Dossier especial 2001
El 2001: herencia maldita del país burgués (de posdictadura)

Por Mariano Pacheco 

¿De qué modo los procesos de organización anteriores al 2001 contribuyeron a las reverberaciones de esa revuelta? Mariano Pacheco, autor del libro 2001. Odisea en el conurbano, reflexiona sobre esos recorridos, las potencias y herencias de una traza que aun hoy es valioso recuperar: “en lo cotidiano es posible gestar otra idea y otra práctica de nosotros mismos, de nuestras relaciones con los demás; de que los valores dominantes no son los únicos que pueden estructurar nuestras existencias y que es posible, en el aquí y ahora de las luchas populares y sus subterráneos procesos de organización, ir forjando otra forma de entender el mundo y habitarlo.” 

 

2001. Odisea en el conurbano, de Mariano Pacheco.

Las jornadas insurreccionales del 19 y 20 de diciembre de 2001 lograron condensar y proyectar un conjunto de experiencias de luchas populares previas que se venían desarrollando en la Argentina y fueron parte, a su vez, de un torrente de luchas desde abajo que recorrieron todo el continente.

Genealogías insurgentes 

El ruido de las cacerolas del 19 de diciembre por la noche se sumó al fuego de los piquetes que desde hacía años se esparcían por toda la Argentina. De esa confluencia entre indignación de coyuntura y ciclo de luchas previo se deriva la rebelión que el día 20, en la ciudad de Buenos Aires, tiene a las Madres de Plaza de Mayo y a los motoqueros entre sus referentes simbólicos más destacados, en unas jornadas cuyos protagonistas fueron los sin nombre, las miles y miles de vidas anónimas que ese día hicieron historia. En diciembre de 2001, entonces, se expresaron en las calles de nuestro país los métodos, reclamos y anhelos que se venían abriendo espacio en las luchas de los últimos años, desde la pueblada de Cutral Có en 1996 en adelante (incluso antes, desde la Marcha Federal de 1995 o desde el Santiagazo de diciembre de 1993).

Por eso la novedad del 19 son las cacerolas que se escucharon en la ciudad de Buenos Aires, que parieron luego (durante el verano de 2002), las experiencias de las Asambleas Populares que agruparon a los sectores medios de las principales capitales del país, pero la novedad del día 20 fue que se expresara en las calles de la Capital Federal aquello que desde hacía años se venía expresando en las rutas de distintas provincias de la Argentina: la fuerza de la acción directa, de las barricadas de esas puebladas que parieron el Movimiento Piquetero.

El piquete logró en los años noventa condensar una enorme sabiduría popular: concentró la fuerza de quienes parecían no tenerla para golpear en puntos neurálgicos del poder; captó la atención de los medios masivos de comunicación y, a través de ellos, del funcionariado de turno y de importantes porciones de la sociedad -sensibilizada con una situación económica y social cada vez más problemática- que lejos de repudiar ese tipo de acción directa, se solidarizaba con sus protagonistas. 

La respuesta del gobierno ante el conflicto creciente fue la asistencia social focalizada, y la de gran parte de la sociedad, de apoyo a la protesta y condena de la situación a la que “el modelo” estaba empujando a grandes sectores de la población.  

La tríada “cortes de ruta – asambleas – planes trabajar” inició un camino que sería recorrido a lo largo y ancho del país por vastas franjas de la militancia y sectores populares de la Argentina. Sobre todo, por aquellos que venían realizando una reflexión acerca de los límites que la lógica de los años anteriores tenía en la construcción política.

Principalmente en el Gran Buenos Aires, los grupos que parieron el Movimiento piquetero lograron combinar un cierto archivo de militancias con rebeldías de jóvenes con identidades difusas. Combinaron también reclamos de reivindicaciones urgentes con planteos políticos que buscaban salirse de los lugares comunes de las organizaciones más tradicionales, tanto del peronismo como de las izquierdas.

De allí que tampoco nos resulte apresurado afirmar que aquellos primeros piquetes y puebladas protagonizados por las poblaciones más alejadas del centro del país, fueron las que generaron las condiciones sociales que permitieron que el denominado Movimiento Piquetero emergiera, y se transformara en el actor socio-político más dinámico del período 2000-2003.

