Convergencias entre feminismos y política criminal
Desconfiar de las imágenes

Por Lucía Coppa (UNLP/CONICET)

En los últimos años, asistimos a debates cada vez más extendidos en torno a las vinculaciones entre movimientos y reivindicaciones feministas y sus eventuales implicaciones específicas en la proyección de políticas penales, o su formulación a través de esquemas y retóricas de la penalidad. Tamar Pitch señalaba el descuido relacionado al estudio de las demandas de criminalización en general y, en particular, al uso de los lenguajes y perspectivas de la justicia penal para la articulación de demandas y formalización de conflictos, aun de manera concomitante a un cuestionamiento de la legitimidad de los sistemas de justicia.

En ese sentido, podríamos sugerir que las interpelaciones feministas a las formas de administración de justicia en general, traen aparejada una proliferación de imágenes a través de las cuales estas demandas buscan conmover, impugnar o disputar las sensibilidades legales que, en cierta medida, organizan los procesos penales y las prácticas judiciales. Sin embargo, como desliza Georges Didi-Huberman, no hay imágenes sin imaginación, enfatizando de ese modo en su potencia constitutiva intrínseca y su capacidad de realización[1]. Quizás en esa senda cabe el interrogante acerca de cuáles son las imaginaciones que se despliegan en la multiplicidad de demandas feministas, qué imágenes son movilizadas, y cómo se realizan en la definición de los marcos de referencia para la formulación político criminal.

La reposición y análisis de estos marcos de referencia, que orientan la formulación de políticas criminales, resulta central para la comprensión de los debates que suscitan, así como para reexaminar y contextualizar críticamente sus presupuestos[2]. La definición de políticas criminales es resultado de disputas y posicionamientos diferenciales en escenarios conflictivos, aun cuando los lenguajes empleados tiendan a presentarlas como resultado de consensos generales respecto de aquello que debe ser objeto de una política criminal. Esto supone que, lejos de discusiones meramente técnicas sobre herramientas y formas de intervención o diseño institucional, las operaciones valorativas y clasificatorias que se realizan en este plano adquieran especial gravitación para sus proyecciones y análisis.

La mujer (y la política criminal) unidimensional

Desde fines de siglo XIX, el tratamiento de la criminalidad femenina como un bloque homogéneo puede ser pensado, en gran medida, como resultado de su adjudicación a una serie de factores biológicos, lo cual suponía el entendimiento de la participación femenina en actividades delictivas como síntoma de una patología física que se evidenciaba, con seguridad, en la ausencia de instinto maternal. Por otro lado, la menor representación femenina en las estadísticas criminales habilitó la aseveración de que esto se correspondía con cualidades propias de la naturaleza femenina. tales como la disimulación y el ocultamiento; así como por posiciones sociales que facilitaban su evasión. Los resabios biologicistas en las interpretaciones de la criminalidad femenina, así como las concepciones culturales a ellos, asociadas llegan a conformar una especie de sentido común que, matizaciones mediante, persiste en ciertas argumentaciones y representaciones contemporáneas que se presentan muchas veces en términos categóricos o autoevidentes.

Por otro lado, indagaciones en perspectiva histórica han iluminado cómo la construcción de un lenguaje melodramático y unidimensional de victimización femenina resulta una vía que habilita el avance y la formulación de políticas criminales acorde a tales gramáticas en contextos determinados. Esto, a su vez, ha tenido su correlato en la expansión de retóricas que modelizan víctimas conforme ciertos estándares, lo cual produce una serie de imágenes subjetivas como exteriores constitutivos de la misma ficción idealizada que se construye en torno a la experiencia de victimización. En especial, en las últimas décadas, si consideramos la centralidad que distintas figuraciones subjetivas en torno a las víctimas han tenido en formas de gobernanza específica relativas a la criminalidad, ello adquiere contornos particulares cuando las reivindicaciones feministas ingresan en estos términos en las prospecciones político-criminales.

Sentadas las bases de una incipiente perspectiva de género en la indagación criminológica, en la década de 1980 comienzan a advertirse una serie de producciones en las que emergen diferentes formas de conceptualizar el sexo y el género en la teorización feminista, y esto tendrá implicaciones específicas en las formulaciones e hipótesis criminológicas. La politización feminista supuso la necesidad de una revisión epistemológica, así como una reformulación de marcos conceptuales, polemizando de ese modo la concepción del género como una mera variable a ser incorporada. Una de las derivas de este impulso teórico y político propiciaba un esquema que habilitara “un ángulo de visión y una hermenéutica interpretativa” que se correspondiera con la perspectiva particular producida por la experiencia de las mujeres[3], lo que implicaba como punto de partida de la teorización la asunción de una conciencia feminista que estaba dada por la comprensión de una subordinación en términos estrictamente sexuales, propiciando su entendimiento de modo omnipotente y, en cierta medida, esencialista.

Por otro lado, al mismo tiempo que buscaba reponerse su vinculación y asociación con dimensiones tales como la raza, la clase, la etnicidad, la orientación sexual, bell hooks señala, en relación a esta convergencia, algunas cautelas respecto del uso de conceptos tales como opresión. Si bien resalta su importancia en orden a ubicar las luchas feministas en un marco político radical, apunta a su uso en ciertos contextos “menos como una estrategia de politización que como una apropiación”[4]. Estas advertencias emergen como sintomáticas de la insuficiencia y poca porosidad de nociones omnímodas en torno a la violencia de género como grilla de inteligibilidad, que presupone modos unidimensionales de comprender la condición subalterna en razón de género pero que, paralelamente, resultan eficaces para la construcción de grandes consensos que habilitan el avance de lineamientos político-criminales que refuerzan dichos presupuestos.

