Soberanía alimentaria
El derecho a las semillas: tensiones y debates

Por Tamara Perelmuter

En el 2020, la pandemia del COVID-19 evidenció la centralidad de los alimentos y la producción vinculada a la agricultura familiar, campesina e indígena. El acceso a alimentos sanos y el entramado organizativo alrededor del abastecimiento son preocupaciones de larga data, pero en estos últimos años han tomado nueva fuerza en la escena pública. En esta nota, Tamara Perelmuter aborda el debate sobre la soberanía alimentaria y lo vincula con la disputa en torno a la soberanía de las semillas, eslabón clave de la cadena agroalimentaria.  

 

Durante 2020 el debate en torno a la soberanía alimentaria se instaló con fuerza en la escena pública a partir de la frustrada expropiación de la empresa Vicentín. Pero también, porque la pandemia del COVID-19 y las medidas de Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) demostraron la centralidad que tiene la producción de alimentos sanos, con disponibilidad y accesibles pero, sobre todo, soberanos. Y al mismo tiempo, se evidenció que son las y los agricultores familiares, campesinos e indígenas quienes hoy producen los alimentos que consumimos. También quedó de manifiesto que poseen un gran entramado organizativo que existe desde hace mucho tiempo, pero que el año pasado fue central en el abastecimiento a través de ferias, mercados de cercanías, redes de comercio justo.  

El debate por los alimentos nos conecta con todo el sistema agroalimentario en cuyo origen están las semillas de las que depende todo lo demás. Son el primer eslabón de cualquier cadena agroalimentaria. De su posesión, producción y comercio, depende la soberanía alimentaria y el desarrollo agropecuario de un país. Son además un reservorio esencial de la diversidad biológica y cultural de los pueblos.  

Desde el punto de vista botánico la semilla constituye el reservorio de la vida, transmitiendo los caracteres que darán continuidad a la especie. Sin embargo, desde una mirada más amplia interrelaciona aspectos biológicos, sociales, identitarios, culturales, espirituales y económicos. Históricamente fueron consideradas bienes comunes ya que fueron mejoradas y compartidas por las y los agricultores en todo el mundo quienes mantuvieron el control de las mismas, lo que condujo a una gran diversidad como resultado del trabajo humano. 

Es importante destacar que no existe un solo tipo de semillas y su diversidad supone disputas por su definición y sentido. La pregunta es: ¿quiénes, dónde y para qué se realizan los procesos de custodia, selección y mejoramiento? Por un lado, están las denominadas semillas comerciales que forman parte del sistema formal o de semilla certificada. Esto incluye sobre todo a las híbridas y transgénicas donde el rol de los laboratorios y las empresas, sobre todo transnacionales, es central. Actualmente el mercado de estas semillas es uno de los más concentrado: está en manos de tres empresas transnacionales que controlan el 60% del mercado mundial de semillas: Bayer-Monsanto, Corteva (fusión de Dow y Dupont) y ChemChina-Syngenta.  

Por otro lado, están las semillas locales, aquellas cuyo proceso de selección, mejoramiento y conservación se da en los territorios y es guiado por criterios de las y los agricultores. Tienen una amplia base genética que les brinda adaptabilidad y capacidad de respuesta a diferentes condiciones productivas, ambientales y sociales.  

Aquí encontramos a las semillas nativas y criollas, las cuales constituyen el sistema informal, también denominado sistema de semilla local, o de las y los agricultores.  

En la actualidad, nos encontramos ante un nuevo movimiento de cercamiento a partir del cual aquello que aún era común o no estaba del todo subsumido a las lógicas del mercado, se está finalmente convirtiendo en una mercancía. Y las semillas no quedaron fuera de ese proceso.  

A partir de mediados del siglo XX, acontecieron dos hitos en las transformaciones técnicas de las semillas que dieron pasos importantes en ese sentido. Por un lado, las aparición de las semillas híbridas (masificadas en el marco de la Revolución Verde) que rompieron la identidad semillas-grano y, por lo tanto, significaron la separación del agricultor de su capacidad de replantar y el comienzo de la dependencia a las empresas que proveen los insumos. Por otro lado, la expansión de las biotecnologías aplicadas al agro dio lugar a las semillas transgénicas, generando grandes cambios en las estrategias de privatización del conocimiento, habilitando nuevos mecanismos de acumulación de capital. 

De manera articulada, se vienen produciendo mecanismos jurídicos que acompañan los cambios en las formas de apropiación de las mismas: leyes de semillas, que exigen el obligatorio registro y certificación; contratos que realizan las empresas de manera asimétrica con los productores; y, sobre todo, legislaciones de propiedad intelectual. De esta manera, esos bienes comunes que circularon libremente durante miles de años, ahora pueden ser privatizados y controlados por una persona o empresa que se adjudica la obtención de una nueva variedad. 