Todas esas experiencias, no sólo las de Cutral Có y Plaza Huincul en Neuquén, sino también las de Tartagal y Mosconi en Salta, las de Chaco y los Cabildos de Autoconvocados en Corrientes, permitieron ampliar la capacidad de movilización, aumentar la expansión territorial de la organización y sistematizar numerosos aprendizajes.

En este sentido no se puede dejar de reconocer el papel jugado por los pequeños núcleos de militantes sociales y políticos del Gran Buenos Aires (y en menor medida de otros sitios del país), que percibieron en aquel momento nuevas condiciones favorables para el desarrollo de la organización popular. Núcleos militantes que empezaron a mezclar tradiciones del pasado y a parir nuevos símbolos de lucha: la estrella federal y la de cinco puntas; Evita y el Che; los piquetes y el subcomandante Marcos.

En ese camino de la periferia al centro (de los cortes de rutas en el interior al corte de puentes y autopistas a las puertas de la capital del país) el movimiento piquetero jugó un rol de vanguardia en aquellos años. Y si decimos que jugó un rol de vanguardia es porque podemos detectar dos factores fundamentales: por un lado, que dinamizó procesos populares más amplios; por otro lado, en correlativo, que no estuvo solo en la pelea, de la que también fueron parte sectores del nuevo sindicalismo (sobre todo los docentes y estatales nucleados en la CTA, más otros inconformistas del sindicalismo tradicional, como Camioneros y su Movimiento de Trabajadores Argentinos); los nuevos actores de trabajadores (como los motoqueros, sobre todo en las jornadas del 20 de diciembre); las experiencias feministas y de la diversidad (Encuentros Nacionales de Mujeres desde 1985; la CHA, Comunidad Homosexual Argentina desde 1984); la persistencia de los organismos de Derechos Humanos (Madres y Abuelas, y su renovación generacional con HIJOS, desde 1995); las experiencias de comunicación popular y de video-activismo (radios comunitarias; revistas y periódicos; fanzines; canales locales de TV; documentalismo militante); las luchas estudiantiles contra le Ley Federal y Superior de Educación; el artivismo (murgas; muralistas; performances; teatro callejero, independiente, comunitario), entre otras expresiones.

Todos Tus Muertos 

Ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence, y este enemigo no ha cesado de vencer.

La frase no es de 2001 ni de nadie que haya nacido o si quiera conocido la Argentina, sino del filósofo alemán Walter Benjamin, quien en sus Tesis sobre el concepto de historia, nos incita a pensar de otro modo la relación entre la actualidad y el pasado, entre la herencia y la invención.

El enemigo, podríamos pensar hoy, no sólo vence cuando en las elecciones triunfan las derechas, sino incluso cuando son derrotadas a manos de un progresismo que niega o ningunea a quienes pusieron el cuerpo, gestando las condiciones de posibilidad de su aparición.

En ese sentido, cierto “ethos setentista” tuvo sus dificultades para leer los desplazamientos de la violencia militar hacia la violencia policial, así como el pasaje de organización de la fábrica al barrio, del sujeto obrero a otro más familiar popular, donde las mujeres y los jóvenes de sectores populares no sólo “se sumaron” a las luchas populares, sino que las reconfiguraron por completo desde 1983 en adelante.

Por eso aquí quisiera destacar los nombres, fechas y circunstancias de una enorme cantidad de personas que fueron asesinadas incluso antes del 19 y 20 de diciembre, fechas en las que la represión policial se cobró la vida de más de treinta compatriotas.

Desde que Víctor Choque, salteño, obrero de la construcción, fue asesinado el 12 de abril de 1995 por la policía provincial en Ushuaia, en adelante, otra veintena de personas fueron asesinadas en protestas sociales. Teresa Rodríguez, de 24 años, cayó bajo las balas policiales el 12 de abril de 1997, en Cutral-Có, provincia de Neuquén.

Ya sin el menemismo en el gobierno, incluso, las muertes se sucederían. Al asumir el nuevo gobierno de la Alianza, en diciembre de 1999, mientras se mantenía cortado el puente que une las provincias de Corrientes y Chaco, la Gendarmería remató a los jóvenes Mauro Ojeda, de 18 años y Francisco Escobar, de 25, en un mega-operativo de ocupación del territorio.

