signos y objetos: el odio es un efecto de circulación entre ellos. El sujeto del odio –el ultrasesino en los crímenes de odio– es apenas un punto nodal de la economía política de los afectos, y por tanto no es ni origen ni destino.

 


Martín De Grazia es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Autor del libro Crímenes de odio contra personas LGBTI en América Latina y el Caribe (Buenos Aires, ILGALAC, 2020), se desempeña actualmente como investigador sobre violencia basada en la orientación sexual y expresión de género en el Programa de Diversidad Sexual del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI). Ha publicado varios ensayos, entre ellos, “Carlos Jáuregui: hacia una política de la memoria colectiva” (en la compilación Acá estamos: Carlos Jáuregui, sexualidad y política, de 2016) y “Para una topología de los crímenes de odio contra personas LGBTI” (Revista Inclusive, 2021). Asimismo, es un asiduo colaborador de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) en lo que respecta a la preservación del legado documental sobre la figura de Carlos Jáuregui. Correo electrónico: mardegrazia@gmail.com

 


[1] Simondon, G. (2015). La individuación: A la luz de las nociones de forma y de información. Buenos Aires: Editorial Cactus.

[2] Kristeva, J. (1988). Poderes de la perversión. Buenos Aires: Sigo XX Editores.

[3] En el antiguo derecho romano, la sacratio capitis designaba la sanción que el derecho posterior pasó a identificar como pena capital o pena de muerte. Es importante observar, no obstante, en qué medida la sacratio capitis (literalmente: “la consagración de la cabeza”) difiere, en lo que respecta a su naturaleza jurídica, de la ejecución estatal de la pena de muerte. Si bien la particularidad jurídico-normativa de esta sanción punitiva radicaba en su dimanación del ámbito de los deberes protegidos por las leyes divinas, como la violación o incumplimiento de una lex regia o sacrata –a los ojos de la correspondiente divinidad ofendida– configuraba una ofensa no expiable, quien la cometía quedaba inmediatamente por fuera de la ley en su totalidad (esto es: no de las leyes, sino de la Ley). Mediante la fórmula sacer esto, todo su ser cívico era automáticamente ilegalizado –o lo que, para el caso, es lo mismo: políticamente desactivado–, a tal punto que no podía ni siquiera ser ofrecido en sacrificio a la colérica deidad que había sido específicamente ultrajada por su acto impío. De allí que fuera pasible de ser ejecutado impunemente, sin que el acto de darle muerte violenta constituyera sacrilegio ni homicidio alguno, como Giorgio Agamben argumenta en su análisis de la figura del homo sacer. En virtud de ello, el modus operandi del castigo sumario transformaba a cualquier ciudadano –es decir, a cualquier representante legal de la comunidad– en verdugo público del criminal al servicio de la comunidad cívica maculada y, simultáneamente, en vengador privado al servicio de la deidad encolerizada, a quien el culpable le había sido consagrado (ya que pasaba, por la consecratio capitis, a ser de su propiedad: su vida execrable se transformaba en un objeto de pertenencia de la divinidad). La singular dinámica de la sacratio capitis se operativizaba en el complejo ensamblaje entre el ámbito de lo divino como fuente última de legitimidad del poder punitivo, por un lado, y la extracción de la venganza divina del cuerpo mismo de la comunidad política toda y de cada una de sus partes, a través de la excitación de este cuerpo múltiple, por otro. Esta estructura de bucle (en loop) donde el enlace de los dominios involucrados es doblemente totalizante e individualizante (1) y tópico y dinámico (2) constituye la forma lógica elemental que funda –sobre el campo de fuerzas y relaciones sociales– lo que aquí denominamos “interpelación”.

[4] Santner, E. L. (2011). The royal remains: The people´s two bodies and the endgames of sovereignty. Chicago: University of Chicago Press.

[5] Scarry, E. (1985). The body in pain: The making and unmaking of the world. New York: Oxford University Press.

[6] De Grazia, M. (2021, abril). Para una topología de los crímenes de odio contra personas LGBTI. Inclusive: La revista del INADI, 3(2), 24-27. https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/inadi-revista-inclusive-n3.pdf

[7] Mbembe, A. (2011). Necropolítica. Barcelona: Editorial Melusina.

[8] Ahmed, S. (2014). The cultural politics of emotion. Edinburgh: Edinburgh University Press.

[9] Perlongher, N. (1997). Matan a una marica. En Prosa Plebeya: Ensayos 1980-1992. Buenos Aires: Colihue.

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