En Argentina, las semillas transgénicas ocupan más del 67% de la superficie sembrada. Fueron introducidas en 1996, junto al paquete biotecnológico que las acompaña. Esto produjo transformaciones en el sistema agrícola nacional, con importantes aumentos de la producción, intensificación de la agricultura y especialización de las exportaciones de origen agropecuario. 

La contracara fueron las tremendas consecuencias ambientales y sociales, que afectan de manera directa la agrobiodiversidad (y, por lo tanto, a la disponibilidad de semillas), como la concentración de la tierra productiva; la deforestación y los desmontes; la contaminación por el uso masivo de agrotóxicos; y los desalojos a las comunidades indígenas y campesinas. 

Por eso son una importante fuente de poder y de disputas. Y así lo entienden las organizaciones de la agricultura familiar, campesina e indígena que hace tiempo vienen resistiendo los embates de un modelo que las despoja. Pero también las empresas biotecnológicas, que identificaron el enorme valor que tienen las semillas y sus paquetes tecnológicos asociados en el control de la agricultura mundial. 

Activismos en defensa de la soberanía alimentaria y las semillas 

A pesar del avance sistemático de los procesos de cercamientos de las semillas, diferentes estudios muestran que un alto porcentaje de los cultivos en países en el Sur global, aún son variedades locales, semillas de autoabastecimiento o adquiridas de sistemas informales. Estos datos señalan la necesidad de las y los agricultores de acceder a semillas diversas, adaptadas localmente; al tiempo que dan cuenta de la importancia de los sistemas locales de semillas para la alimentación global, que entra en tensión con la visión de las corporaciones del agronegocio.  

Por lo tanto, cada vez toman más fuerza los activismos en defensa de la soberanía alimentaria y las semillas; es decir, acciones diversas que se oponen al cercamiento de las semillas y a la pérdida de agrobiodiversidad y defienden los derechos individuales y colectivos sobre las mismas.  

En ese sentido, la primera década del siglo XXI estuvo marcada por una intensa movilización en la política global de semillas. En enero de 2003 la Vía Campesina (VC) movimiento campesino transnacional que articula a diversas organizaciones de todo el mundo lanzó la campaña internacional Semillas: patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad”, eslogan que tuvo tanta potencia que aún hoy es utilizado. La VC discute, por un lado, con la noción de que las semillas son de todas y todos y, por lo tanto, de nadie. Y, por otro lado, con la idea de que son propiedad de los Estados, tal como plantea el Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos para la Agricultura y la Alimentación (TIRFAA). En cambio, la VC afirma que pertenecen a las comunidades que las cultivan, pero son un patrimonio al servicio de la humanidad y, por lo tanto, implícitamente no están disponibles gratuitamente para la apropiación privada.  

En relación con lo anterior, a finales de la década de 2000, la VC y otras organizaciones propusieron el concepto de “soberanía de las semillas”. Esto significó un importante cambio de paradigma ya que se supone en diálogo con la soberanía alimentaria, otra noción clave también planteada por esa organización. Para la soberanía alimentaria, las y los agricultores familiares, campesinos e indígenas deben recuperar el control sobre lo que producen y como lo producen, mientras que la soberanía sobre las semillas implica sostener la autonomía completa sobre todas las actividades de las semillas, incluida la reproducción de las mismas. De esta manera, se pasó de una perspectiva inicial que estaba sobre todo centrada en defender el derecho de las y los agricultores al uso propio; a promover y defender un cambio radical en las prácticas agrícolas. Así, el derecho a guardar, reproducir, utilizar e intercambiar sus semillas es entendido como un campo de batalla central para determinar quién controla la alimentación y la agricultura.  

Finalmente, otro acontecimiento en relación a la defensa de las semillas fue la Declaración sobre los derechos de los campesinos y otras personas que trabajan en las zonas rurales (UNDROP), adoptada en 2018 por la ONU. Allí se reconoce explícitamente el derecho a las semillas ya que según allí se plantea, todos los Estados, entre otras cosas, “apoyarán las semillas campesinas y promoverán el uso de los recursos semillas y agrobiodiversidad”.  

