Pandemia y Ser social
Después de la tormenta

Por Sabrina Villegas Guzmán

Tiempo de reconstruir los afectos 

“A quienes todavía habitamos este mundo malherido nos cabe el desafío de intentar hacer algo con los restos del naufragio”, propone Sabrina Villegas Guzmán y se pregunta por las lecturas que hacemos del impacto que la pandemia causó sobre nuestro ser social. En este contexto, propone un ejercicio tendiente a nombrar los dolores acumulados y a ofrecer palabras para “reconstruir el (ya muy maltrecho) entramado social y subjetivo.”  

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Ahora que parece que el huracán ya pasó, que el viento dejó de tronar en las ventanas y que el horizonte a lo lejos va clareando, ¿qué lecturas hacemos sobre el impacto que la pandemia causó sobre nuestro ser social y, más importante aún, cómo nos damos a la tarea de reconstruir el tejido dañado? 

Propongo aquí un ejercicio nada sistemático de poner en palabras el daño/aflicción/malestar como una forma de colectivizarlo y de desplazar de nuestro interior el miedo que quedó alojado. Algo así como un ejercicio de crítica acompañado de una clínica1 tendiente a recomponer los afectos y curar lxs cuerpxs, de modo que el acto de nombrar los dolores acumulados sirva como una terapia para reconstruir el (ya muy maltrecho) entramado social y subjetivo o, al menos, que sea tenido como un ritual para conjurar algunas penas. 

Nos tocó ser testigxs de una época traumática, tener a la muerte susurrándonos al oído, ver como se llevaba la vida de tantxs y sobrevivir a esta tragedia, es decir, seguir estando aquí. Entonces, a quienes todavía habitamos este mundo malherido nos cabe el desafío de intentar hacer algo con los restos del naufragio.  

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Parte de las consecuencias ocasionadas por la pandemia pueden ser cuantificadas. Tenemos cifras de la cantidad de vidas humanas que se perdieron, de la cantidad de infectadxs, del aumento de la brecha de desigualdad, del porcentaje de nuevxs pobres e indigentes, de la cantidad de personas que perdieron sus empleos, de las multimillonarias ganancias de las corporaciones… pero ningún número puede hacer justicia a la magnitud del daño en el tejido social y en las subjetividades, aunque apelemos a algunos indicadores como las variaciones en la tasa de suicidios o el consumo de antidepresivos. 

El padecimiento de distinto tipo de dolencias mentales como el estrés, la ansiedad, el miedo o la impotencia no es nuevo, hace tiempo que sabemos que “nuestra depresión es el capitalismo”,2 que las lógicas de flexibilización y gerenciamiento del mundo del trabajo, las nuevas tecnologías de comunicación y el desmantelamiento de la solidaridad que anidaba en algunas instituciones sociales han provocado un aluvión de daños a nivel psíquico que se experimentan de manera privada mientras sus causas estructurales permanecen en la sombra.3   

Ante este escenario de desencanto y desasosiego generalizado o quizás gracias a él el encierro, la distancia y el aislamiento social vinieron a erosionar aún más nuestras alicaídas sensibilidades, al privarnos del contacto físico y de la posibilidad del encuentro con otrxs. 

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La capacidad de sentir empatía, de ponernos en el lugar del otrx, de intentar volvernos ese otrx, ciertamente se angosta cuando perdemos el diálogo, la posibilidad de reconocernos unxs a otrxs y de contemplar el mundo que nos rodea.  

En este sentido, el paso a la virtualidad permanece como una interrogación abierta sobre el destino y la forma que tendrán estas acciones y desconocemos por completo sus potenciales derivas. De la experiencia que venimos transitando, resulta claro que la comunicación y el encuentro son posibles a través de medios digitales, aunque muchas veces nos queda la sensación de que estamos participando de una socialización simulada y que hacemos como si estuviera ocurriendo aquello que no termina de ocurrir.  