En mayo de 2000, los jóvenes Orlando Justiniano y Matías Gómez correrían igual suerte en Salta. El 10 de noviembre del mismo año fue asesinado Aníbal Verón, trabajador mecánico de 37 años, mientras participaba en un piquete apostado en la ruta 34, que une General Mosconi y Tartagal, pueblos salteños que entonces se hicieron legendarios por la intransigencia de sus habitantes.

El 17 de junio de 2001, también en Salta, mientras los argentinos festejaban el Día del Padre, eran asesinados los jóvenes Oscar Barrios y Carlos Santillán. Exactamente seis meses más tarde, el aburrido del presidente Fernando De La Rúa se entretuvo ordenando la represión que terminaría con su gobierno. Y con la vida de más de treinta personas. Los nombres del rosarino Claudio “Pocho” Leprati y el bonaerense Carlos “Petete” Almirón se encuentran en la lista de los hombres y mujeres caídos en las jornadas de diciembre de 2001.

Hasta que la dignidad se haga costumbre 

La irrupción de las puebladas fue una bocanada de aire fresco para la militancia popular que no se rendía. El nuevo milenio presentaba una situación por demás adversa y puso sobre el tablero un inmenso desafío: enfrentarse, tanto a un enemigo poderoso que había logrado imponerse a escala global, como al estigma del fracaso (y no sólo la derrota) de las políticas revolucionarias del siglo anterior.

Quizá lo más importante de las puebladas haya sido su aporte a las clases subalternas en términos de recuperación de la confianza en sus propias fuerzas, en la valoración de la lucha como forma de reconquistar los derechos conculcados por las políticas neoliberales y también, en la posibilidad de recuperar la autoestima como pueblo (recuperar incluso la idea misma de pueblo, frente a la de “la gente”).

La primera mitad de la década del noventa fue una aplanadora para las ideas y las prácticas de emancipación en todo el mundo, dominado por la hegemonía del pensamiento único. De allí la dificultad para pensar-hacer otra política. La política, de hecho, comenzó a ser entendida, por amplias franjas de la población, como sinónimo de corrupción.

Por eso los piquetes, los piqueteros –como se empezó a decir por entonces para denominar a ese sujeto social de los “sin empleo”— lograron politizar el malestar. Porque como supo subrayar Carlos Olmedo en los años setenta, lo que genera conciencia no es la miseria, sino la comprensión de que esa miseria es injusta. Y no hay comprensión sin transformación de la situación, ya lo sabemos. De allí la importancia del piquete. Porque como sostuvo alguna vez Pablo Semán en una nota publicada en el diario Página/12, el piquete está hecho, justamente, de otra forma de memoria: “interioriza en las acciones, más allá de los ritos recordatorios, conclusiones históricas sobre tácticas, estrategias, luchas, derrotas y victorias. El piquete fue la forma que tuvieron y tienen amplios sectores sociales para articular el conflicto social a distancia de la guerra y de la inocuidad. Claro, el piquete no nace sólo de la memoria sino de la capacidad de tomar nota del presente, asumiendo que en las tareas de hoy no todo ha sido dicho por los antiguos”.1 

Recordamos, con la socióloga argentina Maristella Svampa,2 que gran parte de las organizaciones populares surgidas entonces tuvieron como imperativo insoslayable la des-burocratización y democratización de las instancias de participación. Sobre todo en los jóvenes, nos recuerda, la “narrativa autonomista” se caracterizó y se nutrió de un “ethos militante” que subrayó esas características. 

No es un dato menor, si tenemos en cuenta las derivas autoritarias del socialismo soviético realmente existente (stalinismo) y su influencia en gran parte de las organizaciones partidarias de izquierda, así como cierta deriva militarista de las organizaciones armadas peronistas, amén de ciertos rasgos que funcionaron como ADN peronista, herencia de la formación militar de Perón (y no nos referimos aquí a la crítica liberal que ataca al peronismo y a las izquierdas por estos rasgos, sino a los elementos necesarios de autocrítica que las experiencias populares deberemos hacer en el siglo XXI respecto del anterior).