Disputas en América Latina y Argentina 

En América Latina, los activismos en defensa de las semillas coincidieron con las movilizaciones en contra de las semillas transgénicas. Se establecieron fuertes campañas en varios países como la Red de semillas libres de Colombia, Por un Brasil Libre de Transgénicos, Sin Maíz no hay país de México, entre otras. Y se coordinaron regionalmente a través de la Red por una América Latina Libre de Transgénicos (RALLT). En Argentina surgió de manera temprana la campaña “Paren de Fumigarnos”, a lo que luego se sumaron múltiples asambleas en Buenos Aires, Santa Fé, Entre Ríos y Córdoba, que se articularon para resistir a las fumigaciones. Este año, se sumaron las acciones de cooperativas agropecuarias, organizaciones sociales y ecologistas en contra de la aprobación del trigo transgénico. Se trata del el primer trigo transgénico del mundo con la “tecnología HB4” resistente a la sequía y al estrés hídrico, aprobado por el gobierno nacional en octubre de 2020 (aunque su producción está sujeta a la aprobación final de Brasil, por ser el importador del 50% del trigo argentino). 

Muchos de los activismos que se fueron desarrollando tienen que ver con acciones realizadas por las organizaciones sociales, ambientales y de la agricultura familiar, campesina e indígena para revertir los avances de los cercamientos jurídicos de las semillas (defensivos) y/o para crear marcos normativos y políticas públicas de protección de las semillas locales (propositivos). 

En Argentina las semillas vienen siendo un eje de debate y movilización popular en torno a la discusión por la modificación de la Ley de Semillas, que no pudo aún concretarse debido a la resistencia que surgió desde múltiples sectores de la sociedad y las posturas diversas y contradictorias ocurridas al interior del Estado. 

En 2014 se sancionó la Ley de “Reparación histórica de la agricultura familiar para la construcción de una nueva ruralidad en la Argentina” (Ley N° 27.118), una iniciativa gubernamental pero que tomó un reclamo histórico de las organizaciones del sector, las cuales definieron pasar a la ofensiva y no sólo resistir a la modificación de la Ley de semillas. Entre otros elementos, prevé la promoción de las ferias locales, zonales y nacionales de la agricultura familiar para apoyar el contacto directo entre productores y consumidores; y genera el Centro de Producción de Semillas Nativas (CEPROSENA), introduciendo un nuevo elemento a la discusión sobre las semillas en Argentina.  

Si bien la ley aún no ha sido reglamentada, está permitiendo el despliegue de numerosas políticas públicas orientadas al sector. En el caso de las semillas, la más importante es el reciente lanzamiento del programa “SemillAR”, de alcance nacional que tiene como objetivo asegurar el acceso a semillas nativas y criollas de calidad adaptadas al ambiente y la recuperación de la agrobiodiversidad a través del abastecimiento, creación y /o fortaleciendo sistemas de rescate, mejoramiento, multiplicación e intercambio de semillas nativas y criollas para la sostenibilidad de los sistemas agrícolas familiares campesinos e indígenas, promoviendo la identidad cultural y el arraigo territorial.  

Sin embargo, la lucha por preservar y seguir desarrollando la biodiversidad agrícola no se limita solo a las estrategias y disputas jurídicas, sino que comienza con el trabajo cotidiano de las comunidades en sus territorios. Así, las mismas, se complementan con activismos territoriales a través de experiencias destinadas a resguardar, intercambiar, reproducir y mejorar semillas nativas, criollas y adaptadas, las cuales se vinculan con las prácticas tradicionales de las y los campesinos e indígenas, y que en la actualidad se asocian con la agroecología. Así, las organizaciones de la agricultura familiar, campesina e indígena; movimientos ambientales; investigadores e investigadoras; y desde diversos organismos el Estado, comenzaron a replicarse experiencias de producción agroecológicas, al tiempo que se están desarrollando campañas, construyendo prácticas cotidianas, y erigiendo instituciones dirigidas a preservar las semillas nativas y criollas; el germoplasma; y los conocimientos ancestrales. 

El debate en torno a la soberanía alimentaria que se instaló con fuerza en la escena pública en los últimos años, abre una oportunidad única para multiplicar estas experiencias, en pos de avanzar sobre una transición hacia otro modelo agrario y alimentario. El debate es en realidad un conflicto asimétrico entre dos modelos el que profundiza el monocultivo transgénico y se basa en la apropiación privada de la naturaleza, por un lado; y aquel basado en la diversidad, la agroecología y la reivindicación de las semillas como patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad, por el otro y cómo se desarrolle y se dirima este debate tendrá profundas implicaciones para el futuro de nuestro país y de la humanidad. 

 

 


Tamara Perelmuter es licenciada en Ciencia Política y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigadora del IEALC (Instituto de Estudios sobre América Latina y el Caribe), coordinadora del Grupo de Estudios sobre Ecología Política desde América Latina (GEEPAL) e integrante del Grupo de Estudios Rurales y del Grupo de Estudios de los Movimientos Sociales de América Latina (GER-GEMSAL) del Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA). Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). 

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