La hermenéutica del sujeto
Desde lo alto del mundo, no somos más que un punto

Por Silvana Vignale

1. Para los estoicos, hay una libertad que podemos ganar, para dejar la servidumbre de sí mismos, para salir del sistema de obligación-recompensa al que estamos sujetos. Se trata de tener el alma al borde de los labios, alcanzándonos a nosotros mismos tras haber recorrido el gran ciclo del mundo, de un desplazamiento, del movimiento real del sujeto de ir hacia algo que es él mismo. No se trata de una mirada para huir del mundo, para abandonarlo en pos de otro, como el mundo de las ideas de Platón o el más allá cristiano. Sin abandonar este mundo y este universo, se trata de colocarnos en el punto más alto del mundo, para desde lo alto lanzar una mirada a la tierra, y captar la pequeñez y el artificio de eso que creemos que es el bien y que nos distrae de nosotros mismos (la riqueza, la gloria, los falsos esplendores). Desde lo alto ¿qué son los ejércitos? Nada más que hormigas. Desde lo alto somos, a nuestros propios ojos, lo que somos. A saber: un punto.  

Lo repaso a Foucault, que repasa en su clase a Séneca, a la Consolación a Marcia. Séneca le propone el siguiente ejercicio: imaginate que antes de entrar a la vida tenés la posibilidad de ver lo que va a pasar; que en ese umbral de la existencia podés ver los astros, la luna, los planetas; y después la tierra y sus planicies, las montañas, las ciudades. Y yendo más a lo pequeño, los azotes del cuerpo y del alma, las inclemencias, los dolores y los tormentos, las adversidades que nos acecharán, los acontecimientos que nos marcarán la vida. Se le muestra el mundo para que comprenda que no hay nada que elegir; o, en todo caso, que no se puede elegir nada, si no se elige todo, que no hay más que un mundo, y que el único aspecto de la elección es éste: ¿qué carácter le vas a dar a tu vida?, ¿querés entrar o salir? En definitiva, ¿querés vivir o no? Si elegís la vida, lo que habrás elegido es la totalidad de ese mundo visto desde lo alto, con sus maravillas y con sus dolores.  

Amor fati.  

 

2. El conocimiento de sí mismo no es autoconocimiento para los estoicos (aunque tampoco para los epicúreos, que prescribían el estudio de la physiologia), sino una relación con la naturaleza. El gran recorrido por el círculo del mundo no es para arrancarnos de la naturaleza o del mundo, sino para permitir que nos recuperemos o nos salvemos en el lugar en el que estamos, en ese punto ínfimo en un apartado rincón del universo. La salvación no tiene el carácter trágico y dramático de un acontecimiento original como el pecado, que habría que redimir. Salvarse es mantenerse en estado de alerta, mantener las fuerzas agrupadas en torno de sí, para que no se dispersen. Volverse un trompo cuya velocidad arrastre hacia nosotros mismos todo aquello de lo que estamos hechos, la memoria del pasado, los discursos que nos constituyen, el hálito que cada vez se inspira. La imperturbabilidad del alma no designa un carácter pasivo y distante respecto del mundo –nosotros solemos pensarla como frialdad–; sino por el contrario, enfrentarse a los acontecimientos, a los placeres, a los dolores, desde una soberanía del espíritu: manifestar cierta indiferencia ante las cosas indiferentes no por falta de interés, sino por el contrario, observarlas en cuanto no dependen de la voluntad humana, y encontrar en ellas la belleza. La salvación es así una actividad permanente consigo mismos. ¿De qué se salva uno? De la dispersión. Salvarse a sí mismo del flujo sin filtro de representaciones en la mente. En ese hilo espontáneo en el que se presentan, no aceptarlas sin examen, o como decía Epicteto, preguntarles, a cada una de ellas, “esperá, dejame ver quién sos y de dónde venís”. Uno se salva para alcanzarse a sí mismo, para dejar de estar expuesto a todos los vientos, para no quedar presos de las fluctuaciones de nuestra mente que nos preocupa y nos impide ocuparnos de nosotros mismos. Para volver a ser los que nunca fuimos, para cumplir la vida antes de que llegue la muerte. Este retorno a sí mismo en los estoicos nos presenta la circularidad de nuestra existencia: alcanzarnos a nosotros mismos, llegar a ser los que nunca fuimos, ir hacia nosotros mismos como se va hacia una meta; y a la vez, retornar a nosotros mismos: volver sobre esos que todavía no hemos sido. Esa conversión no es una transformación súbita ni religiosa, sino un desplazamiento o movimiento inmanente del sujeto: de lo que no depende de nosotros a lo que depende de nosotros.  

 

3. ¿Has mirado alguna vez a las hormigas? ¿Has tomado su perspectiva, la perspectiva que da estar acostado en el pasto, con las hierbas gigantes ante nuestros ojos, con el verdor y el olor a verde –un cambio de perspectiva que nos anima a sinestesias que no somos capaces de percibir desde nuestra mirada habitual–? Marco Aurelio presenta otro ejercicio, contrario al de Séneca, que da un paso atrás con respecto a su emplazamiento en el mundo para recuperarlo dándose en él un lugar. Consiste en cierto movimiento del sujeto, pero de hundimiento en el mundo, para examinarlo en sus menores detalles, como una mirada miope sobre el grano más tenue de las cosas. Las prácticas de sí que propone son ejercicios de percepción discontinua, pruebas de la discontinuidad de las cosas del mundo, donde éstas pueden percibirse no en su gran unidad, sino en su dispersión, “como se dispersa una banda de gorriones que vuelan en el cielo”. Y es un ejercicio que puede aplicarse a la propia existencia. ¿En qué consiste el hálito vital que nos constituye? En un viento, que no siempre es el mismo. El pneuma nunca es otra cosa que un soplo, un soplo que se renueva con cada respiración, lo que prueba que nunca somos los mismos. Que si aplicamos a nuestra propia vida el ejercicio de la discontinuidad –Foucault lo expresa en una de sus clases con peculiar entusiasmo, tal vez el mismo que le provocaba a Gilles Deleuze explicar la noción de haecceitas para los estoicos, esa posible individuación sin sujeto–, nos damos cuenta de que ni siquiera lo que creemos nuestra identidad, o aquello en donde suponemos que es necesario ubicarla o buscarla, garantiza nuestra continuidad. Que siempre somos, al menos como cuerpo, e incluso como pneuma, algo discontinuo con respecto a nuestro ser. No estamos donde creemos estar, al menos no en esa ficción -el cuerpo, el alma– que, hasta ahora, hemos llamado nuestra “identidad”. 

 

(Este escrito es una reescritura de algunos ejercicios espirituales estoicos –en la forma de un hypomnemata–, a partir de la presentación de Michel Foucault en el curso La hermenéutica del sujeto, dictado en el Collège de France, en los años 1981-1982.) 

 


Silvana Vignale es Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Lanús (UNLa). Investigadora Adjunta en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Titular de las materias Filosofía y Antropología Filosófica y Sociocultural, en la Facultad de Psicología, Universidad del Aconcagua. Su tesis doctoral fue sobre “Políticas de la subjetividad. Subjetivación, actitud crítica y ontología del presente en Michel Foucault”, cuya dirección estuvo a cargo de la Doctora Esther Díaz. Actualmente su tema de investigación versa sobre una genealogía moral de la deuda y de la pena y dirige un Proyecto de Investigación Plurianual en CONICET acerca del neoliberalismo como gubernamentalidad y procesos de subjetivación.   

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