Quienes somos trabajadores de la educación, por ejemplo, nos hemos visto dirigiéndonos a un “aula” compuesta de un mosaico de imágenes inertes con micrófonos muteados para evitar las interferencias de sonido, sin muchas cámaras activadas y con escasa interacción. Esta puesta en escena que en un principio resultaba intolerable y completamente vaciada de sentido, con el tiempo se fue normalizando y se transformó en un cuadro cotidiano de la docencia. ¿El riesgo de quedar en un estado comfortably numb no es demasiado alto? 

Alguien podría objetar que en los encuentros cara a cara la simulación también sucede (¡qué diría alguien como Goffman!) y tendría razón, pero persiste la intuición de que “algo” de la condición humana queda suprimido o se nos escapa en este nuevo formato en el que ocurre buena parte de nuestra vida social. Con virtualidad o sin ella, la cuestión pasaría por recuperar el afecto en lo que hacemos y la conciencia de que estar en este mundo implica afectar y ser afectadx.  

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Pasado el vendaval, ¿qué hay de nuevo en este planeta que en tantos sentidos ya era una gran intemperie compartida? Primera obviedad, el capitalismo sigue estando entre nosotrxs. Segunda, las reglas del juego no son las mismas.  

Haciendo un listado sin pretensiones de exhaustividad, podríamos decir que la pandemia nos dejó el home office, la educación virtual, la medicalización, nuevas prácticas de engorramiento social, una intensificación del capitalismo de plataformas, una captura digital y financiera de la experiencia más profunda (la lista continúa)Uno de los aspectos más perturbadores resulta del hecho de que la mayoría de estos cambios operaron sin resistencia alguna, como consecuencia natural del estado de excepción. Y es que, lógicamente, frente a la posibilidad real de perder la vida, hicimos todo tipo de concesiones.  

En este punto, parece acertada la interpretación de  que la crisis producida por el Covid-19 representó un momento de destrucción creativa para el régimen de acumulación capitalista,4 el cual pudo deshacerse de algunos de sus elementos obsolescentes para dar vida a un nuevo arreglo que permita una transición verde y digital de la economía mundial, esta vez bajo la hegemonía china y con los metales raros como materia de extracción. 

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Asumimos como presupuesto que estar en el mundo implica inevitablemente estar con otrxs. Que no existimos como mónadas aisladas, sino como parte de un tejido relacional que nos constituye y sin el cual somos absolutamente incapaces de sostener nuestras vidas.5  

El encierro que muchxs habían abrazado de distintas maneras antes del confinamiento obligado por la pandemia crea la ficción de que se puede permanecer a salvo del mundo. Que si cada quien se queda en su casa, a resguardo de lxs propixs, en un universo conocido y alejado del contacto con lo extraño, el peligro no nos llega o tarda más en llegar. 

Aún a sabiendas de que ninguna operación de permanecer inmunizadx es posible cuando la precariedad y la precarización atraviesan todos los ámbitos de la vida6 persiste de una manera obsesiva la búsqueda de salvoconductos que ofrezcan certeza, seguridad, estabilidad y orden. 

Las élites (esas que representan el 1% de la población mundial) se han lanzado a la exploración de distintos caminos que les permitan protegerse del peligro que representan el deterioro ambiental, la escasez de alimentos, las pandemias, las masas empobrecidas, el aumento de la violencia, entre otros pormenores. Llegado el momento, piensan abandonar el barco y huir del daño, ya sea en un sofisticado búnker, mediante la colonización de Marte o descargando el cerebro en una máquina. Están persuadidas de que encontrarán una forma de trascender lxs cuerpxs, la interdependencia o la vulnerabilidad de la vida humana. 

¿Qué salida nos queda a quienes sólo tenemos este planeta? 