La cuestión ética fue un elemento fundamental en el proceso de acumulación de fuerzas y de reversión de la derrota de los años setenta, porque entre otras cuestiones, esa derrota implicó una bancarrota moral: las nuevas generaciones militantes crecimos viendo cómo antiguos luchadores se dedicaban a hacer negocios personales con sus antiguos enemigos, o a pactar con los administradores de la pobreza, cuando no a ser parte activa de la gestión del Estado de Malestar.

En ese sentido, para no confundir política con moral, o recaer en una deriva moralista del análisis político, quisiera rescatar algo que trabaja Martín Heidegger en su “Carta sobre el humanismo”,3 cuando señala que la palabra ética deriva del griego ethos, que significa “estancia, lugar donde se mora”. La palabra, insiste, “nombra el ámbito abierto donde mora el hombre”. Cita que se complementa con una sentencia que Heráclito dio en Grecia y se traduce así: “su carácter es para el hombre su demonio”. Heidegger sugiere una traducción alternativa, que dice así: “el hombre, en la medida en que es hombre, mora en la proximidad de dios”. Cita, para complementar su reflexión en torno al ethos, el siguiente relato de Aristóteles: “se cuenta un dicho que supuestamente le dijo Heráclito a unos forasteros que querían ir a verlo. Cuando ya estaban llegando a su casa, lo vieron calentándose junto a un horno. Se detuvieron sorprendidos, sobre todo porque él, al verlos dudar, les animó a entrar invitándoles con las siguientes palabras: `también aquí están presentes los dioses`”. 

¿Qué podemos rescatar entonces de las palabras de Heidegger y, a través de él, de Aristóteles y Heráclito? Podemos rescatar la idea de que en lo ordinario hay lugar para que acontezca lo extraordinario. Como bien lo señala Heidegger, citando al propio Heráclito: “la estancia (ordinaria) es para el hombre el espacio abierto para la presentación del dios (de lo extra-ordinario)”. “La estancia” figura en el texto griego como el “ethos”.

Tomemos entonces esto de que en lo cotidiano es posible gestar otra idea y otra práctica de nosotros mismos, de nuestras relaciones con los demás; de que los valores dominantes no son los únicos que pueden estructurar nuestras existencias y que es posible, en el aquí y ahora de las luchas populares y sus subterráneos procesos de organización, ir forjando otra forma de entender el mundo y habitarlo. Así también, tomemos lo extra-ordinario, no como a un dios o como una utopía, sino como esos sitios, reales y actuales, en los que ya comienza a instituirse un horizonte de vida más ligado a los valores de justicia, libertad, igualdad y fraternidad por los que peleamos que al lucro que persigue la lógica ciega de la ganancia del capital. Cualquier horno situado en un espacio comunitario de los Movimientos Populares puede servir para fabricar el pan y los alimentos de cada día, pero también para calentarnos el alma, así como los bloques de cemento pueden ser útiles para edificar un hogar, pero también un espacio de reunión donde gestar comunidad. Los lugares de organización popular entonces no sólo para resolver problemas inmediatos y urgentes, sino para la gestación de ámbitos donde se promueva la solidaridad y el compañerismo como valores preponderantes en los espacios que habitamos. Esa es una de las grandes enseñanzas del ciclo de luchas desde abajo que 2001 logró condensar en la Argentina insurrecta de diciembre. Para que la dignidad fuera no sólo consigna, sino práctica política cotidiana. Una costumbre.

 

 


Mariano Pacheco es Director del Generosa Frattasi – Instituto Plebeyo de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP) y miembro de la Coordinación de la Usina del Pensamiento Nacional y Popular (UPNP). Escritor, periodista, investigador popular y autor de “2001. ODISEA EN EL CONURBANO (historias de amor, amistad, rock y militancia)” en la Editorial Indómita Luz.

 


1 Semán, P. (2007). MemoriasRecuperado de https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-83018-2007-04-09.html 

2 Svampa, M. (2006). Modelos de dominación, tradiciones ideológicas y figuras de la militanciaRevista Pampa. Pensamiento/acción política. Año 1 (nro. 1). Buenos Aires, Instituto de Estudios e Investigación, CTA 

3 Heidegger, M. (2001). “Carta sobre el humanismo”. En Hitos. Madrid: Alianza Editorial. 

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