Topografías sexuadas y razón político criminal

Michel Foucault sugería que la historia de las diversas racionalidades resultaba en ocasiones más efectiva para quebrantar nuestros dogmatismos y certezas que la crítica abstracta[5]. Quizás resulte útil recuperar esta sugerencia para pensar el espacio abierto por la confluencia de la heterogeneidad de reivindicaciones feministas en clave de derechos, y la configuración de una razón político criminal en clave de géneros y sexualidades. En particular, cuando estas racionalidades se insertan en proyectos políticos transnacionales y se vehiculizan sobre el despliegue de lenguajes de derechos. Así, sugiriendo la necesidad de reponer las dimensiones sexo-genéricas en las investigaciones relativas a la evolución de los castigos, Elizabeth Bernstein traza la hipótesis de que ciertos discursos en torno a los derechos humanos se vuelven vehículos clave tanto para “la transnacionalización de las políticas carcelarias como para la reincorporación de dichas políticas al terreno local bajo una apariencia feminista benevolente”[6]. En ese sentido, se apunta la necesidad de reponer reflexivamente el carácter polémico en la construcción de sentido relativa a los lenguajes legales que organizan la proyección de políticas criminales.

El androcentrismo implícito de las disciplinas penales y criminológicas supuso, y supone aún hoy en gran medida, la marginalización de las variables de género en la formulación de las hipótesis investigativas e interpretativas predominantes. Incluso en debates contemporáneos se advierten llamadas al orden, respecto de la pertinencia o no de algunas propuestas teóricas y críticas feministas, conforme ciertos cánones que vienen a remarcar la extranjería de la teorización feminista y a reconducir sus pretensiones hacia espacios que podrían eventualmente ser atendidos, pero difícilmente reconocidos como parte de una reformulación crítica de los propios presupuestos.

Por otro lado, la expansión de los lenguajes referidos en términos unidimensionales de victimización femenina redunda en muchas ocasiones en una instrumentalización alejada de diagnósticos o investigaciones empíricas sobre las modalidades específicas que las opresiones asumen y en una captura que no necesariamente se corresponde con las demandas feministas. De modo que, más allá de las primeras exploraciones en torno al potencial simbólico del derecho penal para la visibilización de reivindicaciones feministas en la arena pública, resulta un aspecto relevante para las aproximaciones entre movimientos feministas y política criminal, la exploración de los interrogantes sobre el cómo de sus proyecciones, como una clave que permitiría desentrañar un texto cultural más amplio en torno a las demandas feministas y sus capturas.

La evaluación de la razonabilidad de los proyectos que orientan la política criminal está mediada por construcciones de sentido que en gran medida asumen pretensiones universales. De modo que los problemas que suscita la intersección entre feminismos y penalidad no puede ser leída por fuera de operaciones clasificatorias que en términos subjetivos y morales informan sus lineamientos. En ese sentido, el derecho penal en particular ha de ser leído no sólo como una enumeración de actitudes sociales de reproche y del orden social que las genera, sino también como un discurso que produce asunciones sobre el despliegue de las sexualidades y sobre la definición de los problemas que ameritan una respuesta en términos de política criminal. En esa dirección, resultan claves las exploraciones acerca de cómo el derecho penal construye subjetividad en varios sentidos y, en particular, qué asunciones emergen en torno al género y las sexualidades, así como las eventuales profundizaciones de esencialismos culturales y retóricas del victimismo[7].

Una compilación del cineasta alemán Harun Farocki fue traducida para su publicación al español como Desconfiar de las imágenes. La formulación es sugestiva y elocuente. Las feministas que nos acercamos de algún u otro modo a la administración de justicia penal y al análisis político criminal tenemos que desconfiar de las imágenes cristalizadas que en muchas ocasiones operan como un obstáculo hacia la potencia de nuevas imaginaciones, desbordantes de los marcos preconcebidos para inscribir (y capturar) las violencias. A partir de la evocación de Didi-Huberman, podríamos pensar en un abordaje de la conflictividad en términos de montaje. (Continuando la digresión) si la estética del realismo busca comprender la realidad a partir de un “reflejo objetivo”, el valor político del montaje será más modesto y más radical en tanto indaga “los torbellinos en el río antes que la dirección de su curso general”. El análisis de las políticas criminales en clave feminista no puede agotarse en direcciones y diseños técnicos sobre retóricas ominiabarcativas y totalizantes, eludiendo estos torbellinos y su potencia política de realización.

 

[1] Didi-Huberman, G. (2013) Cuando las imágenes toman posición. A. Machado Libros

[2] Binder, A. (2011) Análisis político criminal. Bases metodológicas para una política criminal minimalista y democráctica. Ciudad de Buenos Aires, Editorial Astrea

[3] Mackinnon, C. (1995) Hacia una teoría feminista del Estado. España, Cátedra

[4] hooks, b. (1984) Feminist Theory: From Margin to Center. Boston, South End.

[5] Foucault, M. (1990) “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la razón política”, en Tecnologías del yo y otros textos afines. Barcelona, Paidós

[6] Bernstein, E. (2014) “¿Las políticas carcelarias representan la justicia de género? La trata de personas y los circuitos neoliberales del crimen, el sexo y los derechos”, en Debate Feminista, Vol. 50, p. 282

[7] Kapur, R. (2005) Erotic Justice. Postcolonialism, subjects and rights. The Glass House Press

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