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Por más que las trompetas del apocalipsis ya vinieran sonando y la literatura de ciencia ficción nos hubiera ofrecido una variada gama de escenarios distópicos, nadie pudo anticiparse al cimbronazo que significó la pandemia. Ciudades y fábricas desiertas, hospitales colapsados, escasez de insumos, cadáveres acumulándose en las veredas, cementerios improvisados… son sólo algunas de las angustiantes y dolorosas imágenes que por primera vez algunas generaciones vimos fuera de un film o de una novela. 

El virus también lo sabemos fue la consecuencia de un modo civilizatorio profundamente destructivo, desigual y excluyente, que reveló de manera inigualable el nexo entre economía y epidemiología.  

Se dice que la distopía tiene sentido si sirve para asustarnos lo suficiente como para que nos pongamos a trabajar en un proyecto utópico.7 ¿No será entonces una oportunidad como para que reflexionemos sobre la forma en la que nos relacionamos con el mundo? Porque la reconstrucción del afecto no puede reducirse al vínculo entre semejantes (entiéndase por esto otrxs humanxs) sino que incluye también de manera inextricable la redefinición del contacto con lo no-humano. 

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Después de muchos meses de distanciamiento social y de contactos precarios ¿cómo pinchamos la vida burbuja y reconstruimos los lazos sociales? ¿Ha llegado el momento de militar la cercanía y la proximidad? Aunque resulte un anhelo, no sabemos si esto será completamente posible en lo inmediato y la intención de este escrito no es hacer un llamamiento irresponsable al contagio masivo, sino ir disponiendo nuestro ánimo para volver a encontrarnos.  

Para que cuando el virus entre en recesión definitiva estemos dispuestxs a restituir el lugar de la corporalidad y volvamos a habitar las aulas, las calles y las plazas. Para que dejemos el miedo en el armario y salgamos a librar las batallas que nos faltan antes de que la razón conservadora se siga apoderando de nuestras subjetividades dañadas. 

En definitiva, la acción políticano es otra cosa que un asunto de afectos y de deseos colectivos.8 

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Una vez hace muchos años  escuché  en una conferencia que “nuestra intención racionalizadora es un temor al caos, del cual somos portadores”9 y desde entonces conservo el cuaderno en el que quedaron esas notas y vuelvo a ellas de tanto en tanto. 

Y sí, vivimos en un mundo caótico, por más que desde la modernidad a esta parte la humanidad haya tratado de domeñarlo con un éxito relativo bajo la apariencia de un orden. Es posible que lo que llamamos caos sea la expresión de la misma complejidad del mundo que se resiste a ser capturada por la razón. 

Hay quien afirma que cuando el caos lo invade todo, de nada sirve declarársele como enemigo; al contrario, hay que hacerse amigo del caos, ya que “sólo dentro del torbellino se encontrará la clave para el nuevo ritmo.”10 

 

 


Sabrina Villegas Guzmán es Doctora en Derecho y Ciencias Sociales. Docente de la Facultad de Ciencias Sociales y de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba. Integrante del Colectivo de Investigación El llano en llamas.

 


Mbembé, A. (2016). Crítica de la razón negra. Buenos Aires: Futuro Anterior Ediciones. 

Berardi, F. (2021). La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis. Buenos Aires: Caja Negra. Pág. 8. 

Fisher, M. (2019). Realismo capitalista ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.  

Fujita Hirose, J. (2021). ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo? Buenos Aires: Tinta Limón. 

Lordon, F. (2018). La sociedad de los afectos: por un estructuralismo de las pasiones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora. 

Lorey, I. (2016). Estado de inseguridad. Gobernar la precariedad. Madrid: Traficantes de Sueños. 

Stanley Robinson, K. (2018). “Dystopias Now”. Recuperado de: https://communemag.com/dystopias-now/ 

Lordon, Ibíd. 

La frase le pertenece a Silvia Rivera Cusicanqui y fue registrada en una conferencia que tuvo lugar en el año 2009. 

10 Berardi, Ibíd (p. 12). 

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